El cuentito de fin de mes


- Consulta con el médico -



-Buenas tardes. Adelante por favor.
-Buenas tardes, doctor. ¿Cómo está usted?
-Muy bien.
-Me alegro.
-Hace tiempo que no lo veía por acá.
-Es cierto, es cierto, no recuerdo la última vez...
-Hace tres años.
Me sorprendió que él precisara con total seguridad cuándo había sido mi última visita. Nos sentamos, escritorio de por medio, y encontramos nuestra mirada. El Dr. Altman tenía la misma apariencia de siempre. Alto, corpulento y de figura admirable.
Atildado prolijamente bajo un delantal de blancura impecable, camisa y corbata de exquisito gusto, buscó mi historia clínica en un fichero a su izquierda. Mientras, lo observé. Sus movimientos poseían un cierto encanto, aquel que orna esas rutinas parsimoniosas ajenas a uno, que de tan cotidianas se tienen como mecánicas y precisas. Su manera de tomar la pluma a fuente, de organizar sus papeles, incluso el sonido de cada objeto manipulado, en el hermetismo acústico del inmaculado consultorio, conformaron un ameno preludio a aquella consulta.
Supuse que el Dr. Altman rondaría mi misma edad, alrededor de cuarenta años. Detrás de unos brillantes y finos anteojos dorados, sus ojos seguían mi mirada en una breve charla cortés que nunca excedía el tono tranquilo. Es que su voz tenía una frecuencia profunda que parecía acariciarlo todo.
Sonreía cada tanto y sus dientes asomaban enmarcados por su barbita en forma de candado, de pulcrísimo aspecto. Leyó atentamente mi ficha, pasándose a veces los dedos por la frente o entrelazándolos un poco en su cabello castaño en la zona de la nuca. Luego se volvió a mí y me preguntó sonriendo:
-Muy bien, dígame.
-Bueno, doctor, vengo para hacerme un chequeo general.
-Ahá.
-Últimamente he estado yendo al gimnasio. Mal que me pese decidí moverme un poco porque siento que mi estado físico es deplorable.
-¿Deplorable? Usted fue siempre un poco exagerado – dijo riendo contenidamente.
-Veo que me recuerda muy bien.
-Es parte de mi trabajo – dijo amablemente.
-Claro.
-¿Sigue fumando?
-No. Conseguí dejar el cigarrillo hace un par de meses.
El Dr. Altman anotaba todo en mi ficha.
-Deja el cigarrillo… hace un poco de gimnasia… bueno, ¡bien!, veo que decidió pasarse al lado bueno... – dijo mirándome, con la punta de su pluma apoyada en sus labios.
-Debo reconocer que así es, pero, de todos modos, me cuesta mucho ser perseverante.
-¿Por qué?
-Usted ya sabe, el trabajo, las obligaciones… y, en fin, de eso se trata mi visita. Este año estoy trabajando más que de costumbre y me siento cansado y sin fuerzas. A veces siento molestias en los hombros, en las piernas y…
-¿Sí? – preguntó el doctor sin dejar de garabatear sus notas.
-Bueno, le diré que con mi esposa ya no tenemos la frecuencia sexual de antaño.
El doctor Altman dejó de escribir y me miró por encima de sus lentes con una seriedad escrutadora.
-No se preocupe. Le ordenaré una serie de estudios y ahora mismo le haré una examinación a fondo.
-¿A fondo, doctor?
-Sí.
-Bien, doctor.
Si bien su tono nunca sobrepasaba la más mínima demostración emocional, en todo momento me daba una sensación de seguridad y calma. Siempre me había parecido un hombre encantador, con todo lo que ese adjetivo abarca. Pero había algo más: el Dr. Altman era un hombre realmente atractivo. El hecho de pensar que me debía confiar a la inspección de sus manos, me provocaba una deliciosa y recóndita excitación.
-Siéntese en la camilla, por favor.
Acercó una luz y me dijo que abriera la boca. Examinó mi garganta y me hizo sacar la lengua. Después de hacer eso sus manos empezaron a palpar mi cuello, examinando todo a través de minuciosas presiones. Un escalofrío recorrió mi espalda. Sus manos, increíblemente cálidas, parecían acariciarme más que auscultarme. Enseguida estuve muy a gusto y comencé a sentirme muy relajado. Él estaba muy cerca de mí. Olía a agua de colonia, muy sobria y masculina. Siempre obedeciendo sus consignas dichas en el tono firme para cambiar a una u otra posición, él siguió revisando oídos, cuello, ojos y nariz.
-Desabróchese la camisa, por favor.
Me puse algo nervioso y sentí un poco de pudor, pero desabroché por completo mi camisa y la aparté hacia los costados. Hundió su estetoscopio frío en mi pecho velludo y empezó una lenta y meticulosa exploración auditiva. El metal fue calentándose con mi propio calor corporal, así y todo, cada vez que lo apoyaba en un diferente sector de mi pecho, yo volvía a sentir escalofríos.
Luego aplicó sus manos. Me fascinó sentirlas en mi pecho, mi espalda, mis axilas. Finalmente me pidió que me quitara la camisa. Yo obedecí confiado y sumiso. Después me indicó que inspirara y exhalara profundamente apoyando su mejilla en mi espalda. Me asombró que no usara un lienzo sobre ella. Era extraño, pues el Dr. Altman era la imagen misma de la higiene. Yo sentí su barbita desplazarse en mi espalda y no pude evitar suspirar a cada movimiento.
-Relájese y respire pausadamente, por favor.
Yo intenté respetar su pedido, pero me fue difícil.
-Bien. Acuéstese.
Quedé boca arriba en la camilla. Me tomó el pulso y luego la presión.
-Por favor, desajuste el cinturón y bájese un poco el pantalón.
Empezó a palpar mi abdomen. Sentí sus manos bajar más y más. Sus dedos eran largos, firmes y envueltos en fino vello. Con toques sólidos recorría mi bajo vientre cuidadosamente, haciéndome sentir la suavidad de sus yemas calientes.
Mi pantalón abierto dejaba ver la tela de mi slip y bajo él, el comienzo de mi vello púbico. Él siguió palpando de una manera muy profesional, y sin embargo, enloquecedoramente erótica, deslizando sus dedos por entre el vello que aumentaba considerablemente hacia mi pubis.
-Ahá. Muy bien. Ahora, por favor, bájese un poco el calzoncillo, si es tan amable.
Yo tomé el elástico superior y lo bajé torpemente.
-Sólo un poco, sólo un poco.
-¿Así, doctor?
-Sí, sí, así está bien, gracias.
Volví a poner mis brazos a los costados, lo que hacía que cada tanto nos rozáramos por nuestra proximidad.
Mis pelos emergieron casi por completo desde el interior del slip. Él comenzó a tocar toda la zona. Sus dedos expertos manipularon mis entrepiernas, internándose con sapiencia y enredándose bastante en mis vellos. Palpó y frotó todo durante largo rato. Me pareció que se quedaba ahí un poco más de lo normal y, por supuesto, comencé a ponerme un poco intranquilo. Yo miré un poco de reojo, comprobando que el Dr. Altman estaba muy concentrado. Su boca estaba entreabierta y sus ojos no perdían detalle de lo que tenían delante.
Pronto me di cuenta que su vista no se apartaba del bulto que había en mi slip. Eso fue maravilloso. Inmediatamente empecé a respirar de manera más densa. Y también fueron inmediatos los latidos que por respuesta empezó a dar mi miembro. El Dr. Altman, ensimismado en su trabajo, seguía investigando táctilmente.
-¿Le molesta algo?
-No doctor, nada.
-¿Duele acá?
-No, doctor.
-¿Y acá?
-Tampoco, doctor.
-¿Seguro?
-Seguro, doctor.
Me abrió un poco más las piernas y, por sobre la tela del slip presionó fuertemente mi perineo, debajo de mis pesadas bolas. Inspiré entrecortadamente, sorprendido por tan íntimo y fuerte toque.
-¿Le duele?
-No…, no, doctor, es sólo que…
-¿Y aquí? – volvió a repetir la presión, un poco más arriba.
-No… - balbuceé, suspirando intensamente.
-¿Aquí tampoco? – preguntó cambiando levemente su dedo de lugar, casi en la base de mi miembro.
-No, doctor.
Su dedo, punzante, comenzó a recorrer un mínimo círculo en la zona, imprimiendo distintos tipos de presión. Mi verga se había puesto más tiesa, con esa típica sensación que aguijonea el deseo de ser liberada al exterior.
El Dr. Altman, siempre calmo, dejó por un momento de auscultarme. Miró nuevamente mi creciente colina bajo el slip que por el estiramiento dejaba asomar mis testículos por los costados.
-Acerca de lo que me dijo de sus hábitos sexuales, ¿con qué frecuencia tiene relaciones?
-Solía tenerlas semanalmente, más o menos dos o tres veces a la semana.
-Ahá – murmuraba el doctor, volviendo a meter sus dedos alrededor de mis genitales, sin llegar a tocarlos.
-Pero últimamente se han espaciado mucho.
-¿Cuánto es "mucho"?
-No sé… a veces una vez al mes, o incluso menos que eso.
-Ahá. ¿Siente que ha disminuido su deseo sexual?
-No lo sé, doctor. Tal vez sí.
-¿Tiene problemas de erección? – preguntó, mientras fijaba su vista en la dureza que estaba despuntando frente a él.
-Bueno, hay ocasiones en que me cuesta conseguir la erección, doctor.
-Ahá.
-Pero no siempre es así, doctor.
-Sí, ya veo.
Sus palabras me produjeron un poco de vergüenza.
-Perdón, doctor – dije, sintiéndome descubierto en mi alarmante excitación.
-No se preocupe. Es algo común que en la auscultación, ocurra alguna erección. Es totalmente normal.
-¿Ah, sí?
-Completamente.
-Comprendo.
-Y por otra parte, es bueno que eso ocurra ¿se da cuenta?, pues la respuesta a cualquier tipo de estimulación descartaría clínicamente la disfunción eréctil, ¿me explico?
-Sí, doctor, perfectamente, pero…
-No hay por qué avergonzarse – me dijo con un tono aún más suave y pausado.
Yo estaba embarazosamente excitado y a esa altura mi bulto ya se había levantado considerablemente. Miré un poco hacia allí y advertí que la blanca tela se había humedecido bastante con mi líquido preseminal. Sin embargo, el Dr. Altman, que ya se había percatado de eso, continuó con la revisación como si nada.
 -Tranquilo – me dijo en un tono de voz sutil.
Sus dedos siguieron explorando los límites contiguos a mi sexo. Recorrieron toda la base de mi verga vibrante, ingles, vellos… y todo despaciosamente, con una dedicación pasmosa y a la vez enloquecedora.
Evidentemente, el Dr. Altman se tomaba todo su tiempo para estos menesteres. Tanto palpó y tocó que el slip a duras penas pudía contener mi verga.
Luego de unos minutos volví a escuchar su voz. Sólo dijo: “permítame”.
Yo no pronuncié palabra, sólo me limité a asentir con un leve movimiento de mi cara, sonrojada y tensa. Entonces sin pedir que yo lo hiciera, tomó mi slip y mis pantalones y los bajó hasta la altura de las rodillas. Lo hizo lentamente y sin apuro alguno. Mi verga, dura, saltó disparada en toda su extensión hacia mi ombligo, y hasta sentí el ruido que hizo al chocar con mi propio abdomen. Las gotas de su jugo salpicaron tenuemente mi pecho. Fuera de su prisión y de mi voluntad, siguió agrandándose hasta alcanzar su máxima dureza, húmeda y latente. Cerré los ojos y me encomendé a los santos.
Miré al Dr. Altman. Ahora su atención estaba fija en mi palpitante erección.
-Doctor, perdón, yo…
-No hay cuidado. Le dije que es completamente normal.
Era evidente que estaba haciendo un esfuerzo por mostrar compostura, pero no quitaba sus ojos de mi verga con una expresión inquietante. Su boca estaba aún más abierta y su respiración me pareció más densa. Pero él siguió sosteniendo una actitud estoica y profesional.
-Permítame, por favor - repitió, y terminó de quitarme lo que me quedaba de ropa. Sólo quedé con las medias puestas. Para mi asombro, el Dr. Alman tomó las medias y me las fue quitando lentamente. Me quedé inmóvil mirando directamente hacia el techo. Estaba completamente desnudo frente a sus ojos y con una palpitante erección que no pretendía menguar centímetro alguno.
Él siguió haciendo todo con una serenidad admirable.
Cuando terminó de quitar las medias, me revisó los pies, separando uno por uno los dedos y probando su movilidad. Yo me preguntaba para qué hacía semejante cosa, intrigado, pero luego de unos segundos ya no me importó. En realidad, ya no me importaba nada a esa altura. Estaba en sus manos.
Fue hacia mis muslos, los tocó firmemente probando su tonicidad y de pronto los abrió dejando mis piernas separadas. Sus manos ahora buscaron mis testículos. ¡Oh, Dios! A tal contacto, mi verga dio un corcoveo y se tensó hacia arriba, goteando lentamente. Yo lo miraba de soslayo. Veía cómo hacía todo con sumo interés y paciencia. Amasó mis pelotas, las comprimió las separó, las amoldó en su mano. Palpó cada vena, deteniéndose en cada cambio de textura. Buceó por mi escroto libremente, repasando una y otra vez cada intersticio. Cada tanto lanzaba algún “ahá”, o me preguntaba si sentía alguna molestia, pero yo le respondía entrecortadamente que no. Esas respuestas, más que mi consecuente “no”, sonaban a un implorante “no te detengas”.
Dejó una mano en mis huevos y con la otra tomó el tronco de mi pija. Empecé a respirar aceleradamente de inmediato. Anhelaba moverme a toda costa, me era insoportable el hecho de tener que quedarme quieto, quería frotar mi rigidez ansiosa contra sus dedos calientes, penetrar con mi pija erguida el hueco de su mano desde mi pelvis, quería abrir al límite mis muslos, pero mi raciocinio era más prudente que mis trastornados apetitos.
Él descorrió el prepucio hacia atrás y lo fue examinando con el mayor detenimiento. Tomó el mojado glande con ambas manos y abrió el pequeño orificio dulcemente, casi con lúdico erotismo. Me sentía morir. Mi verga goteaba constantemente y sus manos pronto se empaparon con el tibio líquido. Era un revisación que normalmente se hacía con guantes, por cierto, sólo que ya no me extrañó que el Dr. Altman no los hubiera usado. Cuando hubo abierto bien, una y otra vez, mi glande rosado y resbaladizo, tomó con ambas manos mi pene y lo fue presionando en distintas partes. Tuve que contenerme, mordiéndome el labio inferior, para no soltar en ese momento un chorro de esperma. Aún no me explico cómo lo conseguí.
-Acuéstese boca abajo, por favor.
Obedecí enseguida.
Al darme la vuelta sobre la camilla mi palo quedó aprisionado debajo de mí. Mientras cambiaba de posición, logré ver cómo el doctor se aflojaba el nudo de la corbata. ¿Era ese su primer indicio de intranquilidad?, no lo sabía, pero la tan atildada figura de mi doctor, pareció perder algo de su compostura. También lo noté en su voz. Mientras se ponía guantes de látex me dijo:
-Flexione las piernas y apoye su pecho sobre las rodillas.
-¿Así, doctor?
-Sí. Levante bien la cadera.
-¿Está bien así?
-Perfecto. Gracias.
Sentí el agujero de mi culo abrirse al alcanzar la posición pedida, y enseguida, las manos del doctor sobre mis nalgas. Luego apartó los glúteos entre sí y buscando con el dedo, previamente lubricado, el borde de mi ano, se abrió paso entre mis pelos hasta encontrar mi agujero. Su dedo no erró nunca el camino, tal experiencia tenía, e inmediatamente lo introdujo de un solo movimiento. No pude evitar gemir cuando sentí su dedo chocar contra mi próstata. El invasivo placer fue incontrolable, tanto que estuve a punto de tener un orgasmo. Él sacó el dedo y para mi asombro que nunca era poco, sentí como se quitaba el guante y emprendía nuevamente su acometida digital a mano desnuda. Mi gozo fue mayor aún. Contenía el aliento y me obligaba a mí mismo a dejar escapar mis suspiros. Por momentos apretaba involuntariamente mi esfínter, atrapando fuertemente el dedo del Dr. Altman, y al mismo tiempo, provocaba una nueva tensión sobre mi verga erecta, que no dejaba de chorrear sobre la camilla. Entrecerré los ojos y me abandoné a su tacto, que producía en mí sensaciones indecibles.
Involuntariamente mi mano había quedado a un costado de la camilla, muy cerca de él, entonces pude sentir el roce de su delantal. Cambió un poco de posición y al hacerlo mi mano lo tocó algo más allá del delantal. Él lo advirtió, pero no hizo nada por evitar ese contacto, más bien diría que fue acomodándose para favorecerlo. Eso me pareció la gloria. Esperé un poco, con el dorso de mi mano atento y expectante, y a los pocos segundos, su pelvis avanzó hacia la camilla y pude sentir sin dudas la evidencia de algo muy duro. Me corté un poco y retiré la mano, pero mi deseo pudo más que la timidez. Me dije a mí mismo que era ridículo sentir vergüenza de haberle tocado el bulto al Dr. Altman mientras él estaba horadando mi culo con los dedos desde hacía rato. Volví a estirar la mano y esta vez choqué de lleno y con la palma abierta sobre su enorme erección, perfectamente reconocible por debajo de sus ropas. Como si nada, él siguió su trabajo, mientras que por mi parte apoyé lo más posible mi presión contra su falo duro. Poco a poco fui moviendo mis dedos, acomodando mi mano, hasta distinguir claramente el tamaño de ese aparato invisible. Ahuequé mi mano y acogí en mi palma todo el grosor de su verga, reteniéndola fuertemente. Comprendí que ya no era necesario contener mis gemidos, y, con pesadas respiraciones, comencé a susurrar ayes y suspiros cada vez más sonoros.
Él se detuvo entonces. Retiró su dedo de mi ano, con infinita dulzura. Me acarició todavía un poco más las nalgas y se separó lentamente de mí. Yo giré sobre mi espalda, y me incorporé un poco en la camilla apoyándome sobre el codo derecho, intentando averiguar qué sucedía. Vi entonces al Dr. Altman dejar sus lentes en el escritorio. Fue a la puerta y corrió la traba. Bajó la luz del consultorio dejando solamente la de la lámpara, y empezó a quitarse el delantal. Lo miré a punto de lanzarme hacia él, pero me contuve, pues el espectáculo que me daba ahora era de lo más arrebatador.
Siempre lentamente, dejó el delantal doblado en una silla, con cuidada circunspección. Mientras se deshacía de sus zapatos se quitó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa. La abrió lentamente deslizándola de sus hombros. Emergió su torso magnífico avanzando hacia adelante, hermoso, orgulloso, libre. Unos rojos pezones, tenuemente adornados de vello claro enmarcaban su cuello ancho, viril y los dos amplios pectorales. Su vello dibujaba una "Y" que se abría a los costados de su cuello, llegándole hasta los hombros. Hacia abajo se abría densamente en el ombligo, sombreándolo intensamente, y prometiendo una pelambrera generosa debajo de sus pantalones. Enseguida se los quitó y los fue a colgar en el perchero junto con la camisa. Cuidó siempre de que la ropa quedara bien puesta, revisando algún que otro pliegue indeseado que se la arrugase. Se quitó las medias y quedó en calzoncillos. El relieve perfecto de su erección se dibujaba en el gran bulto. Me senté al borde de la camilla para observarlo mejor. Quedé boquiabierto ante la imponencia de su cuerpo apenas cubierto con su ropa interior. Por los bordes de la prenda salían, incontenidos, varios pelos íntimos.
Se acercó despacio. Quedamos frente a frente y apenas me animé a tomarlo por los hombros. Nos miramos por un instante que pareció eterno. Luego bajé los ojos, atraído por ese cuerpo de ensueño. La hilera de pelos guió mi vista. Más abajo seguía esa montaña enorme entre las piernas que parecía desafiarme. No pude esperar más. Tomé el elástico del calzoncillo y lo bajé un poco. El camino velludo se ensanchó y asomaron más pelos, oscurecidos por la densidad de ese bosque viril. Seguí bajando el slip. El elástico luchó un poco contra la dura resistencia. Apareció la base de un tronco grueso, en medio del matorral intrincado. Finalmente vencí la dulce tenacidad de su rigidez y terminé de deslizar la prenda dejándola caer entre sus pies. Su verga enhiesta se alzó liberada, oscilando en el aire hasta quedar apuntando hacia arriba.
Su sexo era una obra de arte. Grande, recto y de grosor considerable. Numerosas venas lo atravesaban, enriqueciéndolo con una desafiante textura. El capullo se iba abriendo lentamente, patinando sobre una superficie brillante y mojada, desplegando toda su belleza como quien despierta hacia los deleites más exquisitos. No podía dejar de mirar sus pelos, que eran largos y se expandían ascendentemente hacia los costados. La sombra de su vello contrastaba de una manera plácida con la piel blanquísima y suave.
Nuestras manos, casi al unísono, se adelantaron en busca de sus correspondientes presas. Comenzamos a masturbarnos mutuamente en un gemido sordo, nuestras bocas se acercaron para saborearse en una unión tenue y temerosa. Los labios se buscaron lentamente, abriéndose receptivos. Sentí su boca abierta invitándome a degustarlo. Con mucho cuidado hice un breve avance con la punta de mi lengua. Fue recibida con un movimiento amable de la suya. La entrelacé jugando lánguidamente mientras captaba su sabor dulce. Él reaccionó con un suspiro profundo y dejó que su pasión aflorara. El beso entonces fue una contienda ardiente que se fundió en una entrega mutua de delirante placer.


Enseguida bajé buscando su pezón derecho con mi boca. Lo engullí, lamiéndolo suavemente. Noté como se endurecía. Con mi mano iba estimulando el izquierdo y luego también lo besé. Primero apoyando la punta de la lengua, después fui haciendo círculos alrededor de esa suave piel rosada, explorando todo el diámetro de su aterciopelada aureola. Los finos pelos que acompañaban mis tiernas mordidas, quedaron pegados a su piel por mi saliva.
Fui alternando mis lamidas y mis caricias linguales. Los pezones del Dr. Altman estaban erectos y habían adquirido una dureza asombrosa. Parecían dos pequeños penes suplicando el calor de mi boca. No me hice rogar y estuve bastante tiempo comiendo esos manjares. Él me tomaba de la cabeza, evidentemente complacido y suspirando de placer.
Luego me tomó delicadamente y quiso hacer lo mismo conmigo. Fue asombroso, su boca era increíblemente movediza y sensual. Se adelantaba y retrocedía chupándolo todo a su paso. La hábil lengua quiso traspasar los límites de mis tetillas y pasó a lamer los pelos de mi pecho. Sentía su cara rasparse contra mí en todas direcciones mientras seguía lamiendo con una voracidad creciente. Le costaba mucho trabajo, puesto que mi vellosidad allí es abundante, pero lejos de amilanarse por el trabajo, por el contrario, cobrando mayor morbosidad al hacerlo, pronto toda mi pelambrera quedó mojada de su saliva. Entonces levantó mi brazo y se hundió en mi axila. Yo me contuve para no gritar. Su barba se confundió con mis pelos oscuros. Olía mi halo y hundía una y otra vez su nariz complacida. Y cuando vio que no podía asimilar más placer, volvió a besarme en la boca a modo de tregua, conteniendo mi propio gemido.
Giramos los dos y le ofreció su pubis a mi cara, al mismo tiempo que yo quedaba frente al suyo. Su espléndida verga pendulaba a pocos centímetros de mis ojos. Absorbí cada detalle de sus genitales. El olor a hombre que despedían tantos pelos me embriagó de pronto, e instintivamente no pude evitar abrir la boca.


Atrapé ansiosamente su pija y comencé a succionarla gustosamente. Enseguida él hizo lo mismo con la mía. Estuvimos así sin tener en cuenta el paso del tiempo. Mientras nos comíamos al mismo tiempo, las manos recorrían todo lo que podían tener a su alcance. Los dedos se metieron en cada pliegue, cada cavidad, cada hueco. Su culo era muy blando y relajado, por lo que mis dedos entraron perfectamente, lubricados con mi saliva. A la vez, sentí que me abría las nalgas estirando al límite mi esfínter, y así, abierto y vulnerable, iba penetrándome magistralmente con sus dedos, que se iban sumando uno a uno a medida que mi dilatación lo permitía.
Cuando cambiamos de postura quedamos de pie uno frente al otro. Nos dimos otro largo beso, esta vez con un abrazo que contenía todo nuestro deseo. Él tomó mi verga y yo la suya. Empezamos una lenta y acelerada masturbación, que fue cobrando velocidad a medida que nuestra excitación crecía. Nuestras miradas eran una sola y con las bocas entreabiertas gemíamos susurrando entrecortadamente. Nos dábamos rápidos lengüetazos cada tanto. Nuestros gestos nos anunciaban que venía el final.
Entonces, repentinamente giró sobre sí mismo y apoyó sus manos sobre la camilla, brindándome complacido su culo. Me arrodillé ante él como ante un atrio y tomándolo de los glúteos me puse a chupar su ano. El Dr. Altman lanzó un grave gemido, a tiempo que se arqueaba hacia adelante dominado por el placer. Mi lengua lo horadó reiterando sus embates, lubricando, abriendo, penetrándolo apasionadamente. Los bordes de su agujero se expandieron emergiendo hacia afuera. Me detuve para observarlo abriéndole los glúteos con ambas manos. Estaba tan abierto que podía ver todo su interior.
Rápidamente me incorporé y en un solo movimiento le ensarté toda mi verga hasta sentir mis bolas colgando junto al umbral de su puerta. Su cara fue a dar contra la camilla cuando sus propias manos quisieron abrir bien su trasero. Yo avancé rápidamente dentro de él comenzando una cabalgata firme y constante. Mi verga, magníficamente dura, entró fácilmente. Sentí enseguida un gozo supremo. Toda la calidez de su interior, húmedo y dilatado, acariciaba mi miembro como una gran boca hambrienta.
Entonces, mientras los movimientos se aceleraban, inevitables, le agarré la pija que estaba totalmente bañada en su propio fluido. Sabiendo que pronto llegaríamos juntos al máximo deleite, lo masturbé ágilmente mientras que cuerpo a cuerpo luchábamos en inmutable jadeo.

En medio de un aullido contenido, su verga descargó toda su carga a través de largos y repetidos chorros. En un éxtasis de palabras entrecortadas me pidió que acabara en su boca. Entonces se arrodilló ante mí y se tragó mi miembro enardecido. Apenas lo hizo, ya no pude contener el pico de placer que ascendía de una forma sublime hasta el incontrolable derramamiento. Él sorbió cada gota de mi semen, saboreándolo entre sus labios y ayudando con sus dedos para que no resbalaran de su boca.
Descendí y me puse de rodillas junto a él, abrazándolo. Lo besé una y mil veces, hasta que los repetidos besos tanto como nuestra propia agitación se fueron apaciguando.
Una vez más las manos contuvieron nuestros sexos, sosteniendo las postreras erecciones que se resistían a menguar. Los miembros aún temblorosos, agotados y divinamente regados con una mágica mezcla de líquidos, fueron perdiendo finalmente rigidez, arropados en el calor protector de nuestros dedos acariciantes.
Con una calma apabullante, el Dr. Altman  se puso de pie y me ayudó a levantarme. Fue hasta el escritorio y, espléndidamente desnudo como estaba, se colocó nuevamente los anteojos. Luego, serio y alisando otra vez su despeinado cabello, anotó algo en el recetario. Le pregunté que estaba escribiendo. Él me miró con su encantadora sonrisa.
-Bueno, amigo..., retomando el tema..., es evidente que usted no padece de ninguna disfunción eréctil.
-Creo que no, doctor. Aunque no sé…, no es algo que yo pueda controlar.
-Ya veo.
-¿Entonces?
-Entonces, si usted está de acuerdo, le propongo llevar a cabo un tratamiento prolongado y con cierta continuidad, que permita afianzar cualquier mejoría y también para...
-... Para asegurarnos de que no haya una recaída.
-¡Exacto!
-Lo que usted diga, doctor, estoy en sus manos.
-De eso se trata…, de eso se trata.
-¿Usted cree que todo irá bien?
-Sin duda alguna. Irá todo más que bien. Lo sé.
-Me deja muy tranquilo, doctor.
-Tome, aquí anoté su próxima consulta.
-¿Qué dice aquí? – pregunté, intentando descifrar su letra - Ah, típica caligrafía de médico… inentendible.
-Mañana viernes, atiendo de 14 a 20.
-¿Mañana?
-Mañana. El horario elíjalo usted. Pero le recomiendo que venga a última hora, es el horario más tranquilo, usted me entiende.
-Sí, entiendo, doctor.
-¿Vendrá entonces?
-Como no, doctor.
-Me dará mucho placer atenderlo.
-Gracias, doctor.
-Bien. Y ahora, si me disculpa, debo seguir con mis otros pacientes.
-Por supuesto, doctor ¿algo más?
-Sí.
El Dr. Altman vino hacia mí, me tomó la mejilla y me besó dulcemente en los labios. Nos abrazamos lentamente, como queriendo atrapar entre los brazos el calor escurridizo de nuestra desnudez.




Franco – Buenos Aires, Marzo 2002 (reescrito en Mayo de 2014)

Comentarios

  1. Gracias Franco, se extrañaban estos relatos tan excitantes. Hector

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Franco. Estupendo, como siempre.
    Fdo: Fernando

    ResponderEliminar
  3. Si amigo Franco. Un cuentito de fin de mes muy imteresante. Un relato muy importante tambien. Hay que tener ojos a las erecciones. Tony

    ResponderEliminar
  4. Felizzzzz!!!!!!

    ResponderEliminar
  5. Mucha gracias Héctor, Fernando, Tony y Anónimo feliz, por su lectura. Espero que haya sido lo más placentera posible (saben a lo que me refiero...)

    Abrazos!!!

    ResponderEliminar
  6. Aaahhhh, esto me recuerda cuando fui a ver al Dr Renato a fines del año pasado. El motivo de la consulta era muy puntual pero él también es muy acucioso y me ordenó desnudarme para examinarme completito y con gran prolijidad. Claro que todo se mantuvo en un contexto estrictamente médico pero debo confesar que no hay nada como esa sensación de saberse en sus manos y dejarlo hacer... Inigualable. Mis sensaciones siguieron exactamente esa progresión, temor inicial, pudor, para luego dar lugar a una agradable aceptación y finalmente a un delicioso abandono. Lástima que mi doc fuera tan profesional en la consulta, pero afortunadamente ya ha pasado un año y ya va siendo hora de repetir la visita....

    ResponderEliminar
  7. Deepcito,
    Vaya!, así nomás? de una? Desnúdese!!!???? mmmmm....
    -Pero Dr. Renato... ¿Completamente?
    -Sí, Sr. Deepsouth, y le quiero advertir que -como de costumbre- la examinación será profunda y exhaustiva.
    -Muy bien, Dr. Renato, estoy en sus manos.
    -Si expeperimenta algún tipo de reacción involuntaria, como por ejemplo, no sé, digamos..., una erección, no se preocupe, Sr. Deepsouth, es normal.
    -Es que... Dr. Renato...
    -¿Qué?
    -¿También es normal que tenga una erección ahora, antes de haberme examinado?

    Ay, amiguito. Me encantó el Dr. Renato, aunque sea estrictamente profesional. Tengo que ir a Chile para conocerlo.
    Pensar que cuando yo era jovencito (MUY jovencito), desaproveché una situación única con un médico que estuvo como veinte minutos por reloj, auscultándome la polla, bolas, perineo, prepucio, bajo vientre, todo, de una manera sensual y ninuciosa... y yo, como buen tontito que era, me cuidé de no excitarme cuando, pasado el episodio, me di cuenta de que lo que quería el buen doctor era exactamente eso... Fue en el club deportivo durante la revisación médica para natación. Nunca más lo vi!, es de mis grandes arrepentimientos juveniles. En mis pajas adolescentes, recordé siempre al mediquito, y claro, en mi fantasía, la historia tenía un final feliz....! Qué será de él... ¿no será el Dr. Renato que se radicó en Chile? Ufffff....

    ResponderEliminar
  8. Mis dos grandes abandonos "profesionales" han sido con el Dr Renato y Don Víctor (el masajista del baño turco del que te hablé a propósito del cuentito de tu cuñado kinesiólogo). Aunque también conozco el otro lado de la medalla, el de quien te lleva al abandono. Hace algunas semanas un compañero de trabajo se quejaba de fuertes dolores de espalda y de la nada me preguntó si yo sabía hacer masajes. Yo ni tonto ni perezoso dije que sí, recorriendo en mi mente la rutina de Don Víctor. Como ambos estábamos fuera de Santiago, le dije que me llamara a mi habitación del hotel para coordinar una vez que estuviera listo. Y fue así que me recibió en una remera rosada y un traje de baño. Yo de inmediato le dije que tenía que sacarse esa remera y el bañador porque con ropa no podía descontracturarlo. Medio receloso, se sacó ambas prendas y quedó en un shortcito celeste. Le dije que se tendiera boca abajo y comencé a masajear su espalda, su zona lumbar, sus piernas y sus pies suavemente al comienzo pero luego cada vez con más fuerza. Y de a poco yo pasaba del punto A al punto B, presionando por aquí y por allá mientras recordaba lo que me hacía sentir Don Víctor. Mi amigo se fue entregando y relajando, así que le dije que no fuera pendejo y que se sacara su short de una vez para poder hacerle un buen masaje. A regañadientes obedeció pero se aseguró de tener las piernas muy juntas. Aún recuerdo el gemido que lanzó cuando le apreté la primera nalga.... y luego la otra, y así estuve un rato alternando hasta que comencé a avanzar con mis dedos hacia su perineo, separando sus cachetes con las palmas de mis manos. Él que es tan machote estaba totalmente entregado, incluso soltó un suave gemido cuando le abrí abrí las nalgas y le di un suave soplido directamente en el ano. Y cuando le dije que se volteara y pusiera boca arriba solo atinó a cubrirse con su prendita celeste porque "le habían pasado cosas con el masaje", jajaja. La atención prosiguió de forma muy profesional, yo completamente vestido y él completamente desnudo. Como su erección no bajó nunca, le volví a decir que se dejara de wevadas y pusiera de lado su improvisado taparrabo. Y sin chistar obedeció. Por supuesto que yo le rozaba el escroto cada vez que recorría sus muslos, hasta que le pasé a llevar la verga con el antebrazo. Como no hubo reacción negativa de su parte, seguí, y seguí con más descaro hasta que finalmente la agarré y le dediqué la última parte del masaje solo a ella. Mi amigo estaba en un delicioso abandono y no me dejó soltarlo hasta que explotó en medio de contorsiones y apretándome el muslo con su mano. Después de esa sesión nos hemos topado pero apenas nos hemos saludado. Pero sé perfectamente a quién recurrirá la próxima vez que le duela la espalda...

    ResponderEliminar
  9. Hola Franco. Este "cuentito", me atrevo a decir, que es el más excitante y sexual de los que he leído en tu blog. En el transcurso de la lectura casi me VENGO en mis pantalones, hubiera sido un papelón pues estoy en el trabajo, solo, por eso puedo leer tranquilo. A mi edad sería un aborto de la naturaleza que un flor de médico me efectuara una auscultación semejante, tengo unos cuantos años más que vos. No faltará ocasión para conocernos, cosa que anhelo. Carlos.

    ResponderEliminar
  10. Increíble relato, eyacule sin tocarme

    ResponderEliminar
  11. Para cualquier autor de relatos eróticos, creo que el mayor halago es cuando la lectura lleva a un orgasmo. Gracias!!!

    (Deep: copio tu comentario, en sí mismo ya es otro relato!)

    ResponderEliminar
  12. Apreciado Amigo Franco:
    Una vez más ud. nos deleita y nos excita con su indiscutible talento. Le admiro profundamente. Reciba ud.un cálido saludo desde una pequeña y soleada isla del Caribe: Puerto Rico

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

LO MÁS VISTO EN ESTE MES:

Miscelánea gráfica #111

Cada cuatro años

Sentir el latido