El Palacio Aráoz II



Capítulo II – Mi instructor


Fermín, Fermín, despertate! ¡Vas a llegar tarde, te está esperando Gutiérrez! – me decía Hipólito, mientras me zamarreaba.
La luz de la mañana entraba por la ventana. Al escuchar "Gutiérrez", mis ojos se abrieron desorbitadamente, y me incorporé de un salto. ¡Las 6:45!, ¡y yo debía estar en el despacho de Gutiérrez a las 7...!
-¡Dale, levantate, que si no llegás a horario, te va a matar! – insistió Hipólito, de pié, frente a mí, con el torso desnudo y ostentando sus bellísimos pezones oscuros. Pero no tenía tiempo de detener mi vista en ellos. Salté como un resorte y me vestí rápidamente. Hipólito me alcanzaba las cosas, dándome consejos de cómo presentarme y dirigirme ante el mayordomo, me acompañó al baño, incluso ayudó a peinarme, y le avisó a Aída, en el comedor, que me diera un café bien fuerte. Así y todo, llegué cinco minutos tarde a la puerta del despacho de Gutiérrez, por lo que mi apariencia temblorosa debió ser lamentable.
-¡Adelante! – dijo la severa voz de Gutiérrez del otro lado de la puerta.
Cuando entré, el mayordomo estaba hablando por el interno y con el tubo del teléfono en mano, impartiendo órdenes a algún sirviente. Alcancé a escuchar:
-De acuerdo, de acuerdo. Ya hemos hablado suficiente al respecto. Hágalo ya, si no quiere que volvamos a negociar nuestro acuerdo. ¿Me entendió? – y colgó rudamente.
Entonces apenas reparó en mí, siempre serio y circunspecto.
-Llega tarde, Gómez. Va a tener que acostumbrarse a respetar los horarios, pues para mí la impuntualidad representa una falta inaceptable – dijo Gutiérrez sin mirarme, mientras examinaba papeles, organigramas y agendas.
-Perdone, señor. Buenos días.
-Ya sabe, Gómez, por esta vez, pasa, pero sepa que no toleraré llegadas tarde bajo ningún concepto, ni ningún otro tipo de irregularidades, ¿entendió?.
-Sí, señor.
-Su tarea consistirá, como le dije, en mantener el orden y limpieza de la biblioteca y antecámaras de las habitaciones del Doctor. Por ahora. Porque ni bien aprenda sus funciones le asignaré un área mayor. Aunque… eso está por verse. Deberá tener mucho cuidado, pues en todo el sector hay objetos de mucho valor. Es un trabajo que requerirá cuidado y responsabilidad. ¿Alguna pregunta?
-No, señor.
-Muy bien. Llamaré al empleado que le enseñará qué hacer – dijo, discando un número interno, y después habló por el receptor: – Ya puede presentarse en mi despacho.
Casi inmediatamente tocaron a la puerta y Gutiérrez respondió:
-Adelante, Heller.
Sentí los pasos acercarse tras de mí y cuando el hombre por fin estuvo frente al escritorio de Gutiérrez me quedé atónito al descubrir que se trataba de ¡Reinaldo! ¡Ah!, entre todos los sirvientes de la mansión, ¿tenía que ser Reinaldo el elegido? ¿Reinaldo sería mi instructor?
-Le presento a su instructor, el Sr. Heller – dijo Gutiérrez, como respondiendo a mis pensamientos, sin dejar de mirar sus papeles.
-Sí, ya nos conocemos – murmuró entre dientes Reinaldo.
-Mejor así. Conduzca al Sr. Gómez a su sitio de trabajo. Póngalo en funciones, y cualquier cosa, me avisa.
Seguí a Reinaldo hasta la mansión. Mientras íbamos en camino, él me observaba con una socarrona sonrisa.
-Mirá que bien. Así que ahora te tengo que enseñar todo. Supongo que no me vas a dar problemas, ¿no? – me decía mientras caminaba a paso veloz.
-Reinaldo, ¿Se puede saber cuál es tu problema conmigo?
-No seas pendejo y no me jodas. ¡Además de hacer mi trabajo, encima voy a tener que cargar con tu instrucción! Pero escuchame bien, campesinito: más vale que labures y aprendas rápido, y no rompas nada, porque a la primera observación que me hagan por tu culpa, te las vas a ver conmigo. ¿Estamos?
-Yo no quiero causarte problemas. No tenés por qué ponerte...
-¡Me pongo como se me cantan las pelotas! Y callate, que no me banco a los campesinitos pajueranos con carita de buenitos como vos.
Me callé. Pero tragando saliva y muriéndome de bronca. Ese tipo era detestable.
Cuando entramos a la casa, me quedé boquiabierto ante tanto lujo y belleza. Todo era pulcritud y en cada habitación se encontraba trabajando alguien, ya puliendo, ya repasando o acomodando todo en su sitio, y todo se desarrollaba como cumpliendo un rito.
La mañana pasó entre la biblioteca, la salita de estar del Doctor, otras pequeñas habitaciones, y por fin la escalera que subía al segundo nivel, con su dorado pasamanos de bronce. Reinaldo me había dado precisas y claras indicaciones, todas a regañadientes. Yo obedecía respetuosamente en silencio, pero no obstante, él me hablaba con muy malos modos y me llamaba despectivamente "campesinito", lo cual me ponía furioso.
-Bueno, aquí está la escalera. Tenés que pulir todo el pasamano como te indiqué. Esa es la última tarea. Te aconsejo que lo hagas bien, campesinito, porque después va a pasar Gutiérrez a inspeccionar todo.


Yo empecé a trabajar minuciosamente, mientras Reinaldo se acomodó en uno de los escalones totalmente recostado, y desde ahí, observaba como un perro guardián. Yo trabajaba en silencio, y sentía su mirada fija en mí. En un momento lo observé, y hubo algo en su mirada que me inquietó profundamente. A medida que iba subiendo, él se volvía a acomodar en el siguiente escalón más alto, y así sucesivamente. Cada tanto me lanzaba una indicación. También me alentaba irónicamente cuando veía que lograba brillo en el bronce. El calor era agobiante. Lo miré de reojo, y pude ver cuando estaba desabotonándose la parte superior de su camisa blanca.
-Seguí trabajando – me dijo – y no te distraigas.
Yo seguía puliendo, pero cada tanto, alterado por su vigilancia, lo miraba también. Seguía desabrochando sus botones, y ya casi tenía toda la camisa abierta.
-¿No tenés calor? Está insoportable, ¿no?
Yo asentía, en silencio. El muy hijo de puta estaba aprovechándose de su función de “instructor” para obligarme a hacer seguramente todo el trabajo que debiera hacer él mismo.
-Es una lástima que tengas que estar moviéndote tanto, campesinito… con este calor… – dijo, mientras metía una mano por debajo de la camisa y se acariciaba los pectorales.
Ya estaba por la mitad de la escalera, y él seguía subiendo escalón a escalón, con casi la totalidad de su pecho descubierto. Lo miré, y me sentí sin pudor de sostener la mirada. Él no dejaba de fijar la vista sobre mí y sobre mi trabajo, pero más, sobre mi cara. Yo sentía mucho calor, pero también una extraña excitación al sentir que ese hombre enorme me envolvía con sus ojos. Bajé la mía, y constaté que entre las piernas, su bulto se marcaba de una manera inequívoca. Él seguía acariciándose el pecho mientras me observaba y me daba algunas indicaciones. Me hablaba rudamente, al punto de casi gritarme. Comencé a sudar y quise desabotonarme la camisa, pero no me animaba. Cuando llegué al final de la escalera, el pasamano remataba en una artística cabeza de león. Entonces, Reinaldo se puso de pié y me indicó como seguir el trabajo con la ayuda de un punzón recubierto con un suave paño, para lustrar todos los intersticios. Lo miré persistentemente.
-Qué... ¿Tan difícil te parece? – me espetó con esa cínica sonrisa.
Por toda respuesta, yo tomé la herramienta y comencé a lustrar el dorado león.
-¡Así no! – me gritó. Y se puso a mis espaldas, tomándome de las manos, y guiándolas entre las suyas – ¡A ver si aprendés como se hace esto, boludo!
Yo sudaba bronca, y no podía creer el mal trato que ese hombre me estaba dando. Pero a la vez, tenía a ese monumento de hombre detrás de mí, que me abrazaba casi, y me respiraba en la nuca diciéndome groserías.
-¡Ahora hacelo vos! – dijo, soltándome las manos, y apoyando las de él en la baranda, de manera que yo quedara aprisionado contra su cuerpo cada vez más cerca de mí, y la baranda de la escalera. Yo me esmeraba en lustrar todo, y él cada vez se pegaba más a mi cuerpo. Entonces sentí claramente como su entrepierna se acomodaba buscando la redondez de mis nalgas. Todo su pubis se amoldaba a mi trasero. Podría haberlo apartado de una trompada, pero tuve que reconocer para mis adentros que lo que estaba haciendo el miserable me estaba poniendo a mil. ¡Mierda!... mi verga respondió a ese contacto tan intenso y se excitó rápidamente. Ahora estaba sintiendo algo muy duro en mi culo. Yo seguía frotando el león, que no terminaba de brillar. Los brazos de Reinaldo, que rodeaban los míos, se fueron cerrando en cada envión de su cuerpo, y poco a poco todo ese hombre corpulento, rudo y violento, estaba aprisionándome contra sí.
-Sí, muy bien – me susurraba al oído – ahora va mejor. Así, así.... sí, así, campesinito... parece que estás aprendiendo.
Yo sentía su dureza entre mis glúteos, y podía intuir una verga enorme. En mi mente apareció la visión de su pija en la ducha. Intentaba reconstruir esa imagen pero ahora en erección. Él empezó a frotarse descaradamente sobre mi trasero, mientras su respiración, junto a la mía, se aceleraba más y más. Su sudor me bañó la espalda, y sus susurros se hicieron resoplidos casi animales.
-¡Ah! ¡Muy bien, muy bien!, así, así, sí... sí.....
En un momento, todo culminó, y nos detuvimos. Yo miré el león y vi que brillaba espléndidamente. Reinaldo se soltó del pasamano, y se separó de mí.
Lo miré. Ambos estábamos bañados en sudor, agitados y encendidos. Quedamos inmóviles por unos minutos, solo sintiendo el rumor de nuestras respiraciones. Se quedó detrás de mí y siguió mirándome con expresión de desprecio. Yo descendí la mirada y vi que en su enorme bulto había una gran mancha húmeda. Él se acomodó un poco la camisa, abrochó unos botones, y me sonrió con ironía:
-Por ser tu primer día de instrucción, no está nada mal. Sos un campesinito bastante despierto.
Y se acercó a mí con un tono amenazante:
-Espero que sigas así de obediente. ¿Me escuchaste bien?
Asentí con la cabeza mientras él se iba por la puerta del personal. ¡El hijo de puta me había dejado totalmente excitado! Mi erección quería explotar debajo de mis pantalones. Y así estaba, intentando calmarme, cuando de pronto aparecieron Hipólito y Paco que venían de la biblioteca.
-¿Cómo estás, Fermín? ¿Cómo te fue en tu primer día? – sonrió Hipólito.
-¡Ese Reinaldo es un cabrón! – dije, mientras Paco esbozaba una sonrisa comprensiva.
-Te dije que no le prestaras atención. Tranquilo. Ya conocés a Paco, ¿no?
-Sí. Hola, Paco, qué tal... – le dije tímidamente. En ese momento, Paco, que tenía puesto un overol con breteles sin nada abajo, descendió su mirada y me pescó el abultamiento de la entrepierna.
-Yo muy bien – dijo sonriendo y mirándome de arriba abajo - ¿Y vos?
-Aquí me ves – dije un poco avergonzado e intentando ocultar mi paquete con el paño con el que había estado puliendo – Limpiando pasamanos y leones.
-Te quedaron muy bien, y...
-¡Yo decidiré eso, señores! – gritó la voz escaleras abajo. Era Gutiérrez. Hipólito y Paco me miraron significativamente y se dirigieron en silencio a la puerta del personal.
-Nos vemos en el almuerzo, suerte – me susurró Paco al irse, con una mirada que me dejó perplejo. El señor Gutiérrez finalizó su escalada con un:
-Bueno, no está mal, no está mal – dijo observando el largo barandal de la escalera - Ya inspeccioné su trabajo, Gómez, y en el turno vespertino seguirá con la instrucción. ¿Entendió todo lo que le consignó Reinaldo?
-Ya lo creo, señor.
-Vaya a ducharse, por Dios, no olvide que debe cuidar siempre su aspecto personal, Gómez.
Fui aliviado a las duchas. Aunque sentía que la erección me acompañaba todavía. Cuando entré al baño estaba solo, me desnudé y me metí bajo el agua. Liberada, mi pija estaba más dura que nunca. Estaba muy excitado con todo lo que había pasado con Reinaldo. Lo peor de todo, es que el muy cabrón había seguido el juego como si nada.
Liberada, mi pija estaba más dura que nunca.
Había sido muy fuerte, sí, pero también, la visión de Paco con ese overol que dejaba al descubierto gran parte de sus peludos pectorales, me había vuelto loco de deseo por él. Bombeé mi verga, y fui acelerando los movimientos casi fuera de mí. Con la otra mano, busqué la entrada de mi culo, que había sido masajeada tan deliciosamente por Reinaldo, y metí un dedo. Luego dos. Me abrí de piernas lo más que pude, agachándome un poco... y entraron tres dedos ahora. Me relamía de gusto, pensando en Reinaldo detrás de mí.... y en Paco delante, con su pija peludísima y dura en mi cara, metiéndose en mi boca, sabrosa, jugosa. Mi ano estaba totalmente dilatado, mi verga, enorme. Sobre mi cuerpo caía el agua casi fría que no podía apaciguar el ardor que sentía por dentro. Me estremecí, y en un gran espasmo, eyaculé con varios chorros que fueron a parar fuera de la ducha. Intenté sofocar mi voz, pero mi gemido retumbó en todo el baño, haciéndome volver en mí y dejándome un poco preocupado de que alguien me hubiese escuchado.
Después, al serenarme un poco, me recosté contra los azulejos y en ese momento me di cuenta aterrorizado que alguien más estaba en el baño, dentro de uno de los excusados. Desde mi ducha podía ver los pies por debajo de la puerta cerrada.
Rápidamente me envolví con la toalla, me sequé y me puse el calzoncillo. Fue cuando la puerta del excusado se abrió y apareció ¡Paco!
Avanzó lentamente, con una sonrisa muy intrigante en su hermoso rostro. Me miró con una mirada en la que creí ver todo un significado de complicidad. No atiné a decirle nada. Hice el esfuerzo de sostenerle la mirada, pero no pude y finalmente mire hacia otro lado, sintiéndome como un estúpido. Él pasó delante de mí abotonándose aún su bragueta, y apenas me susurró con voz tenue:
-Nos vemos.

Continuará...


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