El cuentito de fin de mes
"Reencuentro"
Esta historia comienza en el
relato: "Nuestro secreto" - click aquí
odo el mundo me dice que algún día me
voy a matar por caminar por la calle mirando para arriba. Pero ese día, estoy
seguro, yo caminaba con los pies bien sobre la tierra, y, por tanto, con mi vista
atenta a no chocarme con la tromba de gente que se arremolinaba a la salida del
subte.
Detestaba llegar a casa en el horario
pico, pero por fortuna ya estaba sólo a media cuadra. Repito que iba mirando
para abajo, sin embargo, no pude evitar que un tipo de traje y corbata,
ensimismado y distraído, chocara de frente conmigo y me tambaleara a punto de
caer. Pude mantener el equilibrio, pero todas las partituras que llevaba bajo
el brazo cayeron desparramándose en la acera.
-¡Uh! ¡Perdoname, por favor! – dijo el
hombre agachándose a recoger mis papeles.
-Está bien, está bien – atiné a decir,
inclinándome también.
-No, perdón, te pido disculpas, no te vi
– insistió tomando mis papeles mientras que a causa de la turbación, y para mi
desesperación, los apilaba en un caótico desorden.
-No hay problema – dije pacientemente,
arrodillándome para agarrar todo y evitar que la gente pisara las hojas – deje,
por favor, yo las levanto.
El tipo se deshacía en disculpas,
avergonzado, sobre todo cuando vio que sus torpes intentos por ayudar
complicaban más las cosas. Pero cuando levantó un poco la cabeza, lo reconocí. Yo
no cabía en mi sorpresa, estático, luego sonreí de oreja a oreja:
-Pero vos… sos… ¡Pepe!
Él me miró, extrañado, en un esfuerzo
por reconocerme.
-Sí… - contestó, pero sin poder
identificarme.
-Yo soy el hijo de Mario. Soy Franco ¿no
te acordás de mí?
Entonces sus ojos empezaron a iluminarse,
alzó desmesuradamente sus cejas, y en los labios se dibujó esa inconfundible
sonrisa.
-¿Franquito?
-¡Sí, Pepe!
Nos abrazamos, riendo, aún agachados en
la vereda.
-¡Franco! ¿Cómo estás?... pero... ¡jamás
te hubiera reconocido...!, ¡estás hecho un hombre!
-Ha pasado tanto tiempo, desde… - empecé
a decir, dejando inconclusa la frase que quería decir, mientras que con las
partituras a medio acomodar nos levantábamos sin dar crédito a ese encuentro.
Nos miramos a los ojos. Pude advertir
que Pepe buscaba en los míos al Franco que él había conocido ocho años atrás.
-Sí - me dijo – esta es tu mirada, la
misma que cuando eras un purrete, y también el parecido con tu viejo ¿cómo está
él?
-Bueno, creo que bien, mucho no nos
vemos ¿sabés?, pero tal vez sabrás que cuando dejó la valija, abrió un negocio,
una librería.
-Sí, claro. La última vez que lo vi, ya
hace unos años, estaba con ese proyecto.
-¿Y vos cómo estás, Pepe?
-Bien. Ahora me dedico a los bienes
raíces.
-También la valija de visitador médico
quedó atrás para vos.
-Muy atrás. Pero ¡qué alegría verte,
Franquito!
Entonces lo miré con más detenimiento. En
todo ese tiempo que no nos habíamos visto, Pepe había cambiado también. Las
canas poblaban profusamente sus sienes, pequeñas y nuevas arrugas bordeaban sus
ojos y su boca, y un poco más de calva hacían ahora de él un hombre aún más
atractivo de lo que yo recordaba. La voz se escuchaba algo cansada y las
palabras salían un poco más lentas, pero su mirada, vivaz, alegre, como su sonrisa
amplia engalanaban su legendaria simpatía.
No, no olvidaba aquel episodio.
¿Cómo podría olvidarlo, si había sido mi
primer acercamiento a un hombre de verdad y había significado mi transición a
la adultez?
Mientras me hablaba, fantaseé fugazmente
conque tal vez él tampoco hubiera olvidado aquel momento, nuestro momento. Lo
miraba a los ojos, con la ilusión de encontrar en ellos esa certeza.
Por un instante nos quedamos sin decir
nada. La gente que circulaba en todas direcciones nos empujaba y nos llevaba
por delante, mientras ambos habíamos quedado parados uno frente al otro,
mirándonos con una sonrisa en la boca, aislados en medio de la marea humana,
embobados. Entonces, él me preguntó, como despertando a la realidad:
-¿Y ahora, cuántos años tenés?
-Veinticuatro.
-Estás más alto. Mucho más alto, y con
esa barba...
-Uso barba desde los diecinueve.
-Te pusiste tan peludo como tu padre –
rió - ¿Y tu música?
-Estudiando, siempre estudiando. Estoy
haciendo la carrera de composición en la universidad, doy clases en una escuela
de música y por suerte puedo vivir de eso. Cada tanto viajo, tocando.
-Siempre te recuerdo. Una vez fuimos a cenar
a tu casa y tu papá te pidió que tocaras el piano para nosotros. Vos no
querías, eras muy tímido…
-Terriblemente tímido.
-Sí, lo sé – dijo con voz más queda,
como recordando cosas muy lejanas - pero
tanto te insistimos que vos tocaste algo. Mi mujer te pidió algo de Chopin, y
vos la complaciste.
Como un rayo, vino a mi mente aquella
melodía de Chopin que Pepe había silbado aquella vez, sí, el vals que yo había
tocado esa noche. Me volvían los recuerdos como destellos ajenos a mí.
-¿Y cómo está tu mujer? disculpame…, no
recuerdo su nombre…
-Elena.
-Sí, Elena.
-Está igual, los años no pasan para ella.
-Siempre fue muy vital.
-Y lo sigue siendo. A veces me cuesta
seguirle el ritmo – rió – pero estamos bien y seguimos juntos.
-¿Y los chicos?
-Los chicos ya no son tan chicos – dijo
mirando al cielo - Alina se casó.
-¿En serio?, no me digas que te hizo
abuelo…
-¡No todavía!, pero con Elena pensamos
que eso pasará en cualquier momento, ella está muy feliz con su matrimonio.
Marcelo se fue a buscar mejor suerte a los Estados Unidos, y el salvaje de
Gabriel, estudia Bellas Artes, sí…, tenía que haber alguien sensato en la
familia – ambos reímos.
Con las partituras ya ordenadas
nuevamente bajo mi brazo, avanzamos unos pasos sin dirección alguna mientras
seguíamos hablando, entre recuerdos y novedades de nuestras vidas. Íbamos con
paso errático, pero lo cierto es que los dos estábamos felices con aquel reencuentro.
Entonces, la sensación de algo pendiente
entre nosotros rondó por primera vez en mi cabeza. Nos detuvimos en la esquina,
creo que sin saber muy bien como extender ese momento. Él quiso preguntar algo,
pero titubeó. Finalmente se decidió:
-¿Y vos, tenés novia, Franco?
-Sí, hace dos años ya. Y estoy muy bien
con ella. Tenemos planes de irnos a vivir juntos, pero... bueno... no sé, a
veces pienso que es muy pronto.
-Me dijiste que no veías mucho a tu
papá, ¿vivís solo, entonces?
-Sí, desde hace unos meses.
-Qué bien ¿Y por dónde vivís?
-Allá arriba – dije sonriendo, y
apuntando con mi índice le señalé el piso doce del edificio que teníamos justo
enfrente. Él se rió y me miró asombrado.
-¿Y hasta allá subiste tu piano?
-Bueno, yo no, por suerte. - él se rió –
Ni me lo recuerdes, fue como un parto, dos ursos fortachones subieron a la
criaturita. Sufrí como una madre pero no tuve más remedio. No pude conseguir un
departamento en planta baja, hoy en día, sabés lo difícil que es alquilar.
-No me digas... – dijo haciendo un gesto
divertido.
Recordé que él trabajaba en eso, y nos
reímos. Nos quedamos un momento callados, sonriéndonos otra vez, era evidente
que algo más tenía que suceder, lo había percibido, y tal vez él también lo
había sentido, pero como yo todavía no me había librado de esa indecisión que
siempre me había caracterizado y tampoco la poca timidez que me quedaba, tenía
miedo de que ese encuentro casual se diluyera al retomar cada uno su camino. Sin
embargo sabía que Pepe notaba que frente a él tenía a alguien distinto a aquel
chiquillo del club de los domingos. Ya ni rastros quedaban del adolescente introspectivo
y callado que lo miraba jugar tenis junto a su amigo. Por fin, desviando un
poco la vista, le dije:
-Pepe, ¿qué tal si tomamos un café?
Él se mordió el labio inferior, miró al
suelo y parpadeó un tanto inquieto.
-Bueno..., me encantaría, pero yo...,
tengo que terminar unos trámites pendientes..., viste como vivimos hoy en día…,
uno siempre anda a las corridas, y justo hoy Elena me espera temprano porque
tenemos gente a cenar…
Me di cuenta de que estaba incómodo,
dudaba qué hacer o qué decir. Intuí enseguida que seguramente no tendría ningún
trámite por hacer, ni cena, ni Elena esperando, ni nada, que tenía temor de
algo y que sus palabras intentaban una salida cortés a mi propuesta. Pero
también entreví que se moría de ganas de tomar ese café conmigo.
-Dale, Pepe..., - insistí – mirá el
tiempo que hace que no nos vemos.
-Un montón, sí – dijo él, dando atisbos
de que su resistencia aflojaría pronto.
-Mucho tiempo, y siempre me imaginaba
que nos íbamos a encontrar, como hoy, y que íbamos a tomar un café.
-¿En serio?
-Claro, Pepe. En todo este tiempo, te
recordé con mucho cariño.
Pepe me miró de una manera adorable.
Había enmudecido y su rostro terminó ablandándose completamente. Hizo un gesto
con la boca, alzó las cejas y miró hacia un punto lejano e invisible, en una
deliciosa detención dubitativa. Después me miró con los ojos entrecerrados,
cómplices y pícaros, y con su infinita simpatía me dijo:
-Está bien. Creo que nos merecemos ese
café ¿no es cierto?
-Subamos entonces – dije entusiasmado -
yo te invito. Mi heladera está vacía, no puedo ofrecerte mucho, pero el café
nunca falta en mi casa.
Mientras subíamos en el pequeño ascensor
sentí su perfume suave y masculino. Quedé muy cerca de Pepe, y la situación se
volvió un poco incómoda, aunque excitante. Él miró hacia arriba, como deseando
llegar cuanto antes al último piso. Todo me parecía increíble, estaba frente a
Pepe, y volvía a sentirme atraído por ese hombre tan recordado. Él retomó la
charla acerca de sus cosas, de su trabajo, y en cada frase venía hasta mí el
suave calor que emanaba su aliento, delicioso, cercano. No podía apartar mi
mirada de su boca. Sus dientes, parejos y blancos emergían en cada sonrisa, y
sus manos gesticulaban acompañando cada palabra.
-Aquí es- dije, abriendo la puerta de mi
pequeño departamento.
-¡Qué lindo, Franco, cuánta luz, y desde
aquí ves toda la ciudad!
-Bueno, es un poco chico, no tengo
placard, ni bañera, es un poco caluroso en verano, pero es este mi lugar. El
balconcito compensa todo, me gusta tener todas esas plantas, y de noche es muy
lindo salir a ver las estrellas.
Posó su mirada en cada sitio. Al pasar junto
al piano deslizó unos dedos sobre alguna que otra tecla y me sonrió dulcemente.
Yo me quedé mirándolo, embelesado.
Una atracción muy especial ejercía ese
hombre en mí. Y eso no era nuevo. No podía borrar esas palabras, que venían a
mi mente una y otra vez. Entonces me había dicho: "… no olvides que será
nuestro secreto"
Nuestro secreto.
Había estado bien guardado por años y
jamás persona alguna lo había visto salir a la luz. En ese momento comprendí
que esas palabras tenían en sí mismas todo el peso de un talismán, de un
sortilegio arcano que entre nosotros funcionara como un fuerte e indestructible
pacto. Después de tantos años, finalmente lo veía todo muy claro. Veía a Pepe
entre mis cosas, en mi casa, allí observándolo todo, y conectándose nuevamente
con mi vida como si algo más que la casualidad nos hubiera reunido de nuevo.
Me dirigí hacia la cocina, con una
cierta necesidad de ocultar esos pensamientos que me parecían gritados, no dichos
en mi mente.
-Ponete cómodo, Pepe. Estás en tu casa.
Mientras preparaba la cafetera, vi como
se quitaba el saco, se aflojaba la corbata y se sentaba en el sofá. Miró los
libros que yo tenía en una pequeña mesa. Inspeccionó varios y se decidió por un
ejemplar antiguo de "Les fleurs du mal". Yo me saqué los zapatos y la
camisa, pues abajo llevaba una remera corta. Dejé funcionando la cafetera
eléctrica y vine a sentarme junto a él.
-¿Te gusta Baudelaire? – le pregunté,
viendo su interés al hojear las páginas.
-Si – me contestó, observando las
delicadas viñetas – lo leía mucho cuando era adolescente. Veo que tenés una
edición en francés, preciosa, pero yo no comprendo mucho este idioma.
-Baudelaire es bellísimo cuando se lee
en francés – dije, tomando el libro de sus manos. Al hacerlo, nuestros dedos se
tocaron levemente - ¿Hay algún poema que sea tu favorito?
-Siempre me gustó una frase, en "La
invitación al viaje".
-También es uno de mis predilectos.
-¿De veras?
-¿Cuál frase?
-Creo que es esta – dijo indicando la
estrofa.
Yo le leí el poema, intentando traducir
el párrafo.
"Imagina el gozo,
vivir juntos los dos lejos de
aquí
¡Y ser libres de amar,
oh, de amar y morir,
en una tierra parecida a
ti!"
Mientras leía intuía su mirada fija en
mí, absortos ambos por una tierna y rara emoción. Y cuando llegué al final, leí
en francés aquellos versos perfectos:
"Là,
tout n’est qu’ordre et beauté,
luxe, calme et volupté."
Dejé el libro sobre mi regazo y lo miré.
Pepe tenía los ojos húmedos. Visiblemente conmovido me dijo:
-Es mucho más hermoso dicho en francés.
Nos quedamos en silencio y sólo atinamos
a mirarnos, serios y expectantes.
Habían pasado unos minutos, lentos y
casi eternos, y el café ya estaba listo.
Después, la charla siguió discurriendo
apaciblemente, y era tan distendida, tan natural, que parecíamos amigos de toda
la vida. El libro de Baudelaire había sido la puerta para adentrarme en ese
Pepe que no había tenido tiempo de conocer ocho años atrás. Detrás de ese hombre
extrovertido, afable y divertido, del padre de familia seguro y amoroso, amante
de los deportes y de la amistad de todo el mundo, estaba el Pepe que yo siempre
había intuído, sensible, emotivo, y también temeroso de sus propios
sentimientos, de sus propios deseos, porque en definitiva, en ese momento podría
haber afirmado que estaba librando una dura batalla de sentires e incertidumbres en lo más profundo de su
interior. Me di cuenta que a través de estos años, recordaba en realidad a un
hombre que tenía una gran seguridad en sus convicciones ante aquel adolescente
incierto y confuso que yo era entonces. Ahora me daba la impresión que la
situación se había revertido, que el inseguro era
él y que sus miradas eran constantes interrogantes y dudas ante mí. Después del
tercer café miró el reloj y se sobresaltó.
-¡Uy!, ¡Se ha hecho muy tarde y estoy
robando tu tiempo! Me voy, Franco.
-Por favor, Pepe, no te vayas.
Me miró y sus ojos se disolvieron en una
extrema ternura.
-Pero vos tendrás cosas que hacer.
-Sí, ¿quién no tiene cosas que hacer...?
-¿Ves que tengo razón, entonces...?
-Hacemos cosas todos los días, y muchas veces por
obligación, pero esto que estoy haciendo hoy con vos, no pasa todos los días.
Pepe, ante mis palabras, se puso un tanto nervioso.
Insistí:
-Quedate un rato más.
-Lo que pasa es que…
-¿Tenés algo que hacer ahora?
-Bueno, no, en realidad no – contestó,
titubeando.
Él dudó, vaciló, pero finalmente se
sentó en el sofá nuevamente. Lo vi temeroso, algo agitado, con la preocupación
en su gesto. Entonces, sin pensarlo, dejé que mis pensamientos afloraran al
exterior. Empecé balbuceando, pero después, juntando coraje, me dije a mí mismo
que era momento de decir lo que sentía.
-Pepe, disculpame, tal vez yo te estoy
reteniendo y vos no te sentís cómodo conmigo.
-¿Qué decís, Franco? Me encanta este
reencuentro. Pocas veces disfruté tanto un café con alguien.
-Tres cafés.
-¡Sí, tonto!, nunca tomo tres cafés seguidos, ¿ves?, es señal de que la estoy pasando genial.
-Yo también. Pero te pedí que te
quedaras porque me gustaría decirte algo.
Pepe se puso serio y me miró. Su cara me
desarmó, en ella se mezclaban la sospecha y la intranquilidad. Quise tomarle la
mano, pero no me animé. Tragué en seco y continué.
-Tengo la sensación de que entre
nosotros quedó algo abierto.
Pepe suspiró, y pestañeó un poco, como
si necesitara enjugarse los ojos.
-¿Entre nosotros? ¿Por qué lo decís?
-Lo digo por aquella vez, hace ocho
años. Yo no era más que un adolescente, y tal vez aquello no tuvo la menor
importancia para vos, pero entre nosotros pasó algo que siempre recordé como una
de mis más fuertes vivencias.
Él desvió su mirada vacía hacia el libro
de Baudelaire, y supe que él regresaba internamente a un lugar muy distante.
Bajó un poco la mirada.
-¿Vos también lo recordás? - me dijo,
absorto.
-Sí.
-La ducha, en el club, después del
partido de tenis con tu papá.
-Sí...
-Todo este tiempo me estuve preguntando
si lo habías olvidado.
-¿De veras? Es curioso, también me lo
estaba preguntando de vos. Pero no, yo no olvidé nada. No podría haberlo hecho.
-¿Por qué?
-Pepe, aquello fue muy fuerte, por eso,
pero además, fuiste vos mismo el que me pidió que no lo olvidara.
Pepe sonrió, ya un poco más distendido.
Lo noté en el gesto de su boca, amplio y desinhibido.
-Fue algo extraño lo que pasó. Es que
vos estabas tan lindo. Franco… eras un jovencito hermoso. Tenías un aura que
jamás pasaba desapercibida para mí. Muchas veces, cuando nos juntábamos con tu
familia en algún asado del club, yo notaba como vos te aislabas de todo. Me
preguntaba qué pasaría por tu cabecita, y podía intuir que en tu soledad te
debatías internamente con cosas que me hubiera encantado indagar. Cuanto más te
ausentabas, más hermoso te percibía. Y cuando te vi ese día frente a mí,
desnudo, me sentí terriblemente atraído por tu belleza. Una belleza casi
ingenua, pura, perfecta. Te doblo en edad y podrías ser mi hijo, pero no lo
dudé, me abandoné a mis deseos, fui presa de la perfección de tu cuerpo y en
ese momento, yo sólo quería contemplarte.
-¿Fue la primera vez que había
despertado eso en vos?
-No, debo confesártelo. Yo te adoraba
secretamente – me dijo. Pero respiró hondamente, sonrojándose un poco – Mirá
las cosas que te estoy contando…
-Pepe, no sabés lo importante que es
para mí lo que me contás.
-Debés pensar que soy un degenerado.
-Sí, claro – bromeé, como para relajar
un poco el clima. Pepe también rió, haciéndome un gesto con el índice en alto –
Pero, Pepe, vos eras el tipo más popular del club, todo el mundo te quería. Te
recuerdo así, tal cual. No, no sos un degenerado ¿qué decís?, te entiendo
perfectamente, comprendo lo que sentías, y sé que seguramente no te habrá sido
fácil vivirlo.
-No, nada fácil. Pero esa es otra
historia.
-¿Entonces yo te gustaba?
-Estaba pendiente de vos todo el tiempo.
-Nunca me di cuenta.
-Pues me alegro mucho de eso, Franco,
porque el temor más grande que me torturaba siempre era que vos o alguien más
se diera cuenta.
-Entiendo.
-Cuando aquel día te vi en las duchas,
sin nadie a la vista, estando solos los dos, no pude contenerme más. Tu
desnudez me embriagó y no sé cómo me abandoné a mis propios instintos. Me
excité mucho, y olvidando donde estábamos quise demostrártelo. Abrí la cortina
para entregarte también mi propia desnudez, esperanzado de que también te
fijaras en mí. Me excité de una manera rara y extraña para mí. Jamás me había
fijado en alguien tan joven como vos, no de esa forma y con esa intensidad. Es
que eso era distinto. Estabas ahí, después de tantos fines de semana fijándome
en vos secretamente, ahí, desnudo, y cuando me
mostraste tu sexo en erección, creí tocar el cielo con las manos. Tu
sexo joven, enhiesto, casi irrespetuoso, me volvió loco.
Quedé atónito con todo lo que me había
dicho Pepe. Su voz, que por momentos había cobrado el ritmo vertiginoso de
aquello que se dice con pasión, me asombró y me llenó de ternura. Sentí en sus
palabras, el peso de una confesión esperada por años.
-Y ahora, Franco…
-¿Qué?
-Creo que tengo que pedirte disculpas.
-¿Disculpas? ¿Por qué?
-Por dos cosas. Primero, por haber
perdido el control aquella vez, por haberme doblegado en deseos incontenibles.
Segundo, por haber sido un cobarde hace unos minutos, por querer irme, sin
siquiera tocar todo este tema que, como bien dijiste, y con adulta razón, había
quedado abierto entre nosotros. Creo que estuve mal entonces, vos eras un chico
de 16 años y yo un hombre adulto. Podría haberte hecho daño.
-Pero no lo hiciste. Ésa fue mi primera
experiencia sexual con otro hombre. Aunque lo hayas provocado sin darte cuenta,
fue así. Y a pesar de que sólo me rozaste un pezón y posaste tus dedos en mi
barbilla, nada más, yo sentí que entre los dos hubo entonces un acercamiento
como pocas veces pude experimentar después. Fue algo hermoso y mágico para mí.
-¿Eso sentiste?
-Sí. Mirá, Pepe, yo soy aún muy joven y
muchas veces me siento un estúpido frente a la vida. Pero te puedo decir que
todo esto que sentimos no es fácil de digerir, de asumir, ni de vivir. Es
lógico que te quisieras ir hace un momento, es lógico que tuvieras temor, yo
mismo lo sentí aquel día, y también lo he sentido ahora, porque nadie nunca me
enseñó, y supongo que a vos tampoco, como se manejan estas cosas. No, no tenés
que discuparte por nada. Ni por lo pasado, ni por lo presente. No te das una
idea de cuánto me alegra que nos hayamos reencontrado.
Pepe se emocionó. Y volvió a desarmarme
con su sonrisa.
-A mí también me alegra.
-Sí, lo sé.
-¿Franco?
-¿Sí?
-No, nada.
-¿Qué es?, siento que me querés decir
algo desde hace un rato.
-Nada, mientras te escuchaba hablar,
pensaba que sos todo un hombre. Que creciste mucho. No sólo hablo de tu barba
ni de tu metro ochenta de altura,
ni de ese corpachón que sacaste con esos pelos que te salen por encima de la
remera, no, nada de eso. Creciste mucho por dentro.
Lo miré conmovido. Entonces Pepe bajó la vista,
pestañeó varias veces, y vi como las lágrimas bajaban de los ojos surcando sus mejillas.
Acerqué mi mano. Él la apretó muy fuerte y apoyó en
ella su cara. Entonces me acerqué y lo abracé lleno de gratitud. Estuvimos así
un tiempo. Sentía como aquel hombre lloraba lento y despacito entre mis brazos.
Y poco a poco, tanta carga interna se fue aflojando.
-Qué tonto, mirá cómo me puse – me dijo
riendo y secándose los ojos - debés pensar que estoy medio loco, ¿no?, vengo a
tomar un café a tu casa, charlamos después de años de no vernos, y termino
llorando como un boludo...
Yo, sólo lo contuve aún más, sin dejar
que escapara de mis brazos.
-Tranquilo, está todo bien – le susurré
– Pepe, sos muy lindo.
-No me jodas.
-Bobo, en serio. Sos una persona bella.
Mi mano fue hasta su nuca y empecé a
acariciarlo suavemente entre sus cabellos. Él estaba quieto, no atinaba a
moverse. Entonces sentí que su respiración se aceleraba un poco. Mi cabeza
apoyada en su hombro, la suya en el mío. Él se me acercó más aún y sus dedos se
deslizaron lentamente acariciando mi espalda. Me sentí estremecer. Pero esa
sensación aún fue mayor cuando una de sus manos descendió hasta mi cintura y buscó
introducirse por debajo de mi remera. Lo hizo de una manera tan natural que no
me resultó invasiva en absoluto. Tenía la mano caliente y suave. Toda mi piel
se erizó con el contacto. Yo lo abracé y también lo acerqué a mí con mis manos
sobre su espalda. Sentía su aroma. Su olor varonil y cautivador. Mi cara se
rozaba con la suya en mínimos movimientos y sentía su dura mejilla rasurada enfrentarse
contra mi barba. El metió su otra mano y siguió arrullando mi espalda
directamente sobre mi piel.
-Franco, Franco, tuve muchos
remordimientos desde esa vez....
-¿Por qué habrías de tenerlos? Todo fue
perfecto.
-Eras tan pendejo…
-Pepe, era pendejo, pero no era ningún
ingenuo, ni tampoco un santo. Ese día, me había hecho toda la película con el
bañero del club.
-No te puedo creer ¿el pelado?
-Sí, el pelado ¿te acordás del pelado?
Creí que iba a ducharse y lo estaba esperando.
-Y yo te agüé la fiesta. Qué tarado.
-No, no me aguaste nada. Cuando te vi,
me olvidé inmediatamente del pelado. Ay, Pepe, cómo te deseé, no te das una
idea de cuánto te deseé aquel día.
-Franco…
-Así que no te preocupes, tranquilo, que
no has pervertido a ningún menor – dije bromeando cariñosamente.
Él rió entre restos de llanto aún. Lo
miré y con un dedo le sequé una lágrima de su mejilla. Volví a abrazarlo,
estaba tan bien en sus brazos.
-¿Así que te hacías la película con el
pelado? Mirá vos… – río, acariciándome más animadamente la espalda.
-No te rías, tonto…, no me digas que no
estaba bueno…
-Hum… puede ser, pero no era mi tipo. La
verdad, es que yo sólo tenía ojos para vos.
No dije más. Conmovido, busqué el mayor
contacto entre nuestros rostros y sintiéndonos mutuamente, nuestras mejillas se
hicieron profundas y lentas caricias. Los movimientos se iban intensificando y
de pronto sentí que su boca se posaba en mi mejilla dejando un beso de ella. Él
se inquietó.
-Perdón, Franco, disculpame si...
Pero yo lo interrumpí con otro beso.
Pepe se quedó callado y asombrado. No obstante, su respuesta fue otro beso, que
depositó entre los pelos de mi barba. Lo volví a besar y así se dio un diálogo
delicioso de besos en las mejillas, algunos un poco más allá que rozaban el
cuello del otro, y pronto nuestras caras estuvieron frente a frente. Sus labios
subieron a besarme quedamente en los ojos. Yo me dejaba besar, y disfrutaba inocentemente
con ese tierno intercambio de afectos. Entonces Pepe, tomando mi cabeza entre
sus manos, contempló codiciosamente mi boca entreabierta y acercó su boca a la
mía. Su acercamiento fue tan sutil que cuidó en todo momento no invadirme con
aquel avance. Entonces, respirando un mismo aliento, entreabrió sus labios y los
posó suavemente en los míos.
Nos unimos en un beso.
Dulce.
Tenue.
Breve.
Enseguida nos miramos.
Y el segundo beso fue entonces más intenso.
Fue un largo beso que nos hizo perder la sensación del tiempo y en donde me
sentí incorpóreo. Su lengua irrumpió entre mis labios y se abrió paso dentro de
mí.
Pepe tomó mi remera y la deslizó
quitándomela por encima de mi cabeza. Sus manos fueron inmediatamente a
deslizarse por la superficie velluda de mi pecho. Abrumado por la emoción, casi
sin fuerzas, caí tumbado hacia atrás en el sofá. Desde ahí observaba a Pepe,
hermosamente extasiado ante la visión de mi pecho peludo. Levanté mis brazos y
los extendí hacia atrás, en señal de entrega, viendo como sus ojos devoraban
mis oscuras axilas. Él permanecía sentado, respirando pesadamente, luego llevó
sus manos a mi cinturón y lo aflojó. Suavemente desabrochó el botón de mis
pantalones y bajó el cierre. Vio como asomaba entonces la tela blanca de mis
calzoncillos y abrió bien el pantalón para contemplarme mejor. Yo bajé la vista
observando el bulto que se marcaba en su bragueta.
Sensualmente, Pepe se desanudó la
corbata, que quedó a los costados de su cuello. Con una lentitud que me volvió
loco de excitación, con esa misma y erótica parsimonia que recordaba desde el
día de la ducha, fue desprendiendo uno por uno los botones de la camisa y vi
emerger poco a poco su pecho. Al quitarse la camisa reconocí otra vez esos
firmes pectorales. Había unos mechones blancos ahora en el vello de su pecho,
más largo, más denso. Sus pezones, rojos y enhiestos, me atrapaban como ojos
encantadores.
Tomó mis pantalones y los deslizó hacia
abajo. Con él se deslizó un poco mi calzoncillo y los primeros pelos púbicos se
me salieron por encima del elástico. Suspiró, arrebatado, y cuando me quitó el
pantalón, siguió enseguida con mi slip. Lanzó una breve exclamación al liberar
mi pija en estado de erección. Quedé completamente desnudo ante Pepe. Entonces
él, que aún estaba sentado frente a mí, se desabrochó el pantalón y se
incorporó un poco para liberarse de él. Al bajárselos junto con su prenda
interior, hizo que mi mirada se encendiera.
Ahí estaba otra vez esa verga maravillosa,
latiendo, a mitad de su erección, que en pocos segundos, al sentirse liberada,
se fue levantando y poniéndose más dura hasta arquearse rígida hacia arriba y lograr
un grosor impresionante. Era una visión magnífica. Su falo durísimo y erguido,
emergiendo de una hirsuta mata de pelos negros, largos y sedosos. La luz del
velador, producía hermosos reflejos sobre ellos. Sus bolas colgantes, suaves y
grandes, completaban el magnífico espectáculo.
Por un minuto nos quedamos así,
recordando aquella primera mutua visión. Fue como volver atrás, para retomar
exactamente en el mismo punto donde habíamos hecho el paréntesis.
-Franco, qué maravilla. Si antes tenías
esa belleza juvenil casi angelical que me llevaba al cielo, ahora, tu belleza
de hombre, de macho, me despierta más cosas que las que sentí antes.
Me abrió un poco las piernas para ver
mejor mis más íntimos rincones. Yo lo complací, en el más alto delirio de mi
excitación. Se acercó a mí, y con los ojos más abiertos que nunca, me comió con
la mirada. Su verga, húmeda y con el glande aún cubierto, estaba sólida como un
mástil, inmóvil y pétrea. Yo no podía apartar mi vista de ella.
Se regodeó un poco más con mi desnudez brindada
y después se arrojó a mis brazos. Juntamos nuestras bocas y los miembros se
encontraron por vez primera. Aquello era lo que teníamos pendiente. No era sólo
un encuentro sexual, estábamos haciendo el amor. Y el amor entre dos varones es
muy fuerte. Los dos nos emocionamos mucho y él volvió a dejar correr sus
lágrimas que esta vez cayeron sobre mi cara, confundiéndose con la humedad de nuestros
besos. Eso me pareció hermoso y sentí que comenzaba a amar a ese hombre. Lo
sostuve por su cabeza al sentir que él hacía lo mismo con la mía. Su boca fue bajando hasta que
llegó a mi pecho. La lengua deambuló indagando sabores, allí chupó mis pezones,
cuidando de apartar bien los pelos que los rodeaban densamente.
El gusto de su líquido transparente me
endulzó la boca.
El tiempo se detuvo y así estuvimos aislados
de todo mundo. Yo chupaba su verga una y otra vez hasta que fui bajando por sus
pesados testículos para llegar por fin hasta el ano, siguiendo el surco definido de sus pelos. Al
sentir mi boca en su otra boca, Pepe tuvo un estremecimiento acompañado de un
largo gemido. Lo penetré con mi lengua varias veces y después volví a penetrarlo
con uno de mis dedos.
Se acostó boca abajo y me ofreció su
hermoso culo, abriendo bien las piernas. Era una obvia invitación, lo miré,
interrogante, y él asintió con un gesto. Apenas pude concentrarme para insertar
un preservativo en mi verga. La visión de su culo abierto y entregado me
subyugaba fuertemente, atrayendo toda mi atención. Se estiró sus propias nalgas
con ambas manos y el ojete, poblado de un vello que lo definía y agrandaba,
imploraba anhelante y caliente. Era rojo, pliegue contra pliegue, hermoso,
delicado y vulnerable. Lo lubriqué con mi propia saliva otra vez, lamiendo con
cuidado minucioso desde los bordes hacia el vertiginoso abismo.
Pepe se retorcía de placer, jadeando con
cada uno de mis contactos.
Apoyé la punta de mi pija en su agujero sintiendo
como se dilataba fácilmente. Me era fácil avanzar, lentamente el contorno de su
ano cedía paso a mi tronco imparable. Supe que estaba completamente dentro de
él cuando mis bolas acariciaron su piel y nuestros pelos se juntaron
confundiéndose en una sola mata. Mientras lo penetraba, mi mano buscó su erección
y comencé a masturbarlo amorosamente. Los movimientos, primero lentos, pronto
fueron adquiriendo ritmo y vigor. Pepe estaba tan excitado que de su boca
salían gritos incontenibles. Su voz era grave, masculina y cada tanto
pronunciaba mi nombre, entre jadeos entrecortados. Cada vez más rápido, mi
verga entraba y salía del culo de Pepe. Al mismo tiempo, podía sentir las
contracciones de su palo en mi mano. Por momentos, dejaba sólo el contacto de
mi punta, acariciando dulcemente su umbral, apenas rozándolo, jugando con los
bordes peludos de su ojete. Eso lo volvía loco. Se encorvaba jadeando y me
imploraba gimiendo que volviera a metérsela hasta el fondo. Estábamos llegando
al goce culminante. Nuestros movimientos eran ya violentos, las respiraciones
agitadas, los gemidos gritos. Entonces, sin poder abarcar tanta excitación,
dejamos salir nuestros orgasmos, que fueron uno, al mismo tiempo. Una espesura
cálida y abundante inundó totalmente mi mano, derramándose sobre el sofá. Mi verga
enloqueció dentro de su interior en una increíble sensación de plenitud. Nunca
había sentido ese placer. Instintivamente lo rodeé con mis brazos abarcando su
pecho sudado, como si fuera a retener así su alma contra la mía.
El placer se quedó en mí, intenso,
agotador, total.
Caímos exhaustos entrelazados y unidos
en nuestros propios sudores. Pasé mi mano por su cabeza algo mojada, con una
gran ternura. Pepe respiraba aceleradamente y me miraba con una expresión de
plenitud que nunca olvidaría. Se acercó a mí y me besó largamente. Su boca otra
vez acarició mis labios con dulzuras indecibles.
Cuando nos calmamos un poco, sin hablar,
lo tomé de la mano y lo llevé al baño. Abrí la ducha y nos metimos bajo el
agua.
Nos bañamos juntos, recorriéndonos
lentamente, en caricias de jabón que a la vez eran inspecciones suaves y
eróticas. Me maravillaban los dibujos que quedaban impresos en su piel cuando
el agua peinaba sus pelos. Jugué con ellos en toda la extensión de su pecho. Él
reía, y también dibujó miles de formas en el mío. Tomé sus pezones y les hice
todas las caricias posibles. Pepe me besaba y decía mi nombre, deslumbrado. Mis
dedos lo hacían vibrar, entonces escuchaba sus jadeos de placer, y me respondía
otra vez con un nuevo beso, acariciando mi lengua con la suya.
Bajé mis manos enjabonadas en dirección
a su selva de pelos más allá del ombligo. Su miembro tembló de nuevo cuando lo
llené de espuma. Se endureció, una vez más y quedó levantado entre mis manos
amorosas. Yo también estaba erecto. Pepe pasó una y otra vez el jabón por toda
mi verga, y sobó mis pelos provocando una suave mixtura blanca. Besándonos y
masturbándonos dulcemente, volvimos a descargarnos poco después, conteniendo
nuestras propias respiraciones entre las bocas abiertas y bañadas por la lluvia
caliente.
Entrelazados, bajo la lluvia que seguía
cayendo sobre nuestras cabezas, nos dejamos caer sobre nuestros propios brazos,
sin dejar nunca de acariciarnos mutuamente.
Tomé una toalla grande y nos envolvimos
en ella. Todo en derredor era vapor y calor. Su piel quemaba en la mía y
lentamente nos secamos en otra tierna sesión de cuidadosas caricias.
-Pensar que todo comenzó en una ducha –
me dijo, con su sonrisa encantadora.
-Es cierto.
-En mis fantasías, cien, mil veces,
soñaba la continuación de aquella ducha compartida.
-Yo también, Pepe.
-Pero todos los sueños, todas las
fantasías, te lo puedo asegurar, parecen insignificantes al lado de esto que es
de verdad.
Me abracé a él. Entre sus brazos
calientes y suaves, la sensación de refugio fue estremecedora. Me encantaba
sentir la textura de sus pelos sobre mi pecho. Y sus manos. Sus manos, que se
desplazaban lentamente, eclipsaban la suavidad de la seda, a la vez que tocaban
cada centímetro de mi piel con una firmeza viril y única.
Me besó, como nadie nunca me había
besado antes, y al tomarme la cabeza, sus dedos me acariciaron y mecieron mi
cabello húmedo.
Aún envueltos en la toalla, sentía otra
vez el choque delicioso de nuestros miembros aquietados. La punción erótica me
atravesó y mi sexo se agitó latente.
Pepe suspiró, apoyando su frente contra
la mía:
-Debo irme, Elena me espera.
-Y a mí me espera mi novia – respondí
con un gesto entre mis labios.
Me atrajo hacia él, rastreando con los
dedos los pelos de mi pecho, como queriéndolos entrelazar con los suyos.
-Entonces…
-¿Entonces?
Se separó tiernamente de mí, mirándome
con una especial sonrisa y fue hasta el sofá, donde estaba su ropa. Me quedé en
el umbral del baño, sin atinar a nada, sin querer tapar mi desnudez, ni mi
verga que, envuelta en ese calor reciente, había cobrado cuerpo, exaltada por
tantas ternuras.
En silencio, Pepe comenzó a vestirse. Me
senté a su lado, con la toalla aún en mis manos.
Cuando estuvo vestido, se agachó hasta
enfrentar su mirada con la mía y sonrió cuando se acercó a darle un beso a mi
verga, que quería nuevamente levantarse.
Después me miró y tomó mi mano.
-Entonces, Franco, mi querido Franquito,
me despido.
-¿Despedirte?
-Sí. Será mejor decirnos adiós – me dijo
con una sonrisa pálida. Sus ojos me hablaban con una profundidad inmensa.
-Pepe – susurré, y lo abracé
arrodillándome frente a él, buscando posar mi mejilla junto a la suya.
-¿Qué, hermoso? – me dijo, sin dejar de
acariciarme.
-No quiero decirte adiós. ¿Vos sí?
Pepe suspiró, sacudiendo su cabeza.
-No. Yo tampoco.
-Era lo que pensaba.
-Pero ¿cómo vamos a hacer?
-Como hicimos hasta ahora…
Pepe miró mi boca, miró mi pecho, le dio
una leve caricia con la punta de sus dedos a mi verga a media erección, y
sonrió, ahora más animado. Entonces hizo algo que me desarmó, y creo que desde
ese momento, supe conscientemente que estaba enamorado de él: Me guiñó un ojo,
con una mezcla de complicidad y ternura, como solía hacer antaño, y luego llevó
su mano hasta mi pecho. Con el dorso de la mano rozó mi pezón izquierdo… ¡como
aquella vez! Mi sonrisa devino en risa entrecortada. Reímos los dos,
emocionados, y él me dijo:
-Tenés razón, como hicimos hasta ahora…
será “nuestro secreto”.
Franco.
Junio de 2003 (Reescrito en Junio de 2014)
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