El cuentito de fin de mes
El guardabosque
- Parte I -
A mis quince años yo era un chico
bastante tímido y totalmente introvertido.
Vivía en el seno de una familia
tan tradicional como rígida, tutelada por la mentalidad recalcitrante de mi padre,
militar de profesión y hombre muy severo. De sus siete hijos yo era el menor y
el que más lo preocupaba. Decía que yo era su gran decepción, y no tenía ningún
inconveniente en hacérmelo saber. Es que yo no cubría ninguna de las
expectativas que según él consideraba óptimas para desempeñarse en la vida. Y
es que lejos estaba yo de aspirar a alguna de las profesiones que él había
impuesto a mis hermanos mayores: las leyes, la carrera militar o la ingeniería.
Yo era un muchacho solitario y con una gran vida interior que cultivaba
mediante lecturas y un amor especial por la música. No encajaba en los cánones
de la usanza parental. Por el contrario, había encontrado ya a esa edad, un
placer recóndito en disfrutar de mi propio mundo. No era demasiado sociable, me
había acostumbrado a la soledad y no me interesaba mucho cambiar eso.
Pero la historia que quiero
contar es la que cambió definitivamente la vida de ese jovencito acomplejado y algo perdido en su perimetral
mundo.
Todo comenzó una noche en casa. A
cenar había venido Tío Antonio, el hermano menor de mi padre. Cuando estaban
tomando café en la sala y mis hermanos se habían retirado ya, yo me quedé
hojeando un libro nuevo que había retirado de la biblioteca del colegio. Mi tío
reparó en mí y por decirme algo, me preguntó:
-¿Y qué leés con tanto interés?
-¿Rafael? – irrumpió con disgusto
mi padre, mientras se servía otro terrón de azúcar – él lee de todo. En
realidad no hace más que leer. Y cuando no está leyendo se encierra en su
cuarto a escuchar música. Yo ya no me preocupo en entenderlo. No me digas que
no es un bicho raro, porque ¿dónde se ha visto un chico de quince años que
escuche ópera? Nosotros a su edad nos la pasábamos en el potrero jugando a la
pelota.
Yo permanecía mudo e intentaba
ocultarme tras las tapas del libro. Mi padre continuó bufando:
-Antonio, yo estoy muy preocupado
con este chico – le dijo, hablando de mí como si yo estuviese ausente– no tiene
amigos, ¡tampoco amigas! no le interesa nada salvo estar tirado todo el día con
sus libros y sus disquitos... no hace deportes, no tiene amigos, no sale
nunca... en fin ¡yo no sé que hacer con este muchacho!
Mi tío puso un gesto de extrañeza
y me miró de soslayo.
-¿Por qué no me lo mandás al sur?
Asomé un ojo por encima del
libro, alarmado.
-¿Qué? – dijo papá levantando la
ceja izquierda.
-Sí. Dejámelo unas semanas y vas
a ver como cambia por completo.
-¿Que vaya a tu casa en Neuquén?
-Sí, claro. Para mí no habría
problema alguno en recibirlo y el contacto con la naturaleza le va a hacer muy
bien – y volviéndose a mí me preguntó - ¿Te gustaría ir, Rafael?
Me encogí de hombros por toda
respuesta.
No, definitivamente yo no quería
ir. Aunque de todos modos agradecí interiormente a mi Tío por habérmelo
preguntado. A mí nunca nadie me preguntaba nada, y menos algo semejante.
Entonces la voz de mi padre sentenció, inexorable:
-Ni bien terminen las clases te
vas a pasar el verano a la casa de Tío Antonio. ¡No se hable más!
Y así fue como un día me pusieron
en un avión y llegué al aeropuerto de Bariloche, donde me recibió Tío Antonio
con los brazos abiertos.
Él era una persona agradable, sí,
tan distinto a mi padre, pero eso me resultaba indiferente entonces. Era un
hombre de fortuna. Cuando no estaba en Buenos Aires, se instalaba en su
residencia cercana a Villa La Angostura, a veces durante varios meses al año.
Su casa, rodeada de varias hectáreas de bosques maravillosos, dominaba una
colina privilegiada a orillas del lago Nahuel Huapi.
Tío Antonio acomodó mi maleta en
su camioneta 4 x 4, y me invitó a subir. Era amable conmigo y comprendía mi
timidez, por eso valoré su silencio y su sonrisa cuando me indicó con un gesto
que me abrochara el cinturón de seguridad. Pronto tomó por un desértico camino
de ripio y al cabo de una hora y media divisamos la entrada a sus tierras,
señalizada con un arco de troncos y una tranquera que daba paso a una larga avenida
bordeada de piedras. Al atravesar la tranquera nos internamos en un sombrío
bosque de coihues, alerces, robles y cipreses. Yo miraba asombrado por la
ventanilla. Poco a poco la espesura se fue abriendo y apareció la casa junto al
lago en un claro verde y soleado.
-Llegamos. Bienvenido a casa,
Rafael, espero que lo pases bien aquí.
Cuando bajamos de la camioneta se
nos acercó el matrimonio de caseros, Romualdo y Celia, que nos recibieron con
reverencias y saludos.
Mientras estaba bajando mi
valija, escuché el galope de un caballo que se aproximaba. Me di vuelta
instintivamente.
Era él.
Siempre tendré presente ese
momento imborrable: fue la primera vez que vi a Emanuel.
Yo estaba tan intrigado por saber
quién era ese inesperado jinete que me quedé observando con la valija a medio
camino. El hombre no se bajó en ningún momento del caballo y, sin sonreír,
llevó la mano al ala de su sombrero de carpincho en señal de saludo a su
patrón.
-Hola, Emanuel ¿Todo bien?
El hombre asintió, siempre serio
y adusto.
-Vení..., quiero presentarte a mi
sobrino. Se llama Rafael y viene de Buenos Aires. Va a pasar una temporada con
nosotros – y se volvió haciéndome seña de que me acercara.
-No tengas miedo, sobrino, esto
es un caballo – rió al ver que yo estaba petrificado delante de ese animal enorme
– y no te va a hacer nada, tranquilo. Ya
vas a aprender a no tenerles miedo. Te presento a Emanuel. Él es el
guardabosque que cuida todo este lugar que ves aquí – dijo señalando la
espesura con su mano en alto– es mi
hombre de confianza y mi mano derecha.
-Mucho gusto, joven – me dijo el
guardabosque, ofreciéndome la mano con expresión seria. Yo se la estreché y
susurré un “mucho gusto”.
-Pero cuánta formalidad ¡Déjense
de pavadas! Ustedes van a pasar mucho tiempo juntos..., así que no pensarán
tratarse de usted, ¿no? – dijo mi tío, a tiempo que Emanuel y yo lo mirábamos
extrañados. Después dijo, tomándome por los hombros:
-Mirá, Emanuel, resulta que mi
sobrino necesita un poco de actividad al aire libre, ¿me explico?, así que me
gustaría que te encargaras de él. Ya hablaremos de esto, pero quisiera que te
acompañe en las recorridas, que aprenda a montar, que nade un poco, que
ejercicio, enseñale el bosque y encargate de que todo este aire le entre en los
pulmones, ¿sí?, en fin, lo dejo en tus manos... vos sabrás...
-Sí, señor. – afirmó Emanuel
respetuosamente, aceptando la orden sin ningún entusiasmo. Después me miró.
Hizo que su mirada me intimidara. Era evidente que no le caía nada bien. Vaya
tarea que le había dado su patrón... y en cuanto a mí: ¡qué días de mierda me
esperaban!
-Muy bien- exclamó mi tío,
restregándose las manos resueltamente- Rafael: desde ahora, Emanuel va a
cuidarte y hacer de vos un amante de la naturaleza.
Mi Tío estaba muy feliz con su
determinación, sonriendo de oreja a oreja. No pude evitar poner un gesto agrio,
mirando hacia todos lados y maldiciendo íntimamente mi desdichada condición.
Luego, los dos hombres se
pusieron a hablar de cosas de la finca. Yo me fijé en Emanuel con sumo
detenimiento. Si iba a estar con ese tipo, por lo menos quería estudiarlo un
poco.
El guardabosque era un hombre de
unos treinta y cinco años. Tal vez aparentaba algunos años más por llevar una
barba muy tupida que crecía muy naturalmente y que llevaba sin especial cuidado.
Nariz recta y rostro de facciones fuertes. El sombrero de ala ancha cubría una
abundante cabellera que le llegaba casi hasta los hombros. Era ondulada y de
color castaño, un castaño muy claro. Sus ojos verdes lo escrutaban todo y miraban
siempre desconfiados desde sus dos profundas cavidades, casi ocultos bajo sus
cejas amplias, pero bellos y de una transparencia atrapante. Llevaba una camisa
a cuadros a la que le había arrancado las mangas, por lo que sus hombros,
desnudos y bronceados, brillaban al sol. No solo los brazos, de resplandeciente
y dorado vello, sino todo su cuerpo se imponía con definida musculatura. Usaba
pantalones vaqueros y calzaba botas de caña alta sobre ellos. Montaba esbelto
su oscuro caballo con porte majestuoso. Un centauro no me habría impresionado
más que él, tal era su imponente figura.
Por fin, los dos hombres se
saludaron y Emanuel se fue por donde había venido, no sin antes echarme una de
sus miradas penetrantes. Mientras lo veía alejarse por la avenida, le pregunté
a mi tío:
-¿Emanuel vive aquí?
-Vive en una cabaña en el bosque
muy cerca de la entrada. Ya lo conocerás mejor. Ahora entremos, debés tener
hambre ¿no es cierto?, le diré a Celia que te prepare algo, enseguida Romualdo
te mostrará tu habitación.
Me asignaron un cuarto grande en
la planta alta con vistas al parque y al lago. Me di un baño, me recosté en la
cama y pronto me rindió el sueño hasta la hora de cenar.
A la mañana siguiente me desperté
temprano. Bajé las escaleras e intenté encontrar el comedor, cuidando de no
perderme entre tantas puertas y habitaciones. Desayuné solo, y luego pude
saber, según Romualdo que “el Señor Antonio fue a San Martín de los Andes a
atender sus negocios”, y que no había dejado dicho el horario de su regreso.
Recorriendo un poco la casa
descubrí un estudio muy amplio con un bello escritorio antiguo y una gran
biblioteca. ¡Vaya! –pensé– ¡esto está mucho mejor! Me puse a revisar los libros
y algunos me parecieron imperdibles. Saqué uno al azar, era “El amante de Lady
Chatterley” de Lawrence. Enseguida empecé a hojearlo, contento de tener
nuevamente un libro en mis manos.
-Joven Rafael – interrumpió Celia
– afuera lo busca Emanuel.
¡Mierda!, así que ya empezaba “el
tratamiento”. Echando maldiciones dejé el libro en su lugar y me apresuré a
salir de la casa. En efecto, Emanuel estaba allí, pero esta vez sentado en un
Jeep descapotado, indiferente y mascando una pajilla entre sus labios.
-Hola – dijo casi sin mirarme -
¿Vamos?
-Está bien.
-¿Vas a subir, o qué? – me contestó,
viendo que yo me quedaba inmóvil.
-¿Adónde vamos?– atiné a
preguntar cuando el Jeep arrancó. Emanuel no contestó. Evidentemente era un
tipo de pocas palabras. Se acomodó el sombrero e hizo un mínimo gesto como
diciendo “ya verás”. Vestía la misma ropa del día anterior. Manejaba
tranquilamente con una sola mano apoyada en el volante, inmerso en su eterno
gesto adusto.
El sol doraba sus finos vellos. Miré
también sus manos toscas y grandes que mostraban las huellas de un trabajo rudo
y constante. La mañana estaba fresca y hubiera necesitado un abrigo, pero jamás
habría dicho nada al respecto, viéndolo a él con la camisa abierta hasta la
mitad del pecho. Miré ese detalle, observando esa porción curtida de piel
velluda. No sé por qué sentí vergüenza y enseguida miré para otro lado.
El bosque era imponente y el
camino se hizo cada vez más estrecho.
-¿Y todo esto es de mi Tío? – dije
asombrado. Emanuel me miró extrañado.
-Sí, claro. ¿No habías venido
nunca?
-No.
Emanuel detuvo el Jeep en un
claro del bosque y me hizo señas de que lo siguiera. El paisaje era bellísimo.
Enseguida me llamó la atención un inmenso árbol caído. Emanuel sacó una
motosierra del Jeep, siempre circunspecto y parco.
-¿Qué le pasó al árbol?
-Lo tiró una tormenta al año
pasado y lo estoy aserrando para acopiar leña para el invierno – contestó
poniéndose a trabajar duramente. Aserraba los troncos más gruesos y apilaba los
fragmentos en otro sector donde se veía un hacha, era evidente que ya había estado
trabajado anteriormente allí.
-Vení. – ordenó
-¿Yo?
-¿Hay alguien más aquí? ¡Sí, vos!
Movete y andá llevando estos troncos hasta esa pila.
Con no poca dificultad fui
cargando los troncos aserrados. Emanuel seguía trabajando enérgicamente bajo el
sol. Pronto estuvo cubierto de sudor que cada tanto apartaba de la frente con
el dorso de su mano. Yo también había entrado en calor y a duras penas podía
con cada tronco. Algunos pesaban tanto que los hacía rodar por el suelo para
llevarlos a la pila.
-Bien. Ahora prestá atención, te
voy a enseñar a cortarlos con el hacha – dijo empuñando la herramienta-¿No
tenés calor?
-Sí, un poco – dije enjugando mi
cara.
-Quitate eso, entonces – dijo él,
haciendo lo mismo con su camisa. Yo obedecí, quedando solo en camiseta de
mangas cortas. Él me dio el hacha que yo apenas podía sostener. Al verme
tambalear sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
-Ahora... dale al tronco...
-¿Así? – y levanté como pude la
herramienta asestando un golpe con todas mis fuerzas. El hacha quedó clavada y
no la pude sacar.
-Podría estar mejor si no tuvieras
tanto miedo – me dijo – el hacha no te va a comer.
Su caliente cuerpazo se situó
detrás de mí, sus manos sujetaron las mías y por primera vez sentí algo muy
raro, sin saber si era placentero o me producía rechazo... o si más bien era la
mezcla de las dos cosas. Lo cierto es que de pronto me vi envuelto entre sus
músculos dorados sintiendo el olor invasivo de su transpiración.
-No lo estoy haciendo bien ¿no es
cierto? – pregunté.
No. Pero ya vas a aprender – me
contestó, liquidando mi malogrado hachazo
– Así, ¿ves?, el golpe debe ser seco, pero a la vez flexible.
Se apartó para dejarme solo,
mientras descansaba sus manos en la cintura. Nunca sonreía, y yo me sentía
cohibido por eso. Probé con otro tronco y entonces logré partirlo en dos.
-No está mal – dijo sin
entusiasmo –ahora seguí con los otros.
Me indigné un poco al esperar
mayor aprobación de mi profesor de hacha. Airado continué con los otros troncos
con tanta resolución que terminé en menos de quince minutos. Emanuel quedó algo
impresionado, aunque cuidó en todo momento no demostrármelo.
Entonces lo volví a mirar: su
cuerpo al sol me provocaba admiración y envidia. Solo había visto a alguien así
en alguna película por televisión. Era perfecto y, secretamente, deseé ser como
él. Sí, ahora que lo pienso, creo que a partir de ese momento, de esa visión
casi feérica, Emanuel pasó a ser – aunque no tenía muy en claro por qué – el
centro de mi atención.
Ese día me mostró los caminos que
delimitaban la propiedad de mi tío. En un momento llegamos a un paraje en donde
fue imposible seguir con el Jeep, así que se detuvo y me dijo que seguiríamos a
pié. Mientras caminábamos le pregunté:
-¿Y hace mucho que trabajás con
mi tío?
-Trabajo “para” tu tío -
corrigió, sin mirarme.
-Perdón, “para” mi t..
-Desde hace unos cinco años –
interrumpió.
-¿Qué hacías antes?
-¿Por qué querés saber eso? – me
miró, siempre con expresión críptica.
-No sé, pero si te molesta la
pregunta...
-Siempre fui guardabosque, como
ahora, pero trabajaba para la provincia en el Lanín.
-¿En el Parque Nacional Lanín?
-Así es. ¿Conocés?
-No. Lo estudié en geografía. Yo
nunca salí de Buenos Aires.
Emanuel giró apenas sus ojos,
asintiendo con la cabeza.
-¿No te gustaba ese trabajo?- pregunté.
-¡Claro que me gustaba!, pero...
las cosas a veces no se dan como uno quiere. – dijo, y guardó un denso
silencio. Yo seguí caminando a su lado, pero desde mi ingenuidad quise saber:
-¿Y allá también vivías solo?
Emanuel respiró profundo y se
detuvo mirándome torvamente, con un gesto que me hizo temblar.
-Mirá, aclaremos algo: cuando yo
quiera contarte mis cosas te lo haré saber. Pero que te quede claro: va a ser
cuando yo quiera ¿entendido?
No respondí, solo asentí con
temor. Tragué en seco y lo seguí entre el espeso follaje.
Así llegamos a un cerco de
troncos que estaba caído y que él empezó a reparar. En silencio, lo ayudé para
alzar los troncos otra vez y asegurarlos en su sitio. Mirar sus rudas manos y
brazos haciendo esos trabajos despertaban en mí todo tipo de sensaciones, a la
vez que por mi parte me sentía un debilucho de ciudad que no podía hacer nada
sin cansarse.
-Estás agitado. Será mejor que
descanses un poco. Tomá – me dijo secamente y me dio una cantimplora para que
bebiese agua. Después se la pasé y la echó sobre la cabeza, refrescándose y
haciendo resbalar el agua por el desnudo torso.
-Seguime, te voy a mostrar algo –
me dijo súbitamente.
Intrigado, obedecí y nos
internamos en la semioscuridad del bosque. Después de unos cinco minutos sentí
un creciente rumor de agua que corría y al poco tiempo llegamos a un sitio
realmente increíble. Me quedé boquiabierto ante el espectáculo que Emanuel me
señalaba con la mirada.
-Aquí vendremos a nadar pronto –
me dijo, bajando por la pendiente.
Se trataba de una cascada de
cinco metros semioculta por inmensos coihues. La cascada daba de lleno sobre un
conjunto de rocas para luego formar una profunda olla natural de unos seis
metros de diámetro. El sol daba de lleno sobre la superficie, haciendo brillar
las rocas del fondo a través de la increíble transparencia del agua. Seguí al
guardabosque que saltaba entre las piedras llegando a la orilla.
-¿Nadar? Es que... ¡yo no sé
nadar! – dije avergonzado. Emanuel levó sus ojos hacia arriba meneando la
cabeza y luego dijo, suspirando con resignación:
-Bueno... supongo que tendré que
enseñarte.
Yo estaba fascinado ante la
belleza del lugar, incrédulo de que todo eso me hubiera impactado tanto.
-Qué lugar increíble… – me animé
a decir.
Miré a Emanuel, y él, por primera
vez, hizo una leve mueca parecida a una sonrisa, que luego borró de inmediato
volviendo a su seriedad apabullante.
Después anduvimos por los
alrededores y otras partes del bosque. Nada escapaba a la vista de Emanuel:
árboles, ramas caídas, flores, pájaros o insectos. Obervaba cada cosa como si
estuviera repasando un conocido inventario. Pasamos esas horas juntos y siempre
el guardabosque se mantuvo muy circunspecto. Hablaba lo indispensable y cada
tanto me miraba fijamente, como estudiándome. Me llevó de vuelta a la casa, muy
pasado el mediodía, y se despidió con su habitual saludo tocándose el sombrero.
Comí con un apetito feroz y
después dormí bastante.
Por la tarde seguí leyendo a
Lawrence, feliz, sabiendo que esa lectura hubiera estado totalmente vedada en mi
casa. El personaje de Mellors, el guardabosque amante de Constance, me
fascinaba, y poco a poco empecé a asociarlo inconscientemente con la imagen de
Emanuel. Es verdad que la descripción de uno no coincidía demasiado con la
apariencia del otro, pero en mi mente, tuve la sospechada certeza de que
Emanuel se estaba apoderando de mis pensamientos y mis fantasías, era lógico
que también lo viera insertado en la trama del libro.
Pasaron algunos días. Esa la
semana continué viéndome con el guardabosque que permanecía fiel a la consigna
de su patrón de encargarse de mí. Yo lo acompañaba en sus habituales
recorridas, o al pueblo, o a cortar leña, cosa que ya había aprendido a hacer
bastante bien. Hablaba poco y nada, y yo ya me había habituado a su expresión
siempre hermética.
Una mañana me senté debajo de un árbol a orillas del lago
a leer las últimas páginas del libro de Lawrence. El día estaba espléndido y el
paisaje lleno de sol reconfortaba el alma. Al cerrar la última página decidí ir
a caminar, ensimismado y pensativo, motivado por la amable brisa que traía
todos los aromas del lugar. Fui en dirección a la entrada con el interés de
descubrir la cabaña donde vivía Emanuel.
Al rato divisé un pequeño y débil sendero saliendo de la
avenida principal. Me aventuré en él y pronto estuve bajo las oscuridades del
bosque. El aire se hizo más denso y enseguida sentí la frescura del entorno en
la piel. El sendero serpenteaba entre los árboles, cómplice de sonidos irreconocibles
de pájaros, bichos y vientos. Entonces divisé la cabaña: seguramente era la casa
de Emanuel, casi oculta entre ramajes y arbustos. Era pequeña, umbría, como
salida de un libro de cuentos, en medio de ese fresco santuario de troncos
gigantes. El sol, que se filtraba con dificultad, la acariciaba mágicamente
otorgándole destellos pictóricos. Yo estaba a pocos metros y al sentir un ruido
me oculté detrás de un pino joven. Apareció Emanuel cargando un gran recipiente
lleno de agua que apoyó sobre una silla.
Repentinamente vino a mi mente aquel fragmento de “El
amante...”:
“...El hombre se estaba lavando, ajeno a todo. Estaba desnudo hasta la cintura, con el pantalón colgando de sus esbeltas caderas. Su espalda blanca y delicada se inclinaba sobre una palangana con jabón en la cual metía la cabeza... veía los toscos pantalones colgando sobre las caderas blancas, puras y delicadas, los huesos algo salientes; y el sentido de soledad, de una criatura que vive sola, interiormente sola...”
Estaba en calzoncillos, unos
blancos calzoncillos largos desabrochados por delante que lo cubrían desde la
cintura hasta algo más abajo de las rodillas. Empecé a respirar agitadamente,
sin darme cuenta, ignorando lo que me sucedía. Los botones desabrochados de su
ropa interior dejaban ver el inicio de su pubis poblado de pelos dorados. La
vellosidad en su pecho no era demasiado abundante, se acentuaba entre los
pectorales y el cuello, dispersándose en el centro del torso pero volviendo a
oscurecerse intensamente en el abdomen, donde se ensanchaba, hasta perderse
bajo la tela clara.
Quedó de espaldas a mí, entonces
pude ver el comienzo de fuertes glúteos, asomando apenas sobre el calzoncillo.
Emanuel sumergió las manos en el agua y empezó a lavarse. Dejó correr el agua
por su cabellera y tórax, y sus pelos se alisaron en zigzagueantes diseños. Se
enjabonó y volvió a enjuagarse. Pronto, su calzoncillo le estorbó, y de un solo
movimiento se lo quitó dejándolo sobre la silla.
Abrí los ojos, emocionado al ver por
primera vez un hombre desnudo. Su trasero era blanco, sin demasiados rastros de
vello. Un surco definido lo dividía con una simetría exacta. Nuevamente recordé
los pasajes de mi libro, sintiéndome inmerso en sus escenas, solo que en vez de
Mellors estaba Emanuel, totalmente desnudo y bello ante mi vista.
“...Y, más allá, una cierta belleza de una criatura pura. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino un esplendor, el calor y la llama viva de una vida individual que se manifestaba en contornos que uno podía tocar: ¡un cuerpo!”
Finalmente Emanuel entró a la
casa para secarse y el encanto se rompió. Quedé absorto y conmovido. El corazón
quería salírseme del pecho. No pude más que respirar hondamente para recuperar
el aire.
Cuando me moví tropecé con una
rama que crujió en el silencio del bosque. Emanuel salió vestido con sus
vaqueros y la toalla sobre los hombros.
-¿Quién anda ahí?
-Yo – dije tímidamente, saliendo
detrás del pino.
-¿Rafael? ¿Pero qué hacés acá?
-Salí a caminar. Pero ya me
iba... – respondí cercano al pánico.
-No, esperá. Estaba por comer
algo y después pensaba pasarte a buscar. Quedate así me ahorro ir hasta la casa.
-Está bien.
-¿Comiste?
-No.
-Entonces pasá.
-No tengo hambre.
-Como quieras. Esperame afuera
entonces – dijo en tono seco.
Al poco rato salió masticando un
pan, ya se había puesto su camisa y su sombrero.
-Tomá, comé algo, sino después
vas a tener hambre – y me dió pan y queso – Vení conmigo.
Fuimos hasta la parte de atrás de
la cabaña, donde, bajando por un sendero, llegamos hasta un corral con
caballos.
-Sí, sí... ya sé que no sabés
montar. ¡No pongas esa cara de susto!
Yo les tenía pánico a los
caballos, así que me apegaba a Emanuel lo más que podía. Él ensilló dos yeguas
y volviéndose a mí me dijo con autoridad:
-¡No seas cagón, vení y subí! –
se agachó entrelazando sus manos para que pisara en ellas. Pese a mis ruegos y
mi cara de terror, tuve que montar. Me elevó con tanta fuerza que estuve a
punto de pasar al otro lado del animal. Se quedó mirándome no sin cierto
sarcasmo -Ahora esperame aquí, voy a montar el mío.
-¡No me dejes, Emanuel!
-No seas mariquita, quedate
quieto ahí!
-¡Por lo que más quieras!
-No te va a pasar nada.
-¡No voy a poder, tengo mucho
miedo...!
Entonces Emanuel me vio tan
nervioso que comprendió al fin que estaba aterrorizado. Con un gesto resopló,
poniendo los ojos en blanco.
-Está bien. A ver..., mandate
para adelante y haceme lugar – y enseguida se subió montando detrás de mí en la
mitad trasera de la silla.
-Pero vamos despacito, ¿sí?-
supliqué.
-Está bien, está bien – dijo
Emanuel a regañadientes. Tomó las riendas y me rodeó con sus brazos. Eso no
solo me tranquilizó, sino que me dio más seguridad, sobre todo al sentir su
pecho grande sobre mis espaldas.
-Primero iremos al paso, ¿está
bien? – me dijo, haciendo un esfuerzo por ser paciente.
-Lo que vos digas – contesté.
Pero pronto seguimos al trote, y
él no dudó en salir al galope ni bien estuvimos en la avenida. Creí que saldría
despedido por sobre la cabeza del caballo. Temblé de miedo y todos mis músculos
se tensaron. Me sujeté fuertemente a sus brazos y me volví para cerciorarme de
que ese hombre no estuviera loco.
Pero Emanuel miraba al frente,
seguro y hermoso.
Sus ojos relampagueaban con un brillo
arrebatador, su cabello se agitaba al viento, todo en su expresión me
tranquilizaba… y me maravillaba.
Sentía su pecho frotarse con mis
espaldas y golpearme levemente ante cada galope, sentí su calor sobre mí, y
sentí el contacto estrecho de su pelvis contra mis nalgas. Estaba fascinado y
pronto pude olvidar mis temores al sentir como propios los movimientos del animal.
El viento fue partícipe de mi emoción nueva y liberadora. Reí con ganas y me aturdí
con lo que estaba sintiendo.
A lo lejos vi que una valla de
troncos cerraba nuestro paso. No parecía muy alta pero lo inquietante era que
nos estábamos acercando a todo galope. Emanuel, en vez de sosegar al animal, lo
azuzó con todas sus fuerzas, lanzando un fuerte grito que me paralizó. Temí lo
peor y me vi, como en una película de cine, chocar contra la valla para caer a
un tremendo precipicio junto a mi guardabosque con yegua y todo… era el fin,
pensé. Cerré los ojos e intenté refugiarme más aún contra Emanuel. Pero él
dominó magistralmente al caballo y cuando creí que nos íbamos a estrellar
contra los troncos, nos elevamos sobre ellos y de un solo tranco traspasamos la
valla rota.
Respiré, feliz, y con el corazón
en la boca.
Dejamos atrás las tierras de Tío
Antonio y Emanuel me llevó a un promontorio desde donde se podía divisar un
panorama imponente con el blanco cerro Tronador a lo lejos. Por fin bajamos del
caballo. Yo estaba muy emocionado y miré con todo mi agradecimiento al
guardabosque.
Entonces supe que sin haberle
dicho nada, había captado mi mensaje de gratitud. Miré la inmensidad del
paisaje, arrebatado y sonriente, y luego lo miré a él. Sus ojos, sin encontrarse
con los míos, se hicieron más blandos.
Nos tiramos a descansar en la
hierba bajo suaves rayos de sol. No se me había
borrado la felicidad de la cara. Emanuel se recostó sobre su brazo
izquierdo, cruzó sus tobillos y empezó a mascar una hierba mirando hacia la
lejanía.
-¡Gracias! ¡Fue increíble! –
atiné a decirle. Me miró asombrado:
-Entonces, no era tan feo andar a
caballo...
-¡No! ¿Me vas a enseñar a montar
solo?
-Está bien. Parece que te gustó.
-¡Mucho! ¡Y ese salto! ¡Realmente
sos un jinete extraordinario!
-No es para tanto - dijo, con la
misma expresión de lejanía en sus pupilas.
Me abandoné sobre el verdor
fresco, de cara al cielo.
-¿Emanuel?
-¿Sí?
-Te quiero pedir disculpas –
dije, haciendo dibujitos entre la hierba.
-¿Por qué?
-Por preguntarte, el otro día,
cosas que no tenía que preguntar. Por favor, perdoname.
Emanuel me miró. En su rostro ya
no había tanta dureza. Volvió a mirar al horizonte y me contestó:
-No te preocupes. No tenés la
culpa de nada. No tenías porqué saber que hay cosas que prefiero olvidar.
-Entiendo.
-Contame de vos – dijo,
intentando ocultar su interés.
-¿De
mí? Bueno... no sé bien qué contarte. Mi padre, que cree que soy un chico problemático,
me mandó aquí con Tío Antonio, para que me curara.
-¿Curarte? ¿Estás enfermo? – me miró alarmado.
-No, no es eso... bueno, para él
sí, supongo. Es que a mí me gusta hacer todo lo que él considera síntomas de
una enfermedad aberrante.
-¿Cómo qué?
-Como leer, por ejemplo.
-Pero si leer es bueno...
-Y escuchar música..., preferir
la soledad al bullicio... No sé, si yo prefiero estar solo, es porque no me
siento bien con la gente que tengo a mi alrededor. ¿Cuál es el problema en buscar
esa soledad? Al contrario, tengo problemas cuando tengo que estar con ellos.
-¿Con quiénes?
-Mis padres. Mi familia. Para
todos ellos soy un bicho raro. Sobre todo para papá. Pero eso no es nada. Ya sé
que soy medio extraño. Eso no me molesta tanto. Lo más difícil de soportar es
que a veces siento que no existo, y que si estoy o no, les dé lo mismo.
Guardé silencio, porque me estaba
empezando a angustiar.
-No digas eso, estoy seguro de
que te quieren. Sos su hijo.
Yo asentí, con una sonrisa
irónica.
-No, Emanuel, a mí nadie me
quiere. Lo más cómico es que no sé por qué. Si yo no les hice nada, y mirá que
busqué y recontra busqué y le dí mil vueltas al asunto, pero no sé, nunca supe
por qué carajo ellos no me quieren… y creo que ya nunca lo sabré. Es cómico,
pero a veces siento lástima por ellos, por ser incapaces de sentir amor. La
verdad es que nunca les interesé. En toda mi vida, la única persona que
realmente me quería con toda el alma era mi abuelo. Por eso lloré tanto cuando
se murió, ya hace años.
Suspiré un poco, con ojos húmedos,
pero enseguida me repuse:
-Pero, bueno, tampoco es
terrible, Emanuel. Supongo que un padre tiene que amarte siempre de una manera
incondicional, pero si de todos modos eso no ocurre, es uno mismo el que tiene
que darse cuenta y buscar por todos los medios el lugar donde finalmente
caliente el sol.
Emanuel me volvió a mirar, consternado.
Guardó silencio y volvió a morder la brizna entre sus labios, lleno de
pensamientos internos. Quiso saber más:
-¿Sos hijo único?
-No. Somos siete hermanos, y yo
soy el menor. Mis hermanos mayores ya dejaron la casa paterna, felices de
independizarse y no tener nada que ver con papá.
-¿Siete hermanos? – me dijo
asombrado y mirándome repentinamente con una expresión divertida. Era la
primera vez que lo veía así – entonces... ¡sos un “lobizón”!
-¿Que soy qué? – dije con
sorpresa.
-Sos un lobizón – continuó,
sentándose con las piernas cruzadas – ¿no conocés la leyenda del lobizón?
-¿Qué leyenda?
-La que dice que todo séptimo
hijo varón se transforma en “hombre lobo” al salir la luna llena.
Me reí con ganas... y Emanuel
sonrió regalándome la blancura de sus dientes prefectos. Fue la primera vez que
lo vi sonreír así. Me quedé maravillado, por un momento absorto, luego, riendo,
seguí hablando.
-Es verdad... la leyenda...
¡Vaya, me descubriste! ¡Sí, ahora lo sabés, soy un hombre lobo!
-Más bien sos un lobito...
¡Lobito!, porque todavía sos un pendejo...
-Claro, un pendejo…
-No te preocupes, para tener
quince años, pensás las cosas muy adultamente.
Lo miré sonriendo. Después de
tantos días casi sin hablarnos, no podía dar crédito a ese acercamiento entre
nosotros. Por fin conocía su sonrisa. Por fin él me miraba y empezaba a saber
que existía. Eso significó mucho para mí, ¿Cómo no? Si toda la vida el mundo
entero me había ignorado siempre.
-Y decime, Lobito... ¿te gusta
estar acá?
-Bueno, al principio no me
gustaba un carajo, pero ahora no quiero volver, la estoy pasando tan bien...,
además…
-¿Además, qué?
-Además, me gusta estar con vos –
dije, descendiendo los ojos.
Emanuel volvió la mirada hacia
mí, con un gesto de extrañeza. Después miró hacia la lejanía, esbozando una
sonrisa.
-¿Qué querés que hagamos mañana?
-No sé...
-¿Querés ir a nadar?
-Pero...
-No te preocupes, Lobito, ya sé
que no sabés nadar, yo te voy a enseñar...
-Pero...
-Vos y tus peros... ¿y ahora
qué...?
-¿El agua no está helada?
-Bueno... está un poco fría,
sí... pero comparada con la del lago, el agua de la cascada te parecerá como
estar en un plato de sopa. Además después de un rato te acostumbrás.
-Bueno, entonces sí – contesté
desconfiado.
-Demos un paseo – me dijo, y
volvimos a montar los dos en la yegua. Esta vez anduvimos sin prisa, mirando el
paisaje y recorriendo rincones espléndidos. Yo apoyaba mis manos en los brazos de
mi guardabosque sintiendo sus finos pelos sobre mis palmas. Él cada tanto me
rozaba sin querer con su barba, en el cuello, en la mejilla. Eran roces
casuales pero que yo prefería imaginarlos como intencionales. Detrás de mi
pequeño trasero tenía latente la fuerza de su virilidad que todo el tiempo se tropezaba
contra mí.
Con el traqueteo del caballo mi
sexo había cobrado rigidez, y cada contacto me otorgaba el acariciante efecto
de una masturbación deliciosa. Recordé la imagen de Emanuel, desnudo, sin poder
borrarlo de mi mente. El andar lento seguía..., y yo estaba cada vez más
excitado, embriagadísimo con el calor corporal de mi protector, rodeado de
verde, de brisa, de los aromas de la naturaleza y de otros más humanos... y así
iba entrando en un trance de gozo absoluto. Permanecíamos en silencio y tácitamente
le agradecía esto a Emanuel: cualquier palabra hubiera roto esa magia de
sensaciones. En un momento, una de las manos sosteniendo las riendas bajó
demasiado y chocó sin querer con mi enhiesto sexo. Fue apenas un toque. Más
allá de si él había notado o no mi erección, yo creí desmayar de placer. Y con
unos cuantos movimientos más y algún otro oportuno choque de su pelvis contra
mis nalgas, mi sexo largó un chorro de esperma en un increíble momento de gozo
absoluto. Respiré conteniendo el gemido y me mordí los labios para disimular lo
que me estaba pasando.
-¿Estás bien? – me acarició su
voz.
-Sí – dije tímidamente.
Y ya no hablamos más. Yo estaba
avergonzado y miraba hacia abajo para ver si mi semen había traspasado la tela
del pantalón o si mi piel erizada era demasiado evidente. Me cubrí con la
camiseta que llevaba, pero estuve intranquilo hasta que llegamos a la casa.
Nos despedimos hasta el día
siguiente.
Al entrar a la casa, tuve que
sostenerme de una columna para retomar el aire, desconcertado y radiante. No sabía
con certeza qué me había pasado, pero no me importaba, había gozado como nunca,
y desde ese día ya no pude dejar de pensar en el guardabosque ni un solo
instante.
Por supuesto, esa noche no pude
dormir, agobiado por todo lo que había vivido ese día, e inquieto por lo que
vendría el día siguiente.
Desayuné más temprano que nunca y
salí casi corriendo camino a la cabaña de Emanuel. Antes de llegar, vi que él
venía hacia mí en su Jeep.
-¡Buenos días! – le dije
sonriendo.
-¿Qué tal, Lobito?
-¿Entonces ya quedó?
-¿Qué cosa quedó?
-Digo... ¿ya quedó el sobrenombre
“Lobito”? – contesté, subiendo de un salto al Jeep.
-Si no te gusta...
-Sí. Me gusta mucho si me lo
decís vos – dije mirando hacia el camino, intuyendo mi sonrojo.
-De acuerdo ¿estás listo para
nadar? El día está hermoso y hace mucho calor por suerte.
-Sí. Pero si me ahogo...
-¡Si te ahogás: te mato! – dijo
riendo Emanuel.
Cuando llegamos me quedé un instante quieto y embelesado
por la frescura del lugar. Un tajo de sol atravesaba la olla de verdes aguas.
El salto de agua parecía tronar con más elocuencia esa mañana. Emanuel dispuso
unas toallas sobre las rocas y comenzó a desvestirse. Me quedé mirándolo,
embobado. Cuando iba a quitarse las botas, me miró:
-¿No te
desvestís?
-Sí,
claro – dije retraídamente, avergonzado de mirarlo tanto. Emanuel se quitó todo
pero se dejó puesta la ropa interior, un breve slip blanco que apenas contenía
sus más viriles atributos. Se lo acomodó un poco y sin más, se zambulló en el
agua.
-¿Qué esperás? ¡El agua está
divina!
Venciendo el pudor también quedé
rápidamente en calzoncillos, unos boxer claros y de tela muy liviana.
-Disculpá, pero yo no tengo traje
de baño – dije, cohibido, con media sonrisa en la cara.
-No seas tarado, che, y dale de
una vez – recibí por toda respuesta.
Me quedé sin moverme en la orilla
mientras Emanuel me salpicaba desde el agua, gritándome e instigándome para que
me metiera al agua de una vez por todas.
-Pero... no puedo, Emanuel... si
yo...
-Ya sé que no sabés nadar,
Lobito... ¡Qué pesado sos!... pero tirate, yo te atajo...
-¿De veras? Pero mirá que es muy
profundo...
-“Pero, pero”, el chico de los
peros… ¿No confías en mí?
“No confiar en él” ¡Cómo podía
decir eso! Con nadie en el mundo me había sentido más seguro que con él.
-Sí, confío en vos – dije más
como ruego que como afirmación.
-Entonces, tenés que ser valiente
y saltar.
Tenía razón. No había por qué
temer si él estaba allí.
Sin pensarlo demasiado salté aterrorizado
y caí en medio de la olla. Tuve un momento de pánico al sentir que me hundía
bajo la agua, pero enseguida dos manos firmes me tomaron por el pecho y me
sacaron a la superficie. Lleno de miedo, me aferré al cuello de Emanuel, que se
reía a carcajadas ante mi cara de estupor.
-¿Viste que no te ahogaste?
-¡No me sueltes, por favor!
-Está bien, está bien – me
tranquilizó, un poco más serio – sujetate de mí.
Me abracé a Emanuel rodeándolo
por el cuello. Él me asió firmemente por la cintura y entonces yo me sentí más
seguro.
-¡Está fría!
-No digas boludeces – me gritó
riéndose de mí – el agua está deliciosa, pero tenés que moverte un poco, eso es
todo. Respirá hondo, tomá aire por la boca y largalo por la nariz.
-¡No me vayas a soltar, Emanuel,
por favor te lo pido!
-Quedate tranquilo. En mis brazos
estás a salvo.
Escuché esa frase de sus labios
mojados, tan cerca de los míos, y entonces no tuve más que adoración por ese
hombre. Nunca nuestras caras habían estado tan cercanas. Su pecho desnudo
emergía cada tanto y mis ojos iban directamente hacia sus erizados pezones,
rodeados de pelos mojados. Nuestros ojos se chocaron y de la risa pasamos a una
expresión más profunda y calma. Supe que ambos estábamos sintiendo, por un
instante que pareció eterno, un raro temor. Tal vez por eso, Emanuel rompió ese
clima diciendo:
-Vamos más allá, donde podamos
hacer pié. Te voy a enseñar a flotar.
Su voz era otra. Muy distinta a los
primeros días. Había cambiado. Había cambiado para siempre.
Así sosteniéndome con las manos,
hizo que me estirara boca abajo sobre la superficie y me alentó para hundir mi
cabeza bajo el agua.
-¿Ves? Cuando hundís la cabeza,
inmediatamente el cuerpo flota solito. Probá de nuevo.
Pero yo aún estaba temeroso,
entonces él vino y me pasó una mano por debajo de mi pecho y la otra haciendo
soporte bajo mis muslos. Yo me dejé descansar sobre sus seguros brazos.
-Ahora relajate bien – me dijo
suavemente – así... así... despacio... tomá aire como te dije y sumergí la
cabeza.
Quedé flotando con la cabeza bajo
el agua, temeroso aún, pero dichoso de sentir sus vigorosos y suaves brazos
sosteniéndome. Volví a respirar y sumergirme. Percibí que ahora solo me
sostenía por el pecho. Para equilibrar el peso había descendido hasta mi
cintura. Ahora apoyaba su otra mano libre en mi zona lumbar, como para
asegurarse de sostenerme bien, el resto de mi cuerpo flotaba. La mano del
abdomen buscó un punto más central y se apoyó en el comienzo de mi pubis.
¡Nunca había sentido tantas emociones juntas! Sus dedos rozaban la tela de mi
calzoncillo y a veces mi propio sexo. Mientras tanto,
había logrado una estupenda relajación y perdido el miedo al agua. Cuando
emergí y me incorporé, Emanuel me felicitó:
-¡Muy bien, Lobito! ¡Ya sabés
flotar!
-¿De veras? – dije entusiasmado –
¡mostrame como flotás vos!
Entonces Emanuel buceó un poco,
salió unos metros más allá y repitió el ejercicio que me había hecho hacer a
mí. Sus dos nalgas redondas emergían de la superficie y la tela blanca del slip
transparentaba el color de la piel. Entonces se dio vuelta y quedó suspendido
en una plancha perfecta. Sólo veía el perfil de su rostro, sus pectorales y más
abajo, algo que me cautivó: el bulto mojado de su sexo y la tela mojada transparentando
su oscuro pubis. Después dio unas brazadas hasta llegar a mi lado y me sonrió.
-Yo no podré hacer eso nunca –
dije moviendo la cabeza.
-¿Qué cosa? ¿Una plancha? Pero si
eso es muy fácil. A ver... recostate sobre mis manos.
Obedecí sumisamente. Me tomó en
sus brazos como un bebé. Seguí sus órdenes de extenderme y echar hacia atrás la
cabeza. Él me sostuvo con firmeza y dedicación. Yo estaba en la gloria. Solo
estaba un poco avergonzado porque seguramente el bulto de mi sexo sobresalía
ante sus ojos. Miré de reojo y me asombré al ver que su atención se posaba
justamente en la zona de mi entrepierna. Mi pene estaba un poco más grande y
tuve miedo de que se saliera por la abertura del calzoncillo.
Entonces él quitó sus manos y yo
quedé flotando apaciblemente. Abrí los ojos como platos, incrédulo, y me empecé
a reír de puro nerviosismo. Entonces perdí el control y me hundí enseguida. Me
asusté un poco pero sabía que Emanuel me elevaría a la superficie. Cuando
nuevamente estuve colgado de su cuello, ya reíamos otra vez, comentando la
experiencia. Fue cuando nuestros sexos chocaron... y yo sentí... ¡sentí su sexo
rozarse contra el mío!... un solo segundo... pero fue arrobador.
Después de tantas emociones,
Emanuel me transportó hasta la orilla y me ayudó a salir del agua. Me senté
sobre la toalla viendo como el guardabosque emergía y se quedaba de pié justo
debajo del rayo luminoso del sol.
¿Era un arcángel bañado en oro
que había descendido de los cielos? Su esbeltez mojada se acentuó cuando él
estiró los brazos para escurrirse la cabellera. Sus peludas axilas, su torso
generoso, la línea fuerte de su vello perdiéndose debajo de la tela empapada y
transparente, las formas de su sexo tranquilo que adivinaba sin trabajo alguno
bajo su prenda interior..., componían un conjunto visual que cortó mi
respiración.
-¿Tenés frío? – me preguntó
-Un poco – dije tiritando.
Se puso de rodillas ante mí con
sus muslos bien abiertos, sin pudor alguno por estar medio desnudo ante mí, y
me frotó fuertemente la espalda con su toalla. Mientras lo hacía sus
movimientos enérgicos me envolvieron en un placer indefinible. Siguió con mi
pecho mientras su sexo tambaleante se acercaba a mí. Los vellos se le salían
por arriba del slip y también por los costados, donde la prenda estaba más
floja. No podía apartar mi vista de ese voluminoso bulto. Vislumbré el tronco
de su verga, el ensanchamiento de su glande, los testículos abultando por
debajo y asomando apenas por las aberturas laterales..., y cada centímetro de
su piel más íntima pegada a la tela mojada.
-Cuando tenga tu edad me gustaría
ser como vos – susurré.
-¿Qué decís? – dijo, mientras
siguió frotándome con la toalla y bajaba a mis piernas.
-¿Te parece que me saldrán pelos
así? – dije, zarandeado por sus movimientos y mirando su pecho velludo.
-Bueno, ya tenés unos cuantos,
mirá – dijo señalándome las axilas, el ombligo y las piernas – Cuando yo tenía quince
era más bien lampiño.
-¿En serio?
-Sí. Pero mirá..., ¿ves estos
pelitos casi imperceptibles en tu pecho? – dijo tocándome con el dorso de sus
dedos – … ya te están saliendo ¿ves? bueno, en un par de años vas a tener una mata
ahí, acordate de lo que te digo.
-Te tomo la palabra. Me
encantaría tener tantos pelos como vos. Es bien de hombre.
-No tengo muchos – me dijo
acariciándose el centro del pecho y dibujando círculos que quedaban estampados en
su piel.
-Sí. Tenés muchos – exclamé, indicando
descaradamente su entrepierna.
-Bueno ahí sí – dijo sonriendo de
una manera adorable.
-¿Ves que tengo razón?
-Dame tu calzoncillo, así lo ponemos a secar al sol – me
dijo con la toalla preparada.
Me
quedé boquiabierto, pero sin pensar ni un momento en contradecir la orden. Me
bajé el calzoncillo y se lo di, sonrojándome un poco. Él me dio la toalla y fue
a poner el calzoncillo mojado sobre una rama. Me cubrí instintivamente.
-No me
vas a decir que tenés vergüenza – me dijo al darse vuelta.
Yo me
sonrojé, mirando hacia abajo.
-¿Es
eso? ¿Te da vergüenza? – me preguntó sonriente e incrédulo – ¡pero... si
estamos entre hombres y yo tengo ahí exactamente lo mismo que vos...!
Yo
estaba colorado y riéndome de mi propia incomodidad. Entonces, ante mi
sorpresa, deslizó su slip hasta el piso.
-Ya
está. Estamos iguales – dijo mientras escurría despreocupadamente el
calzoncillo entre sus manos.
Sentí
un temblor en todo mi cuerpo y pude escuchar los latidos de mi pecho al ver a
Emanuel en su más completa desnudez. Su verga quedó colgando espléndida, custodiada
por sus dos peludos testículos. ¡Qué espectáculo me daba! De pié ante mí, me
sonreía confiado con una encantadora expresión de camaradería, sí, desnudo,
deslumbrantemente desnudo y bello.
Mientras
él colgaba su prenda en la misma rama, sentí vergüenza, pero ahora por haberme
tapado con la toalla, entonces la aparté a un lado para compartir con él mi
desnudez. Él se dio vuelta y al verme, sonrió comprensivo. Se sentó a mi lado.
Yo temblaba de emoción.
-¿Ves
que vos también tenés tus pelos? – dijo mirando atentamente mi pubis.
-Sí,
pero... si comparamos... vos me llevás la delantera.
-¿Te
parece? – y removió su mata, investigándola como si contabilizara la cantidad
de pelo que tenía allí. Al hacerlo, su verga, que me parecía portentosa, se mecía
blandamente de un lado a otro.
-Tus
pelos son claros y los míos negros... tal vez por eso parezcan muchos... pero
mirá... yo solo tengo una mata acá encima... y a vos se te desparrama para los
costados y sigue por tus bolas y tus piernas...
Emanuel
me miró, estudiando mis genitales. Seguía tocándose, entrelazando sus dedos en
sus largos pelos. Yo tomé mi modesta pero tupida pelambrera y tiré de ella:
-¿Ves? No los tengo tan largos. – le dije, observando
cada una sus expresiones.
Mi miembro estaba ya un tanto morcillón... sabía que el erótico
juego pronto me pondría peor. Él hizo lo mismo que yo, copiando mis
movimientos, riendo divertido e intentando medir la longitud de mata de pelos.
-Es
verdad. Creo que en el largo te gané – dijo – supongo que tendré que ir a la
peluquería ¿Qué me decís?
Ambos
reímos. Era una risa contenida y algo compulsiva. Pero yo no dejaba de mirar
sus atributos. Su hermoso sexo, flácido pero algo agrandado ya, se acomodaba de
formas distintas, ya al costado, o abajo, o hacia arriba... y su mano, que se
restregaba contra los pelos, hacía un ruido delicioso al rasparlos.
-Pero
así y todo, pensás entonces que en unos años...
-En unos
años vas a ser un hombre lobo, ¡pero de verdad! – rió con una carcajada – más
peludo que un oso.
-¿Me lo
prometés?
-Te lo
prometo – me dijo, mirando mi verga, pero un poco más serio.
Bajé la
vista, y entre mis piernas, sentí el imparable vigor de una erección en puerta.
Mi sexo cobró más tamaño y perdió su blandura. Dejé de tocarme la zona y mi
pija quedó apoyada sobre mi bajo vientre. Latió acompasadamente y entre oleadas
de sensaciones voluptuosas se fue irguiendo hasta quedar recta y durísima. No
tenía vergüenza alguna ya. Me abandonaba por completo a mi excitación. Me eché
hacia atrás recostándome sobre las palmas de mi mano. Desde ahí podía ver a
Emanuel concentrado en mi erección, serio y callado. Un poco más abajo podía
divisar su verga, más voluminosa, comprobando que estaba empezando a sostenerse
sola.
Me miró
de reojo y con una cara muy pícara sopló sobre mi erección. Sí, sus labios se
habían juntado en círculo y me había lanzado un encantador soplo sensibilizando
más aún mi virilidad ¡Qué sensación indefinible! Lo miré, sonriendo. Entonces,
como si eso hubiera sido mi permiso, volvió a soplar un poco más fuerte. Mis
pelitos se agitaron levemente bajo su aliento cálido. Toda mi pija vibró y se
arqueó más, goteando líquido transparente.
-¿Qué
me hacés? – pregunté riendo entrecortadamente.
-Nada –
dijo con cara de inocente, y bromeó – debe ser el viento...
Acercó
más su cara hacia mi pelvis y continuó soplando suavemente, lanzando todo su
divino soplo directamente al glande que emergía apartando ya de su piel
protectora. Luego lanzó su aire entre mis bolas haciéndome separar los muslos
casi involuntariamente. Entonces su hálito se metió en mi entrepierna,
acariciando mis ingles y llegando más allá. Era una sensación inesperadamente arrebatadora,
llena de sensualidad y sutileza.
-Debe
ser viento norte... es bastante cálido – remedé entre risas. Él también se rió
conmigo, y se acomodó recostándose sobre su brazo. Como era su costumbre,
empezó a mascar una pajilla que había arrancado del suelo.
-Me
gusta mucho estar con vos, Emanuel...
-Sí, ya
me dijiste.
-¿Te
molesta que te lo diga?
-No,
para nada ¿Pero por qué te gusta estar conmigo?
-La
verdad que no sé – bromeé – mirá que me trataste como el orto, ¿eh?
Emanuel
hizo un gesto con la boca, alzando las cejas y cerrando los ojos. Viendo que se
avergonzaba un poco, proseguí:
-No, en
serio, será porque siempre estuve muy solo.
-Ah,
¿era por eso?, pensé que era porque te caía bien... – dijo haciéndome una
mueca.
-Mirá
que sos tonto, ¿eh? – reí, dándole un tirón en la barba – Lo digo de verdad, es
como si te conociera desde siempre.
-¿Y estás muy solo? Algún amigo debés tener...
-No,
ninguno. ¿Y vos?
-Sí, tengo
un amigo muy querido, pero no lo veo hace años.
-¿Por qué
te molestaste tanto cuando te pregunté si vivías solo en el Lanín?
-Me
molesté, pero más conmigo que por tu pregunta, porque siempre quise dejar en el
pasado ciertas cosas que nunca fui capaz de resolver. Pero ahora pienso que es
inevitable que surjan. – me dijo incorporándose un poco y volviendo a mirar mi
verga que no había perdido un ápice de su altiva rigidez.
-¿No
fuiste feliz allá?
Emanuel
suspiró, y como jugando, se quitó la pajilla de la boca y la acercó hasta mi
muslo, haciendo dibujitos entre mis vellos.
-No. Te
voy a contar algo muy mío – dijo sin dejar de juguetear con la pajilla por mi
piel erizada, pero subiendo un poco más hacia mi entrepierna.
-Si vos
lo querés, te escucho, Emanuel.
Él dejó
un instante de mirar mis ojos, como adentrándose en su propio interior.
-Hace
días te dije, enojado, que yo te iba a contar de mis cosas cuando yo quisiera.
Bueno, ahora me dan ganas de contarte esas cosas.
Emanuel
sonrió un poco y suspiró.
-Yo tenía
una esposa – prosiguió – y todo fue bien, vivíamos juntos en la cabaña del
bosque, yo hacía mi trabajo y éramos felices. Poco después tuvimos un hijo.
Yo lo
miré asombrado. Él no dejaba de hurguetearme con la pajilla, ahora jugueteando
entre los vellos de mi pubis.
-Cuando
nuestro hijo creció, ella se fue a vivir con él a la ciudad. Eso es inevitable
en los matrimonios de guardabosques. No se puede criar un hijo en la soledad en
que trabajamos. Vivíamos separados, y eso hizo que poco a poco nuestra familia
se rompiera en pedazos. Yo tenía que trabajar, se trataba de nuestro sustento,
así que era imposible abandonar mi puesto. Finalmente ella se cansó de criar
sola a nuestro hijo y rompió conmigo, llena de un odio que yo nunca le había
conocido. Poco después me quitó la paternidad aduciendo abandono paterno ante
la justicia. La verdad es que ella ya estaba con otro hombre a su lado – dijo,
mirando como la pajilla recorría mi erección de cabo a rabo.
-Como
debés haber sufrido – dije conmovido – ¿Y tu hijo? ¿Lo ves?
-No.
Hace años que no tengo contacto con él. Tiene un par de años menos que vos, ya
debe ser todo un hombrecito.
Lo miré
conmovido con toda mi ternura. Todo ese tiempo él había estado jugueteando
sobre mi duro sexo con la pajilla silvestre prodigándome una mezcla intensa de
emociones en alma y cuerpo. Abrí más mis piernas ofreciéndole paso. Emanuel se
acercó más sin dejar de estudiar cada centímetro de mi intimidad.
-Es
curioso, Emanuel. Con historias muy diferentes, una coincidencia de carencias
nos une. Sos un padre necesitando a su hijo... y yo... nunca supe lo que
significaba la palabra padre. No sé, si las cosas hubieran sido diferentes,
imaginate lo hermoso que habría sido para mí tener un padre como vos. Y ahora
con lo que me decís... pienso que…
Emanuel
me miró con los ojos húmedos y me sonrió dulcemente:
-No,
Lobito..., mal o bien vos tenés a tu papá, y yo tengo aún a mi hijo. No quiero
ser tu padre... y no te engañes, estoy seguro de que vos tampoco quisieras ser mi
hijo.
Mucho
después supe que él tenía razón, pero en ese momento no comprendí el
significado de sus palabras.
-Sos un
buen chico. Vení acá... – me dijo emocionado, y ambos nos incorporamos y nos
unimos en un abrazo muy largo.
Entonces
yo deslicé mi mirada hacia su sexo: lo tenía completamente erecto, apuntando
hacia arriba con una perfecta curvatura, grande, generoso, húmedo. Casi chocaba
con mi propia erección en esa posición en que estábamos, arrodillados y con los
muslos bien abiertos. Acurruqué mi cabeza en su cuello y me acerqué a su
mejilla. Cuando fui a darle un beso, él giró su cabeza y mi boca fue a dar
contra la suya. La retiré asustado. Pero entonces, como él se mostraba
extrañado por mi instintivo rechazo, le sonreí y nos miramos profundamente. Él
me acariciaba el pelo y yo apoyaba mis manos entre sus firmes pectorales... fui
descendiendo por su torso mientras nuestros ojos se fundían densamente. Al
llegar a su pubis, me detuve. Mis dedos anidaron en esa espesura y se quedaron
en el cálido sitio un momento. Casi sin respirar seguí mi camino en un
paroxismo de excitación hasta toparme con su pene palpitante. Tocar esa suave
piel, caliente y delicada, me hizo suspirar entrecortadamente. Abracé el
miembro rodeándolo con mis dos palmas. Sentí toda la contundencia de su
hombría, temblando y tensándose a cada una de mis tímidas caricias. Su líquido
me mojó asombrando mi tacto agradecido, y un jadeo casi imperceptible me
susurró junto al oído.
Me
quedé inmóvil, expectante, recibiendo el embriagador aroma de su aliento.
Entonces él me tomó las manos y las elevó hasta sus labios. Me las besó,
diciéndome todo con su mirada.
-Nadie
más que yo desea hacer esto, Lobito..., pero...
-Emanuel,
perdón... yo pensé que... –titubeé confundido.
-Pensaste
bien, yo también quiero lo mismo, y para comprobarlo solo tenés que ver cómo
estoy… – dijo señalándome su sexo enhiesto con sus ojos – pero, Lobito, no
puedo permitir que esto pase ahora.
-¿Por qué?
– pregunté a punto de llorar.
-Porque
tenés quince años.
Bajé mi
mirada, apenado. Él tomó mi barbilla y me sonrió con una dulzura infinita:
-Sos un
hombrecito, sí, pero un hombrecito muy joven todavía. Cuando crezcas, y si
seguís queriendo esto, si lo elegiste con toda la seguridad de tu madurez, yo
voy a estar siempre esperándote. Aquí. – dijo, llevándome la palma de mi mano para
dejarla sobre su pecho.
Me
abrazó de nuevo y me besó en la frente. Luego me cubrió con la toalla y ambos
nos quedamos mucho tiempo embelesados, abrazándonos, y en una unión más fuerte
que si hubiésemos hecho el amor.
¡Qué días
llenos de felicidad! Nunca antes nadie me había cuidado tanto, y nunca antes me
había sentido tan querido. Emanuel era un hombre que amaba con una entrega
hechicera y definitiva. De él sentía ese amor raro y a la vez sólido, al cual
siempre quería volver y en el cual quería refugiarme.
Casi
siempre andábamos desnudos en medio de la naturaleza. Nos movíamos por la
soledad del bosque, los arroyos y los sitios escondidos entre rocas, gozando de
la libertad y la espontánea sensualidad que nos acercaba uno al otro.
Estábamos
habituados a nuestras continuas erecciones que formaban parte de nuestro mutuo
conocimiento. Nunca dejaba de atraerme, de acaparar mi atención. Conocía cada
accidente de su cuerpo, cada vena, lunar o pliegue en su piel, y sabía que ese
conocimiento era mutuo. Cuando teníamos frío nos abrazábamos, cuando nos vencía
el cansancio dormíamos entrelazados bajo un árbol..., compartíamos almuerzos,
baños, lecturas, y el cuerpo del otro parecía una continuación del propio..., como si se tratara de una repetición querida y
anhelada.
Emanuel
nunca quiso avanzar en nuestros apasionados deseos. Cuidó de mí,
porque yo sentí eso: un sincero y respetuoso cuidado a mi juventud adolescente
e inexperta. Yo me moría de ganas de aprender de él todo lo que mis hormonas
demandaban..., ardía por gozar del sexo por primera vez, y sabía que con él hubiese
sido sublime, pero, por otro lado, también sentía esa infinita seguridad en su
decisión de distancia así como su admirable temor a que cualquier avance
pusiera en riesgo mi integridad emocional, y yo, lejos de frustrarme, sentía
una plenitud tranquilizadora.
Pero así como los días pasaron fulgurantes en ese halo de
dicha inmensa, febrero llegó a su fin y se hizo presente el momento
de volver a Buenos Aires.
Mi angustia era indescriptible y el día de la partida fue
horrible. Mi tío estaba ya acomodando todas mis cosas en la camioneta para
llevarme al aeropuerto y Emanuel permanecía mudo e inmóvil a un lado de la entrada
a la casa, sin animarse a mirarme.
Tío Antonio comprendió entonces que nuestra amistad se
había transformado en algo muy importante para los dos. Observó todo en
respetuoso silencio, y por fin, me hizo entender por señas que era momento de
partir.
Miré a Emanuel, que parecía haberse hecho pequeñito. Avergonzado
ante su patrón, no osaba decir nada. Sólo miraba hacia el piso, las manos en el
bolsillo y una sombra en su expresión.
Finalmente me acerqué a él, nos miramos un instante con
la angustia en los ojos, y me eché en sus brazos.
No dijimos nada.
Solo nos quedamos un rato abrazados hasta sentir que nos
habíamos dicho todo en ese abrazo. Sentí el calor de su cara y de su llanto
contenido. Su respiración, entrecortada, hacía trizas mi corazón. Yo tenía
muchas ganas de llorar. Sin embargo, las lágrimas no acudieron a mis ojos, como
si la angustia hubiera querido hacerse presente, sola y triunfante, de una
manera intensa y hasta cruel.
Finalmente tomé coraje y me separé de sus brazos,
subiendo de un salto a la camioneta. Tío Antonio alzó las cejas, conmovido, sin
dejar de mirar hacia el camino.
Emanuel se quedó parado en el medio del jardín. Cuando
salimos por la avenida, me volteé y lo miré por última vez: tenía la mano firmemente
extendida en alto, allí la dejó, inmóvil, hasta que lo perdí de vista.
(Continuará)
FrancoNoviembre de 2007
Hola Franco, estupendo el cuento de fin de mes.... espero que no nos agas esperar hasta final de julio para saber el final. Un saludo y abrazo Pedro Lopez
ResponderEliminarHola, Pedro,
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras.
No hay problema, el final puede adelantarse unas semanas...!
Saludos!
Manu, Don Pepe,
ResponderEliminarEstuvimos viendo el partido en el Café, con Ortolani, y los dos quedamos muy tristes por el resultado....
Joder...,
¿No quieren venirse a tomar unas copitas de Tequila, siempre restauradora? la casa invita también los apapachos.
Deep,
ResponderEliminary también consternados por los penales contra Brasil...
pucha!, Chile merecía ganar ese partido...
- ¡Que viva México cagones, hip, hip, digo cabrones!
ResponderEliminarUstedes perdonarán los ojos enrojecidos y estas copas que traigo encima.
-¡que vengan los putos mariachis, para callar la tristeza!
- Entónense cabrones...!
- Aaaay aaay aaaay canta y no llores porque cantando se alegran cielito lindo los corazones.
- Ay Don Franco, no puede ser, no puede ser...ya teníamos en unos puño la verga de los putos holandeses (jeje) y se nos escaparon!
- lLo "pior" es que hubo algunos dizque amigos dutch que me enviaron unos memes infames. Aaaay aaay. - - Abrázame papurri, déjeme llorar en su hombro y cachondearlo a usted para mitigar mi pena....
Don Pepito,
ResponderEliminarvenga, venga, llore nomás, que los machos también lloran, qué joder...
HOla!!!
ResponderEliminarHace unos días, cuando dije que no me apretarí con el schileno o los cuates, me referí a que no lo hubiese hecho con las camisetas puestas, cuando todos buscabamos un lugarcito en este paso siguiente... pero aseguro que ayer tenía puesta la chilena, aunque lidiaban dos vecinos, ..pero en el café no hay brasileros, y hoy, me puse la mejicana..... mañana no tengo simpatías especiales, pero, claro, tal vez me incline por Nigera por lo que se dice de la raza afro...
...........................
Franco: para mí este es EL MEJOR de tus cuentos... lejos, desde que lo leí hace algunos años... yo tambien tenía 15 o 16 cuando ley "El amante...".
Un abrazo, y que Ortolani me reserve un lugar para el martes a las 13!!!!
Queridos amigos:
ResponderEliminarYa más repuesto de la pena de una derrota injusta, me viene el mazazo de ver cómo México también sucumbió ante la Naranja Foulera. Vaya un abrazote de consuelo a mi Queridísimo y a Manuel.
Franco, no siempre he comentado los cuentitos, pero esta vez no puedo sino decir que leería esta historia con la misma excitación una y mil veces. Cómo hubiera deseado que me hubieran enviado al sur y dejar de ser un debilucho de ciudad a esa edad.
Especiales cariños al Turquito que debe haber gozado especialmente con este cuentito y a Seba por tenerme en su recuerdo.
Grandes abrazos a todos.
Volverá Rafael al sur? Cumplirá su promesa Emanuel y lo desflorará dulcemente en medio del bosque?
ResponderEliminarAy, Deep!,
ResponderEliminarSí. Yo no pude ver el partido, pero todo el mundo me dijo como se merecían ganar, y por unos putos penales se fue todo al carajo.
Es increíble como con el mundial afloran los afectos internacionales, especialmente en este café, claro..., pues si bien comento estas cuestiones futboleras (a pesar de no ser un pésimo seguidor futbolero y como Lobito, aborrecer un poco el fútbol desde jovencito), he tenido presente nuestras amistades en cada contienda, y bueno, ni hablar, por ejemplo de la tristeza que me dio ver fuera a España del mundial. Vi el partido precisamente mucho más cerca de España que de la Argentina, y aquello no fue un partido, ¡fue una violación!. Pobrecitos mis amiguitos ibéricos.
Gracias por tus palabras acerca del cuentito, Deep. Es muy gratificante para mí saber eso, qué lindo!
Seba,
Los cuentos, como bien sabés, al menos los que intento escribir, son también muchas veces añoranzas de algo que tendría que haber sido y que nunca pasó. A mí también me habría gustado (y cambiado) que un Emanuel hubiera aparecido en mi vida de adolescente, tal como dijo Deep. Y lo hubiera querido así, casi igualito al personaje de El Amante, claro..., librito que me inspiró tantísimas pajas juveniles. Sí, es notable como la literatura pule "acabadamente" la práctica onanista.
Cisplatino,
! ! ! !
Leíste mi cuentito??????????
Pero qué honor!
Uich.
Bueno, próximamente veremos qué pasa con Rafaelito.
A veces un gran amor dispara experiencias que uno nunca, nunca, nunca se imaginaba vivir. Nooooooo?
(volviendo al mundial, te diré que aún no entiendo lo de los impulsos charrúas antropófagos de Suárez, qué cosa, che..., será que ya viene en la sangre eso? y sí... sino que te lo cuente Solís)
Bien, el martes: Argentina - Suiza
ay, ay, ay..., terrible, para los Suizos guardo una especial gratitud... en fin, esto es complicado..., pero bueno, banderita suiza no tengo, pondré la argenta en el balcón, qué le voy a hacer...
Besos
HOLA ME ENCANTO EL CUENTO Y ME QUEDE CON GANAS DE MAS ESPERARE CON ANSIA LA SIGUIENTE PARTE BESOS!! Y GRACIAS POR DELEITARNOS CON ESTAS HERMOSAS HISTORIAS...
ResponderEliminarHola.
ResponderEliminarSobre todo la primerra parte S U B L I M E...
Gracias.