El cuentito de fin de mes
Mi suegro: un macho irresistible
¡Llego tarde, llego
tarde, llego tarde...!, me repetía a mí mismo una y otra vez, mientras mi auto
apenas podía marchar entrecortadamente entre el endemoniado tránsito matutino
de Buenos Aires. ¡Carajo!, ya imaginaba la agria cara de mi jefe, esperándome
con ese eterno habano entre los labios. Mi cita con él a primera hora sería
seguramente para hablar de mi nueva nota, o ¿quién sabe?, ese cabrón siempre
tomaba decisiones de último momento y nadie podía saber qué mierda hacer para
satisfacer sus deseos, o mejor dicho sus caprichos.
No sé como hice
para llegar, estacioné el auto en el subsuelo del edificio y como torbellino,
en minutos que me parecieron años, alcancé el ascensor que me conducía al piso
de la redacción del diario, donde tenía su oficina mi jefe: el siempre nervioso
y exasperado señor Battaglia.
Al cruzarme con su
secretario, alcancé a escuchar que me decía sobresaltado: ¡Preparate, hoy no
está en un buen día!. Me serené por un momento, me pasé la mando por la cabeza,
respiré hondo, me ajusté la corbata y golpeé la puerta sin dejar de
refrendarme: llego tarde, llego tarde, llego tarde...
-¡Llegás tarde! –
me golpeó la voz de Battaglia cuando abrí la puerta.
-Lo siento,
Enrique, disculpame, pero...
-Sí, sí, te topaste
con una manifestación, ¿no?
-Y... sí....
-No cambiás más,
querido – me dijo sin mirarme, atento a una crónica de varias páginas – Esta
ciudad ya no es la “Reina del Plata”, m’hijito, sino la reina de las
manifestaciones. Hay una cada media hora y para todos los gustos...
-Sí, la calle es un
desastre – susurré entre nerviosas risas.
-Exacto, y
precisamente por eso tendrías que salir con más tiempo de tu casa ¿no te
parece?
Mi jefe pitó su
habano y se sentó tras el escritorio lleno de papeles. Mientras ordenaba y
revisaba varias cosas a la vez, me habló en tono monocorde:
-Vayamos al punto,
Darío. Te vas para la Patagonia.
-¿Qué? ¿A la
Patagonia? ¿Pero... entonces...? ¿Qué pasa con mi nota?
-Precisamente, vas
a “ir a buscar” la nota. Vos sos bueno en eso, en encontrar notas de color,
insólitas, raras... ¿O no te acordás la última que te publicamos en la
revista?.
-Sí, claro, sobre
la ruta del oro nazi en Córdoba. Pero... a la Patagonia... ¿y me mandás sin
más, a la deriva?
-¿Y qué querés?, ¿una
invitación impresa en letras doradas? Dejate de joder.
-Pero Enrique, vos
sabés que habíamos hablado de otra cosa...
-¿Qué cosa? No sé.
-Sí que sabés.
-¿Te referís a la
cobertura de la Cumbre Latinoamericana?, no, querido, estás en pedo,
olvidalo... para eso está Domínguez. Vos sos mejor en otro tipo de notas.
-Pero es que le
prometí a Sonia que en estos días...
-Mirá, Darío, más
vale que le pongas garra a tu trabajo, y ya que hablás de Sonia: ¡justamente!,
esa sería una manera ideal de arreglar tus líos matrimoniales. Ella estaría feliz
de que hicieras carrera aquí - dijo, volviendo a meter su habano entre los
labios.
¡Bien sabía yo que
tenía que ser el número uno en mi trabajo! Y no precisamente para salvar mi
matrimonio en crisis, sino porque yo había ingresado al diario gracias a mi
jefe. Por recomendación exclusiva y deferente del gerente de redacción del
diario y de la revista Mundos, él, el Sr. Enrique Battaglia, nada menos que...
¡mi suegro!. Y yo hacía malabares para sobresalir como periodista ante los ojos
de todo el personal, para que nadie dijera “Darío sólo está aquí porque es el
yerno de Battaglia”. no podía permitir eso, si yo trabajaba allí tenía que ser
por mi capacidad y no dar motivos para pensar de que el mío fuera un caso más
de burdo y flagrante nepotismo. No sólo tenía que soportar eso, sino que ahora
el tipo se metiera también con mi matrimonio a punto del fracaso.
Lo peor era que el
cabrón me tenía a su merced. No solo con sus antojos dentro del diario. Con
Enrique Battaglia me pasaba algo especial. Cada vez que lo veía, mi identidad
sexual entraba en zonas cada vez más inciertas.
¡El muy cerdo me atraía terriblemente!
-Tenés que hacer
algo parecido a cuando viajaste la otra vez a... ¿Córdoba, dijiste?
-Sí.
-Bueno, algo así ¿me
entendés, querido? - Enrique tenía una forma de decirme "querido" que
me irritaba sobremanera, porque, vamos, usaba esa palabrita todo el tiempo
conmigo, pero en realidad estaba claro que no me quería nada - Te dejo libertad
de acción y no dejes de enviarme noticias tuyas. ¿Alguna pregunta?
-No ninguna.
-Bueno entonces...
- ¿Tal vez podría
retomar aquella idea que tuve de trabajar sobre la inmigración galesa de 1865
sobre el valle del Río Chubut?
-¡Perfecto! ¿ves lo
que te decía? no, si vos sos especial para esas cosas raras. Chubut sea.
Era evidente que me
quería lejos. Sí, bien lejos, no me asombraba el destino patagónico que me
había asignado, la cosa era dejar el terreno libre para su protegido:
Domínguez, un tipo que en el medio periodístico estaba de moda por sus
apariciones constantes en tevé más por ser carilindo que por periodista de
raza. Battaglia me dio un papel con un memorando, indicaciones, direcciones, y
el perfil que debía tener la nota. Lo miré mientras él seguía mordisqueando su
habano, inmiscuido en sus asuntos. Su actitud hacía sentir perpetuamente que
cualquier asunto suyo era más importante que los otros.
Sin embargo, ¡qué
macho irresistible! Llevaba una camisa blanca arremangada hasta antes del codo.
Sus brazos anchos y llenos de pelos negros se movían en todas direcciones,
activos y decididos. Su corbata gris colgaba poco elegante y con el nudo flojo,
por lo que los dos primeros botones desabrochados dejaban asomar algunos vellos
rebeldes. La tela de la camisa era muy fina y traslucía la oscuridad de un
torso hirsuto. Estaba sudada y bajo los sobacos podía ver la aureola húmeda de
su transpiración.
No dejaba de
mirarlo. ¡Qué atrapantes me parecían esas puntas rematando los prominentes
pectorales! Ahí también la tela se oscurecía, dejando poco trabajo a la imaginación
y mostrándome el círculo perfecto de sus fabulosos pezones. Aprovechando que su
vista estaba atenta a anotaciones ocasionales, miré su rostro viril y anguloso.
No era una beldad, pero nada en ese hombre maduro podía pasar desapercibido.
¿Serían sus ojos marrones y pequeños? ¿Las hendiduras verticales a cada lado de
su perfecta boca? ¿Su bigote ancho y generoso? ¿Serían esos labios grandes y pulposos?
¿O la continuación de su cabeza sobre el cuello firme y grueso? De todos modos,
ese tipo me producía una cosa extraña y excitante a la vez. Rechazo y atracción.
Ira y reflexión.
-Señor Battaglia,
tiene su reunión de las nueve con los directivos de la Agencia Telam – sonó una
voz desde el conmutador.
-¡Mierda! – murmuró
mi suegro entre dientes, y presionando un botoncito habló sin quitarse el
habano y acercando su boca al aparato, mientras se quitaba la corbata -
¡Tráigame una camisa limpia, Iriarte!
Tan rápido como le
daban las piernas, el secretario entró sin llamar con una nueva camisa blanca
en la mano. Mi jefe, que ahora atendía una llamada de larga distancia, se puso
de pié y empezó a desabrocharse la camisa. Quedé inmóvil en mi asiento y sin
perder detalle de los movimientos del hombre que alimentaba todas mis
fantasías. Su torso era corpulento y algo rollizo, muy peludo y anchísimo. Sus
pezones marrones eran como mamas que me miraban indiscretamente. Sonia los
tenía del mismo color, pensé. Me puse el memorando en el regazo porque quería
ocultar mi erección incipiente. Iriarte le tenía la camisa preparada y
extendida, y seguía cada movimiento de su superior a sus espaldas, servicial y
reverencial como si Battaglia fuera un alto representante de la realeza.
Pero mi suegro
discutía cada vez más acaloradamente con su interlocutor telefónico,
olvidándose de que estaba semidesnudo. Con el habano en la mano, discutía a los
gritos un asunto imposible de descifrar para mí, y más aún al prestar toda la
atención a ese pecho que desbordaba testosterona. Por un momento tomó
conciencia de que debía cambiarse de camisa, entonces desabrochó su pantalón.
¡Maravilla!, al abrirlo asomó su calzoncillo celeste, y la hilera de pelos que
descendía desde su abdomen se contorneaba en dibujos fantásticos hasta
desaparecer debajo del elástico.
Por fin, Iriarte
pudo embocar los agujeros de las mangas en los brazos inquietísimos y el jefe
terminó por calzárselas. Por un rato estuvo de aquí para allá con la camisa
abierta. Yo estaba en la gloria ¡Qué hermoso varón! Con alguien así, no dudaría
en hacerme gay – elucubraba en mi más profundo interior – sí, de eso estaba
completamente seguro. Él se abotonó lentamente la camisa y su descarada
semidesnudez quedó enfundada otra vez bajo la nueva e inmaculada prenda. Metió
los faldones de su camisa entre el pantalón semiabierto y se acomodó nuevamente
haciendo calzar su bulto en los límites de su bragueta. Iriarte le alcanzó la
corbata que conservaba aún el nudo, se la puso por sobre la cabeza y la ajustó
un poco al cuello. Battaglia hizo una seña a su secretario que corrió comedido
a buscarle el saco. Cuando colgó el teléfono, me miró indiferentemente, terminando
de vestirse:
-¿Qué hacés aquí
todavía?
-¿A mí me hablás?
-No, al Papa... -
dijo, blanqueando los ojos - ¡sí, a vos! ¿Alguna otra cosa?
Sí,...
¿por qué no vamos a la cama?, pensé para mis adentros. Pero, lógicamente, no se
lo dije.
-Ninguna,
Enrique... - balbuceé, intentando ocultar el estado de excitación al que me
había sometido su pecho peludo - solo quería decirte que...
-¿Qué?
¡Hablá, que no tengo todo el día!
-Me
parece que tenés la bragueta abierta – dije metiendo mi cabeza levemente entre
los hombros.
-¡Mierda!
– vociferó poniendo su pantalón en orden. Miré con indecible interés el
espectáculo de sus manos maniobrando por sobre el bulto - Gracias, por fin
dijiste algo útil. ¿Algo más?
-No.
-Entonces
nos vemos a la noche.
-¿Qué?,
¿a la noche?
-Sí,
en tu casa. ¿No te acordás que Sonia nos invitó a cenar?
¡Joder!
¡me había olvidado! El día no podía terminar peor.
-Ah,
cierto – dije de mala gana – sí, nos vemos a la noche.
-Y
ahora, por favor, te ruego que te vayas, tengo cosas importantes que hacer y no
puedo perder más tiempo con vos.
Claro,
lo mismo de siempre, esos comentarios de mierda. Quedaba bien en claro que uno
no era más que un cero a la izquierda para él. Todo lo demás era lo importante.
Lo saludé pero él ya estaba con la atención en unos papeles que le daba su
solícito secretario. Iriarte, levantando las cejas, me saludó escuetamente y yo
desaparecí del despacho.
Pasé
todo el día en la redacción, entre el trabajo atrasado y la organización de mi
nueva nota. En eso estuve todo el tiempo hasta la hora en que mi cabeza no daba
más.
Cuando
llegué a casa, ya entrada la tarde, estaba agotado. Y para peor, aún quedaba la
cena con mis suegros. ¡Lindo ambiente familiar!, mi matrimonio en el peor de
sus momentos, Sonia con un humor de perros, sus eternos reproches, ¡y después...!
tendría que soportar la histeria eterna de mi suegra y la presencia (como si no
fuera suficiente sufrirla en mi trabajo) de mi descalificante suegro. Cartón
lleno, pensé, mientras entraba a mi dormitorio y me quitaba la ropa para
meterme debajo de la ducha. Me sumergí bajo el chorro de agua casi fría,
quedándome ahí con las manos apoyadas en la pared. No habían pasado cinco
minutos cuando detrás de la cortina, escuché:
-¿Darío,
vos te fijaste la hora que es? Hoy podrías haber llegado más temprano.
-¡Pero,
carajo! ¿Ni cuando me doy una ducha puedo estar dos minutos tranquilo?
-¿Trajiste
el vino, por lo menos?
-No.
-Claro,
yo sabía, debí adivinarlo, ¿y ahora?
-Pero
Sonia, tu padre siempre trae el vino.
-¿Y
si no trae el vino?
-No
te preocupes, todas las veces que lo invitamos a cenar siempre trajo del malo.
Por lo menos ya debemos tener media docena de botellas sin abrir de esa mierda
que trae tu papá. ¡Poné en la mesa una de esas y listo!
-A
vos te da lo mismo, y la vergüenza la paso yo.
-Sonia,
tuve un día terrible...
-Ya
veo... se diría que sos el único que tiene días terribles... si al menos te
hubiera importado llegar un poco más temprano...
-Preguntale
a tu padre por qué no llegué temprano, después de todo, fue por culpa de él que
llegué a esta hora...
-Sí,
claro... ahora la culpa la tiene papá...
-¡Sonia!
¡Dejame en paz! ¿Querés? – grité, y de una manera tal, que ella quedó sin
palabras y se retiró del baño mascullando maldiciones.
Sí,
ya era bastante tarde. Enseguida escuché el timbre de la puerta y a mis suegros
que ya estaban entrando a la sala. Los gritos de mi mujer corroboraron el
hecho: “Querido, ya están aquí...!”. Ya están aquí, ya están aquí,
repetí remedando con voz chillona. Cerré el agua de la ducha y me envolví en
una toalla. Coraje, me dije, hay que salir al ruedo. Me eché un poco de colonia
y salí del baño. Me estaba poniendo el calzoncillo cuando de pronto se abrió la
puerta de mi dormitorio.
-¿Se puede? – gritó mi suegro con su habano
en la boca y sin llamar a la puerta – Pero querido ¿todavía estás en bolas?
bueno, no sé de qué me sorprendo, sabía que te iba a encontrar en bolas.
-Acabo
de ducharme, es que llegué tan tarde que...
-Sí,
sí, vos siempre llegás tarde. Ya lo sé, es tu especialidad - Battaglia se había
acercado y apoyado en el respaldo de la silla en la que estaba sentado
poniéndome las medias, me hablaba con un tono de voz suspicaz - ¿Estás bien?
¿Si
estaba bien? Me extrañaba mucho que él, justamente, se preocupara de cómo
estaba yo.
-¿Por
qué? – le pregunté.
-Bueno,
Sonia tenía una cara cuando entramos, que...
-¿Ah,
sí? – contesté indiferente.
-Decime,
Darío ¿qué carajo pasa con ustedes dos?
-¿A
qué te referís, Enrique?
-Quiero
decir que... los problemas de los matrimonios, generalmente empiezan aquí –
dijo, apoyando la palma de su mano sobre la cama.
Yo
lo miraba, indagando sus maquinales expresiones, mientras me ponía una camisa
limpia y buscaba mis pantalones. Mi suegro me miraba también esperando una
respuesta, que yo no quería (aunque hubiera sabido) responder.
-¡A
la mesa! – gritó Sonia desde el comedor.
-¿Dónde
están? ¡Enrique, Darío, que se enfría la comida! – recalcó la voz de guacamayo
de mi suegra.
-Después
hablamos, ¿de acuerdo? – me dijo Enrique, mirándome seriamente a los ojos y
haciéndome un gesto con sus cejas levantadas.
-Vayamos
a la mesa – dije turbado, terminando de acomodar mi ropa. Enrique se quedó
observándome, se quitó el habano de la boca, y empezó a asentir con la cabeza:
-¡Qué
rico perfume que tenés hoy! – me susurró, dejándome asombrado por semejante
observación. ¿Qué se traía entre manos ese hombre tan irónico? Quedé perplejo
mientras me sonreía detrás del humo de su cigarro y nos encaminábamos hacia el
comedor.
La
cena estuvo insufrible, como siempre. Mi mujer, que no se caracterizó nunca por
ser siquiera una modesta cocinera, se lamentaba por lo horrible (en eso no
podía estar más de acuerdo con ella) que le había salido el pescado. Mi suegra,
por otra parte, no encontraba ningún defecto en las habilidades gastronómicas
de su hija, por cierto, y no paraba de querer convencernos – inútilmente – de
que la cena estaba exquisita. Enrique sonreía, como persona que sabe con qué
bueyes está arando, dejaba pasar la situación, y me miraba de vez en cuando. Yo
me había quedado confuso con esa irrupción suya en mi cuarto, esas preguntas,
su tono de voz..., me sentía examinado por él, más que nunca.
Comimos
el postre, que no estuvo tan mal, y mi mujer propuso tomar el café en la sala.
Mientras las dos mujeres se encargaban de llevar las cosas a la cocina, mi
suegro aprovechó para sentarse conmigo en el sofá. Encendió un nuevo habano y
respiró profundamente, como un amo dueño de la situación. Se abrió dos botones
de su camisa azul, y me miró con una leve sonrisa.
¡Ahí
lo tenía de nuevo ante mí...! Me sentí terriblemente incómodo y hasta estúpido
por desearlo tanto. Alcancé a mirar subrepticiamente los pelos maravillosos que
asomaban por entre su camisa y me turbé aún más. Creí percibir que se había
dado cuenta, bajé la vista y me encerré en mí mismo, sin saber qué decir. Era
claro que él esperaba la continuación de nuestra charla. Levantó una pierna a
horcajadas y apoyó su tobillo sobre la rodilla de la otra, abriendo sus muslos
de tal manera que mi vista hizo un gran esfuerzo para no escaparse hacia su
suculenta entrepierna.
-¿Entonces?
¿Listo para irte de viaje?
-Aún
no se lo dije a Sonia.
-No
te preocupes, yo se lo digo si querés.
-No
hace falta – dije, tajante.
-Está
bien, está bien – respondió mi suegro levantando las manos y subiendo los
hombros – como ustedes no están teniendo buena comunicación..., sólo quería ser
útil...
-Enrique,
por favor – empecé a decir exasperado, poniéndome de pié – las cosas entre
Sonia y yo...
-¡Van
como la mierda! – interrumpió Enrique - ¿o te creés que ella no me cuenta?
-¿Qué?
– pregunté azorado.
Enrique
me miró torciendo y meneando la cabeza con total naturalidad, en señal de
omnipotente comprensión.
-¿Pero
qué cosas te cuenta Sonia? – insistí viendo que él se cruzaba de brazos y me
echaba el humo casi en la cara.
-Darío,
¿vos tomabas el café con azúcar, no? – preguntó mi suegra que volvía de la
cocina con una cafetera enorme.
-Pero
si sabés que yo no tomo café. – le dije mirando hacia el techo.
-¡Ay,
es cierto, que tonta, me había olvidado! – dijo estúpidamente – ¡Sonia,
entonces traé sólo tres pocillos!
-Yo
tampoco quiero café – dijo Enrique a Sonia, que entraba a la sala – me llevo
una cerveza, y también me llevo a Darío al jardín, tengo que hablar algunas
cosas con él.
-¿De
trabajo? – preguntó Sonia
-Sí
– dije yo, mirando a mi jefe – el diario me envía a la Patagonia.
-¡Ay,
qué bien! – dijo mi suegra riendo como una idiota y uniendo varias veces sus
palmas – ¡acordate de traer chocolates y torta galesa!
Sonia
se sintió contrariada, pero al ver la mirada triunfante del padre, enseguida
exclamó con agrio humor:
-Me
alegro. Supongo que a los dos nos vendrá bien unos días de descanso.
-¿Descanso?
– preguntó la madre.
-Sí,
y no vernos por un tiempo – le contestó mientras mi suegra hacía una tonta
mueca como quien no entiende mucho.
-Ya
venimos. – dijo Enrique finalmente – Salgamos un momento, querido.
La
frescura de la noche, contrastante con el clima asfixiante de la sala, restauró
un poco mi humor. La oscuridad nos envolvió y caminamos por entre los arbustos
altos que no había tenido tiempo de podar en semanas.
-Qué
linda noche – susurró abriendo los brazos y respirando bajo la cálida brisa
nocturna.
-A
mí no me parece una linda noche.
-Escuchame
una cosa, Darío...
-¡No.
Escuchame vos! ¿Qué mierda querías decirme con eso de que Sonia te cuenta cosas
de nosotros?
-Eh...
bajá el tono de voz, querido..., no te olvides con quién estás hablando.
Tragué
saliva, pero más tragué mi bronca. Ante ese hombre siempre me sentía inferior.
Sus pequeños ojos castaños me miraban como sacando chispas. El resplandor
nocturno acentuaba la sensualidad que solo yo sabía ver en su hermoso rostro.
Hermoso sí, pero terrible a la vez. Y en ese momento sentí una clara mezcla de
odio y de irresistible atracción física.
-Está
bien – repuse, con contenida calma – perdoname si me pongo así, pero es que no
me gusta que ella comente con vos ciertas...
-Ciertas
cosas que suceden en todo matrimonio. Dejate de joder, hombre, ¿o te creés que
yo nací ayer? En el matrimonio las cosas son de una manera, hay que aceptarlas
y punto. Yo tengo muchos más años que vos, y no me voy a asombrar con nada a
esta altura de mi vida ¿me explico?
-¿Pero
ella qué te contó?
-¡Que
ya no cogen más! – dijo Enrique. Lo tajante de su expresión, mientras tomaba un
sorbo de su cerveza, me hizo odiarlo más, y me mordí el labio por no gritarle
ahí mismo.
-Así
que eso te contó...
-Es
como yo te decía, querido – continuó irónico – cuando la cama no funciona...
-Pero
sí funciona...
-¿Y
cuándo fue la última vez que funcionó?
-Bueno...
-Querido...
– dijo acercándose más a mí, en un tono más confidencial – yo no sé qué carajo
les pasa a ustedes dos: son jóvenes, sin hijos, todo por delante... ¿qué
problema tienen?
Entonces,
apoyando una mano sobre mi hombro y fijando su vista en mis ojos de una manera
que me hizo temblar, me preguntó casi en secreto:
-¿O
el problema lo tenés vos?
-¿Qué?
Y
él, se sentó en un extremo de la banca e hizo una seña con la botella de
cerveza de que me sentara junto a él. Yo obedecí, intimidado, y a la vez presa
de su seductora superioridad.
-¿Tenés
problemas de verga?
-¿Qué
decís?
-¿Se
te para?
-¡Claro
que sí!
-¿Entonces?
Sonia me cuenta que ya ni la tocás, que parecería que perdiste todo interés en
ella, que te es totalmente indiferente...
-No
es eso, Enrique... lo que pasa...
-¿Es
que ella no te gusta más?
-Yo...
-O...
– y se acercó más y más a mí, pasando un brazo por encima de mi hombro y
juntando su cuerpo al mío - ...o es que... ¿hay otra mujer?
-¿Otra
mujer?, Enrique, no sabés lo que estás diciendo. Pero, por favor, ¿Cómo voy a
tener otra mujer?
-Bueno,
no sería nada extraño. Sabés que los hombres somos así – me decía cada vez más
interesado y concentrado en el tema. ¿Qué estaría tramando? De pronto veía en él esa actitud coloquial,
patriarcal, y no entendía qué estaba pasando. Sin embargo algo en mí iba
haciéndose cada vez más vulnerable y experimentaba algo parecido a una cierta
entrega. - A los hombres nos cuesta mucho ser fieles. Es más, a veces pienso
que el concepto de fidelidad es una utopía.
-¿Por
qué me decís eso? ¿Acaso vos...?
-Claro...
yo me he tirado alguna que otra canita al aire – me dijo en tono socarrón y
extrañamente cómplice – si no... ¿cómo creés que pude aguantar tanto tiempo a
mi mujer? ¿Vos entonces no...?
-¡No!
– dije categóricamente – y yo no creo que haya que “aguantar” a las esposas.
-De
acuerdo. Entonces, decime ¿cómo hacés, a tu edad, para soportar la abstinencia?
Vamos, Darío, ¡no tenés ni treinta años!, yo a tu edad cogía cinco veces a la
semana, no me vas a decir que te las arreglás pajeándote, porque no te creo...
Yo
no respondía. Ese hombre estaba invadiendo mi intimidad con tanta naturalidad
que yo explotaba de ira, de indignación, de impotencia... y quise abofetearlo
pero permanecía pasivo ante sus palabras como un perfecto idiota. Prefería
estar con él muy a pesar mío, escucharlo, ver dónde desembocaba esa suerte de
charla "de hombre a hombre", porque aunque la situación me parecía
una especie de parodia, sentía una excitación indescriptible y rara al lado de
ese hijo de puta. Cada tanto él tomaba un sorbo de cerveza de su botella,
alternándolas con pitadas a su habano.
-Ay,
ay, ay – dijo suspirando vagamente - ¡Pero qué linda está la noche! - Mi suegro
desabotonó lentamente su camisa. De reojo pude advertir su magnífico pecho
entre las sombras de la noche. La brisa nocturna agitó sutilmente los largos
pelos y él se echó hacia atrás, suspirando al sentir esa frescura sobre la
piel. Metió una mano por entre la abertura y la deslizó suavemente por esa vellosidad,
acariciándose despacio – No, Darío... yo no me creo que vos no cojas con nadie.
-Si
ya te dije que...
-Es
claro que no te gusta tu mujer, eso lo puedo entender, y lo siento mucho porque
al fin y al cabo se trata de mi hija... – yo iba a responder, pero él continuó
sin dejarme hablar – está bien, está bien..., yo todo eso lo puedo entender, pero... ¿no será
que a vos... no te gusta “ninguna” mujer?
Me
quedé de una pieza y no pude articular palabra. Él me atrajo insistiendo con la
presión de su mano sobre mi hombro:
-¿Es
eso? ¿que no te gustan las mujeres acaso?
Ante
mi silencio, Enrique miró hacia la casa, como asegurándose de que no hubiera
nadie cerca. Yo estaba aterrado, y él continuó diciéndome, en voz más baja
todavía:
-A
mí me parece que es eso, ¿no? Vos sabés que desde que te conocí, siempre
sospeché que vos eras “medio rarito” - yo estaba inmóvil, atónito - ¿Por qué no
me contestás? - me dijo, tomándome de la barbilla y apuntando mi rostro hacia
el suyo - ¿te pone nervioso que te pregunte esto? No te preocupes, esta es una
charla de hombre a hombre. Esto queda entre vos y yo.
Yo
sentía su aliento a cerveza mezclándose con el mío y su mano pesada y firme
sobre mí. Ese hombre me repugnaba y me embriagaba de deseo a la vez. Era
increíble, hablaba abiertamente sobre un tema que había sido conflictivo
durante toda mi vida ¡él!, la persona más odiada y a la vez más deseada que
había conocido jamás. Por fin, cobré valor y empecé a decir:
-Enrique...
-Sí,
Darío, hablá, hablá. Sabés que podés hacerlo con toda confianza, querido.
-No
sé que responderte..., no es un tema fácil para mí.
Enrique
sonrió levemente, asintiendo con las cejas en alto:
-Lo
sabía ¿Te gustan los hombres entonces? ¿Es eso?
-Yo...
-Si
ves un hombre en pelotas, ¿te excitás?
-No
sé...
-Y
si un hombre te toca... ¿no tenés ganas de tocarlo también? – su mano seguía
presionando mi hombro - ¿qué te pasa, por ejemplo, cuando ves a esos machos
haciendo deportes por televisión? ¿y cuando te pajeás? ¿pensás en tipos en
bolas?
-Esto
es ridículo ¿Por qué me preguntás todo eso?
-Hacía
mucho que quería preguntarte esas cosas.
-¿Por
qué? ¿Para qué?
-Para
saber si alguna vez te encamaste con algún tipo.
-¡No,
nunca!
-¡Pero
te gustan! ¿Los preferís jovencitos? ¿O tal vez maduros, como yo? – me decía
aferrándome por los brazos, con una firmeza que me hacía vibrar entre
hormigueos de toda mi piel.
-Dame
la mano – me dijo, con tono firme.
-¿Para
qué?
-¡Dame
la mano, te digo! – repitió con más vehemencia. Yo obedecí. Él la agarró,
entreabrió la tela de su camisa y me la llevó a su pecho desnudo. Yo sentí
hundirme en esa pelambrera increíble y él me la restregó por sus dos pectorales
-¿Qué sentís? Estás tocando a un hombre... ¿te gusta?
-Enrique,
por favor... - supliqué, intentando retirar la mano que él aprisionaba
fuertemente contra el bosque de sus pelos.
-¿Te gusta? – insistió. Yo respiraba
angustiado. Sí, me gustaba mucho lo que tocaba pero no me animaba a decírselo.
Mi suegro dejó la botella en el suelo y se quitó el habano que aún tenía en la
boca dejándolo en el borde de la banca. Me miró muy serio y yo bajé la mirada.
Entonces él me volvió a tomar de la pera y me obligó a mirarlo de frente. Con
una voz que no le había escuchado nunca, sensual, acariciante, me volvió a
interrogar:
-Te
lo pregunto de nuevo: ¿te gusta, Darío?, respondeme.
Sus
ojos me miraban muy fijo, implorantes. Jamás había visto en él ese tipo de
miraba. Me debatí durante largos segundos. Pero él esperó y bajó su vista hasta
mis labios, anhelante, queriendo escuchar una respuesta.
-Sí
– le dije con voz imperceptible, después de ese silencio que había durado
siglos.
-Entonces,
no tenés que sentirte mal por eso, seguí – me dijo, apartando los lados de su camisa
abierta.
-Pero...
– intenté decir, mirando preocupado hacia la ventana de la sala.
-Aquí
estamos solos. Ellas no vendrían nunca hasta aquí – me dijo mirándome a los
ojos. Sin dejar de tomar mi mano, la condujo hasta bajar a su entrepierna.
Sentí la dureza de su erección y creí morir.
-¿Y
esto también te gusta?
-Sí
– le contesté cada vez más agitado, pero con mayor firmeza en mi voz.
-¿Alguna
vez le tocaste la pija a alguien?
-No.
-Sentí,
sentí lo dura que está...
Él
capturaba mi mano contra su sexo duro a través de la fina tela de su pantalón.
Yo sentía todo el contorno de su miembro, su textura caliente y la blandura
mullida de sus grandes bolas. ¡Qué sensación única! Mi cuerpo apenas daba
señales de obedecer a mi razón. No podía dejar de temblar y apenas podía respirar,
tal era la emoción alienante que me ganaba.
-Tranquilo,
tranquilo... – decía mi suegro con la voz más sensual del mundo, a tiempo que
miraba en dirección a la casa, vigilante en todo momento. Entonces escuché el
ruido del cierre abriéndose. Inmediatamente me llevó la mano poniéndola adentro
de su bragueta. Ahora sentía aún más firme y más cercana esa verga apenas
cubierta bajo el calzoncillo, la tela era tan ligera que creí tocar sus
genitales directamente. Enrique se desajustó el cinturón y abrió por completo
su pantalón. Mi mano, que estaba inerte y con pánico de moverse, fue nuevamente
guiada, esta vez hasta la abertura del calzoncillo. Primero choqué con una mata
de pelos duros e impenetrables, y solo después, cuando avancé apenas, me topé
con la carne firme de un tronco acostado hacia la derecha.
-Es
toda tuya, sacala afuera – me indicó mientras su mano trepaba hasta mi cuello.
-No
puedo, Enrique..., es una locura, me parece que no debemos hacer esto...
-¿Tenés
miedo de que alguien nos vea?
-Tengo
miedo de todo...
Mi
suegro cavilaba rápidamente. Pero sin dejar de mirarme lascivamente. ¡Esa cara!
¡Si al menos no tuviera esa cara irresistible!, pensé. Como yo no reaccionaba,
me dijo con un tono más enérgico:
-¡Levantate...!
-¿Para
qué?
-Por
favor, levantate – su tono era ahora casi suplicante. ¿Era el mismo Battaglia?
¿Había dicho “por favor”? Yo obedecí. Permanecí de pié frente a él. Sus manos
buscaron mi pubis y lo frotaron por encima de mi pantalón. Yo estaba entregado
pero también paralizado, no podía hacer nada, menos resistirme. Encontró la
hebilla de mi cinturón, la jaló torpemente, desabrochó la traba y bajó la
cremallera. Apartó mi ropa y ante mi abrumadora vergüenza sacó mi sexo afuera.
Lo miró y luego me indagó subiendo la mirada hasta mis asombrados ojos. Mi pene
estaba flácido, aunque bañado en abundante líquido preseminal. Me abochorné por
no poder mostrarle de qué era capaz mi hombría, iba a pensar que sí era
impotente después de todo. Miré hacia abajo y pude percibir su gran bulto
reventando entre la abertura de su pantalón, mientras que mi pobre pitín seguía
cada vez más arrugado.
-No
tengas miedo, Darío. ¿No te das cuenta de que ya no podés tenerme miedo? ¿no te
das cuenta de que a mí también me gusta esto? – decía mirando lo que sostenía
en sus manos. Entonces, abrió la boca y decididamente engulló por completo mi
retraído nabo. ¡No lo podía creer! ¡Enrique Battaglia chupando una pija! ¡Y era
la mía!. ¿Quién lo creería? Lo tenía arrodillado a mis pies, al gran macho
argentino, al mujeriego y machista número uno, ¡al engreído, insoportable, intocable
e incuestionable señor Battaglia...!
-Solo
un hombre sabe cómo provocar el mayor placer a otro hombre ¿te das cuenta?, no
te resistas, te aseguro que los dos podemos gozar juntos – y volvió a tragarme
dejándome sin respiración. Saboreó magistralmente cada centímetro de mi sexo,
engullendo también cada una de mis bolas, siempre raspándome con el cepillo de
su bigote enloquecedor. Pronto me abrasó el ardiente calor de su experta boca al
sentir su lengua entre mi glande y mi prepucio. Solo eso bastó para que mi
verga despertara inmediatamente y alcanzara su erección más glamorosa. Cuando
apenas la pudo contener en su boca, Enrique se apartó, mirando el tremendo palo
que le ofrecía a la vista.
-¡Carajo!
¡Y yo que pensé que eras impotente! ¡Qué buena verga, yerno! ¡Así... así me
gusta! ¿Ves?, no había nada que temer, querido. ¡Dámela otra vez! – dijo
abriendo bien la boca y sacando la lengua chorreante de saliva.
Por
toda respuesta, avancé mi pelvis y se la metí nuevamente hasta que mis pelotas
golpearon su áspera barbilla. Me enardecí y comencé a bombear mi palo entre sus
labios resbalosos. Le iba a mostrar que no era impotente. ¿Así que te gusta la
pija? – pensé – ¡qué descubrimiento! ¡Battaglia, hijo de mil putas, voy a
hacerte pagar todas las que me hiciste! ¡comé, pero comé bien, hasta que no
puedas más, la verga de tu yerno, es el gran carajo de este cero a la izquierda,
que apenas podés tener en tu boca! ¡Sí! ¡Chupá, chupá hasta que te ahogues,
reverendo e irresistible cabrón!
Battaglia me miraba, ajeno a cada uno de
mis pensamientos, pero muy concentrado en su tarea de meter y sacar ese manjar
de su boca abierta a más no poder. Desde la casa, se escuchaban los cotorreos
de nuestras esposas. Él se levantó y se quedó frente a mí. Me sonrió,
increíblemente seductor, mientras me desabotonaba la camisa. Seguí embelesado
los pequeños movimientos de sus dedos al desnudar mi torso agitado. Al ver mi
pecho, retrocedió un poco para admirarlo detenidamente. Mordió su labio
inferior y pasó sus manos por toda la piel velluda de mi tórax. Tomó mis
pezones y los pellizcó firmemente. Estuvo acariciándolos, rotándolos, haciendo
una deliciosa presión sobre ellos. Después siguió con su boca, lamiendo y
chupando con maestría mis tetillas. Era subyugante, con cada succión, mi pija
daba sacudidas a modo de respuesta, largando chorritos de líquido transparente.
Él tomó mis manos, y como si estuviera impartiéndoles cátedra, también las
colocó sobre cada una de sus tetillas. Agarré esas puntas firmes sintiendo como
se endurecían más al contacto con mis dedos. Mis pezones, al lado de los de él,
eran unos simples botoncitos. Apreté, rocé, froté sus tetas, enredándome en la
pelambrera que las cubría. Sus pezones se hincharon inmediatamente poniéndose
duros y afilados.
-Darío, ¡cómo me
pusiste! ¡estoy durísimo! ¿querés ver...? – y se bajó rápidamente el pantalón y
el calzoncillo. Cuando descendí mi vista, ya su enorme verga estaba pendulando
en el aire, completamente libre de todo ropaje. ¡La verga de mi suegro! ¡Por
fin la conocía!
-¿No querés tocarla?
– me dijo suavemente, y guiando mis manos hacia su pubis, me invitó a agarrar
su sexo. Choqué mis torpes manos con esa dureza deliciosa, e impresionado por
el contacto, me aferré por primera vez a una verga, ¡y qué verga!, como si mi
vida dependiese de eso.
En ese momento la
noche hizo su prodigio. Como en un encantamiento, las nubes se
apartaron y la luna clara y refulgente irrumpió blanquísima en el cielo,
irradiando una luz casi sobrenatural. Descorrí la piel del sexo de mi suegro y
el glande brilló con ese resplandor mágico. Era un miembro portentoso lleno de
venas y rugosidades. Bajo la base, colgaban dos bolas muy pesadas, se me
antojaba que por el mismo peso la piel del escroto se había alargado
extremadamente y que por eso se balanceaban ahora vertiginosamente.
Entonces
Enrique me tomó de la nuca, muy cuidadosamente, y empezó a atraerme hacia su
monumento. Mis labios se abrieron casi intuitivamente. En mi boca sentía como
la saliva se me hacía más abundante. Cada vez más cerca, pude sentir su calor
en mi rostro, y de pronto... ¡ah!, metí ese sabroso fruto rojo en mi boca. Su
sabor era raro, nunca había probado cosa semejante. Abrí más la boca..., el
bocado que tenía que tragar lo ameritaba. Media verga... tres cuartos... ¡toda entera!,
y enseguida sentí el cosquilleo de los abundantes pelos púbicos de mi suegro en
mi nariz.
No
sé cuánto tiempo habré estado comiéndome su duro mástil, perdí toda noción del
tiempo... y casi del espacio, si no hubiera sido por alguna que otra risotada
de mi suegra, desde la casa.
-Sí...
sí... así, ¡cómo te gusta tragarla toda, cabroncito! ¿cuántos años estuviste
deseando hacer esto? ¿No era lo que querías, después de todo? – me decía
Enrique, en medio de movimientos pélvicos y acariciando con las manos sus
propios pezones. El muy hijo de puta sabía que tenía razón en todo lo que
decía. Después de todo, me conocía más de lo que yo pensaba - No te preocupes,
querido, yo también me moría por hacerlo.
Mientras
chupaba, lamía y succionaba semejante aparato, mis manos lo sujetaban por el
velludo culo. Cada tanto iba acercando mis dedos hasta que finalmente empecé a
metérselos bien dentro de las dos nalgas. ¡Qué hospitalario era su cálido
surco! Uno de mis dedos tocó su ano... y él lanzó un suspiro contenido. Acerqué
otro y volví a recibir su violenta exhalación y su arqueo. Entonces tomé coraje
y abriéndole bien los glúteos, dirigí allí varios dedos que empezaron a
horadarlo sin piedad. Mi suegro estaba loco de placer, y yo lo abría más y más,
sin dejar de saborear su erección.
-Vení
– me dijo de pronto, tomándome de la mano. Lo seguí y nos metimos en la zona
más oscura y apartada del jardín, justo entre los arbustos más tupidos. Allí se
desnudó por completo ante mi asombro temeroso. Se dio vuelta, y abriendo su
culo formidable me dijo:
-¡Quiero
que me cojas!
-¿Qué?
-No
tengas miedo, querido.
Ahora,
la palabra "querido" sonaba de una manera muy distinta. Su tono de
voz ya había cambiado por completo. Era más dulce, era más tierno, y ¡por
Dios!, era infinitamente más masculino.
-¿Estás
seguro?
-Sí.
No
podía creer lo que me estaba pidiendo. Más que pedir, me lo estaba exigiendo,
como era su costumbre con todo..., y por un momento me quedé inmóvil sin poder
reaccionar.
-¿Qué
esperás? ¡Vamos, Darío, meteme esa verga enorme que tenés..., haceme gozar como
un hombre, carajo...! – insistió abriendo bien los muslos y entregándome su
retaguardia.
Entonces
me agaché frente a su trasero que apenas podía vislumbrar y le separé
desmesuradamente los firmes gajos para alojar ahí mi cara. Empecé a chupar como
poseído. Mi suegro se contoneaba involuntariamente presa del placer más
intenso. Era evidente que mi boca lo ponía como loco. Mi lengua exploró su
peludo y caliente ano. Lo tenía muy abierto y dilatado, un culo pleno de
experiencia, era innegable que le había dado mucho uso a esa parte de su
cuerpo. Cuando sentí que estuvo bien lubricado, me levanté y puse mi verga
entre sus nalgas. Él mismo se fue ensartando en mi miembro que rápidamente
desapareció en su interior. ¡Qué delicia!, sentí el calor de su interior y su
abertura adaptándose al tamaño de mi pene que a esa altura había crecido hasta
su punto máximo. Mi suegro lanzaba gritos contenidos:
-Ah...
sí, sí... ¡qué bien que cogés, querido! ¡qué verga, macho! ¡dámela toda, la
quiero hasta el fondo... así, así...! – exclamaba con voz ronca. Yo ardía. Me
movía frenéticamente entrando y saliendo de su culo y sujetándolo por las
tetas, a las que ya intuía totalmente coloradas. Sí, estaba cogiendo al señor
Battaglia. Estaba penetrando al cabrón de mi jefe. ¡Ah!, pensé, si me viera
ahora el boludito de Domínguez, quien más de una vez bajó la vista ante sus
gritos; o Iriarte, sumiso y atemorizado siempre ante su escritorio..., o todo
el personal de redacción, tantas veces paralizado bajo sus autoritarias
miradas. Ahí estaba Battaglia, gozando inconscientemente con mi verga metida hasta
las bolas adentro de su ojete. A mi merced. Totalmente mío, entregado a mí,
suplicante de placer. ¡Sí, cabrón, sí, hijo de puta, gozá, sentí como te pongo
a mil..., y no te olvides nunca de quién te está haciendo sentir así!, pensé.
Entonces
la luna se ocultó nuevamente y quedamos en una penumbra casi absoluta. Fue en
ese momento que sentí que mi jefe iba a gozar su punto máximo. Estiré mi mano y
alcancé la gran verga que colgaba rígida entre sus piernas abiertas. Lo empecé
a masturbar con el mismo ritmo con el que sacudía mi pelvis para penetrarlo. Su
agitación fue acelerándose más y más, mientras sus gemidos subieron en volumen
y densidad. Instintivamente miré hacia la casa. Ningún peligro. Las dos mujeres
estaban allí, ajenas a todo lo que sucedía entre nosotros.
-¡Acabo,
acabo...! – dijo con contendida exaltación, mientras mi mano recibía grandes
cantidades de su caliente esperma. El calor de su líquido me puso aún más
excitado y empecé a sentir esa deliciosa punción tan característica en toda la
zona púbica, sí, estaba a punto de eyacular. Mi suegro, que aún no había
terminado de lanzar su espeso jugo, se zafó de mi invasión y giró rápidamente
para arrodillarse ante mi falo. Entonces tomándolo con las dos manos me hizo
una paja maravillosa mientras posaba la punta de mi verga entre sus labios
abiertos. En esa posición, e intuyendo su cara extasiada, tuve uno de los
orgasmos más espléndidos del que tuviera memoria. Todo mi semen fue a parar a
su angurrienta boca. Me apoyé en sus hombros, evitando así caer al suelo,
sintiendo cómo se me doblaban las rodillas a causa de tanto placer. Enrique me sostuvo
firmemente por mis muslos, con sus manazas fuertes y calientes. Me abandoné al
más categórico goce, y derramé mi ofrenda viril en el interior de su boca
ávida. Luego su lengua fue limpiándome todos los restos de líquido, y repasó
prolijamente todo mi glande, los pelos de mi pubis, mis pelotas y la parte interna
de mis muslos.
Caímos
de rodillas al piso. No pudimos evitar abrazarnos. Y, al mirarnos sentimos
nuevamente una atracción muy fuerte. Tal vez por sentirnos amparados entre las
sombras reinantes, nos animamos a acercar nuestras bocas. Entonces sucedió. Nos
dimos un beso largo y apasionado. Lo sujeté por la cabeza, acariciando su nuca
y alcancé sus mejillas hasta transitar cuello, espalda y cintura. Su rostro se
alojó en mi pecho y pude sentir el roce de su bigote una vez más entre mis agitados
pectorales. Me dio pequeños besos ahí, llenos de indecible ternura.
-Señor
Battaglia... – me animé a decir, sorprendido de que el hombre que yo conocía se
permitiera esas dulzuras.
-¿Qué
pasa? - me dijo levantando la mirada y sonriéndome desde allí.
-No
sé... es que no parecés el mismo señor Battaglia que conozco.
-¿Podrías
decir con seguridad que me conocés realmente, Darío?
-Ahora
no estoy seguro.
No
dijo nada, pero me sonrió con un gesto al que no hizo falta ponerle palabras.
-Creo
que es momento de volver a la casa - me dijo, tomando su ropa.
-Sí,
Volvamos.
Nos
vestimos cuidadosamente y tratamos de serenarnos. Cuando regresábamos por donde
habíamos venido, Enrique me sujetó deteniéndome de pronto por el brazo. Me miró
profundamente y lo vi abrir la boca. Nuevamente
nos besamos y nos fundimos en un fuerte abrazo, lejos de cualquier mirada. Yo
estaba atónito, sintiendo muchas cosas dentro de mí, e intuyendo una cierta
peligrosidad: la de haberme enamorado de mi propio suegro. ¿Entonces... ya no
lo odiaba después de todo?
Por
fin volvimos a entrar a la sala. Mi suegra, que estaba comiendo su enésima
porción de tiramisú, nos vio llegar:
-¿Ya
hablaron todo lo que tenían que hablar? Santo Dios, los hombres nunca pueden
dejar el trabajo en la oficina...
-Pero,
mujer, apenas fueron unos minutos. – le dijo, lanzándome una oculta mirada en
un gesto adorable.
-¿Unos
minutos? ¡Casi una hora! ¿Se puede saber de qué hablaron? – quiso saber mi
esposa. Yo empecé a balbucear:
-No
queremos aburrirlas con eso, pero bueno..., hablamos del viaje..., de mi
nota..., de...
-De
que pensé viajar con Darío esta vez – continuó mi suegro.
-¿Qué?
– se asombró Sonia, sabiendo lo incompatibles que éramos Enrique y yo. Miré a
mi suegro con los ojos como platos.
-Todavía
no está decidido, pero si él quiere, me gustaría acompañarlo y colaborar en la
nota.
Miré
a mi suegro que decía todo esto mientras se ponía su saco, impávido.
-¿Si
él quiere, dijiste? Qué raro..., vos nunca consultás a nadie para hacer algo, y
menos con las cosas del diario: lo hacés y punto – dijo Sonia, extrañada.
-¡Tenés
razón! – repuso más firme Enrique. y frunciendo el seño elevó la voz: - ¡Voy
con vos a la Patagonia, Darío, y no se hable más! ¡Listo! ¿Vamos, querida?
-Sí,
cariño – contestó mi suegra tomando su bolso – Llamame, Sonia, ¿sí?
-Sí,
mamá. Hasta pronto, papá – saludó Sonia, levantando de la mesa las tacitas de
café.
Mi
suegro se acercó a mí, mirándome con toda la complicidad a flor de ojos. Por lo bajo me susurró:
-¿Entonces...
te parece bien si...?
Sonreí,
asintiendo levemente. Mi suegro cambió la expresión de su cara con una sonrisa
plena. Todo estaba dicho entre nosotros. De pronto, se repuso, volvió a su ceño
adusto, tomó del brazo a su mujer y dijo desde el umbral:
-Bien.
Dispondré todo para salir este viernes en el vuelo de las ocho treinta. Te
espero en el aeropuerto.
Volví
a asentir, conteniendo esta vez la sonrisa que se me quería salir en una
carcajada. El señor Battaglia se volvió una vez más y afirmó, con un dedo en
alto:
-Y
no llegues tarde.
Franco
Franco.... me asombra el conocimiento que tenés del pensamiento, sentimientos y actitudes de un laburante ante un jefe HdP!!!! yo estuve un tiempo en esas condiciones, cuando esra estudiante... y pensaba lo mismo que Darío, .... salvo en lo de la atracción,... claro que mi jefe era horrible!!
ResponderEliminarSeba,
ResponderEliminarEs que un HdP lo encontramos a cada momento en las situaciones más diversas. El entrenamiento que tenemos a diario es constante. Por fortuna nunca tuve un jefe así de sorete. En parte porque muy pocas veces he trabajado (más bien "soportado") la situación de relación de dependencia. Y por otro lado, en vez de tener HdP como superiores he tenido y tengo Mediocres con mayúscula. No sé que prefiero, porque un superior inepto es algo muy difícil de sobrellevar. En mi cuento me pareció muy interesante conjugar el odio que puede sentir nuestro héroe con el deseo más intenso. En realidad él está enamorado de su jefe/suegro, pero hace falta algo para darse cuenta. Pues no hay nada más desarmante que un HdP que muestra su lado débil y al final termina siendo un corderito.
refrito
ResponderEliminarMe pareció de lo mas excitante este relato, sobretodo el poder imaginarme a Dario joven guapo y como dice velludo, no se que me pasa con los hombres velludos me electrizan el cuerpo tengo una obsesión morbosa por los chicos con pelos por todas partes, pero la trama se me hizo buena y bien redactada te va llevando poco a poco a ser parte de la escena y aunque no me gustan los maduros me pareció excitante, los felicito por este blog que satisface todas mis fantasias es una excelente pagina y las fotos magnificas de puros ositos, odio la moda actual de rasurarse el cuerpo
ResponderEliminarHola Franco:
ResponderEliminarSoy un asiduo seguidor de tu blog desde hace ya bastantes años. Me gusta todo, pero especialmente me gustan tus relatos. ¿Te gusta solo escribirlos o te gusta tambien leerlos? Si es cierto lo segundo ¿podrías, por favor, recomendarnos algunas direcciones de webs de relatos eróticos?
Felicidades de nuevo por tu blog.
Saludos.
Fdo.: Fernando
Fernando,
ResponderEliminarMuchas gracias por dejar tu comentario.
Acerca de tu pregunta, actualmente no estoy escribiendo relatos, salvo alguna que otra incursión aislada. En la época que los escribía, hace unos 15 años atrás, también me gustaba mucho leerlos, así llegué a la página todorelatos.com de la cual fui autor asiduo y lector frecuente. Te la recomiendo si es que no la conocías aún porque es enorme y muy completa. Como estoy alejado del rubro, no podría recomentarte otra.
Saludos!!!
Muchas gracias Franco. Es una pena que dejaras de escribir. No soy crítico literario, pero te aseguro que tus relatos es de lo mejor que he leido.
ResponderEliminarYa es abusar pero ¿te puedo hacer otra petición?: Hace años leí en tu anterior blog una historia (siento no recordar el título) sobre una visita al doctor ...y otra sobre una visita al peluquero. ¿querrías volver a postearlas?
Una vez más gracias y enhorabuena por tu blog.
Fdo.:
Fernando
Fernando,
ResponderEliminarGracias por tus palabras.
Cuando decidí volver a publicar mis relatos, me di cuenta de que la mayoría tenía muchos errores, así que los estoy revisando uno por uno. Cuando estén listos saldrán nuevamente a la luz, y tendré en cuenta tu pedido.
Bienvenido cuando quieras a VH, será para mí un placer leer tus comentarios...!
Saludos.
Hola. Espectacular
ResponderEliminarHola. Desnudas a los protagonistas no solo fisicamente
ResponderEliminar