El cuentito de fin de mes
"No pude dejar de tocarlo..."
Es
increíble como suceden las cosas. Y en el momento menos esperado. Pero lo que
sobrevino en aquel largo fin de semana otoñal, me cambió la vida para siempre.
Corría
el mes de mayo y yo estaba abrumado por cosas de mi trabajo. Mi idea fue huir
aprovechando aquellos tres días libres, dejar atrás Buenos Aires hacia la casa
de la costa. También mi esposa estaba liada con unas planificaciones que tenía
que entregar, y, a último momento decidió no venir conmigo. Insistí en viajar juntos,
juro que lo hice, incluso mencioné que sin ella no tenía mucho sentido escapar
en pos de esos días de descanso, pero finalmente me convenció de que fuera de
todos modos, solo. Al principio me pareció raro, ya que nunca había ido sin
ella y tampoco había pensado en esa posibilidad, viajar solo..., lo pensé unos
minutos, y me di cuenta de que encontraba interesante la situación. Siempre he
tenido una vida interior muy rica, y hacía mucho tiempo que no disfrutaba de mi
propia soledad como lo hacía en mi vida de soltero. Accedí, pero con la
condición de dejarle el auto, para que pudiera manearse cómodamente en mi
ausencia.
Después
de cinco horas de autobús, llegué finalmente a la casa. Nuestra casa de verano,
a la que adoraba por la paz que siempre me había ofrendado, circundada de
arbustos, hiedras y árboles. Pero ahora el jardín estaba irreconocible bajo un
tapiz de hojas muertas y ramas desnudas. Solo los pinos grandes me
reconciliaban con el verdor buscado. Estaba nublado y el frío, a esa hora de la
madrugada, era insoportable. Un otoño poco habitual, decían los informativos:
récord de bajas temperaturas, heladas, sudestadas..., y lo cierto era que, a
pesar de mi gabán abrigado, estaba temblando y mis dientes rechinaban sin
control.
Cuando
entré tiritando a la casa, directamente fui a encender la calefacción. Fue
imposible: la gran estufa a gas instalada en la chimenea no quiso funcionar.
¿Qué hacer?, debía calentar la casa para hacerla habitable inmediatamente. Era
tanto el frío que seguramente haría un par de grados bajo cero. Era vital
encender la estufa. Pero todo fue en vano, probé una vez tras otra, y nada.
Aún
metido dentro de mi abrigo, tomé el teléfono para llamar a Don Hugo, nuestro
gasista de confianza. Me atendió un contestador automático. Por cierto, aún era
muy temprano. Esperé un par de horas y entretuve mi cuerpo entumecido con un
café bien caliente. Disqué nuevamente el número sin ninguna suerte. ¡Cielo
santo! ¿Qué iba a hacer sin calefacción?. Más que desesperación, se apoderó de
mí un enojo incontenible. Estaba furioso. Maldije la situación, y como por
reflejo salí de la casa. Empezaba a salir el sol, y al menos, caminaría para
entrar un poco en calor. En la caminata pensaría que hacer.
Me
encaminé hacia el mar a paso rápido. Llegué a la playa. Estaba desierta y
corría un viento helado que me acobardó al instante. Aún no sabía qué hacer.
Desde mi celular llamé a Hugo. Al fin pude localizarlo, pero me dijo que estaba
trabajando en Mar del Plata y que le sería imposible pasar por casa hasta el
día siguiente. ¡Hasta el día siguiente!. Así y todo, debía tomar una decisión:
buscar a alguien que pudiera arreglar la estufa o volver a Buenos Aires.
El
viento me azotaba la cara. Enfilé por una calle que nunca había transitado y a
unos cien metros de la playa me llamó la atención, como otras veces, aquella
casa grande de estilo europeo rodeada de un jardín hermoso y bien cuidado.
Avancé más y divisé un cartel que decía: "Hostería
Walhala". Me acerqué para admirar el verdor del parque, sus flores y
sus árboles, y entonces vi que alguien trabajaba agazapado junto al cerco.
Supuse que sería el jardinero. Al verme, levantó su vista, aún con las manos en
la tierra. A diferencia de la gran urbe porteña, la gente lugareña siempre es
amable y muy locuaz con los transeúntes, sean turistas o vecinos, por lo que me
animé a acercarme. Y no sé por qué, pero me sentí obligado a decir algo:
- Lo
felicito por el parque – dije
tontamente, un poco incómodo y temeroso de me creyera un fisgón. Él me miró con
sus ojos celestes y me sonrió.
- ¡Gracias!,
es un trabajo que disfruto mucho.
El
hombre tendría cerca de cincuenta y tantos años. Medio calvo y muy canoso, me
sonreía mostrándome sus perfectos dientes blancos enmarcados bajo espesa barba.
Acomodó sus gafas para poder observarme mejor y se puso de pié. Era alto y
vestía una camisa a cuadros. Por lo visto había entrado en calor y había dejado su chaqueta tejida a un lado. Era fornido y grueso sin llegar a
ser gordo. Sus facciones amables y fuertes, invitaban a la charla.
- ¿Entonces,
usted es el jardinero?
- Entre
otras cosas.
-
¿Por casualidad no será usted gasista?
- Oh,
no, me temo que no. Apenas me las arreglo haciendo el jardín, el mantenimiento
general de la casa, ya sabe, de todo un poco, y nada en especial - dijo sin
dejar de sonreír.
- Es
una hostería encantadora. ¿Usted es el dueño?
- Sí
señor.
- Tengo
una casa en la Villa, a pocas cuadras, y siempre me gustó detenerme a mirar su
parque. Lo felicito. Es un lugar hermoso.
- Gracias.
¿Usted vive aquí? – interrogó haciéndose sombra con la mano, pues el sol le
daba de lleno en la cara, plateando magníficamente su barba blanca.
- No,
en Buenos Aires, acabo de llegar para pasar el fin de semana.
- Parece
que le tocó frío.
- ¡Terrible,
no puedo parar de temblar!
- Acá
estamos acostumbrados a fríos así, y en invierno más, cuando caen las heladas.
El
hombre iba a decirme algo después de ponerse un poco serio al ver que estaba
tiritando, pero en ese momento se me había ocurrido una idea:
- ¿Cuánto
cuesta una habitación simple? – pregunté indagando sus expresiones.
- Pero
hombre, ¿porqué no entramos a la casa? Venga, pase por aquí, y tomemos algo
caliente.
- No
quiero interrumpir su trabajo... – dije tímidamente, pero con enormes deseos de
cobijarme en algún sitio cálido.
- Por
favor, señor, pase usted – fuimos hasta la casa y abriendo la puerta, me hizo
un gesto con la mano para que entrara.
¡Ah!,
en el interior de la hostería reinaba una temperatura excelente que me devolvió
el alma al cuerpo. Me inundó el rico aroma de la casa, una mezcla de maderas
enceradas, leña ardiendo y canela lejana. Era un sitio amable y en el hogar
ardía un generoso fuego.
- Está
caliente aquí, ¿verdad? – dijo, mientras se abría unos cuantos botones de su
camisa. Me llamó la atención la gran cantidad de largos pelos blancos que se le
escaparon fuera. Se disculpó para ir a lavarse las manos y volvió al instante
con dos tazas de humeante café.
- Ante
todo, me presento – me respondió – mi nombre es Peter..., Peter Albrecht.
- Mucho
gusto. Y digo, señor Peter ¿tendrá alguna habitación disponible? - pregunté,
mirando los precios de las habitaciones que hallaba totalmente razonables.
El
hombre me miró intrigado, y después de unos segundos preguntó:
- ¿La
habitación es para usted?
-
Verá, sucede que al llegar a mi casa, comprobé que estoy sin calefacción, y mi
gasista no vendrá sino hasta mañana.
-¡Caramba,
ahora entiendo! Pues claro que tengo disponibilidad, de hecho en este momento
no hay ningún huésped en la casa.
-¿Ninguno?
-Ninguno,
señor. Lo que pasa es que a pesar de estar en temporada baja, bien baja, diría
yo, siempre he querido mantener la casa abierta durante todo el año. Así que
puede usted elegir la habitación que más le guste – me dijo riéndose de buena
gana -. Venga por aquí, le mostraré el lugar.
Mientras
seguía a Peter, y ya restablecido con mi temperatura habitual, observé cada
rincón: plantas, muebles antiguos, confortables sillones, un piano alemán con
candelabros de bronce reluciente, viejas fotografías, cuadros, afiches de la
Oktoberfest de Munich, de la Theresienwiese, de distintos paisajes bávaros,
porcelanas y alfombras sobre maderas relucientes, e innumerables objetos
interesantes. Al llegar a la escalera, me dijo:
- En
este momento no tengo habilitada la planta superior, como usted imaginará no
hay muchos visitantes en esta época del año. Pero no crea, en invierno ya
empiezan a llover las reservas.
- Me
imagino.
-
Pase por aquí, por favor.
Entramos
a una habitación con cama matrimonial, era tan sencilla como encantadora. Él
descorrió la cortina de la ventana dejando entrar todo el verde de los pinos
aledaños y una luz soleada que manchó agradablemente la alfombra bordó con
flores.
- ¿Es
de su agrado?
-Es
perfecta – dije sonriendo –, como usted se imaginará no tengo que pensarlo
mucho: la tomo. ¿Podría quedarme desde ahora?
- Claro
que sí. Por la mañana una mucama dejará en orden su habitación, y yo mismo
sirvo el desayuno en el salón comedor.
- Muchas
gracias, iré a traer mis cosas y enseguida vuelvo. Aquí le dejo mi adelanto.
- Por
favor, no tiene que hacerlo. Lo estaré esperando. ¿Desea que suba un poco más
la calefacción?
- No,
verdaderamente así es una delicia, fíjese que ya entré en calor desde el
momento en que entramos.
Peter
me acompañó hasta la puerta y me dio un apretón de manos, amable y sonriente.
Sus ojos claros volvieron a clavarse en mí con toda su intensidad, y algo, una
extraña sensación de vulnerabilidad repentina, hizo que tuviera que bajar los
míos.
Mientras
regresaba a casa, llamé a mi esposa y le comenté lo sucedido. Extrañamente,
sentí algo raro mientras estaba hablando, y reconocí cierto sentimiento de
culpa por haber decidido dormir en la hostería. A ella le pareció lo más lógico
del mundo, aunque se entristeció por mi suerte.
Al
regresar a la hostería, encontré a Peter en la sala, leyendo y fumando su pipa.
Se levantó al instante y me dio la llave de la habitación:
- Aquí
tiene, señor, y también la llave de la entrada principal de la hostería, en
esta época del año cierro siempre después de las veinte horas.
Peter
me sonrió, entre seductor y servil. Sabía hacer sentir muy bien a un huésped,
eso era indudable. Me retiré a la habitación y dispuse mis cosas en el baño,
abriendo la ducha que enseguida llenó todo de vapor. Entonces reparé que no
tenía toallas. Llamé a Peter por el teléfono que estaba en mi mesa de luz y él,
deshaciéndose en disculpas se apresuró a traerme unas toallas. Ya me había
quitado los pantalones y desabotonado la camisa cuando sentí golpear la puerta.
-¡Adelante!
– dije, desde el otro extremo de la habitación, ocupado en quitarme las medias.
Peter
entró y avanzó hasta la silla para dejar allí las toallas. Nunca fui demasiado
pudoroso, lo admito, tal vez por eso me pareció de lo más natural continuar con
lo que estaba haciendo. Me di vuelta a tiempo que me terminaba de quitar la
camisa, quedando sólo con mi ropa interior. Vi que Peter me observaba, inmóvil.
-Gracias,
señor Peter, es usted muy amable – dije, pero él parecía turbado, sin dejar de
observarme de arriba a abajo. De pronto, para mi sorpresa, sentí un poco de
vergüenza: nunca un hombre se había quedado mirándome así. Por fortuna, Peter
reaccionó como si volviera en sí, se disculpó nuevamente bajando la vista, y
salió tropezándose con la alfombrita bordó con flores.
No le
di importancia al asunto, me desnudé y me metí a la humeante ducha. Apenas
sequé mi cuerpo me metí en la cama. El día comenzaba, pero como había viajado
por la noche, me habían dado ganas de dormir un poco. La mullida cama invitaba
al sueño. El contacto de las frescas y limpias sábanas con mi piel desnuda me
hizo estremecer y curiosamente tuve una rápida erección. Entonces,
sorprendentemente, mi mente encontró la imagen de Peter con su camisa abierta,
sus espaldas anchas y sus pectorales sobresalientes. Toqué mi velludo pecho y
acaricié mis pezones. Y en un momento dejé en sitio lejano mis cuarenta y seis
años y me sentí como un adolescente. Comencé a masturbarme lentamente pero la
actividad no pasó de una suave caricia, pues poco a poco fui cerrando los ojos
y me dormí. Tal fue la profundidad de mi descanso que pasaron las horas y se
hizo la tarde.
Entonces
me desperté sobresaltado a causa de unos estridentes golpes. Me incorporé,
presté atención: eran golpes en la pared, exactamente sobre mi cabeza,
provenientes de la habitación contigua. Me extrañaba, pues recordaba que Peter
me había dicho que la hostería estaba vacía. Enseguida tomé el teléfono y llamé
a Peter.
- Hola,
Peter, discúlpeme, pero estoy escuchando unos ruidos muy raros... ¿tiene idea
de qué está pasando?
- Voy
para allá enseguida – me contestó preocupado.
Pero
antes de que Peter llegara descubrí la razón de los ruidos, pues a los golpes
se sumaban gemidos y quejidos. ¿Entonces había alguien en la habitación de al
lado? Sentí golpear a la puerta y como estaba desnudo, respondí desde la cama:
- ¡Adelante!
Peter
entró serio e intrigado.
- Señor
¿qué sucede?
- Me
imagino que ya no soy el único huésped, ¿no es así?
- ¿Por
qué lo pregunta, señor?
- Por
los ruidos..., y por... – y no tuve que seguir explicando, porque los golpes (evidentemente
provocados por una cama moviéndose golpeando contra la pared) y nuevos gemidos
provocaron que Peter abriera los ojos como platos.
- ¡Dios
mío!, nunca pensé que se escuchara tanto de una habitación a otra.
- No
se preocupe..., no es su culpa..., además..., ahora me quedo tranquilo, pensé
que era algo más grave - dije poniendo una cómica expresión.
- Hace
un par de horas llegaron a la hostería dos nuevos huéspedes... – empezó a
explicarme Peter.
- Muy
enamorados, por cierto... – observé sonriendo.
- Sí,
a mí me parecía, señor, pero ¿cómo iba a saberlo con certeza?, si son...
- ¿Qué?
-
¡Dos hombres!
- Ah
¿sí? - dije, sonriéndome un poco, divertido por la expresión de Peter.
- Sí.
Y yo me extrañé un poco porque les había gustado que la habitación tuviera cama
matrimonial.
Intenté
contener la risa ante la actitud de sorpresa de Peter y me incorporé más aún en
el respaldo de la cama. Ahora los ruidos habían cesado pero los gemidos iban in
crescendo. Le hice un significativo gesto de cejas a Peter.
- Vaya...,
– dijo Peter subiendo las cejas también y acomodándose los anteojos – de lo que no hay duda es de que esos dos la
están pasando muy bien.
- Ya
lo creo – dije riendo.
-
Pero si usted lo desea, señor, ya mismo lo cambio de habitación.
-No, Peter,
no se moleste – volví a reír – después de todo, en algún momento tendrán que
dormir, ¿no?
Ahora
los gemidos se hacían más intensos. Peter, que miraba hacia la pared, ladeando
la cabeza como queriendo atravesarla con los oídos, estaba cada vez más circunspecto
y atento. Se había quedado estático, y bajando sus lentes, examinaba lo que oía
con gesto atento. Yo también presté atención, la situación me había parecido
divertida al principio, pero de pronto, me di cuenta de que Peter estaba cada
vez más interesado en lo que oía.
- ¡Escuche,
escuche...! – me dijo con una mano en alto.
- Sí,
sí, escucho... ¿qué cosa?
Peter
subió más la mano, como haciendo un gesto para que me callara, atento a las
voces que gemían de placer.
- Es
increíble ¿Cómo pueden gozar así?
- Bueno...
– empecé a decir, extrañado por el tono de la pregunta – creo, Peter, que si
dos personas se desean...
- No,
no, yo me refiero a otra cosa...
- ¿Otra
cosa?
- Sí,
otra cosa... digo... ¿Cómo será?
- ¿Cómo
será qué cosa, Peter?
- Bueno,
no me haga caso, señor..., cosas que a uno le pasan por la cabeza..., no es
nada importante...
- No
lo entiendo...
- Me
preguntaba...
- ¿Sí..?
- ¿Cómo
es que dos hombres pueden gozar tanto entre ellos?
- Pues...
yo, Peter... no lo sé..., pero me imagino que de la misma manera que gozan un
hombre y una mujer – dije encogiéndome de hombros.
- Claro.
Por supuesto. Bueno, olvide lo que le dije, no tiene importancia. Entonces:
¿está seguro de que no quiere pasarse a otra habitación? mire que tiene para
elegir.
- No.
Esta me gusta mucho, y en cuanto a los ruidos... – los dos sonreímos – ya me
acostumbraré, descuide. Después de todo, siempre es lindo cuando dos personas
se quieren de esa manera.
-
Dios le conserve ese poder de comprensión.
- No
vaya usted a creer que lo tengo. Hay tantas cosas que aún no comprendo..., no
se da una idea.
Peter
me miró mientras le decía esto, y nuevamente se fijó en mi torso desnudo. De
pronto me di cuenta que la sábana apenas cubría el vello de mi pubis.
Instintivamente subí la sábana y le sonreí artificialmente.
- Sí.
A mí me pasa lo mismo - dijo después de un silencio, bajando la mirada.
Peter
hizo un gesto con la cabeza, se disculpó una y otra vez, y salió rápidamente de
la habitación.
***
Cuando el día
estaba cayendo, salí a caminar por los alrededores y regresé a la hostería
después de cenar, algo entrada la noche. Después del crepúsculo, había bajado
mucho la temperatura y hacía un frío terrible, por lo que la sensación de
bienestar al entrar a la sala fue instantánea. A la
media luz de las lámparas, encontré el sitio desierto. Tomé mi llave y me
encaminé a la habitación. Pero al pasar por la conserjería vi la puerta
entreabierta de la salita privada de Peter y había luz en su interior. Apenas
me asomé, Peter notó mi presencia y me saludó cordialmente desde adentro.
- ¿Cómo
le va? ¡Pase, pase...! – me dijo amablemente.
-
Buenas tardes, Peter, ¿cómo está?
- Adelante,
hombre, sólo estaba haciendo tiempo, esperando la llamada de mi esposa desde
Buenos Aires.
El
hombre estaba frente al televisor, sentado en un gran sillón. Entonces noté que
su pierna derecha estaba apoyada en alto en una silla sobre una pila de
almohadones.
- Pero,
Peter ¿qué le pasó? – dije algo alarmado.
- ¡Me
caí! Metí el pié en un pozo mientras estaba con mis pensamientos!
- ¿Pensamientos?
pero, ¿en qué estaba pensando?
- No
estoy hablando de los pensamientos de la cabeza, no señor, sino los de mi jardín.
- Ah,
las flores...
- Sí,
de esos pensamientos tengo muchos, de los otros, no tanto. Bueno, no, a veces
pienso demasiado.
Reímos
con ganas.
- ¿Se
torció un tobillo?
- Me
torcí algo... no sé qué, pero me duele un poco y se me ocurrió poner la pierna
en alto.
- Hizo
bien, pero ¿cómo fue? – dije entrando a la habitación y quitándome el abrigo.
- ¿Que
cómo fue? ¡Pues muy ridículo! – me contestó gesticulando con sus brazos en alto
y dramatizando cómicamente el accidente. Reí de buena gana, ese hombre tenía una
simpatía muy particular - y para colmo, me metí en el mismo pozo que ya conozco
a la perfección, ¿se da cuenta?. En fin... los años no vienen solos, señor,
siempre traen algo de estupidez...
-
Bueno, a cualquiera le puede pasar ¿cómo está la pierna? ¿necesita algo?
- Vaya,
usted es muy amable... le agradezco mucho, pero no, no se preocupe.
Peter
estaba vestido solamente con una blanca bata de baño. Se veía que había salido
de la ducha recientemente, pues aún tenía el cabello húmedo y los pelos del
pecho que asomaban estaban peinados por el agua. Miré su pierna en alto,
descubierta hasta la mitad del muslo y le volví a preguntar:
- ¿Dónde
es el dolor?
- Es
aquí – me indicó con ambas manos apoyadas en su peludo muslo – si la muevo, veo
las estrellas. ¿ve?.... ¡Ah!
- No
sea tonto y quédese quieto – dije acercándome más a él. Volví a mirar su pierna.
Era musculosa y extremadamente velluda - Déjeme ver.
Peter
se quedó callado mientras yo posé mis manos suavemente en su muslo. No me costó
mucho encontrar la rigidez del esguince.
- Tenga
cuidado, por favor – rogó Peter, retrayéndose un poco sobre su sillón y
tomándome instintivamente por el brazo.
-
Descuide.
-
No... es que...
- No
me va a decir que tiene miedo...
- ¿Miedo?
¡No!... bueno... tal vez un poco...
- Confíe
en mí. Tengo algo de experiencia. A ver... ¿siente?, aquí está el problema –
dije buscando y encontrando el recorrido del tirón al tacto - Relájese. Déjeme
ver que podemos hacer.
Me
incliné sobre él y fui haciendo un leve masaje desde la rodilla y subiendo por
el muslo. Lo hacía muy suavemente y con movimientos circulares. Cuando llegaba cerca de la
entrepierna, volvía a repetir el movimiento partiendo nuevamente desde la
rodilla.
- ¿Le
duele?
- No
– contestó Peter siguiendo seriamente el recorrido de mis manos.
- ¿Ha
visto? Solo relájese – lo tranquilicé. Él tomó el control remoto, apagó el
televisor y quedamos en un silencio total.
-Es
verdad: usted tiene unas manos muy expertas... – me dijo con voz algo trémula.
Me
arrodillé en el piso, al borde del sillón para estar más cómodo, sin dejar de
masajearle el formidable muslo. No sé en qué momento, pero de pronto me sentí
cada vez más interesado en ese contacto – casi íntimo – con el hombre que yacía
a mi lado. Ya no podía dejar de tocarlo. Experimentaba un raro temblor en todo
el cuerpo y un asombroso considerable ante ese nuevo placer de frotar una
textura tan masculina. Sí, me gustaba. Se sentía muy caliente, la piel suave,
la textura firme, y..., esa caricia constante de los vellos entre los dedos,
era inquietante. Entonces subí un poco más, metiendo accidentalmente una de mis
manos por debajo de la bata. Pero no la retiré: había algo definitivamente
agradable en esa especie de rito viril que se da cuando dos hombres se miran,
se tocan, se alivian sus cuerpos como si se conocieran de toda la vida. Su
calor corporal me invadió y me desbordó una bella vibración interior.
En un
momento, noté que Peter se había relajado casi por completo y había dejado de
hablar, muy atento a lo que yo hacía. Mis manos subían y bajaban por su pierna
y él abrió cada muslo, primero uno, después otro; para facilitarme la tarea. Fui
tomando consciencia del placer que sentía. Jamás había hecho cosa semejante y
una sensación de total sensualidad me embargó completamente. Sí, sensualidad,
aunque mis manos se deslizaran por el cuerpo de un hombre (o mejor dicho,
precisamente por eso).
Miré
a Peter y comprendí que le pasaba algo similar. Nos sonreímos muy levemente
–casi cómplices – y observé como él llevaba una mano a su pecho, entrando un
poco por su bata algo abierta, a tiempo que se acariciaba lentamente el torso.
Sentí el ruido que hacía el recorrido de su mano por entre los pelos blancos
que poblaban el centro de su pecho y una pulsión casi eléctrica me bajó hasta
las piernas.
Recordé
las palabras que Peter había dicho en mi habitación acerca del amor entre
hombres, y comencé a sospechar que algo especial iba a pasar entre nosotros. Ambos
estábamos propiciando lo que todavía no presentíamos. Pero no me preocupé en
detener lo que fuera a suceder.
Mientras
tanto, mis manos masajeaban – o acariciaban, más precisamente – el lado interno
de su muslo, y casi sin darme cuenta, se encaminaban cada vez más hacia la
ingle. Peter se acomodó un poco la bata, subiéndola unos centímetros.
- ¿Duele,
Peter?
- En
absoluto.
- ¿Siente
alivio?
-No
sabe cuánto, señor... por favor, continúe – dijo con el registro de su voz descendido.
Como
autorizado por esas palabras, mi mano derecha avanzó aún más, y desapareció
bajo la bata, ahora deliberadamente. Sin embargo tenía un miedo terrible de
tocar algo que no fuera su pierna. A la vez, no dejaba de desear que eso
ocurriera. Quizá por eso mis movimientos dibujaban indecisos derroteros de ida
y vuelta. Entonces, ante mis ojos siempre escrutadores, él se aflojó un poco el
nudo del cinturón que ceñía la bata a su cuerpo. Inmediatamente la abertura de
la prenda sobre su pecho fue más amplia y pude contemplar un paisaje más
extenso. Por debajo de sus abundantes pectorales, dos surcos que los
delimitaban con su abdomen alto eran el comienzo de una barriga peluda y algo
prominente. El cinturón quedó tan flojo que con un mínimo movimiento la bata se
hubiera abierto por completo. Mi mano, casi tan ansiosa como mi deseo, seguía
su viaje hacia la entrepierna oculta. Fue cuando se topó con una textura
blanda, muy velluda y suave al tacto. Fue sólo una sutil y breve vecindad sobre
el dorso de mi mano, pero que me hizo caer en la cuenta de que Peter no llevaba
ropa interior. Repetí disimuladamente el movimiento, casi al límite de lo
voluntario, y comprobé que había rozado apenas las pesadas bolas de Peter. Volví
por más, una, dos, tres, varias veces. Sentí una piel suavísima, mórbida y más
fresca que la del acalorado muslo masajeado. No encontré oposición a esos leves
toques. Sus vellos me acariciaban dulcemente y yo, ya no pude quitar mi mano de
ese sector. No, no pude dejar de tocarlo.
De
pronto volví en mí, y me percaté de que tenía una fuerte erección. Mi miembro,
estaba incómodamente atrapado en la apretada prisión de mis pantalones
vaqueros. Decidí seguir adelante, curioso y cada vez más imbuido en esa
voluptuosa situación.
Como
si Peter hubiera respondido a mi ávida exploración, desanudó por completo el
cinturón de su bata, pero hizo algo que me excitó aún más: ¡no la abrió! No. No
cometió ese vulgar acto de obviedad. Quedó floja y mostrando poco y nada. Pero,
eso sí, la abertura de la prenda me dejó ver el recorrido del fuerte camino de
pelos atravesando el torso desde el centro de sus tetas hasta por debajo del
ombligo, ensanchándose y haciéndose más tupido a medida que bajaba. ¡Era todo
lo que podía ver, y era tanto, que me sentía embriagado! Definitivamente,
aquello que sabemos delicioso para nuestros ojos, y que queda (premeditadamente
o no) oculto bajo un manto de leve protección, es, precisamente por ese velo,
algo mucho más deseado, tal vez hasta la desesperación, que si se nos mostrara
en toda su plenitud.
Mis
manos, finalmente, se aventuraron hasta la entrepierna. Mis dedos se hundieron
entonces en una cálida maraña de pelos. La sensación táctil era sorprendente.
- Ah...
creo que me siento mejor – murmuró moviendo el pie.
-
Hizo bien en darse una ducha. Eso distiende y afloja la musculatura.
- Sí,
me metí en la bañera con agua muy caliente.
El
sólo hecho de imaginar a ese hombrote desnudo en la bañera me provocó una
vibración en la dura verga. Yo tenía una mano en la parte externa del muslo casi
en el límite con su nalga, y la otra en la parte interna. Ésta última se había
quedado rozándole un testículo y en mi mente, ya podía visualizar tamaño y
forma de esa parte genital. Peter, que había deslizado una mano hasta una de
sus tetillas, aprovechó el movimiento y lo usó para apartar un poco más su
bata. Me regaló la visión de un grisáceo matorral de vellos cubriendo su zona
púbica. Era increíble la extensión de esos largos pelos, saliendo ensortijados
hacia todas direcciones. ¿Diez? ¿Quince? no sé cuántos centímetros tenían esos
vellos, pero me maravillaba que estuvieran allí embelesando todos mis sentidos.
Afortunadamente, pensé, las únicas tijeras que Peter usaba eran las de podar, y
solamente en su jardín, era evidente que jamás había cortado sus pelos que
crecían naturales y abundantes donde la vista se posara. Masajeando
intensamente la base del muslo me acerqué aún más a Peter, de manera que mi
cara estaba a muy pocos centímetros de su torso semi desnudo.
- ¿Le
molesta la bata? – me preguntó calculadoramente.
La
pregunta me asombró. Su voz había sonado apenas audible, como si hubiera
querido acariciarme con ella. Me quedé pensativo y lo miré a los ojos. Entonces
me animé a decir:
- Eh...,
bueno... – comencé a balbucear, pensando aceleradamente qué palabras usar. Y
eso fue suficiente para que él apartase en silencio la bata hacia ambos costados
de su cuerpo, entregado y expectante.
Y
como un telón descorriéndose, la bata se abrió despaciosamente y yo asistí a un
espectáculo subyugante. Retiré un poco temeroso las manos hacia la rodilla y
fijé mi vista en el sexo descubierto de Peter. Sus piernas abiertas dejaban
libremente en reposo sus dos enormes bolas, que descansaban sobre el mullido
almohadón del sillón. Eran dos grandes pelotas rosadas, cubiertas de fino vello
y desparramadas perezosamente hacia ambos lados. Sobre esa mórbida base, su
miembro aparecía dormido entre los testículos y la espesa nube de pelos.
Encapullado totalmente en un generoso prepucio, parecía estar dispuesto a
recibir órdenes para la acción. No llegaba a ser muy largo, su punta no llegaba
a apoyarse en el sillón, pero tenía un tronco bastante grueso y corpulento. Peter
apartó un poco más la bata y yo subí mis ojos hasta el pecho que se me
manifestaba espléndido en toda su anchura.
Peter
tenía un cuerpo relleno y macizo, era fuerte y sus carnes rollizas tenían una
firmeza desbordante de virilidad. Aprecié asimismo sus gordos y suculentos
pezones, había que buscar con la mirada lo que la abundante vellosidad se
empeñaba en ocultar: pulposas aureolas rojas, ovaladas y puntiagudas.
- ¿Se
siente mejor, Peter? – dije casi inmóvil.
- ¿Ya
terminó? – interrogó con ojos implorantes.
- Si
quiere, continúo.
- Sí.
Por favor, siga, lo hace usted muy bien.
Con
mayor intensidad, desplegué mis manos nuevamente, yendo directamente a la
entrepierna, desde donde generaba el mayor alivio. Con tenues toques
circulares, cada tanto chocaba con la epidermis de su sexo. Él abrió más aún
sus piernas, y sus genitales pesados y blandos se volvieron a acomodar. Se echó
hacia atrás como quien se despereza y me animé, siempre con el corazón en la
boca, a avanzar más con dos de mis dedos, llegando a pocos centímetros de su
ano por debajo de sus pelotas. Sobre mis dedos sentí el peso de esa gran bolsa
peluda, experimentando el indescriptible contacto con esa textura tersa y
suave. Presioné allí y como un reflejo, Peter abrió más sus muslos. Tomé eso
como una invitación a su intimidad más privada y seguí guiado por el velludo
camino hasta el borde mismo de su ano. ¡Ah! ¡qué delicia palpar la zona más
vulnerable de un hombre!. Yo estaba totalmente excitado, y podía percibir
cuando mi verga, empalmada al máximo, derramaba cada tanto gotas de líquido pre
eyaculatorio.
Me
acerqué inclinándome sobre el regazo de Peter, al máximo de las posibilidades,
pues estaba pegado al sillón. Su verga me pareció admirable y hermosa, de una
belleza estética nunca advertida hasta el momento. Seguía dormida, arrugada,
pesada y remolona entre sus testículos, pero evidentemente, había cobrado
consistencia. Aún con mis dedos debajo de su escroto, moví con una pulsión
intensa su piel, entonces todo su sexo se sacudió perezoso. Parecía como si
estuviera despertando a un animalito dormido, que no quería – o temía – salir
del letargo.
Con
la cabeza apoyada hacia atrás en el respaldar del sillón, Peter volvió a
acariciarse el pecho con movimientos en círculo, raspando su piel y dejándome
escuchar de nuevo ese rumor maravilloso de su mano deslizándose por los duros
pelos blancos. Miré sus pezones: estaban excitados y se habían achicado en
circunferencia para crecer en longitud, duros, erguidos.
Cuando
volví mi mirada hacia abajo, noté que su verga empezaba a sostenerse por sí
sola. Con mi otra mano, avancé por sobre su otro muslo. Llegué hasta la ingle y
entonces, con las dos manos ahora, inicié un firme masaje simétrico en la unión
de la pelvis con los muslos. El sexo de Peter comenzó a moverse avivado por mis
movimientos envolventes y acariciantes.
A
propósito retiré un momento mis manos para poder así observarlo mejor. Su pene
estaba creciendo, lentamente. Pero a pesar de que quería abalanzarme sobre él,
me contuve presa aún de un temor contenido. Entonces apliqué nuevamente mis
manos calientes sobre sus entrepiernas, y subí esta vez (siempre sin tocar sus
genitales) hasta el pubis, empezando a masajear toda la zona por encima del
pene. Primero pasé las palmas rozando apenas las puntas de los pelos, luego
ahondé más hasta apoyarme en su cálida y firme piel. Estaba en la gloria, nunca
había hundido mis manos en lugar parecido. Me enredaba entre el vello crujiente
y recorría de un lado a otro ese enorme triángulo del bajo vientre. La verga,
finalmente, pareció obtener un permiso muy esperado y se levantó latiendo
vigorosamente. En cada latido, iban apareciendo venas gruesas y poco a poco,
todo el pesado tronco fue poniéndose de pie. Cobró dimensiones considerables,
doblando su tamaño en largo y ancho, mientras eso sucedía, la piel fruncida del
prepucio se descorría y el formidable glande, húmedo, violáceo, asomaba con su
cabeza hinchada. Cerré mis dos manos como un anillo aprisionando fuertemente
las bolas y el duro falo de Peter. El ardiente aparato lanzó una dadivosa
muestra de su líquido cristalino que se derramó hasta mis manos. Cuando aflojé
la presión, el pene mantuvo su erección apuntando hacia arriba.
- ¿Cómo
está? – le pregunté después de tragar saliva y remojar mis labios con la
lengua.
- Creo
que mucho mejor, señor.
- Veamos
entonces: póngase de pié.
Rubén
se levantó sin dolor alguno. Yo aún estaba arrodillado a su lado, por lo que el
enhiesto miembro casi chocaba con una de mis mejillas. Peter, mirándome desde
arriba, tomó su bata y se la quitó por completo. Abrí mis ojos como platos
frente a la contundente desnudez de Peter.
Permanecí
arrodillado, en principio porque no atinaba a moverme dado lo excitante de la
situación, y también porque mi visual desde ahí era realmente de privilegio.
Con voz trémula le pedí:
- ¿Quiere
darse vuelta?
Peter,
respirando algo agitado, obedeció lentamente. Su gran trasero, firme y cubierto
de pelos enmarañados, quedó a pocos centímetros de mi rostro. Volví a hacerle
otro pedido:
- ¿Podría
abrir bien las piernas?
Entonces
apoyándose con las manos en el respaldo del sillón se inclinó hacia delante y
separó bastante las piernas. Como plomadas de carne, aparecieron sus testículos,
colgando. Los miré y percibí como se contraían y aflojaban dentro de sus bolsas
tapizadas de pelos grises.
- ¿Así
está bien?
- Sí
– contesté, y llevé las dos manos al muslo que había estado masajeando antes,
pero ahora situando todo mi trabajo en el lado interno y directamente en la
ingle. Estiré y presioné muy intensamente toda la zona mientras me regodeaba
con su culo casi abierto ante mí. Del magnífico surco descendía la peluda zona
del perineo que llevaba a la suave textura de las pelotas. La lámpara de la
habitación proyectaba su contraluz y de cada vello emanaba una iridiscencia casi
feérica. Mis manos subían y bajaban "masajeando" el lugar afectado,
pero la visión de ese culo tan impresionante me tentó a querer tocar sus nalgas
redondas. Instintivamente me mordí el labio inferior y llevé mis manos hacia
cada glúteo. Entonces acaricié muy suavemente la tersa y pilosa piel, era
blanda, una textura turgente y dócil a los movimientos de mis dedos. Acentué la
intensidad de mis caricias y probé allí la continuación de mis masajes.
Sutilmente abrí las nalgas y lo hice muy... disimulada, cuidadosamente, como
para mirar entre el peludo y profundo valle sin ser demasiado obvio. Peter
estaba entregado a mí, y como no tuve resistencia por su parte, me animé a
abrir un poco más y el ano apareció descubierto y rosado. La hilera de pelos
bajaba hasta sus bolas y acerqué mis pulgares al umbral mismo de ese oscuro agujero,
sin dejar de masajear.
Estaba
a punto de meter mis dedos en ese cálido habitáculo y mi boca se había acercado
considerablemente. Diez centímetros, ocho... seis... cinco... cuatro... ¡y la
magia, oh crueldad, se rompió en pedazos cuando el sonido del teléfono invadió
el silencio de la habitación!
Peter
saltó como un resorte y se apartó de mis manos y mi cara. De pronto todo se
enfrió y él se apresuró a tomar la bata nuevamente. Se la puso como pudo como
si sintiera que el teléfono fuera una cámara de televisión que lo estaba
registrando. Con rápidos y torpes movimientos
atendió. Me hizo un gesto como justificándose y con una expresión de
consternación que me produjo algo entre lástima y ternura, dijo con voz
destemplada pero firme "Hola..., ah, ¿cómo estás, querida?". Habló, intentando
recomponerse y haciendo grandes esfuerzos por que su voz sonara con la calma
habitual de un cotidiano momento.
Me
quedé de una pieza, aún arrodillado. Pero pronto me sobrepuse y al ver que Peter
me volvía a hacer un gesto con la mano que no se definía entre la disculpa o la
directiva de tomar distancia, consideré que era mejor dejarlo hablar a solas
con su esposa. Me levanté y me pasé las manos por la cara, mirando a Peter. Él
se estaba poniendo la bata y me daba la espalda como para concentrarse aún más
en la charla telefónica.
Salí
de la habitación algo avergonzado y esperé unos minutos, confundido, sin saber
qué hacer realmente. Finalmente decidí retirarme a mi cuarto. Estaba tan
excitado que mi erección no quería bajarse por nada del mundo. Me quité la ropa
y me acosté en la cama. Deseaba que Peter viniera y me golpeara la puerta.
Quería estar con ese hombre. Quería continuar ese clima que había sido roto de
una manera tan despiadada y llegar a la última consecuencia posible.
Pero Peter
no vino. Sentí los ruidos en la otra habitación. La parejita había vuelto al
hotel y escuchaba su conversación lejana. Pensé en Peter una vez más, mis
sentidos lo ansiaban con locura. Me pareció escuchar sus pasos detrás de la
puerta... una vez más deseé frenéticamente que esa puerta se abriera, que él,
desnudo, viniera a mí..., pero en vano. Quedé tendido en la cama, quieto, con
el velador encendido, envuelto en los ruidos vecinos que recomenzaban..., y en
algún momento, que ahora escapa a mi memoria, me quedé dormido profundamente.
***
El
murmullo de la lluvia me despertó. Eran como las 9 de la mañana. Me desperecé y
recordé súbitamente el episodio que había vivido la noche anterior con Peter.
Inmediatamente mi sexo cobró vida nuevamente y me acaricié todo el cuerpo. Era
un día gris y por la ventana entraba escasa luz. Me dio frío y me tapé con las
sábanas. Al poco rato sonó mi teléfono. Era Peter.
- Señor,
tiene un llamado.
- ¿Un
llamado?
- De
un señor Hugo.
¡El
gasista! Ya me había olvidado por completo de él y de la situación en mi casa.
Pero lo que me llamaba más la atención era la voz de Peter, inmutable, como si
nada hubiera pasado. En realidad: nada había pasado. Preferí no decirle nada, y
le contesté que me pasara la llamada al cuarto.
- Sí,
señor. ¿Desea desayunar?
- Sí,
claro – contesté enseguida, pero al momento se me ocurrió algo mejor - Peter,
por favor..., quisiera...
- ¿Sí,
señor?
- Quisiera
pedirle por favor si me puede traer el desayuno a la habitación.
Se
hizo un breve silencio, un silencio denso y lleno de sonidos intrínsecos, como
si en ese momento ambos hubiéramos podido escuchar nuestros propios diálogos
internos.
-
¿Peter? ¿Sigue ahí?
Finalmente
Peter balbuceó:
- Sí,
señor.
- ¿Se
siente mejor hoy? - me atreví a indagar, siendo consciente de que mi pregunta era
algo impiadosa.
- Sí,
señor.
- Me
alegro. Entonces - insistí - ¿sería tan amable de traerme...?
- El
desayuno. Claro, señor. Enseguida se lo llevo. Ahora le comunico la llamada – y me pasó la llamada de Hugo.
El
gasista me decía que esa tarde iba a poder pasar por mi casa, finalmente. Me
tomé un tiempo para contestarle, y como obedeciendo a un reflejo impensado, le
dije que no iba a poder estar allí, y que en todo caso, yo lo llamaría
nuevamente. Colgué y me llevé una mano a la boca, sorprendido por mi
propia respuesta. Pero de inmediato me sentí
muy contento por lo que había dicho. Sonreí complacido y me acurruqué entre las
sábanas, disfrutando mi decisión de quedarme en la hostería. ¿Cuánto tiempo iba
a quedarme? No me importaba. Ahí estaba muy bien. Y ahora no pensaba de ninguna
manera volver a la casa. Solo pensaba en Peter.
Sentí
llamar a la puerta. Iba a levantarme a abrir cubriéndome con la toalla, pero
después me abandoné de nuevo en la cama y desde allí exclamé un firme
"adelante".
Peter
entró con la bandeja del desayuno en sus manos.
- ¡Buenos
días!
- Buenos
días, Peter – dije, incorporándome en la cama.
- ¿Descansó
bien? – me preguntó, a tiempo que me devoraba con la vista, con una expresión
seria y algo abrumada.
- Muy
bien. ¿Y usted?
- También. Pero
permítame. – Peter dejó la bandeja en la mesita, y como yo intentaba
acomodarme, me ayudó ahuecando un par de cojines detrás de mi espalda. Las
sábanas sólo me cubrían hasta el ombligo y mi desnudo torso quedaba
impúdicamente expuesto ante Peter. Él se turbó un poco, y tal vez por eso no
terminaba nunca de acomodar las almohadas detrás de mí. Luego trajo la bandeja
y la situó ante mí. Mis sábanas se deslizaron un poco más abajo y eso me excitó mucho, sabiéndome a un paso de quedar con mi sexo al aire
en cualquier momento.
- ¿Así
está bien? – dijo Peter apartándose un poco y bajando un poco la vista hacia el
surco de mis pelos que se perdían bajo la ropa de cama.
- Sí,
muchas gracias – contesté. Y como me dieron ganas de desperezarme aún más,
estiré mis brazos por encima de mi cabeza, bostezando sin tapujos. Miré a Peter
y sentí que la bandeja en la cama era como un obstáculo entre él y yo, así que
la deposité en la mesa de luz.
- Si
no desea nada más... - dijo, yendo hacia la puerta.
- ¿Así
que su pierna está mejor entonces?
Peter
se volvió y se quedó mirándome sin saber qué contestar. En ese momento, ¡un
bendito momento!, mis vecinos de habitación empezaron a hacerse escuchar. Volví
mis ojos hacia la pared sin mover la cabeza. Sonreí cuando los gemidos se
fueron haciendo más intensos. ¡Los muy bribones empezaban de nuevo! Peter
también escuchaba atentamente en silencio. Entonces nos volvimos a mirar. Peter
se acercó a mí:
- Está
mucho mejor, señor, gracias. Apenas siento un pequeño tirón aquí.
- ¿Dónde?
- Aquí
– y se acercó mucho más, tocándose el muslo.
Extendí
mi mano y me estiré saliendo un poco de mi cómoda posición en la cama. Toqué el
muslo de Peter por encima de su pantalón, pero esta vez nuestros ojos
permanecieron en una fijeza mantenida. Ahora la parejita de al lado lanzaba
gritos entrecortados. Bajé la vista hasta la entrepierna de Peter y pude
constatar un admirable y viril bulto. Sin retirar mi mano, alargué la otra y la
posé en la otra pierna, como queriendo comparar ambos tendones. Peter empezó a
respirar pesadamente. Yo exploraba sus dos muslos sobre la gruesa tela del
pantalón. Entonces, como estaba incómodo, me incorporé mucho más, saliendo por
sobre la sábana que quedó trabada en mi duro pene, como si éste fuera un
perchero. Peter miró eso y se mordió los labios.
- Parecería
que está mejor, pero no alcanzo a sentirlo en los dedos... – balbuceé.
Peter
también se tocó los muslos, chocando un poco con mis dedos. Entonces dijo:
- Es
que la tela del pantalón es un poco gruesa – y lentamente llevó sus manos a la
hebilla del cinturón, la aflojó y se abrió uno a uno los botones de la
bragueta. El pantalón cedió y entre los dos lo bajamos dejándolo caer al piso.
Tenía un calzoncillo blanco, de tela muy liviana y, por bragueta, una abertura
sin botones al frente. La enorme verga pujaba por salir por esa abertura. Podía
ver parte de su piel, y muchos pelos que se escapaban afuera. Me arrodillé
sobre el borde de la cama, la sábana se destrabó y sentí la libertad de mi
dureza pendular en el aire. Entonces puse mis manos sobre sus muslos ahora
desnudos y sentí en mis manos el calor y la delicia de su piel nuevamente. Peter
abrió su boca, pues la agitación invadía todo su pecho, y no dejó de observar
mi verga enhiesta, completamente excitado. Subí mis manos y las introduje por
entre las perneras del calzoncillo. Al hacerlo, la abertura se abrió y como
movida por un resorte, la erección de Peter se disparó hacia fuera saliendo por
la bragueta. El líquido que mojaba su extremo me salpicó en la cara y ante mí
tuve otra vez ese miembro maravilloso.
Devoré
con la mirada esa verga llena de venas palpitantes y finalmente la tomé con mis
dos manos. Peter lanzó un sonoro gemido y pareció perder el conocimiento. Y
casi al mismo tiempo que mis dedos tocaban su durísimo falo, sentí su
estremecimiento incontenible y la acelerada agitación de su pecho. Me quedé
inmóvil, expectante. Por un segundo que duró años, ambos nos miramos
hondamente... entonces la verga de Peter tembló de nuevo y lanzó un chorro de
semen que fue a chocar contra mi pecho desnudo. Él dejó escapar un nuevo gemido
profundo y su sexo derramó otro trallazo de esperma entre mis manos estáticas,
asestando la descarga cerca de mi boca... Peter se contrajo violentamente y me
lanzó otro chorro, y todavía otro, aún más débil... y pronto me vi bañado por
su líquido caliente y espeso. Arqueado sobre sí mismo, con los ojos cerrados,
casi tumbado sobre mí, Peter se apoyó sobre mis hombros a tiempo que sentía
todo el placer de su orgasmo contenido desde la noche pasada.
Aún
con su miembro duro entre mis manos, él se incorporó rápidamente como
despertando de un sueño y entonces se apartó tímidamente. Yo me quedé quieto,
con la interrogación en mi mirada. Peter no atinó a mirarme, se puso nuevamente
los anteojos, subió torpemente sus pantalones y cubrió su sexo chorreante y
levantado. Terriblemente turbado, con un gesto cercano al pánico, angustiado,
retrocedió, buscó la puerta con su mano, y salió de la habitación dejándome en
una total perplejidad. En la habitación contigua, los gritos seguían
victoriosos. Odié a esos tipos con toda mi alma.
***
Pasé
todo el resto del día en mi habitación, pensativo y con miedo de salir y
encontrarme con el confuso rostro de Peter. Supe que todo había sido muy fuerte
para él, pero, a pesar de que quería hacerlo, no sabía cómo acercarme a ese
hombre. El hecho es que no dejaba de pensar en él.
Terminó
el día y empezó otro. Ya no llovía, la mañana estaba radiante y hasta había
dejado de hacer tanto frío. Peter me había evitado todo ese tiempo y yo no
sabía qué hacer, pues se acercaba el momento en que debería regresar a Buenos
Aires y yo tenía (me era imperioso) volver a estar con él otra vez, al menos
para cruzar un par de palabras básicas.
Entrada
la tarde, sentí un rumor en el jardín y me asomé por la ventana. Era Peter que
trabajaba muy concentradamente rastrillando el césped. No lo había visto en
todo el día, así que fui raudamente en su búsqueda. Cuando salí al jardín no lo
encontré, entonces me di cuenta de que el pequeño cuarto donde guardaba las
herramientas tenía la puerta entreabierta. Me dirigí allí inmediatamente.
Cuando entré, casi con miedo, vi a Peter que estaba de espaldas, acomodando
unas tijeras de podar. Él se volvió, me miró con mucha profundidad y con una
calma que me dejó pasmado. Tenía la camisa abierta. Ante la visión impactante de su pecho peludo quedé electrizado, apenas sin saber qué decir. Los dos nos miramos por un instante que pareció
eterno. Entonces escuché su voz, tenue, resignada, que me decía:
- Señor,
¿desea algo? – dijo, eludiendo toda realidad y atrincherándose en su personaje
de amable hotelero.
- Usted
sabe que sí... es más, usted sabe lo que deseo, Peter. Ambos sabemos por qué
vine en su busca.
- Señor,
por favor, olvidemos esto... – dijo volviendo a acomodar unos utensilios del
jardín.
- Es
inútil – continué – no puedo olvidar nada...
Peter
me miró y bajó los ojos, muy pensativo:
- Por
favor, señor.
- ¿Y
usted? ¿Usted sí puede olvidarlo todo?
- Tiene
razón. Yo tampoco..., pero...
Y no
pudo continuar. Hice un pequeño movimiento buscando el picaporte de la
puertecita y la cerré tras de mí. Peter tragó saliva y pareció inquietarse,
enseguida pude ver en sus ojos avivarse una vez más el fuego del deseo,
creciente, incontenible, acelerando respiración y parpadeo. En menos de un
minuto nos quitamos la ropa, movidos por idéntica necesidad. Nos miramos
entonces, la luz que se colaba por la pequeña ventana era suficiente como para
mostrar uno a otro nuestra más absoluta desnudez.
Sin
poder contenernos más, nos abalanzamos en un encuentro aún temeroso y torpe. El
primer contacto fue el de nuestros brazos. Al bajar la mirada, vi mi erección
prominente y segura, mientras que su miembro se endurecía pesadamente entre
pequeños latidos. No pasó mucho tiempo en el que los dos sexos se chocaron como
durísimas espadas, haciéndonos estremecer. Aún estábamos muy asombrados de esa
mutua atracción. Nuestras caras estaban muy cerca, nuestros alientos se
mezclaban. Nos mirábamos fijamente, como indagándonos, ebrios de deseo.
Entonces él dio el primer paso. Abrió levemente sus labios y avanzó en busca de
los míos. Yo tenía miedo, pero no imaginé retroceder, ni siquiera podía
elucubrar una defensiva. En realidad no quería. Dejé que me besara y que por
primera vez un hombre tomara posesión de mi boca. Cuando su lengua apareció
entre mis labios, supe que iba a amar a ese hombre. Él notó mi temblor, tomó mi
cara en sus manos y aumentando poco a poco su ardor prolongó ese beso hasta
hacerme perder la noción del tiempo. Quedé hipnotizado al sentir la
contundencia de su contacto, pues no solo lo sentía en la boca, sino que
rápidamente, su cuerpo me había poseído como una enredadera abrazando un árbol.
Era más grande que yo, en altura y anchura, por lo que me sentí pequeño en el
calor de su piel.
Su
boca empezó a querer explorar distancias más lejanas que las que rodeaban mi
boca, entonces siguió besándome en el cuello, hombros y pecho. Me tomaba los
pectorales y se hundía en mis pelos. No podía respirar normalmente, la salida y
entrada del aire se me cortaba a medida que ese hombre iba acariciándome y
lamiéndome con esa lengua hambrienta de mí. No sé en qué momento su boca llegó
a mi pene, pues en un momento en que bajé la vista, vi desaparecer mi erección
entre sus labios. Sus bigotes se juntaron con los pelos de mi pubis y mi verga
quedó envuelta en un calor y humedad alucinantes.
- Jamás
hice esto – dijo buscando mi mirada.
- Yo
jamás sentí esto – le contesté con mis ojos entrecerrados.
Peter
continuó chupándome la verga con más intensidad, mientras sus manos se metían
poco a poco por el surco de mi trasero. Yo creí desmayar, pues por delante me
invadían unos labios extraordinarios y por detrás sus dedos iban acariciando
lentamente la puerta de mi ano. Tuve que sostenerme apoyándome en sus anchos
hombros para no caer, tal era el placer que me subyugaba. Entonces me aparté de
él, porque sentía que iba a venirme entero. Él se puso de pié y me abrazó
nuevamente. ¡Qué bien me sentía en sus fuertes brazos! Nos volvimos a besar.
Mis manos se me fueron, casi solas, hacia su pecho. Los grandes pezones se
alojaron entre mis dedos. Estaban duros, calientes, y empecé a masajearlos
sintiendo como él gozaba ante ese contacto. Reemplacé mis manos por mi boca,
ávida de probar ese nuevo sabor. Una a una, fui alternando esas tetillas al
contacto de mi lengua, mientras que con mis manos recorría el máximo de espacio
corporal que pudiera abarcar al tacto. Choqué con la dureza de su miembro y me
apropié de él con las dos manos. Qué rígido se sentía... y a la vez ¡qué
suave!. Con sus enormes tetas en mi boca, recorrí todo su sexo, metiéndome por
entre sus pesadas bolas, llegando hasta el perineo y volviendo a subir,
acariciado por los largos pelos que cubrían toda la zona.
No
pude más, me arrodillé ante él y con el amenazante mástil ante mi cara, observé
por un instante lo que había decidido engullirme: un palpitante tronco con sus
venas muy gordas, chorreante de líquido transparente, que se balanceaba levemente
mientras apuntaba hacia arriba. Lo tomé desde la base, por detrás de sus
peludos testículos y lo apunté definitivamente hacia mi boca abierta a más no
poder. Él acompañó ese gesto adelantando su pelvis y depositándome el gran
órgano sobre el borde mismo de mis labios. Entonces me precipité sobre su
glande brilloso y tragué cada centímetro de tan crecida longitud. Al principio
fue muy extraño, era como si mi raciocinio reprobara esa acción, mientras que
mi deseo y mi cuerpo se satisfacían agradecidos.
Él
giró sobre sí mismo y yo abrí bien sus nalgas. ¡Qué sublime era tener su amplio
culo tan cerca! El camino que me mostraba su surco abierto me orientaba hacia
su agujero bien dispuesto a recibirme. Se me hizo agua la boca y no dudé en
lamer tempestuosamente su culo. Peter se apoyó en la pared, respirando
vehementemente. Abrió sus extremidades para facilitar que mi boca se hundiera
lo más posible en su franca anatomía. Tomé su verga y lo masturbé lentamente,
sintiendo el descorrer fácil de toda la piel de su prepucio. Cuando el ano
estuvo bien aceitado con mi saliva, introduje un dedo. Entró fácilmente,
comprobando la dilatación admirable de Peter. Abrí más sus glúteos y metí otro
dedo. Peter comenzó a gemir y él mismo se tomó de las nalgas para apartarlas
hacia ambos lados. ¡Sorprendente! Mi lengua lo penetró volviéndolo a lubricar.
Entonces entraron tres dedos en la caliente abertura, a tiempo que él apoyaba
un pié sobre un baúl. ¡Glorioso! Pude ver su rosado interior, listo para ser complacido.
Me
incorporé acercando la punta de mi pija al húmedo hueco de su culo. Él me rogó
que no le hiciera daño, que fuera muy despacio. No le contesté nada, solo le
besé tiernamente la nuca. Sentí entonces su entrega total, ardiente y pasional,
y abrió todo lo posible su trasero ante mí. Su apetito era mayor que su temor.
Tanteé el camino con mi glande. El contacto era estupendo. Avancé un poco más,
sintiendo como la saliva hacía resbalar mi miembro hacia el interior. Él empujó
hacia mí su culo portentoso y la punta de mi poste se adentró entre los
pliegues. Peter se quejó, mordiéndose los labios.
-¿Duele?
– le pregunté susurrante al oído.
-Sí,
pero quiero sentirlo dentro de mí.
Entonces,
animado por su propia ambición, seguí besándolo en el cuello, mientras mi pubis
avanzaba más y más. El calor de su hoyo me quemaba y sin casi darme cuenta, mi
verga se hundió hasta la mitad. Peter gritó, buscando mi boca con la suya. La
recibí, acariciándolo dulcemente con mis manos, pero sin retroceder en mi
firmeza. Su ano se iba abriendo a cada arremetida, y yo sentía como después de
cada envión, la piel, elástica, se adaptaba a su enhiesto invasor. Finalmente,
todo mi sexo quedó inmerso en su culo, y ambos quedamos inmóviles, aunque
agitados y cubiertos de sudor pese al frío del ambiente. Entonces muy
lentamente, comenzamos a movernos en leves ondulaciones y pronto nuestro ritmo
se hizo más y más acelerado, aunque aún cuidadoso. Sentía su interior alrededor
de mi verga hambrienta de fricciones, y me enloquecía cada vez más. Volví a
preguntarle:
-¿Te
duele?
-Ya
no... ahora solo siento placer... y es un placer increíble – me contestó
sonriendo emocionadamente.
Nos
sentíamos muy unidos. Yo lo atraía hacia mí asiéndolo por los pechos y él hacía
lo mismo jalándome por los muslos hacia su cuerpo. Lo poseí con toda mi pasión,
pues mi sexo entraba en él con acalorados empellones. Su erección, que no había
bajado un solo centímetro, era admirable... quise tener su rígida verga en mis
manos y comencé a bombearla sin detenerme. Entonces Peter empezó a vibrar y a
gemir cada vez más. Comprendí que iba a acabar y redoblé el movimiento de mi
pelvis así como el de mi mano alrededor de su pija. En medio de un grito sonoro
y prolongado mi mano se llenó de caliente esperma. Con involuntarias
convulsiones, el cuerpo de Peter se arqueó bajo el mío, y abrió sus manos sosteniéndose
de mí para no caer al piso. Aún no habíamos cesado en nuestros sensuales
movimientos cuando de pronto sentí que iba a eyacular en cualquier momento.
Quise salir de él, pero Peter, intuyendo que iba a descargarme muy pronto, me
sostuvo poniendo sus manos en mis glúteos a tiempo que me atraía fuertemente
hacia sí. Quedé prisionero de sus sacudidas, sin poder salirme de su ano. Fuera
de todo dominio, mi garganta estaba lanzando unos gritos ahogados y
estridentes. Fue increíble, me derramé entre espasmos de placer como nunca
antes había tenido y sentí como mi semen inundaba el hermoso culo de Peter,
totalmente entregado a mi goce extremo.
Mi miembro,
aún hinchado y palpitante, estaba aún en su interior cuando la voz de Peter me
acarició:
- Ahora
va a ser mucho más difícil olvidarnos de esto.
- No
solo eso,... sino que no vamos "a querer" olvidarlo – le contesté,
besándole una y otra vez el cuello y la línea de sus hombros
- ¿Te
vas hoy? – me preguntó. Era la primera vez que me tuteaba, eso me arrancó una
tierna sonrisa y le respondí:
- Sí.
Tengo que irme, Peter.
- ¿Volverás?
- Siempre.
Nos
vestimos y salimos en dirección a la casa. Después pasamos el resto del día en
mi habitación, intuyendo el principio de lo que nos iba a pasar en poco tiempo. Cuando volví a Buenos Aires,
había cambiado. Fue el gran cambio de mi vida, fue el de ambos... y
fue el definitivo.
Como
dije antes, a veces cuesta creer como suceden las cosas. Y en el momento menos
esperado. Pero suceden. Afortunadamente suceden.
Franco, 2006
Uno de mis cuentos preferidos. Me gusta mucho como prepara el autor varios clímax de lectura y como deja perlas de inteligencia y seducción para llegar a ellos.. Delicioso.
ResponderEliminarPs. Yo también gocé en cogerme a Peter....inolvidable.
Ja.... tenés la dirección de la hostería? Peter ya debe pasar bastante de los 60, un pibe al lado mio!!!!
ResponderEliminarDon Pepe,
ResponderEliminarqué gusto verlo de nuevo por aquí.
En verdad es uno de sus cuentos preferidos??? o sea que es entre Peter y el militar colombiano la cosa??? mmmmm... tendríamos que escribir otro relato con ellos dos, y... un señor mexicano de bigotes...
Gracias, bonito.
Seba,
Peter debe estar todavía, pero dudo que la Hostería exista, con los impuestazos municipales que están cobrando por ahí. (!)
Hola.
ResponderEliminarEl gusto es mutuo, querido Franco. Ya sabes que últimamente vengo como fantasma sin dejar huella, quizás sólo para atrapar el suave y cálido hálito de esos cachondos hombres que engalanan cotidianamente tu galería.
Sí, hay muchos cuentos tuyos que me gustan, sobre todo aquellos relatos en que de forma natural y en las circunstancias comunes de la vida diaria, un hombre descubre la atracción por otro, y en ese proceso de descubrimiento, la seducción subconsciente o directa y letal va tejiendo ese suave aroma del café y el puro, que nos substrae a los hombres viriles de antaño que se antojaban inaccesibles.
Esa es la dinámica que veo en los relatos del militar colombiano, o en el cuento de el suegro Don Octavio o en este de este mes con Don Peter en la cabaña de la costa. Creo que la seducción de un macho que después se entrega por completo es una de las fantasías que me unen a tus relatos. Por supuesto, me encanta la trama fina que permite imaginarte a los protagonistas, el lugar y el ambiente psicológico que se teje para trastocar toda némesis de equilibrio o de castigo.
También hay otro que recuerdo y es el del jefe de un periodista que a la vez es su suegro...¡Caramba! Empiezo a ver que los suegros están muy presentes...tendremos que hacer una fiestecita con ellos. Jajaja
Besos
Pepín,
ResponderEliminarCaramba con los suegros!
Tal vez porque no tuve muchos suegros en mi vida (no, tampoco tuve nada con ellos de lo que estás imaginando), que la figura del padre político me inspira tanta cachondez... mmmm... veo que a vos también.
Me encanta este hilo de unión que tenemos a través de los relatos. Porque, claro, a través de ellos es que plasmo, ni más ni menos, todas aquellas fantasías personales que me resultan muy excitantes... esas que queremos que nos pasen alguna vez en la vida. Es muy interesante escribir desde ese lugar. Y mucho mas, corroborar las coincidencias con el lector... que no es más que ser movido a resonar con la misma vibración.
Bueno, tendré en cuenta para las próximas entregas al Sr. Battaglia, el otro erótico suegro que recordás.
Abrazos
acabo de descubrir este blog msgnifico y el hsllazgo de un
ResponderEliminarescritor excelente.En linea de Leavitt,Edmund White y dr
Alan Hollingqurst.En espsñol no conozco sutores amsntes
de los machos.Gracias muchss por tu relato de antologia.
Hoy pude leer todo el cuentito y me gusto; muchisimo. Felicitaciones a ti Franco.
ResponderEliminarGracias por tan elogiosos comentarios...!
ResponderEliminar