El cuentito de fin de mes



 Gracias, señor.


Juan venía a trabajar todos los días por la mañana bien temprano. Era un tipo muy callado pero también amable aunque casi nunca se lo viera sonreír. Vino recomendado por unos amigos. Desde que me había mudado a la nueva casa, cuatro meses atrás, había quedado una habitación por terminar. Se trataba de la reparación del cielorraso y la instalación de nuevos tomacorrientes. Juan era el albañil perfecto para ese trabajo. Conocedor de su oficio, se abocaba a su tarea desde el primer minuto hasta el momento de retirarse, y sólo hacía una breve pausa para comer algo al mediodía.
Hacía una semana que había empezado, pero, por alguna extraña razón, yo nunca había reparado en su persona. Juan es de esas personas a las que uno no toma en cuenta en un principio. Tal vez por la opacidad de su carácter, o por su modesta discreción, lo cierto es que ese día, inexplicablemente, comencé a mirarlo con detenimiento, y cuando me di cuenta, ya había estudiado interesadamente sus gestos, su apariencia, su forma de moverse.
Era de contextura fuerte, aunque no demasiado musculoso. Moreno, de piel trigueña, y con una cabellera densa y recortada. Siempre lucía una barba crecida de contornos desdibujados. Su boca era grande y de labios carnosos, enmarcada entre dos suaves hoyuelos rectos y descendentes que le daban un aspecto de virilidad casi irresistible. Estimé su edad en alrededor de treinta años. Cuando uno le hablaba, él intercambiaba el diálogo con una economía de palabras asombrosa, en un tono que era un alarde de respetuosidad. Munido de sus herramientas, se movía como un pez en el agua por toda la habitación. Y yo estuve así todo el día, mirándolo, observando todo lo que hacía, hasta que en un momento temí que él se diera cuenta y me tomara por un enfermo fisgón. Entonces me quedé en mi estudio. Cerré la puerta y me concentré en mis quehaceres cotidianos.
Cada tanto escuchaba los golpes de su cincel. Me sonreí. Si había algo que Juan disfrutaba sobremanera era romper paredes. Había que tener cuidado, porque una vez que comenzaba, era capaz de hacer un agujero de un lado a otro de la pared, llevado por su entusiasmo demoledor (nunca mejor empleado el término). Cuando los golpes fueron más intensos, fui a ver cómo iba la cosa. Juan, con su ropa de trabajo consistente en unos pantalones de gruesa y variopinta tela y una camisa abierta hasta el ombligo a la que le había arrancado las mangas, se me quedó mirando con su eterno gesto inexpresivo.
-¿Todo bien, Juan?
-Todo bien, señor.
-El cielorraso quedó muy bien.
-Sí, señor.
-¿Y qué hacés aquí todavía? ¿No es muy tarde ya?
-Un poco, pero quería terminar estos canales para el cableado.
-No te preocupes, podés terminar mañana. Andá a cambiarte.
-No hay problema, señor. Ya que estoy sigo un poco más, me falta muy poco para llegar al zócalo.
-Como prefieras.
-Gracias, señor.
Lo seguí con la vista mientras continuaba con su martilleo. Sus hermosos brazos, delineados magníficamente por el ejercicio de su trabajo, me resultaron inquietantes. En medio de sus distintos movimientos, cada tanto asomaban los negros pelos de sus sobacos. El sudor los mojaba por completo, al igual que su pecho velludo, brillante bajo la luz de la tarde. Tuve que llamarme a la cordura y meterme nuevamente en el estudio. Pero dejé la puerta entreabierta. No me importó que tuviera que limpiar el polvillo después. Desde mi escritorio tenía una vista estratégica de Juan. Él seguía, ajeno a mi interés por él, muy concentrado en lo que hacía. Se agachó para picar en dirección al piso. Estaba de espaldas. Se arrodilló y se inclinó para acomodarse mejor. Al hacerlo su pantalón descendió mucho más allá de su cintura. La camisa no era muy larga, por lo que el comienzo de su trasero quedó expuesto inmediatamente. La raya de su culo se dibujó clara y bella, y desde mi sitio privilegiado era perfectamente apreciable. Con cada movimiento, el pantalón descendía centímetro a centímetro. Era un milagro que, por la holgura de su ropa, no hubiese terminado en pelotas. Ahora podía deleitarme con la parte superior de sus nalgas, adorablemente sombreadas con un vello tan oscuro como el de su pecho.
Pero el espectáculo concluyó pronto. Juan hacía todo muy rápido, y enseguida terminó de picar. Se incorporó, puso orden entre sus herramientas y luego pasó una escoba por la habitación. Rápidamente, volteé hacia mis cosas, temiendo de que se percatara que lo había estado mirando todo ese tiempo.
Al cabo de unos minutos oí un par de leves toques sobre el marco de la puerta. Cuando alcé la vista, Juan me miraba desde el umbral.
-Disculpe, señor, ya terminé por hoy.
-Hoy trabajaste mucho.
-Sí, fue un día largo - dijo como disculpándose - pero adelanté bastante.
-Muy bien, Juan.
Como vi que se quedaba en la puerta, le pregunté:
-¿Querías decirme algo?
-Sí, señor.
-Te escucho.
-Nada, que quedé hecho un desastre y me llené de polvo. ¿Le importaría si uso el baño para asearme?
-Pero, hombre, no hace falta que me lo pidas, adelante, Juan, usá lo que necesites.
-Gracias, señor. Prometo dejar el baño bien limpio.
-No te preocupes, pasá nomás.
Lo vi encaminarse hacia el baño. No me pude resistir y fui tras sus pasos sin que se diera cuenta. Me detuve en el pequeño pasillo de la cocina, y oculto como un niño travieso, me asomé. Desde mi escondite detrás de un recodo de la pared podía ver todo. Dejó sobre la mesada del lavabo algunas cosas: su jabón, una toalla y la ropa limpia. Enseguida abrió el agua de la regadera. Para mi sorpresa, Juan no se había preocupado por cerrar la puerta. Me llamó la atención eso ya que, por lo visto, iba a tomar una ducha. Genial, pensé, era un regalo inesperado. Mi respiración se agitó y pronto sentí un calor intenso que me encendía toda la cara. No había cortina en la bañera, la había retirado por la suciedad de las obras, ¿estaba alucinando o en minutos más vería a Juan desnudo bajo el agua? Al comprobar la temperatura del agua, se pasó una mano por el pelo y comenzó a quitarse la ropa. Tragué en seco. Rápidamente estuvo desnudo ante mí sin sospechar que era observado. Me quedé estático ante la visión de su cuerpo perfecto. El color oscuro de su piel era impactante. Todavía no lo veía de frente. No me importaba, tenía suficiente con el gran espectáculo de su culo. Por fin podía ver enteramente esa divina raya que dividía los dos grandes glúteos. Como ascendiendo desde sus tobillos, los vellos densos e hirsutos se iban desplegando por toda la extensión de sus piernas gruesas, llegando, esplendentes, al tibio destino de sus nalgas. Allí se desperdigaban hacia varias direcciones, como las ramificaciones de un árbol, cubriendo toda la zona y escalando incluso más allá de la cintura.
Cuando constató finalmente que el agua era de su agrado se metió bajo el agua. Mi erección, a esa altura, era incontenible. Me palpé el bulto con la mano y el manchón líquido que sentí humedeció las yemas de mis dedos.
Juan, bajo el agua, giró sobre sí mismo. Ahora estaba de medio perfil. Estuvo unos momentos con los ojos cerrados dejando que el agua caliente lo revitalizara. Era un tipo realmente masculino. Su cuello ancho y fuerte no podía ser más viril. Mi vista fue directamente al imán de su verga. Su tamaño no era extraordinario, sin embargo tenía buen porte. Seguramente, pensé, debería ponerse inmensa en plena erección. Me llamó mucho la atención el color renegrido de su pija. El prepucio, generoso, cubría todo el glande y sobresalía un poco más de ese límite, cerrándose sobre cándidos y carnosos pliegues. Todo su sexo pesaba sobre unas bolas enormes, pendulantes con cada movimiento de su cuerpo. ¡Ah!, qué maravillosa danza la de los genitales en natural movimiento.
Cuando se estiró para tomar el jabón, pude apreciar la belleza de su cuerpo bien de frente. El vello que lo tapizaba era constante y parejo. Se extendía desde ese lugarcito tan especial situado bajo la nuez de Adán en una continua persistencia hasta el bajo vientre. Y ahí, la oscuridad era total. Negro sobre negro, el triángulo magnífico de su pubis me impedía retirar la vista de allí. Era un reservorio de pelos duros y azabaches. Se ensortijaban formándosele rulos caprichosos con el agua que los mojaba. En el medio de su pecho ancho y bien torneado se dibujaba una deliciosa hendidura cada vez que juntaba los brazos. Sus pezones se delineaban redondos, grandes, prominentes, y eran de un increíble color chocolate. Me pregunté, infantil, si tendrían ese gusto. Al alzar los brazos, sus pelos axilares aparecían bajo esa misma impenetrable oscuridad que reiteraba la del pubis.
Yo estaba tan absorto ante el espectáculo de su desnudez que no tuve en cuenta de que Juan ya se había percatado de mi presencia. De pronto, nuestros ojos se encontraron, para mi gran sorpresa. Entonces totalmente avergonzado, me adelanté con una sonrisa estúpida, intentando justificar u ocultar mi turbación. Estaba tan incómodo que quise desaparecer de inmediato, pero no pude hacer más que ir de un rincón a otro como un idiota. Juan, desde la ducha, me preguntó con voz imperturbable:
-¿Necesita algo, señor?
Me volví, fingiendo naturalidad. Titubeé. No sabía que responder. Por fin se me ocurrió:
-Bueno..., sí..., necesito... ¡afeitarme!
-¿Afeitarse, señor?
-Sí, sí, es que tengo que salir y, claro, necesito afeitarme – balbuceé torpemente, tocando mi mejilla y dándome cuenta de que, absurdamente, estaba perfectamente rasurada.
-Si me hubiera dicho, señor, le habría dejado el baño para usted. Disculpe.
-No, no, está bien ¿cómo te ibas a ir sin bañarte?
-Señor, yo termino en un minuto, pero si tiene prisa y quiere afeitarse, por favor, no se preocupe por mí, pase.
Avancé como si mis pies se movieran por voluntad propia y entré al baño.
-Disculpame, Juan - dije atónito - será sólo un momento.
Juan se quedó callado. El vapor del baño y la visión de ese hombre desnudo tan cerca me provocó algo parecido a un mareo, al punto de sentir los latidos de mi pecho en la garganta. Desabotoné mi camisa frente al espejo y me la quité. De pronto sentí cierta vergüenza, pero enseguida desapareció ante la expectativa inquietante que producía la atípica situación. Me pregunté, asombrado, cómo había llegado hasta esa instancia, pero ya la suerte estaba echada.



Empecé, lo más coordinadamente que pude, a preparar mis cosas mientras de reojo observaba por el espejo a Juan. Estaba todo enjabonado y se sobaba enérgicamente el pecho, la panza y bajaba lentamente hasta su sexo. Vi como frotaba su verga y me mordí los labios para no exhalar un suspiro. Puso especial atención en el lavado de su pija. Sí, todos los hombres hacemos eso, pensé, y ésta no era una excepción. Pero descorriendo su prepucio una y otra vez, su pija pareció agrandarse un poco, tal era el esmero que ponía en sus movimientos. Cuando hizo correr sobre ella el agua para enjuagarse, pude ver, efectivamente, su miembro más grande que antes: estaba más ancho y más venoso.
Yo intentaba rasurarme, con la espuma en la cara, pero a duras penas lo conseguía. Pocos minutos después - que parecieron breves segundos-  cerró el grifo de la ducha y cuando salió de la bañera yo ya había terminado.
Juan tomó su toalla, siempre callado, y comenzó a secarse. Primero se frotó la espalda, tomando la toalla por cada punta, con unos violentos movimientos para pasarla de un lado hacia otro. Yo lo miraba disimuladamente mientras ordenaba mis cosas. Sin embargo creo que fue en ese momento en que Juan percibió mi persistente interés, si es que no lo había advertido antes. Siguió secándose la espalda, pero más lentamente, y al hacerlo su oscura verga -notablemente más larga- se movía hacia los lados, golpeando acompasadamente en sus muslos. Sí, algo estaba pasando. A cada movimiento su pene iba perdiendo flexibilidad. Él puso la toalla sobre su cabeza y restregó intensamente toda su cabellera. Su verga estaba ahora ostensiblemente levantada, aunque aún colgaba hacia abajo. Sentí su voz saliendo por debajo de la toalla:
-¿Usted tiene que ducharse, señor?
-¿Cómo?
-Digo, si también tiene que usar la ducha.
-No..., eh..., sí, digo, no te preocupes..., yo...
-No quisiera ocasionarle más molestias, señor, usted tendrá que salir enseguida..., dúchese, no quisiera que se atrase por mi culpa.
No sé qué cara habré puesto, pero como toda la escena me excitaba mucho, dije como si tal cosa:
-Está bien, sí, más vale que me apresure..., si no te molesta, voy a ir duchándome.
-Por favor, señor, faltaba más..., haga usted. Yo ya termino.
Pero Juan no hizo nada por agilizar su tarea. Se estaba secando parsimoniosamente, poniendo cada vez más esmero en hacerlo y repasando su cuerpo una y otra vez.


Me quité rápidamente los zapatos, las medias, el pantalón, ¡el boxer!, y entré a la ducha en un tris. Mi erección era más que evidente y me las ingenié como para darle la espalda a Juan todo el tiempo. Bajo el agua me debatí un largo tiempo sin saber muy bien qué hacer. Llegué a pensar que todo eso era una tontería y que al día siguiente me daría mucha vergüenza volver a mirar a Juan frente a frente. Pero él seguía ahí, secando su cuerpo, que, paradójicamente, ya estaba bien seco, como disfrutando de sus lentos movimientos, regodeándose en su propia desnudez. Entonces no me detuve a pensar. Finalmente, mi deseo fue determinante, y me decidí. Intencionadamente me di vuelta dejando que Juan pudiera ver mi pija dura. Entrecerré los ojos y lo miré a través de mis párpados temblorosos, aún con un poco de cautela. Él estaba con la vista en el piso. Tal vez con temor también a mirarme de frente. Pero poco a poco, sus ojos fueron subiendo y recatadamente se posaron sobre mi sexo. Cuando bajé la vista, su verga se estaba levantando con movimientos latentes, y fue creciendo tanto que me sorprendí, azorado, al ver la anchura que cobraba. Se había transformado en un gran palo oscuro y amarronado lleno de venas sobresalientes. Los pelos sobre él lucían secos, pero no por eso la negrura había disminuido. El conjunto era impactante. Por un momento nos quedamos inmóviles, comprendiendo y aceptando esa atracción mutua. Cerré el agua. Lentamente salí de la bañera, tomé una toalla y comencé a secarme sin dejar de mirarlo. Mi pija estaba en el esplendor más alto de su erección. Me acerqué lentamente. Desnudos, erectos, quedamos frente a frente. Juan dejó caer su toalla al suelo y yo hice lo mismo. Me miró a los ojos y murmuró apenas:
-¿Señor...?
Apenas respirábamos. Su cara seguía inexpresiva. No importaba, yo sabía que él quería lo mismo que yo. Finalmente asentí con la cabeza y él me tomó con sus dos manos el tronco de la pija. Sosteniéndola desde la base se agachó y, decidido, se la metió en la boca.
Yo sentía los ruidos de sus chupadas y lamidas, mientras su barba crecida se juntaba una y otra vez con los vellos húmedos y cálidos de mi pubis. Caímos al piso y giré enseguida situando su verga sobre mi cara. Estaba tan grande que al chuparla me produjo arcadas. Poco a poco me acostumbré a tenerla en la boca y empecé a saborear con fruición ese pedazo de hombre entre mis labios. Nos comimos uno al otro. Bolas, culos, entrepiernas; todo, a su turno, quedó lamido y absorbido. Él giró hacia mí y me tomó en sus brazos. Yo pronuncié su nombre entre gemidos y lo besé profundamente en la boca. El sabor de su boca era agridulce, como salvaje. Él dijo algo que no entendí, pero cuando siguió repitiendo las palabras más cerca de mi oído pude intuir algo así como "... lo sabía..., lo sabía, señor".
Su larga lengua exploró todo el interior de mi boca. Siguió por mi cara, luego bajó por el cuello hasta llegar a mis pezones. Yo me retorcí de placer al ver su lengua recorrer mi pecho. Mis pezones se despertaron y se pusieron muy duros. Juan jugó con ellos con sus manos. Eso era algo increíble. Las manos de Juan eran porosas y toscas en extremo. Raspaban mi piel castigándola como un papel lija, pero lejos de lastimarme, hacía que enloqueciera de gozo. Nuestros duros miembros estaban uno sobre el otro y comenzamos a sobarlos en movimientos temblorosos. Él puso sus manazas en mis nalgas y me apretó fuertemente. Su fuerte abrazo me hizo prisionero. Tomé su rostro entre mis manos y no cesé de besarlo. Cada vez más veloces, nuestras pijas se frotaban desaforadamente entre sí. Era como sentir un barrote de hierro deslizarse firmemente sobre mi piel.
Entonces, repentinamente, Juan se volteó y me entregó su intimidad más preciada. Me arrodillé ante él y devoré su culo a punto casi de morderlo inmisericordemente. Abrí sus duras nalgas y contemplé por un momento el valle sombrío de su agujero. Aparté bien los largos pelos, cosa que me costó no poco trabajo, y con un movimiento decidido estampé mis labios sobre su rojo ojete. Juan tuvo que sostenerse del lavabo para no caer. Sentí su placer en mi boca, temblando y distendiéndose cada vez más. Sólo dijo:
-Señor..., por favor, señor, no se detenga... siga, por favor.
No sé cuánto tiempo estuve chupando su culo. Mi lengua lo penetraba repetidamente, a la vez que con su verga en mis manos, lo masturbaba furiosamente. Él se arqueaba y se movía como poseído. Abrí bien sus piernas y, desde atrás, atrapé su miembro con mi boca. Él facilitó la posición inclinándose bien hacia adelante para que su poco flexible palo llegara hasta el fondo de mi garganta. Él mismo se abrió el culo hasta casi partirlo en dos, y me volvió a implorar:
-Por favor, señor..., por favor...
Me incorporé y apoyé la punta de mi verga sobre el caliente y mojado agujero. Estaba completamente lubricado con mi propia saliva. Sólo tuve que empujar un poco y vi desaparecer mi pija por completo hasta que mis bolas chocaron con las suyas. Lo agarré desde atrás rodeando con mis brazos su resbaladizo pecho que estaba transpirado otra vez. Me apoderé de sus pezones y los apreté retorciéndolos entre mis dedos. Juan arqueó su cabeza hacia mí, buscando mi boca. Lo besé desesperadamente, gritando su nombre otra vez entre mutuos suspiros. Sin poder dejar de movernos, ano y pene se satisfacían en  arrebatada fricción. Y sin control alguno, supimos que pronto desbordaríamos. Intenté salir de él, pero sus manos me sujetaron:
-Bien adentro, señor..., démela toda..., bien adentro...
No pude recibir de Juan invitación más ardiente. Mi excitación pareció subir a una cúspide rara y definitiva Y sin poder contenerme más, grité mi máximo placer derramándome dentro de él. Casi al mismo tiempo, Juan vibró de una manera convulsiva y eyaculó con grandes chorros de semen que impactaron sobre el espejo empañado.
Entonces lo sujeté con más fuerza, hundiendo mi cara en sus cabellos negros.
En un momento largo como silencioso, nuestros cuerpos se dieron tiempo para aquietarse y calmar agitaciones.
Luego, Juan se desprendió dulcemente de mis brazos y tomó su toalla. Se volvió hacia mí y limpió mi sudor repasando todo mi cuerpo. Secó los restos de semen y también pasó la toalla por su pecho, sexo y muslos.
Sin decir una sola palabra, con movimientos precisos y lentos, tomó sus cosas y se vistió. Después me miró, sin despojarse de su inexpresividad habitual y me dijo con una voz que había recobrado por completo su tono habitual:
-Ya me voy. ¿Mañana a la misma hora?
-Sí, Juan. A la misma hora.
-Gracias, señor.



Franco – Mayo 2003

Comentarios

  1. Hay cuentos que son para dormir a los Niños en las noches... ¡y también hay cuentos que sirven para despertar a los adultos en las mañanas! Qué delicioso ha sido este despertar... ¡Tremendo en tu más puro estilo, Gaucho de Oro!

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  2. Franco ese cuentito de fin de mes fue el major que he leido por ti. Afacinante y bello!!!

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  3. Manu,
    me encanta despertar a la gente (debo tener algún talento oculto para eso porque creo que me sale bastante bien, no sé), y más encantado aún si te he despertado a ti y ha gustado el despertar. En este caso no diré gracias señor, sino: ¡gracias, Decano!

    Tony,
    Mis cuentos generalmente pecan de tener su buena longitud. Tal vez a ti te gusten un poco más cortos como éste. Gracias!, me alegro mucho de que te haya gustado!

    Saludos a todos!,
    hoy hace un domingo verdaderamente espléndido, así que voy a pasar el resto del día al aire libre. Después vengo por aquí, que terminen muy bien el finde!!!!

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  4. Excelente relato! Y con el plus de estar estupendamente bien escrito. Debieras ofrecer la opción de poner diez pelos, ya que cinco quedan escasos ante una lectura de semejante nivel.

    Gracias por compartirlo, maestro.

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  5. Gracias, Lazarito!
    un saludo de 10 pelos para vos.

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  6. Uyyy.... operarios trabajando en casa...je...algo de eso conozco!! el pantalón flojo, que al agacharse deja el comienzo de la rayita al aire...un imán!!!!! recuerdo cuando uno en casa se clavó una astilla en el trasero, al desplazarse mientras lijaba un piso de pinotea.... Doy fe que estas cosas suceden!!!

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  7. Seba,
    Recuerdo perfectamente el episodio de la astilla en el trasero. AH!!!!!!.... sí, esas cosas pasan, claro, pero hay que vivir como 10 vidas para que pasen de nuevo.
    Dale... contalo otra vez... ya Ortolani se vino corriendo a la mesa para escucharte atentamente...

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  8. Espléndido, tan descriptivo como para "verlo". Ya no tengo edad para que me pase, pero...cuánto lo deseo.

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  9. Para que pase, nunca es temprano o tarde...

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