El Palacio Aráoz I

Queridos lectores de mis relatos:
El Palacio Aráoz,  la historia de Fermín
Hoy comenzaré a publicar semanalmente la saga completa y revisada de "El Palacio Aráoz", una historia de 10 capítulos que surgió hace años, cuando aún escribía para el sitio Todorelatos.com. Recuerdo que en esa página, uno de mis tantos seguidores entusiasmado por mis relatos, sugirió que me dedicara a escribir guiones de películas. Más allá de resultarme muy alocado el comentario y no poco divertido, pensé que en efecto había un cierto perfume fílmico al momento de elucubrar mis fantasías literarias. ¿Un guión de película?, podría ser, pero, definitivamente tendría que ser el de una película porno. Sin creerme poseedor de ningún talento especial para eso, creo que las historias o situaciones que se ven generalmente en las películas pornográficas son tan insulsas y tan poco imaginativas que, a mi modo de ver, la mayoría de ellas es todo lo contrario a lo erótico o cachondeante, forzando las escenas sexuales sin sentido y ninguna magia que las haga interesantes. Después de todo, creo que en el porno, el acto sexual en sí es, muchas veces, lo más aburrido del cuento, que, por el contrario, si tuviera un marco de situación bien armado podría tener efectos infartantes en el espectador. Pensando un poco en esto, un día dejé volar mis dedos sobre el teclado, e imaginé una historia que bien podría emparentarse con cualquier culebrón de telenovela, de esos que de tan ideales resultan inverosímiles, pero que así y todo, bien podrían alimentar buenos personajes para un atractivo pornofilm. A falta de film (obviamente!!), quedó la trama, que dio para varios relatos que después conformaron sus distintas partes. Con ellas quería dejar satisfechos a todos los lectores que una y otra vez me pedían encarecidamente la continuación de mis relatos para saber de la suerte de sus lujuriosos personajes. El hilo conductor del cuento: su protagonista, el joven Fermín, venido del campo para unirse al servicio de una lujosa mansión y, como lo verán, un ardiente dilettante de hombres bellos.

Espero disfruten su lectura.


El Palacio Aráoz
Capítulo I - Mi nuevo empleo.

Mi historia comienza cuando recién cumplidos los diecinueve años vine del campo para trabajar en el conurbano de Buenos Aires, más precisamente en el elegante barrio de San Isidro.
Desde muy pequeño había trabajado en la estancia de los Aráoz como peón, hasta que el administrador de los campos de la familia -y también mi patrón- me envió a trabajar a la gran mansión del Dr. Aráoz porque éste necesitaba más personal en esa residencia, una de las más lujosas del país, y que la familia había sabido conservar desde la época en que la Argentina era uno de los países más ricos del mundo. El Dr. Aráoz era por aquel entonces, uno de los más influyentes abogados del país, y demás está decir, estaba vinculado a las altas esferas del poder y del gobierno. Descendiente de una de las más ricas familias que supo ostentar la aristocracia argentina, yo no lo conocí sino hasta que entré a trabajar como sirviente en la versallesca casa en donde él vivía gran parte de la semana: el Palacio Aráoz. La mansión cumplía, sobre todo, una función estrictamente social y si bien se la había construido para ser la residencia de la familia Aráoz décadas atrás, ahora estaba destinada a recibir grandes huéspedes, sirviendo de fastuoso escenario para sus grandes banquetes y como gran hotel de lujo para albergar relaciones de influencia.
La esposa del Doctor era Doña María Josefina Dolores Bazterrica Aldao de Aráoz, más conocida como Maruca, gran dama de rancios ancestros patricios y perteneciente a la crème de la crème de la sociedad porteña, con la que había tenido tres hijos varones, en aquel tiempo aún adolescentes. A Doña Josefina no le gustaba la mansión de San Isidro, y podía decirse que odiaba el "Palacio Aráoz" propiedad de la familia de su esposo. Ella nunca pisaba la casa, salvo para las ocasiones en que daban alguna recepción importante o había algún evento singular, es así que vivía con sus hijos en el piso de la aristocrática Avenida Alvear, donde se había instalado el matrimonio al poco tiempo de casarse.
En la mansión tenía su estudio el Doctor Aráoz, o bien lo que él consideraba el anexo del que tenía montado en el centro de Buenos Aires. El Palacio era famoso por la gran sala de baile, los jardines diseñados por Thays a principios del siglo XX, sus quince dormitorios, su capilla neogótica, su colección de pinturas y objetos de arte valuados en millones, y la gran piscina con el gimnasio, sitio donde el Doctor iba a descargar su estrés.
Cuando yo llegué a la casa, a mediados de aquel febrero tan caluroso, no podía creer que un sitio así pudiera existir. Yo conocía la casa de la estancia que era en cierto modo bastante lujosa, pero aquello era algo excepcional.
Fui recibido por una mucama que enseguida me hizo esperar en un cuarto en dependencias de servicio, en un edificio contiguo a la gran residencia.
-Espere aquí, lo anunciaré con el Sr. Gutiérrez.
Yo no sabía quien era ese señor, pero después supe que se trataba del mayordomo y mano derecha del Doctor Aráoz en lo que se refería a todo asunto de la casa. Después de unos minutos de espera, fui conducido a su pequeño despacho. No había nadie y me senté frente a un escritorio donde se acumulaban papeles y teléfonos en cuidado orden.
-Finalmente está aquí – dijo una voz a mis espaldas. Me levanté como un resorte. Cuando me volví, vi a un hombre de unos cincuenta años, medio calvo, de bigotes oscuros y anteojos de metal dorado, alto, corpulento, enfundado en un pulcro traje negro y moño de lazo. Sus grandes ojos marrones y sus facciones perfectas, se endurecían debido a la adusta expresión. Desde ese momento, me sentí casi radiografiado por su fijeza. Se sentó frente a mí y me saludó fríamente con un gesto. Todo en él transmitía una superioridad indiscutible. Entrelazó sus velludas y blanquísimas manos y tomó aliento para decirme con tono monocorde:
-Soy el Sr. Gutiérrez y usted estará a mis órdenes mientras permanezca en servicio aquí. Su tarea será la de la limpieza en el ala más usada de la casa, es decir, la de las habitaciones del Doctor. Entiendo que está acostumbrado a tareas rurales, pues bien, le pondré un instructor para que se le indique el trabajo que tendrá que hacer aquí, ciertamente menos rudo del que estuvo acostumbrado en el campo, pero no por eso menos importante, todo lo contrario diría yo. Si demuestra disciplina y empeño, podré considerar que sea promovido para menesteres de mayor responsabilidad. Tendrá su cama en el sector de los dormitorios masculinos, por supuesto, en las dependencias del personal. Obviamente no podrá recibir ningún tipo de visita allí. Tampoco podrá hacer llamados, o recibirlos, salvo en horarios después del servicio. Esto es importante: Se le dará un uniforme que deberá usar, mantener limpio y cuidar responsablemente, cualquier falta será castigada. Recuerde que para el Doctor Aráoz, los uniformes que llevamos son muy importantes. Las demás indicaciones se las dará Hipólito, que será su compañero de cuarto. ¿Alguna pregunta? ¿No? Entonces, sígame. Le mostraré su habitación. La cena se servirá dentro de un par de horas, y mañana lo pondré bajo la tutela de su instructor puntualmente a las 7 hs.
Me condujo a un sector detrás del comedor del personal. A un lado estaban los cuartos del personal femenino, y del otro, del masculino, estrictamente separados por las dos respectivas puertas siempre cerradas y por otra puerta que daba a la mismísima habitación del Sr. Gutiérrez. El mayordomo me indicó las duchas, los baños, y al final del largo pasillo entramos finalmente a una sencilla habitación con dos camas, una mesita, dos sillas y un armario.
-Esta es su cama, puede dejar sus cosas en el armario. Nos vemos mañana. Que descanse.
Antes de salir, Gutiérrez se detuvo para mirarme otra vez. Me sentí intimidado y su escrutinio me pareció eterno. Finalmente, alzó una ceja con una expresión rara en sus ojos y salió cerrando la puerta tras de sí.
Me senté en la cama, abrumado por tantas tensiones, y cansado por un viaje agotador. Cuando estaba ordenando mis pocas pertenencias, sentí pasos en el pasillo y un ruido de voces. Sonó un timbre corto, seguramente anunciando un turno de trabajo. Al poco tiempo entró el que sería mi compañero de habitación.
-¡Hola!, vos debés ser el empleado nuevo – dijo extendiéndome la mano – yo soy Hipólito. Trabajo en mantenimiento.
-Encantado, soy Fermín. Fermín Gómez.
-Sos del campo, ¿no? ¿Y por qué te viniste?
-Me mandaron para acá, porque parece que necesitaban más personal.
-Caprichos del Doctor. Yo creo que aquí sobra gente.
-¿Cuántos trabajan en la casa?
-Bueno, seis mucamas, tres cocineras, y doce sirvientes, que hacemos varias cosas. Aquí vive sólo el Doctor, y no todos los días. La casa se usa casi exclusivamente para recibir a sus amigos, personalidades, diplomáticos, políticos, reyes, el Papa, ¡qué sé yo!, o para fiestas, pero eso sí, hay mucho trabajo cuando hay huéspedes, imaginate, ¡hasta el Príncipe de Gales vivió aquí!
-¿En serio? – dije abriendo los ojos, no solo por lo que me decía Hipólito, sino porque él había empezado a quitarse el uniforme.
-Así es. ¿Estás cansado? Pronto se servirá la cena. Si querés podés darte una ducha, es lo que yo voy a hacer ahora.
Yo asentí y me dediqué a observarlo. Hipólito era un hombre de unos treinta años pero que aparentaba mucho menos. Moreno, alto y con ojos muy inquietos. Era muy hablador, simpático y parecía buena persona. Mientras me hablaba y me contaba acerca del funcionamiento y horarios de la casa, se iba quitando rápidamente su ropa de trabajo. Cuando estuvo sólo en calzoncillos delante de mí pude admirar su excelente cuerpo. Los ojos se me fueron solos a los grandes pezones, casi negros, enormes, rodeados apenas de una vellosidad suave. Eran carnosos y puntiagudos, toda una invitación para mis labios. Sólo tenía pelos en sus axilas y en su vientre, pero las largas piernas lucían un sombreado bastante espeso, así como sus brazos. Su boxer era holgado, y entre las piernas bamboleaba un bulto de grandes proporciones. Me sonrió y me volvió a decir:
-¿Venís? Las toallas están en los armarios del baño.
-Pero ¿vas a salir así, en ropa interior?
-Claro, aquí podés andar en bolas si querés, porque ninguna mujer puede entrar al sector de los hombres – y sonriendo con un guiño me dijo casi en voz baja: - ¡está prohibido!
Hipólito salió para los baños y yo me apresuré a desvestirme también. Me tomó solo unos minutos, pero cuando entré al recinto de las duchas, él ya estaba bajo el agua. Me quité el calzoncillo y me envolví en una toalla. Las duchas tenían una separación baja y no tenían cortinas ni nada parecido para proteger la intimidad. Cuando pasé por la ducha de Hipólito, tuve que contener la respiración al verlo totalmente desnudo con el agua cayendo por su magnífico cuerpo. Me detuve un momento, aprovechando que estaba de espaldas. Su culo era perfecto, blanquísimo y con algunos vellos asomando por la gloriosa hendidura. Sus redondas nalgas se articulaban deliciosamente con sus torneados y oscuros muslos. Nunca había visto a nadie con ese cuerpo. Hasta el momento, mis experiencias habían sido con chicos del campo, casi niños, y este era un hombre de verdad. Desnudo ante mí, no podía dejar de mirarlo. Cuando se dio cuenta de que yo estaba allí, se volvió y con jabón en su cabeza me sonrió adorablemente. Disimuladamente bajé la vista... y.... ¡Allí estaba la verga más hermosa que había visto en mi vida! Era larga y gorda. Hubiera jurado que estaba morcillona, empezando una erección, pero no lo sabía con exactitud. Un enjambre de pelos negros adornaba ese trozo de carne, y los huevos, colgantes y peludos, oscilaban con cada movimiento. Tragué en seco y me puse en la ducha de al lado, tratando de ocultar la erección que ya comenzaba a sentir.
Apenas había abierto la canilla, sentí que alguien más estaba allí. Cuando me volví, me encontré con un hombre muy corpulento y solo envuelto en una toalla que se había parado frente a mi ducha y me observaba muy serio. Era rubio y tendría unos cuarenta años. Se cruzó de brazos y sus pectorales, sin ningún tipo de vello, se redondearon marcándose aún más. Sus ojos celestes no dejaban de fijarse en toda mi persona.
-Hola – dije entrecortadamente – soy el empleado nuevo.

-¿Otro más? – dijo moviendo la cabeza. Hizo un gesto de desaprobación y giró dirigiéndose a la ducha que estaba frente a la mía. Se quitó la toalla y el agua lo cubrió. Hipólito se me acercó y me murmuró:
-¡No le hagas caso! Es Reinaldo, sirve en la casa desde hace años. Es un tipo que anda siempre de mal humor. Puro ruido nomás, porque es buena persona. No le des mucha importancia si te habla torcido.
Le agradecí el dato con un gesto y volví a mirar a Reinaldo que lentamente se enjabonaba sin dejar de mirarme. Yo bajé la vista, aguijoneado por sus ojos celestes. No entendía por qué me había hablado así ¿qué le había hecho yo? Cuando el hombre tuvo que enjabonarse la cabeza, pude entonces observarlo con mayor libertad. ¡Qué hermoso era! Supuse que sería descendiente de alemanes, tan enorme, tan blanco, tan rubio. En su entrepierna le colgaba un falo no muy grande, pero macizo y algo enhiesto, rodeado de largos pelos muy rubios. Todo su cuerpo ostentaba una musculatura cuidada y armoniosa, pero no pude seguir mirando, porque al enjuagarse, Reinaldo continuó examinándome. Yo me puse de espaldas, porque, entre otras cosas, mi pija estaba a punto de obtener su máxima dureza.
-Hoy voy a salir con Cecilia, que también trabaja aquí, ya la conocerás – me dijo Hipólito mientras salía de la ducha.
-Tené cuidado, a ver si se entera Gutiérrez – le contestó Reinaldo, en lo que a mí me parecía más una amenaza que una advertencia.
-El viejo no se va a enterar nunca. ¡Si cuando me la cogí en el invernadero, tampoco se avivó!
-¿Te la cogiste? ¿Aquí? – pregunté asombrado.
-¡Shhhh! – contestó Hipólito con un dedo sobre sus labios – mientras no se entere el viejo, todo bien.
-¿Es muy estricto? – me animé a decir, cerrando la ducha.
-¡Estricto! Este pendejo no sabe de lo que habla – dijo Reinaldo desde su ducha – ¡Gutiérrez es un hijo de puta! Está claro que le encanta jugar a ser un milico cabrón. Hay que cuidarse de él, todo el tiempo está controlando a ver qué error te puede mandar al despacho del Doctor.
-Sí. Es un tipo amargado. Siempre está serio, nunca se ríe. Desgraciadamente ya vas a conocerlo bien, Fermín – dijo Hipólito – pero tené cuidado. Nunca lo contradigas, cumplí los horarios, y sobre todo, hacé de cuenta que para él, todo lo que tenga que ver con sexo, es algo inaceptable. Nada de novias, ni de joda, y no comentes si vas a un baile o a divertirte por ahí. No le gustan esas cosas. Hacé tu vida, sí, pero cuidá de que él no se entere.
-Es un resentido. Al viejo le hace falta que se lo cojan – dijo Reinaldo con su eterna cara de pocos amigos.
-No es para tanto, Reinaldo – dijo Hipólito – andá a saber, tal vez el tipo tenga sus problemas, en fin. Nadie sabe nada de él. Pero ya sabés, Fermín, vos cuidate mucho si querés conservar el puesto.
Le di las gracias a Hipólito, intuyendo que había encontrado en él a un nuevo amigo. Cuando regresamos a la habitación, sentía todavía la mirada de Reinaldo a mis espaldas. Era un hombre odioso. Y pensé que también me tenía que cuidar de él, no sabía muy bien porqué.
Hipólito se vistió para salir y se despidió de mí hasta después de la cena. Me quedé solo y pensativo, intentando acostumbrarme a mi nueva vida.
En la cena conocí a los que serían mis compañeros. Algunos eran muy amables, otros me miraban como un bicho raro, y otros directamente me trataron con indiferencia. Entre los más dados, conocí a Ramón, que también venía de un campo de la familia; Marcelo, un joven que trabajaba en el jardín junto a su padre Vicente, que a pesar de ser un hombre maduro me parecía irresistiblemente atractivo; las tres cocineras: Marion, Elisa y Aída, que me cayeron muy bien; y un hombre de unos treinta y cinco años que se encargaba, junto con Hipólito, de todo aquello  que tenía que ver con electricidad y mantenimiento. Cuando lo vi, enseguida llamó mi atención. Se llamaba Paco. Era de altura media y rapado prolijamente, con una pequeña barba en su pera y un velludo pecho que asomaba por su overol entreabierto. Noté que me miraba con insistencia, muy serio y con una fijeza que parecía querer indagar mis pensamientos. Realmente era un hombre hermoso, pero con el que no podía mantener la mirada.
También estaba Reinaldo, que no hablaba con nadie, y cada tanto me volvía a estudiar con sus ojos celestes.
En un momento, todo se paralizó. Había sonado el timbre del Doctor. Se hizo un silencio y una de las mucamas fue a buscar al Sr. Gutiérrez. Éste salió rápidamente de su habitación mientras se terminaba de poner el saco. Todo en él era un torbellino y salió rápidamente casi fuera de sí. Después de ese episodio, todo siguió normalmente. Me retiré a mi cuarto después del postre y sólo pensaba en acostarme y descansar.
Pero a pesar del cansancio, no pude dormirme enseguida, estaba tan excitado que se me hizo imposible pegar un ojo. Salí al baño, para remojarme la cara. Hacía un calor sofocante. Sólo llevaba un calzoncillo que cubría apenas mi poderosa erección. Habían sido muchas emociones juntas: primero Hipólito desnudo, y después el enorme Reinaldo, con su musculatura de concurso. Me intrigaba ese hombre, claramente antipático pero con algo en su mirada que me hacía dudar sobre mi percepción sobre su persona.
En el baño, me dieron ganas de orinar y me metí dentro de uno de los cuatro excusados en fila que había. Cerré la puerta, me senté en el inodoro, me quité el calzoncillo y mi pija asomó durísima apuntando hacia el techo. Esperé entonces a que se me bajara un poco para poder orinar mejor. El lugar no estaba muy bien iluminado, no obstante empecé a reparar en el recinto. Había algunas inscripciones, como es frecuente encontrar en cualquier baño de varones. Pero lo que más me llamó la atención era que en la mampara separadora lateral derecha, a un metro del piso aproximadamente, había un hueco en la madera de unos 6 cm. de diámetro. El otro lateral tenía otros agujeros, pero eran pequeños, como para espiar del otro lado. Pero el descubrimiento del hueco me llenó de excitación. Me imaginaba espiar por allí a alguno de mis nuevos compañeros, y comencé a fantasear sobre todo con Paco, el velludo electricista. Mi mano fue casi involuntariamente a mi pubis y comenzó a hundirse en mi mata de pelos negros. Jugué un rato allí como si se hubiera tratado del pubis de Paco y enseguida pasé a acariciar suavemente mi falo erecto, que respondió con corcoveos y gotas de líquido transparente.
Pero de pronto, escuché que alguien entraba al baño. Me quedé paralizado y casi sin respirar. Percibí que alguien se acercaba lentamente y con pasos muy firmes. La persona caminó hasta el final del baño, volvió, y se detuvo un momento justo frente a mi puerta cerrada. Luego, sigilosamente, y sin que casi me diera cuenta, entró al excusado que estaba a mi derecha y cerró la puerta tras de sí. El corazón se me salía del pecho. Era una mezcla de pánico, pero también de excitación incontenible. ¿Y si mi fantasía se hacía realidad? ¿Si fuera Paco el que había entrado al excusado? Pasó un tiempo, unos minutos interminables en el que ni me animaba a mirar por el insinuante hueco. De todos modos, pensé, no hubiera podido ver nada por la poca luz, pero percibía las sombras por debajo de la mampara que, como todo excusado, estaba separada del piso por unos 25 cm. Lentamente, casi por impulso natural, continué acariciándome la pija de arriba a abajo, siendo consciente de que la sombra se proyectaría al piso y que al lado se podría ver claramente. De reojo, yo podía darme cuenta de que el hombre también comenzaba a moverse. Sentí como su ropa se deslizaba hacia abajo, primero el pantalón, después la prenda interior, y todos los ruidos sutiles de sus movimientos llegaban hasta mí, provocando una exaltación en mi interior. Pensaba en Paco, lo imaginaba abriéndose su overol, dejando desnudo su velludo pecho, con su verga hinchándose, excitado, y mis movimientos se aceleraron.
El hueco en la mampara era como un abismo a la oscuridad. No podría ver nada. Pero comencé a fijarme un poco más. Esperé interminables segundos. Y pude ver el movimiento rítmico de una mano en la penumbra. Sentí el rumor de movimientos, evidentemente el hombre estaba cambiando de postura. Y entonces sucedió algo que superó toda expectativa posible. Tímidamente, en el borde del hueco, apareció, temblorosa y bamboleante, una hermosa verga con su glande semi cubierto por un prepucio generoso. Me acerqué, loco de excitación y de deseo, y casi como respuesta a mi movimiento, el glande avanzó metiéndose por el hueco. Me acerqué aún más, y esa verga completamente dura, asomó ya sin reparos por el diámetro del agujero. Era una verga enorme. Levantada, se arqueaba hacia arriba y latía como pidiendo que la atendieran. El prepucio, en cada latido, se descorría cada vez más, y el glande, rojo violáceo, estaba completamente mojado. Pequeñas venas recorrían todo el miembro, y varios de los pelos de su base asomaban también. Era una visión increíble, y estuve tentado de pellizcarme para constatar que aquello no era un sueño.


Entonces, loco de deseo, abrí la boca que estaba cada vez más cerca, y me tragué toda la pija hasta llegar a sentir la base con mis labios. ¡Qué pija! Era la primera verga adulta que me metía en la boca. La verga de un macho. Nada tenía que ver con aquellos pilines que exploraba en los galpones de la estancia cuando jugaba con los chicos del campo. Estaba como loco y comencé a succionar de tal manera, que inmediatamente mi hombre empezó a responder con movimientos que acompañaban mi bombeo bucal. Cuando sentí que llegaba al punto máximo, me la saqué de la boca y continué masturbando aquel prodigioso falo con mis manos. No tardó mucho en explotar como un surtidor humano, bañándome la cara con un espeso y caliente semen. Lo seguí acariciando hasta que perdió casi la mitad de su tamaño poderoso. Entonces, el hombre retiró su pene, aún medio erecto y chorreante de leche, y casi enseguida vi parte de sus dedos asomar por el agujero, haciendo un claro gesto de invitación con ellos. Mi verga no se hizo rogar, y rápidamente la introduje por el hueco. Al instante, una boca más que caliente aprisionó mi pija. Primero la punta, casi en sutiles lamidas, y luego todo el tronco, en un abrazo labial más firme y contundente. Yo estaba tan excitado que no pude contener el orgasmo. Entre suspiros y gemidos, me vacié en la boca del hombre con espasmos de tanto placer, que todo mi cuerpo vibró involuntariamente.
Perdí la noción del tiempo y del espacio. Tal es así que mi pija quedó metida en el hueco mientras mi respiración agitadísima y mis palpitaciones iban cesando poco a poco. Tomé conciencia de donde estaba cuando sentí que mi pene volvía a su tamaño de reposo. Entonces me di cuenta de que el hombre desconocido había desaparecido.

Continuará...


Comentarios

  1. Bueno, queda entonces comprometido, Mr. Franco, por dos meses, "Todos los Domingos", como diría Sergio Denis!!!! (que no está nada mal... ¿tendrá vello en el pecho?)
    Esta primera entrega de la serie es perfecta, presentando los personajes (bueno, algunos), el ambiente, y dejando hábiles interrogantes.... por ej: ¿con quien se encamará primero el protagonista?
    ¿por que razón fue elegido un joven peón de campo para trabajar en un palacete porteño, con un aparente exceso de personal masculino de buen ver?...
    Uyyy, Franco... casi estoy por pedir que la tira pase a ser diaria!!!!
    Un abrazo!!!

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  2. Jajajaj, no, la tira será semanal, y no los domingos, sino los lunes.
    Exceso de personal masculino???? mmmm... nunca es suficiente, parece, para el Dr. Aráoz.
    Salutti

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