El cuentito de fin de mes
- CABAÑA EN ALQUILER -
Mar Azul, Provincia de Buenos Aires, noviembre de 1997.
Al
recordar todo esto, no puedo dejar de pensar en lo que él me dijo esa noche. Bienvenido sea el peligro. Lo miré, en
medio de todos mis temores, todos ellos, hasta los más lógicos, y comprendí que
hablaba con la razón. También hablaba con la verdad, que ahora, finalmente
comprendo.
Bienvenido
el peligro, pienso. Y comienzo a repasar todo una vez más, como con esas
películas que uno nunca se cansa de volver a ver.
Desde la
guantera del auto asomaba el papel con la dirección y recorte del periódico
sujeto con un clip: "Cabaña en Mar
Azul se alquila, mes de enero, completamente equipada, dos dormitorios, terreno
arbolado, a pasos de la playa". Ya había hablado por teléfono con el
dueño, el señor Américo, que me esperaba ese sábado para cerrar el trato. Quería
conocer el lugar para decidirme, aunque entre todas las posibles casas que
había marcado, esta cabaña parecía ideal para pasar el verano con mi familia.
Había
salido de Buenos Aires por la mañana temprano. Era alrededor de las doce del
mediodía. El sol de noviembre, radiante, parecía presagiar unas vacaciones
brillantes. Cuando entré a Villa Gesell tomé hacia el sur por la avenida 3,
viendo como paulatinamente la edificación se hacía menos densa. Tampoco había
mucha gente, aunque cada tanto me cruzaba con algunos bañistas que se dirigían
a la playa.
Pronto
estuve en Mar Azul y me alegré de haber elegido ese sitio aislado, boscoso y
tranquilo para descansar después de todo un año de trabajo. El aire me hizo
sentir bien. Abrí la ventanilla para sentir la brisa marítima que dio sobre mi
cara y mi pecho. Doblé a la izquierda dejando la avenida principal y la
frondosa sombra de los pinos logró que me quitara las lentes oscuras y las
dejara sobre el asiento delantero, junto al pequeño bolso con mis cosas. A los
pocos minutos llegué al lugar buscado.
Era
verdaderamente un sitio encantador. Me quedé un instante sentado en el auto,
contemplando todo en derredor. Me invadió el silencio y sentí que mi entrecejo se
distendía, y luego, todo mi cuerpo parecía relajarse, en resonancia con la
calma circundante. Entre los altos pinos, la cabaña casi oculta emergía como un
santuario de paz. Toqué la bocina y de atrás de la casa se asomó un hombre
alto, no muy mayor, gafas doradas, con el pelo rubio oscurecido llevado muy
corto y barba tupida. Mientras descendía del coche vi como el hombre se
acercaba sonriendo. Vestía remera holgada y unos shorts de jean cortajeados
desprolijamente a la altura de sus muslos.
-¿Américo?
-¡Sí!
¡Adelante, te estaba esperando!
-Hola, mucho
gusto – le dije estrechando su derecha.
-¿Qué tal?
¿Viajaste bien?
-Muy bien.
La ruta estaba tranquila y la mañana fresca.
-Sí. Acá
también estuvo fresco, sobre todo anoche, pero ahora está haciendo calor. Si el
tiempo sigue así, estando en pleno noviembre, enero promete ser fabuloso.
Mientras
me hacía pasar, acompañándome entre los árboles que nos rodeaban, me empezó a
hablar de la casa.
-Hace tres
años que compré este terreno y dos que construí esta cabaña. Este es el primer
año que la alquilo. Mi mujer y yo decidimos viajar al sur este verano.
-¿Estabas
trabajando? - le pregunté, al ver que traía un par de herramientas en la mano.
-Sí, revisando
las luces en la parte de atrás.
Me invitó
a recorrer la casa. Era una construcción de troncos combinada con piedra, con
una rusticidad cuidada y con todo el confort que me había anticipado por
teléfono. Era evidente que tenía un cariño especial por esa casa. Intenté mirar
cada rincón, pero enseguida me cohibí percatándome de que en realidad él era el
que estaba inspeccionando a quién iba a confiar su propiedad. Pero no me
molestó, porque Américo era un tipo muy agradable y cortés.
-Como
habrás advertido, Mar Azul se está loteando aún y no hay gente cerca. Es muy
tranquilo y la calle principal, con un par de negocios, está apartada de aquí. Y
como verás, esta casa es la única en toda la manzana. Es como estar en medio
del bosque.
-¿Y el
mar?
-¿Es la
primera vez que visitás Mar Azul?
-Sí.
-Acá el
mar está siempre cerca, ¿ves esos médanos?
-¿Cruzando
la calle?
-Sí.
Escuchá.
Nos
quedamos en silencio y él me miró sonriendo, maravillado por los sonidos que
nos acariciaban, la brisa entre los árboles, los pájaros, y como un canto
constante y subyacente, el mar.
-El mar.
-Sí, no se
ve por la altura del médano, pero cruzás y ya estás en la playa.
Era
una maravilla. Los altos médanos ascendían justo donde finalizaba la
frondosidad de los árboles, a pocos pasos de donde estábamos charlando. Paseamos por todo el
predio y luego entramos a la casa. Yo quedé fascinado, la casa me pareció
hermosa, cómoda y acogedora.
-Américo,
debo decirte que en un principio el precio del alquiler me pareció un poco
alto, pero ahora que estoy aquí, veo que todo vale lo que pedís.
-Así es,
así es - dijo riendo Américo - por eso es tan importante cerrar estas
operaciones in situ, y no a través de un teléfono desde Buenos Aires ¿verdad?
-Tenés
razón. Ahora..., si querés hacerme un precio especial, yo encantado - dije con
intención y un guiño en la mirada.
-Astuto
inquilino - rió, mostrándome la impecable blancura de su sonrisa - ya veremos, ya veremos.
Luego
sirvió un humeante café y nos sentamos alrededor de una gran mesa hecha con un
gran tablón de madera que conservaba aún restos de corteza. Cada detalle de la
casa era de un gusto simple, refinado y cálido. La luz del día se colaba por
entre los vidrios de las ventanas, algunos eran de colores, por lo que la sala
se teñía de tonalidades suaves y alegres. Las cortinas estaban hechas en telar
y enmarcaban el atractivo protagonismo de unos sillones amplios vestidos con
suaves almohadones que hacían juego con esas telas, cercanos a una portentosa y
antigua salamandra custodiada por atizadores y trozos de leña. El ambiente olía
a un perfume rico y extraño, mezcla de distintas esencias naturales, de canela
y madera, y frescores traídos desde el exterior por la primavera reinante.
Entre
sorbos de café, ultimamos los detalles del alquiler. Hablamos un poco de
nuestras respectivas familias. Américo había viajado esos días a Mar Azul para
reacondicionar la cabaña, dejando a su esposa y sus tres hijos en Mar del
Plata, donde residía. En medio de esa charla se levantó, acomodó cuidadamente
algunas cosas y trajo un cenicero de una repisa para volver a sentarse.
-¿Fumás?
-No,
gracias - dije con un gesto.
Prendió un
cigarrillo.
-Intento
venir aquí tantas veces al año como me permita mi trabajo.
-¿Venís
solo?
-Sí. La
mayoría de las veces. A mi mujer no le gusta venir en invierno. Pero para mí es
ideal. Y la mejor manera de desconectarme de todo, de descansar, y estar
conmigo mismo. Solo, con mis pensamientos.
-Yo
también disfruto la soledad.
Nos
miramos por un momento, acariciados por las vetas de humo de su cigarrillo. Sus
ojos claros tenían una profundidad increíble y de pronto advertí que había algo
en él que me atraía mucho, pero de una manera inexplicable. Fue en ese momento
que algo, misteriosamente, cortó un poco ese clima impalpable que se había
instalado entre los dos. Él bajo a vista y yo también, desviando la mirada
hacia la pequeña biblioteca del rincón. Había varios libros allí, una pipa, un
reloj antiguo que no funcionaba y algunos adornos de bronce.
Cuando
terminó su cigarrillo, se levantó como si ya fuera la hora propicia para algo. Después
fue hasta la cocina. Regresó con quesos, pan y una pieza de jamón serrano. También
trajo vino y con su sonrisa blanca y clara me convidó a compartir el frugal
almuerzo. Acepté de buen grado porque estaba hambriento.
Al
sentarse a un costado y cruzarse de piernas, recién en ese momento, me fijé en
sus muslos, que sobresalían un poco por encima de la mesa. Américo no se dio
cuenta, pero mi mirada se posó estratégicamente en sus piernas. Eran grandes,
velludas y algo tostadas por el sol. Su voz me sobresaltó.
-¿Regresás
hoy mismo a Buenos Aires?
-Sí, claro.
-Pensé
que aprovecharías también el domingo para quedarte.
-No
había pensado en pasar la noche en un hotel.
-¿Hotel?
eso es ridículo habiendo aquí una habitación libre donde te podés quedar.
-¿Quedarme
aquí?
-Sí,
¿cuál es el problema? ya sabés que vine solo, y si lo deseás podés dormir aquí.
-Américo,
te agradezco mucho el ofrecimiento. Pero no sé, pensaba recorrer un poco el
pueblo y regresar en un rato.
-¿A
esta hora y con el calor que se está levantando? Como quieras, pero yo te diría
que viajes un poco más tarde.
-Sí,
creo que tenés razón.
-Mirá,
hagamos una cosa, descansás un rato, y cuando baje un poco el sol, salís
tranquilo. E incluso, si querés reconsiderar pasar la noche aquí, todavía
estarás a tiempo de quedarte.
-De
acuerdo, gracias.
-Y no te
hagas problema, de paso vas a ver qué cómodos son los dormitorios.
-Espero
que así sea - dije socarronamente.
-Disculpá,
pero, más allá de que no me iba a perder la oportunidad de seguir promocionando
la casa, vas a tener la oportunidad de corroborar la calidad de los colchones
por vos mismo - dijo entre risas, mientras cortaba unos trozos de queso y me
los ofrecía sobre la cuchilla que acercaba a mi boca.
Américo era
un tipo tan simpático que uno se sentía inmediatamente cómodo y a gusto con él.
Siempre sonreía, su voz era sonora y amable, pero sobre todo era en esa mirada
clara donde habitaba un natural halo seductor que todo lo atraía. Le agradecí nuevamente
y terminamos de comer. Luego me estiré un poco, viendo que él hacía lo mismo.
-La cabaña
me gusta mucho. Te felicito porque veo que pusiste lo mejor de vos para tenerla
así.
-Eso es
verdad. Y me alegra mucho que te guste. Realmente creo que la vas a pasar muy
bien aquí. Digo, vos y tu familia.
-Sí, lo
sé.
-¿Sabés?
te confieso que tenía como... un pequeño temor.
-¿Temor?
-Bueno,
sí, me preocupaba un poco esto de alquilar a un extraño, uno nunca sabe a quién
le estás dejando tu casa. Pero ahora que te conozco, me quedo tranquilo.
Mientras
me decía eso, su mirada se iluminó de una manera especial.
-¿Querés descansar
un rato? - me dijo.
-No quiero
incomodar, Américo.
-Por favor,
nada de eso, la habitación de los chicos está lista. Vení.
Lo seguí
hasta el cuarto. Él fue hasta la ventana y cerró las cortinas.
-Vos
descansá, debés estar rendido. ¿Cómo vas a conducir hasta Buenos Aires sin haber
dormido un poco?
-Gracias.
-No hay de
qué. Yo voy a acomodar un poco la cocina y después también voy a dormir una
siesta.
-¿Te
ayudo, Américo?
-¡No! andá
nomás – dijo sonriendo – hasta luego.
Entonces,
cuando se dirigió a la puerta, y como la habitación no era muy grande, casi
chocamos de frente, en medio de las dos camas. Riendo, algo nerviosos, nos
rozamos y para evitar que él no cayera sobre una de las dos camas, rápidamente lo
sujeté por los hombros. Sentí sus músculos firmes por encima de esa fina tela
de la remera. Su cuerpo estaba caliente, firme, agradable. Olía muy bien, casi
era una invitación para quedarme un rato más disfrutando de su aroma. Por
suerte, eso duró muy poco, la habitación había quedado a media luz y él no pudo
advertir que yo me sonrojaba ante ese contacto efímero y no poco extraño para
mí por las raras sensaciones que me provocaba. Américo salió y entornó la
puerta.
Me recosté
en una de las camas. Me abrí la camisa para estar más fresco y me acaricié el
pecho, jugando con mis vellos. Seguí con la mirada a Américo que podía ver a
través de la puerta entreabierta, mientras ordenaba las cosas en el comedor y
la pequeña cocina contigua. Desde mi cama, podía ver todo. Viendo a ese hombre
alto y corpulento, llevé los dedos a mis pezones, que inmediatamente se
endurecieron con el suave contacto táctil. Mi otra mano fue a posarse sobre la
bragueta. Palpé mi pene que debajo del pantalón dio algunos corcoveos. Mi mente
voló, impresionada por la visión de ese hombre barbudo, ajeno a mi mirada. Me
preguntaba cómo luciría desnudo. Su remera no impedía que yo pudiera tener una
idea de la forma de su pecho. Los pectorales, perfectamente dibujados,
abultaban debajo de la tela y las puntas de sus tetillas se intuían justamente
en donde cada tanto marcaban un punto sobresaliente donde era imposible
abandonar toda atención. Los brazos, fuertes y moldeados por tareas viriles,
estaban sombreados por una pelambrera generosa, que le otorgaba el
inconfundible sello masculino refrendado también en sus piernas descubiertas.
Calculé que tendría una edad parecida a la mía. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?,
tal vez un poco más. Me reiteré esta pregunta, como para después hacérsela a él
directamente. Américo repasó silenciosamente la mesada de la cocina con un
trapo húmedo y cerrando las cortinas se dirigió a su cuarto, que estaba lindero
al mío. Como no había encendido ninguna luz vi su silueta que se recortaba a
través del tenue resplandor que ingresaba por la ventana.
Entre sus
idas y venidas por la habitación, Américo se quitó la remera. Mi mano, sobre mi
pubis, abrió el cierre del pantalón, despaciosamente, sigilosamente. Ahora veía
como él deslizaba su short, dejándolo caer al piso. No podía verlo con nitidez,
pero entre las sombras, Américo se quedó un instante de pie solo vestido con un
calzoncillo blanco, que era todo lo que resaltaba en la penumbra. Metí mi mano por
entre la abertura de la bragueta y nerviosamente tomé mi pene. Lo sentí húmedo,
bañado en líquido preseminal y a mitad de su erección. Pero Américo desapareció
de escena cuando finalmente se acostó. La cama estaba fuera de mi visibilidad.
Tenía unas incontenibles ganas de ir hasta la cama de Américo. Me froté más
fuerte la verga que prontamente había alcanzado toda su rigidez y mi excitación
creció incontenible y liberada. Pero sabía que si seguía, no podría aguantar el
deseo de estar con ese hombre. Él estaba sólo a unos pocos metros, semidesnudo,
y la tentación era enorme. De pronto sacudí mi cabeza. ¿Qué estoy haciendo?, me
dije. Me froté la cara con las manos, como intentando apaciguar -o eliminar del
todo- mis pensamientos. Estaba muy excitado, pero prefería no seguir pensando
en algo que me podría llevar a un camino equivocado. Deseaba a Américo, y
cuanto más pensaba en eso, más locamente quería estar con él. Estábamos los dos
solos, en esa cabaña apartada de toda visión humana, con todo el tiempo del
mundo..., toda la situación me enardecía. Sin embargo, y muy a pesar mío, Américo
no se me había insinuado para nada. No podía cometer la chifladura de lanzarme
a su lado. No como otras veces había hecho ya, en mi torpe e inexperto pasado
con otros hombres. Bien sabía lo caro que había pagado esas estupideces. Después
de todo, no tenía idea de qué podría pasar, o si lo que yo imaginaba, sólo
existía en mi calenturienta cabeza. No, definitivamente no podía arrojarme a su
cuarto. Y a la vez..., quería correr el riesgo, como un adolescente sin
raciocinio alguno. Suspiré, tapando mis ojos afiebrados con mis brazos. Me di
vuelta, intenté tranquilizarme, a pesar de mi sexo duro y latiente, y decidí
pensar en otra cosa. Cerré nuevamente el zipper de mi bragueta y apacigüé mi
entrecortada respiración. En minutos el sueño me ganó. Transcurrió alrededor de
una hora y media. Desperté algo sobresaltado, con esa sensación extraña y
momentánea de no saber bien en donde estaba. Pero enseguida recordé el cuerpo
semidesnudo de Américo y comprendí que por suerte no había ocurrido nada. A
veces ciertas cosas se desencadenan como una tormenta incontrolable dentro de
nuestro interior, y luego, cuando uno comprobó que eso no existió más que en la
imaginación, que todo escaló sobre cimientos irreales, nos sobreviene entonces una sensación de absoluta
calma, y el alivio que sentimos es conciliador y bienhechor. Pero hasta qué
punto, me pregunté, ese alivio no era más que un premio a la cobardía más
absoluta.
Me levanté
y fui hasta el baño. La temperatura había subido y me mojé la cara y la cabeza
con agua fría. Al orinar, mi pija, algo agrandada, chorreó una gran cantidad de
líquido transparente. Al contacto con mi mano, mi verga se animó un poco más y retomó
unos tres cuartos de erección. Aún en mi mente estaba el eco visual del torso
desnudo de Américo. Pero al oír unos pasos, volví en mí y acomodando mis
pantalones salí del baño. Américo se había vestido con lo que llevaba puesto
antes y desde su sonrisa me dijo:
-¿Pudiste
descansar?
-Sí. Dormí
profundamente.
-Claro.
Hay un silencio, una quietud aquí..., y además es el aire, uno inmediatamente
entra en una calma corporal muy notoria, cuando vengas en verano no vas a
extrañar nada la ciudad.
-Ya me
está costando regresar.
Américo me
miró, un poco serio, y después de un largo silencio me sonrió:
-Me
alegro. Eso es muy bueno.
-Es que
este lugar tiene algo especial.
-Tal vez
sea especial por las cosas que "no tiene", precisamente.
-¿Qué cosas
pueden faltarle a este lugar?
-Bueno...,
teléfono, internet, televisión por cable... - dijo riendo, de una manera
adorable.
-Perfecto
- reí - es todo lo que estamos buscando con mi familia.
-Qué
bien..., porque todo eso es lo que busca el común de las familias - dijo
lacónicamente.
Américo me
puso una mano en el hombro. Me sobresalté, mirándolo a los ojos. Una vez más,
allí estaba su clara sonrisa. Me dijo, en un alarde de seducción que me pareció
irresistible:
-¿Querés
que caminemos hasta la playa?
-¡Sí, me
encantaría!
-Vení. Te
voy a mostrar mi lugar.
-¿Tu
lugar?
-Es un
sitio donde suelo pasar horas. Entre los médanos. ¡Viene incluido en el precio!
Pero eso sí, después de usado, deberá ser devuelto en perfectas condiciones.
Salimos de
la casa y atravesamos la calle de arena, internándonos enseguida en los
médanos. Eran dunas altas y vírgenes. Grandes y cerrados arbustos crecían entre
ellas. Después de ascender unos metros, el mar estuvo frente a nosotros. La
ancha playa se veía inmensa desde esa altitud. Y más inmenso aún, el mar, en
toda su plenitud. Todo era soledad, sol, viento, horizonte.
-En esta
época del año, no se ve un alma por aquí - dijo, como si fuera necesario
aclararlo.
-¡No hay
nadie! – exclamé sorprendido. Sólo podían verse unas lejanas siluetas hacia las
playas del norte.
Estuvimos
caminando un poco. El viento nos azotaba. A pesar del sol intenso, la fuerte
brisa producía escalofríos.
-Vení,
volvamos a los médanos.
-¿No ibas
a mostrarme "tu lugar"? – le pregunté, sintiendo un temblor interno y
una rara excitación.
-Así es.
Seguime.
En pocas
escaladas, estuvimos entre los médanos. Era un claro entre los arbustos, al
reparo del viento, y Américo, allí mismo, se dejó caer en la arena caliente.
Parecía un sitio escondido y secreto, al que nadie habría osado acceder.
-Aquí es.
¿Te gusta?
-¡Es
perfecto!
Entre las
ramas, podía verse el mar. Miré a nuestro alrededor. La abertura por la que
habíamos entrado, era el único acceso a ese pequeño espacio cercado de paredes
verdes.
-Vengo
aquí seguido, porque es un lugar donde nadie puede verme ¡ni encontrarme!
Yo sentí
que se aceleraban mis latidos. Me tumbé junto a él. Lo observaba mientras él
miraba el horizonte. Se puso a jugar con la arena, deslizándola entre sus
dedos. Permanecimos en un silencio único, ensimismados, compartiendo
tácitamente el devenir de cada minuto. Sólo el ruido cercano del mar, sonaba
como natural y persistente música de fondo. Una música perfecta y única, que
siempre había estado allí, por siglos, y que ahora disfrutábamos juntos.
-Es
evidente que te gusta mucho la soledad - dije, sonriéndole.
-Veo que
ya te diste cuenta de eso.
-No me fue
difícil, creo que en eso somos muy parecidos.
-Se siente
lindo, ¿verdad?
-Sí.
-Y es tan
necesario tomarse esos respiros, descansar de todo, y de todos. Cuando hablo de
esto con algún amigo, por más que nos unan otras cosas, afectos, trabajo, no
sé, a pesar de eso es como si nadie me entendiera. Conozco mucha gente, bueno,
a todos los que conozco, en fin; que no se separan nunca de su familia, que
todos los programas, salidas, todo, lo hacen con sus esposas, o con sus hijos, nunca
una salida solitaria, ni siquiera con amigos, no sé. Para mí eso es inconcebible.
La necesidad de estar solo me nutre como si fuera un alimento necesario. Quiero
a mis hijos, a mi esposa, pero...
-Pero a
veces no soportás tenerlos cerca tuyo, ¿verdad?
-¡Sí!, ¿a
vos te pasa lo mismo?
-Por
supuesto. Y nada tiene que ver con el amor profundo que les tenés.
-¡Exacto!
-Sin
embargo, sentís que te asfixiás un poco en ese estar con ellos
cotidianamente...
-Día tras
día...
-Semana
tras semana.
-¡Ah!, vos
sí que me comprendés.
-Perfectamente,
Américo.
Nos
miramos, cómplices. Sonreímos sin necesidad de decir mucho más. Estaba todo
claro.
El sol de
las tres de la tarde se hizo sentir enseguida. Protegidos del viento, el calor
abrasó enseguida. Américo se quitó la remera. Me miró nuevamente, sin decir
nada, haciendo un gesto que decía muchas cosas.
Sí – le
dije, como respondiendo a lo que acababa de hacer – está haciendo mucho calor.
Entonces
me desabroché la camisa y me la quité.
Américo
volvió a tenderse sobre la arena, extendiendo sus brazos y apoyando su nuca
sobe las manos. Su excepcional torso estaba ante mis ojos. Era ancho. No muy
musculoso, pero bien definido. Tenía mucho vello sobre el pecho. Pero más en
torno a sus redondos pezones que estaban rodeados de pelos suaves. Ese
sombreado espeso brindaba a sus tetillas un destaque maravilloso, con un efecto
que parecía agrandar más aún las rojas aureolas. El vello volvía luego sobre su
ombligo construyendo una carretera de pelos sobre una fuerte línea que se
perdía bajo el short. Tenía las piernas abiertas frente a mis ojos por lo que mi
mirada se abismó en la profundidad de sus ingles, o
al menos, hasta donde mi vista podía llegar.
Ahí, los pelos de sus piernas se hacían más cerrados, pero ¡lástima! no
alcanzaba a ver nada más. La verdad es que no quería mirar demasiado. Tenía
temor a que él descubriera mi impertinencia. Me reí para mis adentros por la
contradicción que eso encerraba, pues por otra parte, deseaba con locura que mi
interés por él fuera descubierto finalmente.
Pronto,
mi jean se hizo insoportable. Lo desabotoné y lo abrí un poco. Américo advirtió
esto y me dijo:
-Pero,
hombre, ponete cómodo. ¡Tirá ese pantalón!
Un poco
nervioso por la situación, pero motivado a la vez, me quité los pantalones.
Hice un rollo con ellos y me los puse de almohada. Quedé sólo con mis boxers de
algodón. Me recosté y me abandoné como él a los rayos solares. La paz,
arrullada por el murmullo del mar, sobrevino enseguida.
Retomamos
nuestra charla y tuvimos curiosidad de saber a qué se dedicaba cada uno. Así me
enteré de que él era un abogado que si bien había dejado de lidiar en las
contiendas de los juzgados, ahora se dedicaba a asesorar jurídicamente varias
empresas de su ciudad y de localidades cercanas. La conversación se hizo más
animada, entonces Américo se incorporó y se sentó frente a mí, con las piernas abiertas y los codos apoyados
sobre sus rodillas. Yo también hice lo mismo. Mientras hablaba gesticulaba con
sus viriles manos. Sus ojos, achinados por el resplandor del sol, escrutaban
hábilmente mi persona. En un momento, una de las piernas cayó sobre la arena y
la consiguiente abertura de su short prometió visiones deliciosas. Me acomodé
mejor, no quería perderme esa oportunidad. El bulto entre sus piernas era
apretado y grande, un espectáculo inquietante que me atrapaba. Yo también debí
haber abierto mucho las piernas, porque
sentí el frescor del aire por las aberturas del bóxer. Se metía por mis
entrepiernas y me llegaba a las bolas. Estaba seguro de que desde donde estaba Américo,
tendría una vista perfecta de una parte de mis testículos. Me di cuenta que él
miraba más de la cuenta cuando en un momento lo pude ver disimuladamente de
reojo. Entonces me excité mucho, a tal punto que mi pija empezó a endurecerse.
Intentaba ocultar mi bulto entre las piernas cruzadas, pero no me era muy fácil.
Américo se recostó sobre sus codos y yo seguí gozando con la visión. Mi
imaginación logró más que mis ojos, pero lo que intuía, siguiendo el recorrido
de sus macizas piernas, atizaron mis ganas de echarme encima de él. Américo seguía
hablando y contándome cosas del lugar, de la casa, de Mar Azul, y yo,
asintiendo mecánicamente, lo deseaba cada vez más. Me perdía en la visión de su
tórax, en esos puntos rojos rodeados de pelos dorados por el sol. Los hombros
extendidos hacia atrás, marcaban aún más la prominencia de sus pectorales,
redondos, amplios, coronados con esos picos que invitaban a la degustación más detallista.
Entonces,
como si se tratara de un descuido, en un movimiento natural, desabrochó sus
shorts. No pude evitar abrir más los ojos. Él se abrió la bragueta y comenzó a
bajarse los pequeños pantaloncitos. Yo miré toda la acción embobado. Américo
tiró los shorts a un costado y quedó cubierto sólo con su slip blanco. Creí
desmayar. Ahora podía ver mejor su abultada entrepierna. Bajo la tela vi sus
bolas, y hasta la posición de su verga, que reposaba hacia un costado. El bulto
era prominente y estaba tan apretado que los bordes del slip se habían separado
un poco de la piel. Mis ojos lo devoraban, creo que él se daba cuenta de eso.
Intenté decir algo, tragando en seco, pero sólo me salió una tontería.
-¿No te
preocupa que puedan verte? - dije, arrepintiéndome al instante de haberlo
dicho.
-¿Verme en
bolas? Es tanta la tranquilidad por aquí, que podés estar seguro de que nadie
te verá. Nadie viene por este lado ni se aventura entre estas ramas espinosas,
son acacias, pinchan mucho.
Américo
volvió a recostarse levemente con las piernas abiertas y flexionadas. La tela
del slip cubría apenas su entrepierna.
-Sí, es lo
que pensé. Pero no tomarás sol en bolas... ¿o sí?
-Realmente
me gustaría. Pero en esta playa tan familiar, te podrían llevar preso por eso.
-Entiendo.
-Pero de
todos modos, de vez en cuando, cuando sé que esto está más desierto que el
Sahara, me quito toda la ropa.
Tragué en
seco, temblando de sólo imaginarlo desnudo bajo el sol.
-Claro que
esto es algo ilusorio - continuó.
-No
entiendo.
-¿Alguna
vez probaste estar desnudo al aire libre?
-No - dije
un poco avergonzado.
-Ah, tenés
que hacerlo. Es una sensación de libertad plena e indescriptible. Aquí,
sabiendo que no se puede hacer, esa libertad queda aprisionada por la necesidad
de ocultarse siempre. Sí, me pongo en bolas siempre que nadie me vea, pero no
puedo salir de este lugar, al que llamo "mi" lugar, pero que ni
siquiera es mío. Por eso digo que ese nudismo es ilusorio, es placentero de
todos modos, pero no es lo mismo. No lo llamaría sentirse libre. Aunque la
libertad tiene muchos significados, muchos factores convergen para hacer que
algo se defina como libre. Así que miles de veces me pregunto si se puede ser
libre dentro de un sinnúmero de límites, que aunque uno quiera no podrá
franquear.
-Creo
entenderte.
-Sé que
sí, amigo. Pero alguna vez te has preguntado ¿cuántas facetas nos muestra la
palabra libertad?
-Innumerables.
-Es
verdad. ¿Y quién puede diferenciar objetivamente una de otra? Al fin y al cabo,
cada uno conoce su propia libertad. Y por lo tanto, sabe cómo disfrutarla. Practicar
nudismo supone un ejercicio de esa libertad, me gusta hacerlo, claro, pero al
esconderme ¿qué queda de esa libertad en realidad?
-Al menos,
lo podés hacer de vez en cuando.
-A
escondidas.
-Uno a
veces necesita ocultar ciertas conductas, sin embargo, lo importante es no
ocultarse a uno mismo todo aquello que tenga ganas de hacer realmente.
-Lo que
sería, en cierta forma, una manera de ser libre. Aún con esa parcialidad.
-¿Parcialidad?
No sé. Como vos dijiste, hay muchas formas de libertad. Puede que para muchos
eso no sea sólo una parte, sino el todo.
-Yo sé que
no es total, porque la libertad parcial es, en cierta medida, tranquilizante. Y
la libertad total es... peligrosa.
Por un
momento nuestras miradas se cruzaron intensamente. Los dos estábamos
conmovidos. Quise decir algo, pero Américo desvió la vista hacia el mar.
-No me
hagas caso - dijo con un suave gesto en sus labios.
Guardé
silencio. Lo miré, y creí entender lo que quería decirme con esos pensamientos
a viva voz que había expresado casi encendidamente, y más aún, cuando al saber
que él no me observaba, yo podía mirarlo con total libertad. Y sí, me sentí
realmente libre de mirar sus piernas abiertas descansando sobre la arena. Sí, había
asomado una porción breve de piel velluda, una de sus bolas, y no sé si fue
idea mía, pero creía ver que su bulto estaba notoriamente más grande. Llevé
despaciosamente una mano a mi sexo. Creo que él ni se dio cuenta. De pronto se levantó
con un movimiento rápido.
-Me voy a
dar un baño, estoy todo sudado. Quedate si querés, disfrutá del sol.
Me
sentí desconcertado y quedé tendido en la arena sin poder moverme mientras
Américo desaparecía por el sendero. La cabeza de mi verga había asomando por la abertura
del bóxer sin ayuda de mis manos. Mi erección era plena, vibrante. La miré,
sintiéndome solo y decepcionado. Volví a poner mi miembro en su sitio, tomé mis
cosas y me dirigí hacia la casa.
Cuando
entré, oí el rumor de la ducha. La puerta del baño estaba inexplicablemente entreabierta.
Me debatía entre indecisiones y giré en círculos por unos instantes. Fui hasta
la habitación, volví, me senté en un sillón, me volví a levantar. Américo
estaba ahí, a unos pocos pasos, desnudo. ¡Desnudo! ¡Dios!, quería ver a ese hombre
desnudo. ¿Debía resignarme a no tener nada con él? y esa puerta entreabierta
¿debía interpretarla como una invitación? Todo era propicio para la aventura
ideal. ¿Pero... si él me rechazaba? ¿había habido entre los dos algo más que
una simple conversación, o era sólo una idea loca atizada por mi incontenible
deseo?
No lo
pensé más. Casi involuntariamente empecé a caminar, decidido, hacia el baño. Empujé
la puerta. El vapor me rodeó y el calor reinante fue un estímulo más para mi
excitación. Américo se duchaba detrás de la cortina de baño. Podía adivinar sus
movimientos por como cambiaban los sonidos de la caída del agua sobre su cuerpo.
Sin pensarlo avancé, dispuesto a meterme con él en la ducha. Entonces tropecé
con un pequeño banco, y Américo asomó, extrañado por el ruido, de detrás de la
cortina.
-Ah, estás
ahí ¿querés darte una ducha? Buenísimo. Yo ya salgo. ¿Me alcanzás la toalla?
No osé
decir nada, estaba demasiado confundido para hacerlo, estiré la mano hacia el
perchero y le acerqué la toalla. Él sacó una mano y oí que cerraba el agua.
Cuando Américo descorrió la cortina, estaba allí, sonriéndome, con la toalla
anudada a la cintura, mojado, y por lo tanto mucho más irresistible que antes.
Miré el bulto insinuado de su verga.
-Es toda
tuya - dijo, saliendo de la bañera.
Me
sobresalté, pero inmediatamente me di cuenta de que se refería al agua de la
ducha. Yo lo miré, maravillado una vez más de su semi desnudez, cortado por su
desorientadora actitud, excitado y absorto. Sacudí mi cabeza, y desde mi
interior me llamé a la calma.
-En el
estante tenés toallas - me dijo, saliendo apresuradamente del baño.
Me metí
bajo la ducha y dejé que el agua fría me trajera a la realidad. Lo necesitaba.
Habían sido demasiadas fantasías en el día y no creí poder soportar ninguna
otra.
Cuando
terminé, me sequé enérgicamente y quise vestirme, pero me di cuenta de que
había dejado la ropa sobre el sofá. Cuando salí del baño, vi a Américo sentado
en los sillones, algo pensativo, aún envuelto en la blanca toalla. La luz del
exterior, daba de lleno sobre sus portentosas piernas. Fui hasta él. A un
costado del sofá se apilaba mi ropa. Quise tomarla, quería largarme cuanto
antes, pero él me dijo:
-Vení,
sentate.
Obedecí, ensimismado.
¿Hasta cuándo duraría todo eso? Ese hombre seguía ahí, cubierto sólo con una
toalla, como yo, y ya no podía dar cuenta de mi propio control. El cuerpo me
exigía cosas que mi mente no podía cumplir.
-Me voy en
un rato, Américo - dije, rendido, dejándome caer en el mullido sofá.
Américo
puso su mano en mi brazo, tomándolo dulcemente. Lo miré, serio, debatiéndome en
mostrar u ocultar lo que dentro de mí sentía.
-Pensalo
bien. ¿No querés llamar a tu esposa y avisarle que viajás mañana? - dijo,
indicándome su celular que estaba sobre la pequeña mesa ratona.
-¿Qué es
esto?
-Un
teléfono móvil, hombre.
-No sé
cómo se usan estas cosas.
-No es
difícil, para nada.
-Supongo
que no. Hace un rato te dije que...
-Que te
estaba costando irte.
-Sí-
musité, asombrado de que él supiera lo que iba a decir.
Me miró
profundamente. Su mano seguía en mi brazo, firme, y a la vez delicada.
-Entonces,
hacele caso a tus ganas. Vos y yo somos parecidos, ¿no lo creés?, y sabemos que
a veces hacemos más caso a lo que pensamos, que a nuestras ganas verdaderas. Algo
parecido a esa libertad trunca de la que hablábamos hace un rato.
-Sí, pero
después...
-Después
terminamos lamentándolo. Lo sé.
-Yo hago
caso a lo que está bien, a lo que es correcto.
-A lo que
es correcto, sí.
Nuestras
palabras iban descendiendo de tono y cada discurso iba atenuando su ritmo.
Escuché nuestras voces más suaves, casi susurrantes. La mano de Américo subió
un poco, hasta llegar a mi hombro. Sentí que su piel ardía en la mía. Miré su
mano, como si ésta amenazara todo lo que yo creía y era.
-Me
parece que lo correcto es que me vaya ahora.
-Quedate
esta noche.
-¿Por
qué?
Américo
me soltó de pronto. Bajó la mirada y no dijo más nada. Como por instinto busqué
mi ropa. Miré su pecho, que subía y bajaba algo agitado. Descendí la vista, justo
ahí, donde se marcaba una prominencia inequívoca. Yo ya tenía la camisa en la
mano, a punto de ponérmela. Entonces él, sin responderme, se estiró un poco,
tomó su celular y me lo alcanzó, sin animarse a levantar sus ojos. Yo tampoco
dije nada, dejé que pasara un tiempo, luego tomé el celular y marqué el número
de casa.
-Hola,
amor, soy yo - balbuceé. De reojo, noté que Américo me miraba, no a la cara,
sino que recorría mi cuerpo, deteniéndose sobre lo que mi toalla cubría. En el
teléfono, mi esposa me preguntaba por el alquiler - Todo bien, estoy en la
cabaña..., con el dueño..., sí, el lugar te va a gustar mucho, es perfecto... -
Mi mano dejó a un lado la camisa y fue involuntariamente hacia el nudo de la
toalla - Amor, quería decirte que me voy a quedar en Mar Azul esta noche.
Américo
hizo un gesto inclinando la cabeza, a tiempo que retraía su labio inferior y
tomaba aire sonoramente por la nariz. Continué:
-Sí...;
no te preocupes, tengo donde quedarme, el dueño me ofreció una habitación...; bueno...;
porque estoy un poco cansado por el viaje...; ¿Cómo?...; no sé...; mañana...;
quiero viajar descansado...; me pareció prudente...
Como
jugando, lentamente, desanudé mi toalla mientras seguía hablando, con la vista
puesta en el bulto de Américo. La voz de mi esposa sonaba muy presente, yo le
respondía como un autómata:
-
No te preocupes...; es muy gentil...; sí, muy amable...; también lo es, sí, muy
simpático...; sí...; ¿cómo están los chicos?...; me alegro...
Abrí
mi toalla, abandonando mis manos y dejando a la vista los primeros vellos.
Américo se quitó los anteojos, observaba, absorto, mientras yo proseguía:
-
No sé...; supongo que saldré por la mañana...; no...; después te cuento...
Mi
verga, al sentir un próximo escape al exterior, pareció desperezarse y comenzó
a latir, abultando la toalla que apenas la cubría.
-No,
cariño...; ya arreglé todo...; cruzando la calle...; sí, muy cerca...; se puede
escuchar el mar desde la casa...
Mi
erección saltó por fin, y ambos lados de la toalla dieron paso a mi sexo,
enhiesto. Un oportuno rayo de sol iluminó el glande, perlado y tenso, y un
brillo feérico pintó la punta. Con una serenidad controlada, me despedí de mi
esposa:
-Está
bien...; sólo quería avisarte...; chau, amor...; hasta mañana...; yo
también...; un beso...; sí...; sí...; y cariños a los chicos...; chau.
Cerré
el celular y me levanté del sofá. Con mi erección cercana a la estupefacta cara
de Américo, le devolví el teléfono.
-Me
quedo - susurré.
Él
puso nuevamente el celular sobre la mesita y también se puso de pié, frente a
mí. Desanudó su toalla, lentamente, mirándome a los ojos, y dejó que cayera al
piso. Su verga, levantada, grande y dura, se midió con la mía. Las dos pijas se
enfrentaron, casi tocándose, latiendo casi al unísono.
-Qué
bueno que decidiste quedarte ¿por qué no querías?
-Culpas.
-Lo
entiendo - me dijo. Y estiró una mano para acariciarme la mejilla con el dorso.
Enseguida cerré los ojos, abandonándome a él, y le tomé la mano para besársela.
Se acercó más a mí y nuestros miembros chocaron.
Nos
abrazamos, sin poder aguantar más, y él me besó en la boca.
-Ah... -susurró mientras
me acariciaba ávidamente - me gustaste desde que te vi..., pero no sabía...
-Américo...
-No sabía
si te pasaba lo mismo.
-Es como
dijiste..., somos muy parecidos.
-Me
hubiera lanzado encima tuyo en la arena.
-Yo estuve
también a punto de hacerlo. Y antes, cuando te quitaste la ropa en tu cuarto.
-No pude
dormir, quería ir a tu cama... - me dijo, emocionado.
-Yo sentí
lo mismo.
Lo
aferré contra mi cuerpo. Nuestras vergas no cesaban de frotarse. Me tomó del
brazo y me llevó hacia la habitación. Allí caímos en su cama. Entonces todo
desapareció de pronto, olvidé dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí, sólo
sabía que estaba con él. El tiempo se detuvo, o no importó en absoluto. No sabía
qué pasaba, pero estaba en sus brazos. Al fin.
Yo besaba
su boca, chupaba, lamía sus labios, restregaba mi cara contra su barba. Le
repetía cuanto lo deseaba. Me apoderé de su pija. Estaba enorme, dura, generosa.
Tuve que apartar un poco los largos vellos de la base para besarla. Empecé a
moverla, a bombearla suave pero firmemente. Américo hizo lo mismo. Empezamos a
jadear y a gemir. Su cuerpo aún estaba húmedo. Entonces mi boca empezó a
recorrerlo, sorbiendo y bebiendo todo resto de agua que pudiera haber quedado
de la ducha. Pasé mi lengua por sus pechos. Me detuve en sus pezones. ¡Ah, cómo
había deseado meterlos en mi boca! Américo gimió cuando mi boca caliente los
mordisqueó. Sentía esos duros pelos que rodeaban cada tetilla en mi boca, mi
saliva los alisaba, mi lengua los apartaba y los volvía a buscar, pronto estuvieron
empapados de saliva y, formando arabescos, quedaban pegados a su piel. Bajé un
poco más e hice lo mismo con los vellos de su ombligo, metiendo bien la lengua
en ese hoyo profundo y apretado. Américo se contorsionaba de placer, tomando mi
cabeza entre sus manos. Mi lengua se movía hábilmente, succionando y mojando
cada tramo recorrido. Bajé guiado por la hilera de pelos que se ensanchaban
hacia abajo. Pronto, mi boca estuvo llena de pelos ensortijados y duros. Casi
todo su peludo pubis entró a mi boca. Sorbí las gotas de agua que tenía todavía
en sus pelos con la certeza asombrada de que mi sed era imposible de calmar. Paladeé
sus pelos, limpiándolos y maravillándome con el rico aroma a jabón que inundaba
mi nariz. Américo había quedado acostado y casi inerte boca arriba, con las
piernas y brazos extendidos. Su cuerpo se arqueaba y movía suavemente
respondiendo a mis caricias. Sentía el calor de su verga sobre mi mejilla.
Retrocedí un poco admirando por un instante ese erguido mástil, gordo y venoso,
entonces tomándolo fuertemente por la base lo sentí latir, prisionero de mi
mano. Sin dudarlo me lo metí entero en la boca. Así estuve un largo rato,
succionando ese tronco tieso, que apenas podía ladear. Me comí sus bolas,
metiéndolas una y otra casi hasta la garganta. Eran grandes y flácidas, y se
dejaban mover complacidas dentro de mi cavidad bucal. Los pelos se me
atragantaban en lo profundo de mi garganta, pero así y todo, no podía parar.
Sentía que
mi verga iba a explotar. Durísima, casi inmóvil, pensé que iba a acabar en
cualquier momento. Américo se incorporó y me empezó a lamer el borde de mis
tetillas. No se las metió en la boca, su lengua, experta y sensible, rodeaba
despacio la aureola rosada de mis pezones, logrando endurecerlos y
sensibilizarlos al máximo. Era una dulce tortura, porque yo deseaba que me los
mordiera o me los chupara por completo de una sola vez. El muy cruel dejó eso
para el final, después de haber estado lamiendo y lamiendo mis tetas como un
tierno e interminable preludio. Casi grité cuando se comió los pezones. Sentí
un placer indescriptible. Y enseguida, se apresuró a chuparme la verga. Eso fue
demasiado. Su barba rozaba mis bolas y cada envestida de su boca me producían
largos y embriagadores estremecimientos.
Me abrió
las piernas y me giró dulcemente. Mi culo quedó ante su boca. Me lo abrió con
sus manos y con la punta de la lengua hizo un progresivo trabajo de toques
leves, apenas unos roces calientes y húmedos sobre el borde del ojete, que temblaba
ante cada contacto. Fue enloquecedor. Mi ano empezó a contraerse y dilatarse
alternadamente, cada contracción dejaba paso a una abertura más relajada, y
finalmente sólo sentí una profunda sensación de distención completa, entonces
su lengua pudo entrar mucho más. Observó lo que tenía frente a él por un
momento y aparentemente estuvo muy satisfecho de lo que había logrado. Fue
cuando me dio sonoros besos entre los pliegues de mi agujero para después penetrarlo por un tiempo largo con su lengua
rígida, en un constante entrar y salir. Cuando toda la zona estuvo lubricada
con su saliva, me volvió a besar y mirándome a los ojos me rogó con extrema
dulzura:
-¿Puedo?
-Sí,
Américo, estoy listo.
Entonces
se montó encima mío y con infinita ternura empezó a introducir su miembro en mi
culo. Yo estaba muy relajado y mi ojete se había agrandado perfectamente gracias
a las caricias linguales, sin embargo, era el fuerte deseo de sentir su verga
en mi culo lo que facilitó la dulce maniobra. Pronto, su verga estuvo bien
metida adentro mío. A cada movimiento mi pija se frotaba contra las sábanas, y
el placer era completo. Su punta viril no dejó interior sin acariciar. El placer
fue absoluto cuando tomó un ritmo constante y ágil que hizo que yo me sintiera
en el paraíso. Todo mi interior vibraba en un indecible disfrute. Después de
unos cuantos minutos de mutuo goce, Américo salió de adentro mío y me dijo:
-Ahora
vos. Quiero sentirte adentro mío.
Me volvió
a girar tendiéndome boca arriba. Mi pija quedó balanceándose hacia el techo,
manteniendo su más alta erección.
Entonces Américo,
poniéndose en cuclillas, se encaramó sobre mí y se sentó sobre mi verga.
Lentamente, y ayudándose con las manos, mojándose el agujero con su propia
saliva, se fue acomodando hasta tener la punta de mi tronco en su ano. Maniobró
mi pija de tal modo, que todo el líquido preseminal que bañaba mi glande, fue
frotado contra cada pliegue de su hambriento hueco. Su verga levantada estaba
frente a mí, a pocos centímetros de mi cara. Un espectáculo increíble que
nutría permanentemente mi morbo enardecido. Hizo tan bien su trabajo, que mi
verga quedó oculta dentro de su culo en pocos segundos. Estaba abierto,
caliente y mojado por distintos fluidos, incluidos nuestros propios sudores. Al
moverse, todo ese enorme palo erecto se balanceó frente a mi vista, lo cual me
excitaba más y más. Las bolas, peludas y pesadas, comenzaron a castigar mi bajo
vientre, con un tamborilleo delicioso. Su suave interior me ardía alrededor del
miembro, y sentí que con mi pija, llegaba hasta el fondo de esa gran cavidad.
Me estiré un poco y con algo de trabajo alcancé a chupar la punta de su pija. Américo
se inclinó sobre mí y muestras bocas se juntaron en un apasionado beso. Cuando
volvió a incorporarse tuve la bella visión de su espléndido torso sobre mí,
mientras su verga, ahora apenas movible, llegaba a golpear fuertemente en mi
panza a cada sacudida de su pelvis. Pronto aceleramos más los movimientos e involuntariamente
llevó la cabeza hacia atrás. Se tocó los pezones erectos, tironeándolos lo más
posible. Mis manos lo agarraban por las nalgas, abriéndoselas. Cabalgando sobre
mí, veía a semejante macho en éxtasis total como en una especie de halo de
ensueño. De pronto me miró, anunciándome sin palabras que estaba listo. Fue
cuando de su pija salió un violento chorro de esperma que dio directamente
sobre mi cara, bañándola por completo. Atrapé unas gotas con mi lengua y
saboreé ese manjar tibio y lechoso. Siguió otro chorro, y otro, y con menos
fuerza, los últimos menos abundantes. Parecía que nunca iba a terminar de
vaciarse. Todo ese tiempo había contenido mis grandes ganas de eyacular, ahora finalmente
era el momento de liberar todo mi líquido. Entonces Américo, que había
advertido eso, se levantó y albergó mi pija en sus manos. Comenzó a bombear
frenéticamente acercando su boca a mi glande hinchado. No tuvo que trabajar
demasiado. Yo ya estaba listo. Me arqueé en sus manos, completamente ido, y en
medio de gemidos que me salieron sonoros y entrecortados me desbordé en un gran
orgasmo. Américo abrió bien la boca y atrapó el continuo chorro de leche que
parecía no agotarse nunca. Tragó todo mi semen, y cuando al parecer quedé vacío,
lamió las gotas que habían caído también sobre mi pecho, mis pelos y mis
piernas. Limpió todo resto de esperma con su lengua, incluso el suyo, sorbiendo
y chupando amorosamente.
Luego se
dejó caer a mi lado, y agitados, exhaustos, casi muertos, quedamos tendidos en
la cama.
Después de
un rato, cuando nuestra euforia desatada había menguado, giró su cabeza hacia
mí. Me sonrió.
-¿Cómo
estás?
Miré hacia
el techo, un poco confundido todavía. Con la piel erizada de placer, mi cuerpo
aún no se recuperaba de tanta sensibilidad libertada. Por fin, cuando sentí que
podía dominar el lenguaje de las palabras, dije despaciosamente con un largo
suspiro:
-Ay,
Américo...
-¿Qué?
-Estoy...
-Sí, ¿cómo
estás? - me repitió, buscando mi mano para llevarla al beso de su boca.
-Estoy tan
bien que tengo un poco de miedo.
-Un poco
de miedo, y un poco de culpa.
-Sí, la
culpa sigue ahí, lo sé.
-¿Cómo
sabés?
-Porque siento
lo mismo.
-¿Debemos
preocuparnos?
-No lo sé.
-Menos lo
sé yo.
-Puedo
comprender que quieras irte en este mismo momento. De veras, lo entenderé.
-No - le
dije, mirándolo a la cara y girando para abrazarme a él - no quiero irme.
Él me
estrechó fuertemente entre sus velludos brazos y me dio todo su calor. Guarecí
mi mejilla entre sus húmedos pezones, que besé dulcemente entre caricias y
chasquidos, mientras él pasaba su mano por entre los pelos de mi pecho.
-Tenemos
toda la noche para estar juntos.
Al
escuchar eso, mi pecho vibró en medio de una dicha profunda y nueva. Estaba
feliz, inmensamente feliz de estar allí, en sus brazos.
-Sí - dije
- y mañana..., dejemos que mañana sea otro día. Pero, Américo, creo que...
-¿Sí?
-No. Nada,
nada.
-Decime,
¿qué pasa?
-No sé. Intuyo
que algo peligroso acontecerá.
-¿Peligroso?
-Sí,
peligroso, un peligro que pueda atentar contra nuestras certezas.
El se
quedó pensativo un momento, luego, mirando a la nada, me atrajo hacia él:
-Bienvenido
sea el peligro.
Lo miré un
instante. Él tenía razón.
-Bienvenido,
sí - repuse.
Nos
abrazamos, y ya no dijimos más nada.
Hicimos el
amor toda la noche.
Cuando el
sol entró por la ventana a la mañana siguiente, Américo estaba aún abrazado a
mí. Dormía. Era sublime verlo así, con una inenarrable calma en su rostro, y una
expresión de sueños intuidos que me hacía verlo dichoso.
Lo besé,
lo besé largamente, buscando su boca y despertando su lengua adormecida con la
mía, ávida y compañera. Sentí su abrazo más fuerte, y sin abrir los ojos Américo despertó. La lengua se acarició con la mía y las manos de ambos
comenzaron su recorrido obligado por los cuerpos entrelazados. Las erecciones,
gemelas, hermanadas por el deseo mutuo, se volvieron a unir. Su verga, fisgona,
se metió entre mis piernas. Instintivamente las abrí, dejándole el paso libre.
Sin dejar de besarme, Américo me penetró de nuevo, había perdido la cuenta de
cuántas veces lo había hecho esa noche. Me aferré a él, desesperadamente, y
cuando sentí que su líquido me inundaba y se volcaba por los bordes de mi más
íntima puerta, no pude evitar descargar lo mío también. Su verga quedó dentro
de mí. Dura por un largo rato. Y después fue sosegándose. Y en todo ese tiempo,
nuestras bocas habían permanecido unidas, inseparables, y nunca en toda mi
vida, había sentido jamás una unión tan cercana. Fuimos uno, los dos, y lo
sabíamos.
Cuando me
despedí de él, sentí que estaba marcando un punto de referencia sobre mi vida.
Ese verano
fue efímero y distintos a todos los otros veranos anteriores. Pasaron las
vacaciones y el otoño asomó con toda su melancolía. También a mí me alcanzó esa
melancolía. Pero estaba en paz.
Sabía que
pronto volvería a la cabaña de Mar Azul.
Franco.
Mayo 2003,
reescrito en 2015
Franco me gusto mucho leer ese cuentito de fin de mes. No creeras que me quede con la ereccion total de mi verga. Al fin me quede con la verga totalmente mojada de esperma caliente y tuve que ir a ducharme en seguida. Gracias por ese cuento tan erotico y sexual...
ResponderEliminarTony,
ResponderEliminarEsa ducha después de haber leído el relato es el mejor halago!
Grazie!
Tengo que confesar que, a pesar de mis años, me hiciste vibrar en lo más íntimo de mi esencia. Una narrativa de lo más "viva" y exquisita que sensibiliza hasta la fibra más íntima del alma y del cuerpo que invita a derramarse, consiguiendo el punto máximo del éxtasis, aún sin haber podido alcanzar la erección. Quizás esta sea mi manera de exteriorizar un latente deseo de amor, muy escondido, que nunca pude concretar.
ResponderEliminarAnónimo,
ResponderEliminarEscribir un relato dejando libre paso a historias, situaciones, personajes que -siempre lo he reconocido- tienen que ver con mucho de lo que deseo, de mis propias historias vividas, de lo que siento o simplemente: de lo que me gusta hablar; y dejar que siga su camino y vaya al encuentro de quien también resuene con todo eso que cuento, es sin lugar a dudas una de las fascinaciones de hacer este blog. Y si ese encuentro es feliz, debido a que lo escrito ha sido interpretado por una sensibilidad como la tuya, entonces y también soy feliz.
Gracias!