Cuentito de fin de mes


Textos profanados (*)


El bandido enamorado.

El comienzo de esta historia, puede leerse en “El bandido y el extranjero”
Los hechos aquí narrados transcurren en Córdoba, España; año 1830.

Aquel encuentro con José Navarra había dejado en mí una marca indeleble en la cual no podía dejar de pensar en ningún momento. Sabía que lo volvería a ver, pero una y otra vez las dudas ante el sino se apoderaban de mí, y entonces mi corazón se oprimía en una angustia que nunca había experimentado antes. ¿Cómo olvidar lo que nos había pasado? Daba por obvio que ningún ser humano comprendería como me sentía yo, es así que por eso mismo guardaba todas esas vivencias dentro de mí como el más secreto tesoro que un hombre pudiera poseer. Más pensaba en él, más sentía vibrar algo en mi cuerpo y alma que me dejaba como atontado, atormentado y dichoso al mismo tiempo. Me había separado de él y continuado mi camino, y mientras andaba, los accidentes de la geografía se disgregaban, apareciendo las visiones del bandido tal como las había guardado en mi memoria. Le recordaba en cada detalle de su ardiente cuerpo, recordaba aquella imagen suya reposando desnudo en el manantial; su mirada temeraria, su piel, su voz tosca entonando la vieja canción vasca. ¿Qué me había sucedido? ¿Era yo presa de algún misterioso embrujo que me impedía volver a ver las cosas de la vida como las mirara antes de aquel misterioso encuentro?
Continué mi camino, solitario y callado, y en cada villorrio que atravesaba, como si se tratara de aguijones que me atormentaban para mantener viva la memoria de aquel extraordinario hombre; veía en uno y otro árbol, esquina, faroles, o en paredes sucias de dudosas tabernas, el cartel que anunciaba la recompensa de doscientos ducados por la cabeza de Don José.
Pasé en Córdoba algunos días. Me habían indicado cierto manuscrito de la biblioteca de los dominicos, en el que podía encontrar informaciones interesantes sobre la antigua Munda. Magníficamente acogido por los padres, pasaba los días en el convento y paseaba de noche por la ciudad.
Una noche, a la hora en que ya no se ve nada, estaba yo fumando, apoyado sobre el pretil del muelle a orillas del Guadalquivir y dejando llevar mi pensamiento hacia mi adorado bandido, cuando una mujer que subía la escalera que conduce al río, vino a sentarse cerca de mí. Llevaba en el pelo un ramo de jazmines, cuyos pétalos exhalaban por la noche un aroma embriagador. Estaba sencilla, tal vez pobremente vestida, completamente de negro, como la mayor parte de las modistillas, por la noche. Tiré mi cigarro en seguida. Ella interpretó esta atención como una cortesía típicamente francesa, y se apresuró a decirme que le gustaba muchísimo el olor del tabaco, y que incluso fumaba, cuando encontraba pitillos muy suaves. Tenía de esos en mi pitillera, y me apresuré a ofrecérselos. Confundiéndose nuestros humos, hablamos tanto tiempo hasta que casi nos quedamos en el muelle, completamente solos. En un momento, deseó saber qué hora era. Hice sonar mi reloj de repetición, cuyo tintineo pareció extrañarle mucho.
-¡Qué inventos tienen ustedes, los extranjeros! ¿De qué país es usted, caballero?
-Francés, y vuestro humilde servidor. Y usted, señorita o señora, ¿Será probablemente de Córdoba?
-No.
-Por lo menos es usted andaluza: me parece reconocerlo en su dulce expresión.
-Si tan bien nota usted el acento de las gentes, debiera adivinar quién soy.
-Yo creo que es usted del país de Jesús, a dos pasos del paraíso.
-¡Bah! El paraíso… las gentes por aquí dicen que se no se ha hecho para nosotros.
-Entonces, debe ser usted mora, o…
-¡Vaya, vaya! ¿No ve usted que soy gitana? ¿Quiere usted que le diga “la bají”?
-¿Perdón?
-La buenaventura, hombre. ¿Ha oído hablar de la Carmencita?... pues esa soy yo.
No dí crédito a mis propios oídos. ¡Carmen!, frente a mí estaba la hechicera que tan bien conocía al secreto ídolo de mis pensamientos.
-Carmencita, ¿entonces es usted?
-La misma que calza y viste, caballero. Pero ya es un poco tarde, y debo partir.
-Permitirá usted a este servidor, acompañarle hasta su casa.
-Pues si usted quiere, no seré yo quien se lo impida.
Mientras emprendimos el camino, observaba a la gitana, en tanto algunas buenas gentes se extrañaban de verme en tan buena compañía. Era infinitamente más bonita que todas las mujeres de su nación que yo haya encontrado nunca. Según los españoles, para que una mujer sea bonita, es necesario que deba tener, por ejemplo, tres cosas negras: los ojos, las pestañas, y las cejas; tres cosas finas: los dedos, los labios, y los cabellos. Para el resto, no hace más falta que alentar un poco más la imaginación. Mi gitana, aparentemente, parecía cumplir todas esas aspiraciones. Era una belleza única, extraña y bravía, motivo por el cual no me era difícil saberla digna de la atención de un hombre como Don José. Mi atracción hacia ella, entonces, era verla como un puente que me llevaría hasta mi anhelado bandido.
Hubiera sido ridículo hacerse decir la buenaventura andando por las calles. Por tanto rogué a la linda hechicera me permitiese acompañarla a su domicilio para tales fines. Accedió sin dificultad, pero quiso conocer una vez más la marcha del tiempo y me rogó de nuevo que hiciera dar la hora a mi reloj.
-¿Es de oro, verdad? – dijo, examinándolo con excesiva atención.
Yo asentí, aunque ella ya se había dado cuenta. Pero estaba inmerso en distintas emociones. ¿Realmente iba a encontrarme con José Navarra? ¿En Córdoba? Según me había comentado mi bandido, era Sevilla el destino de su viaje. Quise quitarme estas dudas preguntándole a la gitana, pero ¿cómo iba yo a explicar que había conocido a su amante? Así las cosas, creí conveniente callar y seguir caminando al lado de Carmen, sin saber si yo terminaría en un tugurio de donde jamás saldría vivo, o si sería esa mujer la divina conductora hacia el destino de mis acalorados pensamientos.
Pasamos el puente del Guadalquivir, y en la extremidad del arrabal nos detuvimos delante de una casa que ciertamente no tenía la apariencia de un palacio. Vino a abrirnos un niño. La gitana le dijo algunas palabras en una lengua para mí desconocida y que más tarde supe era el romaní, o chipén cañí, el idioma de los gitanos. El muchacho desapareció en seguida, dejándonos en una habitación bastante amplia, amueblada con una mesita, dos taburetes y un arca. Miré todo con disimulado interés, buscando algún rastro que me permitiera reconocer la presencia de Don José. Pero no encontré ningún indicio, nada. Un poco desalentado observé nuevamente a la bella mujer, empezando a preguntarme qué diablos hacía yo ahí.
En cuanto estuvimos solos, la gitana sacó del arca una baraja que parecía haberse usado bastante, un imán, un camaleón disecado y algunos objetos más, necesarios para su arte. Ella apagó todas las luces innecesarias, y sólo quedó un pequeño círculo de claridad entorno a una vela minúscula que tremolaba dentro de un cuenco profundo sobre la mesita.
Increíblemente, me interesé de lleno en su ritual. Sobre todo, porque en un momento determinado, en medio de sus ceremonias mágicas, se puso muy seria y me miró con la fijeza más intensa que me había dirigido. Me dijo entonces, con una expresión de sabia superioridad, que había comenzado un cambio importante en mi vida, pero que también otra persona estaba involucrada en ese devenir del destino. Todo lo decía de una manera muy misteriosa, y ella misma empezó a mostrar un interés muy especial sobre los designios de mi propio sino.
Mis ojos se abrieron en señal de asombro, evidentemente, Carmen era una experta completísima en el arte de la adivinación. Cuando ella, con un extraño rictus en su seño, iba a proseguir, alentada por mi profundo y creciente interés, desgraciadamente, pronto vinieron a molestarnos.
De repente, se abrió la puerta con violencia y un hombre, embozado hasta los ojos en una capa oscura, entró en la habitación de una manera poco correcta. No comprendí lo que dijo, pero el tono de su voz indicaba que estaba de muy mal humor.
Al verlo, la gitana no demostró ni sorpresa ni cólera, pero corrió a su encuentro, y con una volubilidad extraordinaria le dirigió algunas frases en la lengua misteriosa que ya había empleado delante de mí. La palabra “payo”, frecuentemente repetida, era la única que yo comprendía. Yo sabía que los gitanos designan así a todo hombre que sea extraño a su raza. Suponiendo que se trataba de mí, disponíame a una explicación delicada; ya había echado mano a la pata de uno de los taburetes, e íntimamente, hacía silogismos para adivinar el momento crítico en que le correspondería lanzarla sobre la cabeza del intruso. Éste apartó rudamente a la gitana y se dirigió hacia mí; luego, dando un paso atrás, exclamó:
-¡Ah! Pero ¿es usted?
Le divisé a mi vez, y, en medio de las penumbras intenté mirar los ojos del violento hombre. Entonces, él apartó la capa de su rostro, observándome con una expresión de asombro y una contenida e intensa alegría. ¡Era Don José!
-¡Cómo! ¿Es usted, mi amigo? – exclamé con una sonrisa.
Por un instante, ambos quedamos presos de la mutua mirada tan profunda como demostrativa de nuestro sentir más oculto. Carmen, que se había quedado mirando con los brazos en jarra, se acercó desconcertada. Entonces mirándole de soslayo, atiné a decir:
-Ha interrumpido usted a la señorita en el crítico momento en que me anunciaba cosas interesantísimas.
-¡Siempre la misma! ¡Esto tiene que acabar! – dijo, entre dientes, dirigiéndole una mirada feroz.
Mientras tanto, la gitana, seguía hablándole en su lengua. Animábase paulatinamente. Sus ojos se inyectaban en sangre y se hacían terribles; sus facciones se contraían, y golpeaba el suelo con el pie. Me pareció que ella le instigaba a que hiciera alguna cosa a la cual él no se atrevía. Y ese algo creí yo interpretarlo cumplidamente al verla pasarse, una y otra vez, una mano por debajo de la barbilla. Estuve tentado de creer que se trataba de cortarle a alguien el cuello, y yo tenía suficientes motivos para creer que este cuello bien pudiera ser el mío.
A todo este torrente de elocuencia, Don José no respondió sino con dos o tres palabras breves. Entonces la gitana le lanzó una mirada de profundo desprecio, y sentándose a la turca en un extremo de la habitación, escogió una naranja, la mondó y empezó a comérsela.
Don José me cogió del brazo, abrió la puerta y me condujo a la calle. Anduvimos unos doscientos pasos en el más profundo silencio. Después, tendiéndome la mano, me dijo:
-Todo seguido hasta que encuentre usted el puente.
-Don José, por fin le encuentro a usted, ¿y tendré que partir así?
-Será lo mejor, amigo. Dé usted gracias que le haya encontrado. ¿Está usted loco? Estos no son sitios para un caballero como usted. ¡No tiene idea de lo que le habría pasado si yo no hubiese regresado temprano! Ahora váyase, es tarde.
Al decir esto, instintivamente busqué el bolsillo Donde guardaba mi reloj, pero no lo encontré allí.
-¡Mi reloj!
-La muy zorra se lo ha robado.
-No puede ser, ni cuenta que me he dado.
-Créame, amigo, ella sabe hacer su trabajo con una perfección asombrosa. Es más astuta que el mismísimo diablo. Venga usted mañana antes de que caiga el sol, y yo le devolveré su reloj.
-Aquí estaré.
Don José, mirando hacia los costados torvamente, iba a regresar sobre sus pasos; pero de pronto se detuvo, y me miró. Me tomó firmemente por un hombro y sus facciones cobraron la blandura que reconocí en seguida. Sin decir nada, comprendí que él estaba satisfecho de habernos encontrado nuevamente. Yo le respondí con un gesto leve de asentimiento y con la mirada más dulce del mundo. Se volvió y rápidamente le vi desaparecer en la oscuridad.
Volví al convento y me encerré en mi austera celda, lleno de excitación y pensamientos tan encontrados como vertiginosos. A duras penas pude conciliar el sueño, que vino, después de todo, entre fantasías y visiones relacionadas todas con mi oscuro bandido. Finalmente lo había encontrado. Finalmente el destino nos unía otra vez.
Al día siguiente, presa de una ansiosa exaltación, crucé el puente del río en dirección a la casa en que Carmen me había conducido para echarme la suerte. Aún con la luz del día que caía, el caserío infame parecía otro, animado con mujeres y niños, y vendedores ambulantes que pregonaban a viva voz sus frutas y hortalizas.
Cuando por fin llegué, llamé a la puerta y me abrió el mismo niño que había visto la noche anterior. Me hizo pasar a una habitación pequeña, con una ventana abierta por la que entraba la luz del tramonto. Esperé allí unos minutos.
-¡Amigo mío! – escuché.
-¡Don José! – exclamé sonriendo de oreja a oreja.
Él cerró la puerta tras de sí después de ojear rápidamente en varias direcciones y la atrancó con un madero atravesado de lado a lado.
-¿Está usted solo? – le pregunté.
-En estas casas nunca se está solo. Nuestra forma de vivir nos exige que siempre haya mucha gente vigilando y alerta. Pero no se preocupe, todos aquí saben que usted es amigo mío. Y en cuanto a Carmen, ella a estas horas, siempre se encuentra en el pueblo de andanza en andanza.
-Comprendo.
-Aquí está su reloj.
-Gracias, Don José – dije, tomándolo de sus manos. Al hacerlo, las retuve entre las mías. Entonces, el rostro de Don José, ése que siempre llevaba endurecido, aterrador y como oculto entre las solapas de su atuendo; se dulcificó junto a una mirada que me sonrió desde lo más profundo de su intrincado ser.
-Ya ve usted como he tenido razón. Le dije que nos volveríamos a encontrar – dijo en un tono muy suave.
-No puedo creer que estoy aquí con usted.
-El destino, una vez más.
-He pensado en usted. He pensado mucho.
Don José, como escapando de tan densas emociones, u ocultándoselas tal vez a sí mismo; se giró raudamente, dando unos amplios pasos por toda la habitación. Estaba turbado, como quien tiene un conflicto muy hondo en su interior.
-¿Qué le sucede, Don José? ¿Está usted bien? – le pregunté, viendo la claridad de su angustia.
-Mi amigo, yo tampoco he dejado de pensar en usted ni un solo día, ni una sola hora, ni un solo minuto.
-Don José… - dije apenas, acercándome a él, e interceptando sus pasos nerviosos. Lo tomé de los hombros, mirándonos de frente.
-A estas alturas, voy a pensar que es usted infinitamente más hechicero que mi propia Carmencita – me dijo.
-¿Me ama usted todavía?
-Con todo mi ser.
En un momento, que duró como la mismísima eternidad, fijamos nuestras miradas en un diálogo intenso de expresiones tácitas. Luego, irresistiblemente atraídos el uno al otro, nuestras bocas se fueron acercando. Confundiéndosenos el aliento en esa distancia íntima, sus manos me tomaron por la cabeza y yo hice lo mismo. Nuestra respiración se agitaba cada vez más. Como si tuviera la necesidad de saciarse en un cántaro lleno de fresca agua, sus labios se posaron en los míos y se abrieron con un temblor que nos unió a los dos en firme y sutil resonancia. Fue un beso que comenzó tímido, ansioso, como quien tiene miedo de no reconocer el gusto anhelado; pero que siguió firme, asentado en un apasionamiento desenfrenado y vital, refrendado por sonidos de chasquidos y repiques que las dos bocas lanzaban en su húmedo choque.
-Quiero desnudarle a usted – me dijo, abrazándome tiernamente.
-Adelante, soy suyo – contesté, temblando de pies a cabeza.
Me quitó la ropa y en seguida quedé completamente desnudo. La erección  que ganaba mi verga, atrajo inmediatamente su atención. Retrocedí sobre el camastro que había por todo mobiliario, y quedé recostado sobre mis codos. Él se inclinó sobre mí, y tomando mi miembro duro por su base, lo enfiló hacia su boca. Lancé un gemido cuando Don José tragó con fruición su anhelado alimento. Mi verga, en toda su dureza, había desaparecido por completo entre sus fauces, y sólo quedaban mis bolas fuera de ese caliente refugio. Pronto comenzó a saborearme con cuidado y regodeo, metiendo y sacando ese palo, actividad que me hizo subir hasta los umbrales mismos del cielo. Mi bandido me estaba dando una lamida colosal. Cuando hubo limpiado con su lengua toda la extensión de mi tronco, suavemente me abrió los muslos extendiéndomelos hacia arriba. Cuando vio mi agujero abierto y expuesto ante sus ojos, lanzó un “¡Ay, señor mío!” tan expresivo, que me llenó de conmoción. Entonces, sin tener conmiseración de mí, abrió bien mis nalgas y empezó a chupar mi ano con total dedicación. ¡Qué inesperada delicia nunca antes imaginada! Su caliente boca me exploraba cada centímetro de piel, metiéndose y hurgando por cada rugosidad. Su lengua, a veces sutil, otras como dura daga, me penetraba la cavidad anal, haciendo sonidos indescriptibles con ardientes y mojados besos. Su quemante lengua se deslizó igualmente por mis glúteos, mis testículos, y entrepiernas, como si cada región mereciera un reconocimiento gustativo a pleno.
Como si todo eso no hubiera sido suficiente, volvió a tragarse toda mi virilidad, pero con mayor lascivia. Al parecer le encantaba hundir su nariz entre los largos pelos de mi pubis, cuando llegaba allí, se quedaba un momento, rozaba su rostro acariciándose con mi vellosidad a tiempo que todo el largor de mi miembro quedaba introducido a tope en su caliente boca. Su lengua, entonces, completaba el trabajo deslizándose y rodeando mi inflamado glande.
Después de un rato, me giró y quedé acostado en el camastro boca abajo. Una súbita mezcla de terror y dulce expectativa me embargó por completo; como cada vez que uno se entrega a otro desde su más honda vulnerabilidad. Sus manos se llenaron con mis nalgas y me acarició de modo indecible. No pude evitar elevar mi pelvis y rotarla todo lo humanamente posible. Estaba seguro que mi ano se abría delante de su cara, lo sabía además, porque sentí allí ese inconfundible frío producido por el aire corriente entrando en esa zona habitualmente plegada entre sí y oculta a la atmósfera. Don José apoyó dos dedos en el borde de mi abertura, y me fue masajeando todo el contorno. Yo, en tanto, gozaba tanto que mi esfínter se contraía y aflojaba de manera involuntaria. Los dedos se iban metiendo más y más adentro de mi culo, impregnado con la saliva de mi amigo, hasta que con la ayuda de otros más, me abrió el ano fuertemente. No tuvo que hacer mucho esfuerzo, esa parte de mi cuerpo ansiaba ser vulnerada. Cuando sus ojos contemplaron el hoyo de mi trasero abierto de par en par, lanzó una exclamación encantadora. Lo siguiente fue sentir el contacto indescriptible de su boca alrededor del ojete. Fue bastante después que la lengua intervino, metiéndose lo más adentro posible de esa cueva rodeada de pelos. Me entregué a sus caricias bucales de una manera como sólo se puede entregar uno a la persona amada. Por debajo, colgaban mis pelotas junto a mi verga hinchada y chorreante. Pronto las tomó entre sus manos, y sin dejar de chuparme el culo, prodigó toda clase de presiones, masajes y caricias en mi inflamado sexo.
Yo estaba a punto de desmayar, tal era el placer sentido. Perdí toda noción de tiempo y espacio, y sólo podía susurrar cada tanto el nombre de mi bandido tan deseado.
Cuando se detuvo un instante para tomar aliento, aproveché para incorporarme y sentarme sobre el borde del lecho. Don José tenía una expresión que impactó en mi corazón. Lo tomé dulcemente entre mis brazos y los dos nos pusimos de pie. Aún estaba vestido, así que lentamente, siempre mirándonos a los ojos y diciéndonos miles de cosas sin pronunciar una sola palabra, le fui quitando una a una sus ropas. Su expresión parecía la de un niño desprotegido, tan lejos estaba de la torva impronta del rudo forajido. Sus ojos me observaban transparentes y sinceros, enmarcados en cejas arqueadas hacia arriba, como las de quien suplica o llora. Toda su imagen era la de un hombre que abre su alma por completo. Le desnudé íntegramente. Él quedó frente a mí con sus brazos a los costados, como quien se muestra totalmente inerme ante el temerario atacante.
Su gran verga estaba allí nuevamente ante mis ávidas pupilas. ¡Qué placer me producía contemplarlo nuevamente tal cómo había llegado a este mundo! Su cuerpo se movía en cada agitada respiración, y su pecho subía y bajaba definiendo aún más cada límite de su musculatura. Todo en su cuerpo era sensualidad y hombría perfectamente armonizada. Sus tetillas, bellamente erizadas, se alzaban prominentes y duras, como dos pequeñísimos penes deseosos de ser saboreados. Sus dos piernas fornidas, como dos pilares macizos, se separaban un poco, contribuyendo a que lo que tenía entre ellas quedara claramente desvelado. La tranca dura apuntando al techo. Las pelotas rosadas colgando y bamboleándose como péndulos. Me arrodillé ante ellas y las tomé delicadamente con mi mano. Fue exquisito palparlas y retenerlas entre mis manos, adentrándome más allá de las entrepiernas y sintiendo la seda de su gran vellosidad. Don José exclamó alguna palabra dicha en un suspiro, pero no le entendí. Me metí todo su sexo en la boca y me lo llevé hasta sentir que chocaba contra mis amígdalas. Entonces él se apoyó con las manos sobre mi cabeza para no caerse al piso, en medio de un gemido profundo.
Saboreé por largos minutos ese formidable mástil, explorando con mi boca todo lo que alcanzara con ella. Me fascinaba rodear su portentoso glande y deslizar la punta de mi lengua por toda la canaleta de su blanco fuste. Luego bajaba hasta paladear sus colgantes testículos, metiéndomelos alternativamente en la boca. Era delicioso sentir entonces como él se frotaba contra mi cara atrayéndome a sí con sus manos en mi nuca. Sus duros e hirsutos pelos, me rozaban vigorosamente, y yo me sostenía de sus sólidos muslos, arrodillado ante él como quien reza ante un altar milagroso. Pese a ser uno de los más temidos delincuentes, jamás sus labios pronunciaban grosería alguna, oír su vocabulario amoroso era como libar la más dulce miel producida jamás.
Entonces él me alzó jalándome desde mis sobacos, y me abrazó amorosamente. Nuestras bocas se buscaron y se juntaron en un beso que desafió el tiempo. Como dos espadas, nuestros sexos libraron una batalla chocándose entre sí. Sentía que desfallecía por momentos, y de no haber estado en los fuertes brazos de Don José, creo que me habría desplomado sin fuerzas.
-Ahora, amigo mío, es mi turno de entregarme a usted – me dijo, mientras se apoyaba sobre el camastro con sus manos, y abría sus dos piernas flexionadas con las rodillas en el borde del lecho. Su blanquísimo trasero se abrió ante mí, revelándome esa maravillosa raja sombreada por un delicioso sendero de pelos rubios. Poco faltó para que me arrojara sobre él, pero me contuve y volví a arrodillarme, esta vez ante el divino espectáculo de su culo. Lo abrí como si fuesen los gajos de una naranja, y contemplé azorado el rosado agujero apretado y aún cerrado. Dorados pelos lo custodiaban. Al sentir que yo le abría sus nalgas, su primer e involuntario reflejo fue apretar y fruncir su esfínter. Pero enseguida me lancé a aflojar esas tensiones lamiendo y chupando de buen grado lo que él me ofrecía con tanta confianza. Entonces fui percibiendo como su ano iba perdiendo su primitiva rigidez, para irse ablandando a mis labios acariciantes. Saqué mi lengua para sentir mejor el sabor de su caliente abertura. Vaya si era delicioso. Sabía a hombre entregado por amor. Mis manos, siempre tirando de sus redondas nalgas, lo abrían más ahora. Él lanzó un gemido, a tiempo que yo le penetraba el hueco con mi lengua estirada a más no poder. Entré en él abriéndole con los dedos el borde del ojete, y a juzgar por sus gemidos, seguramente estaba prodigándole el mayor de los placeres. En poco tiempo su culo estuvo dilatado y tan abierto que pude introducir, además de mi lengua, varios dedos en su interior.
Él me había hecho suyo, ahora había llegado la hora en que fuera mío.
Me incorporé asegurándome de que su agujero hubiese quedado bien lubricado con mi saliva. Él sostuvo sus nalgas bien abiertas, mostrándome el encantador aro carmesí que cercaban unos suavísimos pelos. Era toda una invitación, y yo no la iba a despreciar. Dirigí, cuan duro estaba, todo el grosor de mi erección hacia el umbral de su ano. Cuando apoyé apenas mi glande, él lanzó una exclamación incontenible:
-¡Estoy listo, amigo. Por favor, que su verga entre toda de una vez…! ¡No puedo esperar más!
Yo no me hice rogar. De un solo envión, mandé toda mi virilidad hacia el fondo del culo de Don José, empalándolo tan fuertemente que él quedó con la respiración cortada. Mis pelotas chocaron contra él, y mi palo había sido engullido totalmente, desapareciendo en la blancura de su culo bellísimo.
-¡Ah! ¡Qué bien que calza usted, señor! ¡Si me partirá en dos!
-No lo crea, este trasero suyo aguanta mucho más todavía.
-Amigo, usted no me negará entonces la enormidad de su verga, siento que mi interior se ha adherido perfectamente a las paredes de su miembro. Es como si nos hubieran hecho a medida.
-Tal vez su culo sea el molde ideal para mi sexo, Don José.
-Estoy seguro de eso, señor. Le siento dentro de mí, tan intensamente, y usted no se puede dar una idea del placer que me está dando…
-Don José, estuve soñando con este momento desde que nos conocimos.
-Yo también, amigo mío… pero no se detenga, por favor, no se detenga usted…
Me apresuré a obedecerle sumisamente y comencé lentamente a mover mi pelvis de manera tal que mi verga entrara y saliera excitando cada vez más su dilatado ano. Él contribuía al vaivén del movimiento, acompañando con empellones y retiradas mis propios movimientos. Tomó mis manos y me las guió hacia sus endurecidos pezones. Los agarré con fuerza, excitándolos más aún, y notando asombrado como se mantenían rígidos. Él lanzó un grito contenido y me rogó que no me detuviera jamás. No sólo acaté su pedido, sino que fui acelerando paulatinamente mis movimientos. Me incliné sobre su espalda y alcancé su nuca con mis labios. Él giró un poco y pudimos besarnos en la boca nuevamente. Con un suspiro abandonó mi boca, y yo seguí besándolo en la nuca y hombros, aferrándome siempre de sus prominentes tetillas. Esto lo enloquecía, ya que entre gemidos, ayes, y resoplidos, me volvía a repetir una y otra vez, que siguiera:
-¡Más, más, por favor!
Enloquecido de pasión, sentí el gozo ilimitado de sentir su gozo. Y como sabía que llegaría pronto al orgasmo, me detuve bruscamente, saliendo de su interior. Entonces, expeditivamente tomé su lugar en el camastro y me recosté de espaldas. Levanté lo más que pude mis piernas y mojé con mi propia saliva toda la extensión de mi palpitante ano:
-Hágalo, Don José, quiero sentirlo otra vez dentro de mí. Quiero su dura verga en este momento. ¿No ve usted cómo se lo implora mi agujero?
-Mi amado señor, lo que veo es el cielo. Nunca vi un culo tan dispuesto al placer como el que ven ahora mis propios ojos – dijo, probando la elasticidad de mi dilatación al introducir la punta de su pulgar – ¡Tan abierto! Y está ya listo para que me meta en él. Pídamelo usted, pídamelo de nuevo, amigo…
-Se lo pido con toda mi alma, Don José. Le suplico que entre ya, por lo que más quiera, que esa tranca como acero me despedace y me haga morir de placer, con ese placer que temí siempre, con el que siempre temí encontrarme… - dije con la emoción en mi voz, tan calmamente como me lo permitía mi violenta agitación.
-Lo que me pide usted, es un mandato inevitable para mí – dijo mientras la punta de su lanza se encajó en la puerta misma de mis entrañas - ¡Ah, mire usted cómo entra mi verga sin ayuda alguna, pareciera que el camino le es tan conocido!
-Ya lo creo que sí, Don José. Pero no se detenga, por lo que más quiera, continúe. Métame ese palo hasta el fondo, hágame sentir el choque de sus bolas…
De un solo, limpio, y suave movimiento, el instrumento enardecido de Don José entró hasta la cavidad interminable de mi trasero. Lancé un grito por el dolor que sentí al abrírseme el culo, pero Don José, que destilaba ternura en cada gesto, se acercó hasta mis labios y me murmuró palabras dulces y tiernas, mientras me acariciaba el rostro, la cabeza y el cuello. De inmediato no sentí más que placer, y se alejaron pronto todo tipo de desagrados. Apasionadamente nos fundimos en un coito magistral, y Don José me poseyó con tanta firmeza y seguridad, que mi propia verga empezó a sentir la culminación cercana.
-¡Ah! Ya lo siento, querido amigo… ¿está usted por procurarme toda su ofrenda? – me preguntó agitado y con la respiración entrecortada.
-Sí, Don José… pero mire, mire usted, creo que no hace falta ni tocarme… pronto voy a gozar y le daré todo mi esperma…
-Entonces yo haré lo mismo, gocemos juntos, amor mío…
“Amor mío”… esas dos palabras dispararon en mí un sinnúmero de emociones. Creí estar próximo a la muerte, o a la gloria, o al infierno, ¡qué se yo!, no lo supe en ese momento; pero sentirle esas dos palabras en su boca, tan cerca de la mía y agitándose todo él dentro de mí, hizo que me sumergiera en el más bello orgasmo que había sentido en mi vida. Mi verga se estremeció en una secreción espontánea y me derramé con varios chorros de semen. Don José vio como me brotaba el espeso líquido sin ayuda ni frotación alguna, y loco de excitación, aulló en un paroxismo de vibraciones múltiples. Se vació dentro de mí como un semental, a tiempo que sus movimientos compulsivos y espasmódicos contribuían a prolongarle el orgasmo más allá de su propia evacuación.
Nos dejamos caer exhaustos sobre el camastro, y nos abrazamos fuertemente extasiados ante la belleza de nuestro acto amatorio.
-Quiero dejar esta vida de truhán que me hastía – me dijo, acercándome a su torso caliente y mirando sin ver – Quiero dejarlo por ti.
Era la primera vez que Don José no me trataba de usted. Yo me emocioné una vez más, intentando dominar la agitación de mi pecho. Fue entonces que acaricié su pelo rubio.
-¡Sea, Don José! – le respondí, sonriendo con apacible ternura.
Cuando nos vestimos, y pronto a salir de la casa, le besé otra vez diciéndole:
-Ven conmigo, ven a mi país.
-Sí. Quiero hacerlo, pero, aún no estoy listo. Las cosas no están dadas para eso, y no es fácil emprender el camino hacia atrás. Es parte de mi sino, es lo que me toca hacer en esta salvación. No tienes manera de saber lo difícil que es hacer algo así, ni lo sabrás nunca porque eres un hombre decente.
-Nada te detiene, José.
-Nada y todo. Vete ahora. Pronto me reuniré contigo.
-Me alojo en el convento de los dominicos.
-Espérame, amor mío. Sé que sólo tú puedes ayudarme a salvarme otra vez, a ti encomiendo mi redención y mi suerte.
Nos despedimos. Aún palidecía la luz crepuscular. Pero las tinieblas de la noche, parecían amenazarlo todo.


Franco.
Relato escrito en febrero de 2009. 


(*) "Textos profanados", tal como di en llamar a una serie de relatos que escribí tomando como base fragmentos de piezas literarias varias y jugando libremente con distintos desenlaces ya sea agregando escenas y situaciones o modificando cierto devenir en las historias, siempre con los mismos personajes e intentando continuar el estilo narratorio de manera tal que tanto texto original y modificado discurran intercalándose entre sí sin distinción aparente. 
En este caso, "El bandido enamorado"  fue escrito a partir de un fragmento de "Carmen" de P. Mérimée.

Comentarios

  1. Querido Franco,

    Contador de historias, llenas de erotismos hasta en sus partes íntimas más obscenas.

    Si bien textos profanados, los desenlaces de la historia original de cualquier texto de amor entre hombre y mujer, no dejará de tener un latente y latiente camino a ser recorrido por cualquier hombre en sus más ocultos sueños.

    Sí, de esos sueños de los que despiertan húmedos pero sin recordar nada una y otra vez. Es que al hombre que no ha tocado otro hombre, le teme el abandonarse a las locuras del placer que le hagan perder esa supuesta condición. Pero de verdad les digo que el hombre que no ha probado a otro hombre, estará siempre incompleto, pues está escrito en nuestros genes y en las hormonas que transcriben esa información ancestral, que nuestro ser más masculino siempre anidará su femenino. Ese es el equilibrio, ésa es la otra esfera de la evolución, porque en el amor no hay límites en la entrega. Porque en el amor no hay condición moralista de bueno ni malo, porque el amor es sublime expresión de la felicidad absoluta.

    Recibe un abrazo y con el un cálido beso.

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  2. Don Pepe:
    lo que dices es , de manera mucho más elegante y literaria, lo que se aquí se suele decir, mucho menos elegantemente como:
    "sólo puede definirse como realmente macho aquel que LA probó y no le gustó"
    o, ya en ambiente más científico, como en el de los investigadores: "solo es aceptable la conclusión de ser heterosexual, si se se ha rechazado la hipótesis contraria luego de la verificación debidamente comprobada en laboratorio"...
    Franco: impecable, como siempre!!!!
    El Don José cuyo recuerdo reflota tu magistral cuento es Glen Ford ¿era velludo?. Y Carmen era pelirrojíma: Rita Hayworth. y en la película, justamente aparece pelando y comiendo una naranja!!! Todo el el refulgente Technicolor de los años 50!!!!
    Un abrazo!!!

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  5. Este fue un texto productor de un torrente de emociones, Franco... ya sabes lo que este talento en particular puede provocar en tu servidor; pero anoche que leì de nuevo estas lìneas (despuès de tanto tiempo desde aquella primera vez en aquel lejano lugar, y después de tanto camino andado) algo ardió desde muy dentro de mi ser, mucho màs de lo que ardìa el aire de la madrugada fuera de èl.

    Quiero decir tanto, de verdad; tantas cosas, tantas palabras... y falta tiempo. Espero que ese bendito amigo que va de nuestra mano me permita decirlo con calma màs tarde; y espero que tambièn me permita conocer esa entrega, esa magia que aquí se plasmó como en un lienzo; esa entrega TOTAL, ABSOLUTA; y sobre todo... MUTUA Y CORRESPONDIDA. Esa corriente de ida y vuelta que deseo enormemente vivir para sentirla; y, quizás redundando palabras pero no sentimientos, VIVIRLA.

    ¡MILLONES DE GRACIAS POR ESTE ABRAZO A LA DISTANCIA, FRANCO! Eso fueron ahora estas líneas para mi la noche de anoche... un abrazo que me hace ver que no hay ficción sin realidad, que no hay nada definitivo ni nada permanente en nuestro mundo... que MIENTRAS HAYA VIDA, HAY ESPERANZA. ¡QUE DIOS TE BENDIGA Y TE COLME DE MIL BENDICIONES DESPUÉS DE TANTAS QUE TÚ NOS HAS DADO CON TANTO CALOR VERTIDO EN TU OBRA, GAUCHO DE ORO!

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