El cuentito de fin de mes
El guardabosque
-Parte II-
(para leer Parte I, click aquí)
Mi regreso a Buenos Aires fue
muy difícil de sobrellevar.
Lejos, muy lejos, habían
quedado el sol, las montañas, el lago, la cascada, el bosque… sus sonidos, sus
aires, sus olores…
Lejos, muy lejos, estaba Emanuel.
Volver a casa, a la
convivencia enfermiza con mi familia, ensombreció mi vida nuevamente, y durante
varios días me encerré en mi habitación, entristecido por la falta de mi
adorado guardabosque.
Sin embargo yo había
cambiado mucho. No era ya el oscuro adolescente inseguro de sí mismo, y en el
tiempo que siguió, mi nueva personalidad – que evidenciaba a todas luces un
cambio enorme – dio mucho que pensar a mi padre. Me convertí en un individuo
bastante extrovertido e incluso empecé a salir y a cultivar amistades. Ese año
me inscribí en un centro deportivo y empecé a practicar natación, comprobando
que también me atraían otros deportes.
¿Mi padre estaba satisfecho,
entonces? Claro que no, nunca lo iba a estar, como pude constatar meses
después, el día en que Tío Antonio vino a visitarnos.
Tío Antonio. Ya no era
indiferente para mí. Había sido el puente para llegar a Emanuel y yo no tenía
más que gratitud y agradecimiento hacia él.
Mientras me miraba con todo su
cariño, y ante las retahílas quejosas de papá, mi tío intentaba hacerle entrar
en razón:
-Pero, hermano, si Rafael ahora es
otro chico, ¿no te dije que la estadía en el sur lo cambiaría por completo?
-¿Y vos llamás a esto “cambio”? –
dijo, señalándome despectivamente.
-No te entiendo...
-¿Qué es lo que no entendés,
Antonio?, a su edad..., yo ya había tenido varias novias...
“A su edad, a su edad”..., estaba
harto de escuchar el mismo cantito.
Furioso, me acerqué a él hasta
casi chocar nuestras narices, cara a cara, y ante su asombro, le dije hastiado:
-Papá, ¿sabés una cosa? yo sólo
espero que a “tu” edad ¡no me parezca en nada a vos! ¿Oíste? ¡En nada!
Él quedó mudo. Alcancé a ver de
soslayo a mi tío, que sonreía disimuladamente mirando hacia abajo. Me retiré a
mi cuarto dejando a todos estupefactos y recluyéndome entre mis amados libros.
Pero estaba feliz: ¡por primera vez había dicho lo que sentía!
Inmediatamente se armó un
escándalo de Padre y Señor nuestro, y en medio del griterío, de los improperios
que rugía papá, alternados con los lamentos de mamá, sentí que tocaban a mi
puerta. Era Tío Antonio, que rápidamente me entregó un sobre y me susurró en
voz baja:
-Tomá. Te lo manda Emanuel.
-¡Emanuel!
-Me encargó que te lo diera en
mano.
-¿Cómo está él, Tío Antonio?
-Está bien. Te extraña mucho.
-¿De veras?
-Claro que sí. Lo puedo intuir.
Vos sabés que Emanuel es un tipo muy reservado, más bien parco, pero yo lo
conozco bien. Creo que te tomó mucho cariño... y si no me equivoco, vos también
a él ¿no es así?
-Si tan solo pudiera volver... ¡Tío,
por favor, pedile a papá que me deje ir este verano!
-Haré lo posible, sobrino,
pero... ya sabés como es tu padre.
-Sí, ya sé como es – dije
tristemente, bajando los ojos, después sonreí mirando el sobre – Gracias, tío...
no sabés lo feliz que me pone recibir esta carta.
-Ya veo, Rafael, ya veo, y me
alegro mucho.
-Le había dicho a Emanuel que no
me mandara cartas, por temor a que las interceptara papá. Y ahora… ¡Gracias!,
no solo te agradezco esto, tío, sino también lo bueno que fuiste conmigo.
Nos abrazamos, conmovidos.
-Tengo que irme, ya hablaremos –
me dijo, y salió sigilosamente de mi habitación, mientras en la sala seguían
escuchándose los gritos repitiendo los mismos estribillos una y otra vez.
Pero yo ya no tenía oídos para
esas vociferadas. Ni siquiera me molestaban. Ahora sólo escuchaba los latidos
fuertes que mi corazón daba alborozado. Ahora sólo escuchaba el sonido de la
cascada, entre los cantos de pájaros y los árboles mecidos por la brisa. Me
senté en la cama con el sobre en mis manos, temblando emocionado. Abrí la carta
y cuando leí el encabezamiento: “Mi querido Lobito…”, no pude contener las
lágrimas.
Cuando terminé de leer, abrumado
por las palabras que habían tocado mi alma, me dejé caer al piso lleno de
recuerdos y vivencias. Me prometí volver en cuanto pudiera.
La relación con mi padre empeoró
día tras día. Desde Neuquén, mi tío había reiterado su invitación para
recibirme en su casa. Ni hablar. Obviamente, mi padre se opuso terminantemente,
y al llegar el verano, no solo me prohibió viajar al sur, sino que comenzó a
vigilarme como un gendarme. Mi vida, y todo lo que yo hacía, era objeto de su
más encarnizado control y maltrato.
Pero yo ya no sentía odio por él.
Creo que ya no sentía nada.
Pasó otro año más.
Y otro.
En todo ese tiempo no había
dejado de pensar en Emanuel. Recordaba sus palabras aquel día en la cascada y
las sentía con todo el peso de la razón, pero a la vez disparaban en mi
interior un deseo imperioso de estar con él cuanto antes. Pero ese “cuanto
antes” se postergaba insoportablemente.
Mientras tanto, yo me
transformaba en un hombre, y así como mi cuerpo cambiaba y mis músculos se
torneaban espléndidos gracias a la actividad deportiva, mi decisión de
continuar lo interrumpido se afirmaba cada día.
Entonces, a poco tiempo de
cumplir los dieciocho años, anuncié finalmente a mis padres mi decisión de ir a
pasar ese verano a la casa de Tío Antonio.
-Ni pienses que te voy a comprar
un pasaje para que vayas hasta allá – me dijo papá.
-No hace falta. Ahorré mi propio
dinero y ya tengo mi pasaje en ómnibus. Ya arreglé todo con el tío y salgo la
semana que viene.
Sí, había cambiado, ya no me
amedrentaba sostener mi posición. No me daba miedo enfrentar el duro talante de
papá. Ya no temía nada. Pese a las densas discusiones familiares, mi padre no
pudo impedir que emprendiera el largo viaje hasta la provincia de Neuquén.
Lejos de sufrir esas veintidós horas de trayecto, yo estaba tan contento que me
parecía ir transportado en nubes celestiales.
Cuando me encontré con Tío
Antonio en la estación terminal de ómnibus lo abracé fuertemente y empecé a
hablar como un loro, abrumándolo con mis risas, mis preguntas y mis historias,
que, de pronto, parecían miles. Me sentía feliz. Él me palmeó en los hombros y
se emocionó tanto al verme así, que en todo el transcurso a la casa permaneció
callado y sonriente, dejando que yo descargara mi alegre verborrea durante todo
el camino.
Yo saltaba de excitación al saber
que iba a ver a Emanuel. Sin embargo tenía vergüenza y hasta cierto temor de
preguntar por él. Cuando llegamos a la casa busqué nerviosamente la estampa de
mi querido guardabosque. Pero no estaba allí. Tío Antonio me miró inclinando la
cabeza con una sonrisa cómplice dibujada en sus labios. Pero también se dio
cuenta de mi angustia al no verlo y se apresuró a decirme:
-¿Buscás a Emanuel?
Asentí con la cabeza, con un
resto de la timidez de otra época.
-Rafael, él no está aquí- me
dijo, un poco más serio.
Sentí un frío horrible dentro de
mí.
-Tío Antonio, Emanuel…
-Emanuel está en Junín de los
Andes.
-¿Entonces, no podré verlo? –
pregunté torpemente, intentando tímidamente no delatar mi ansiedad.
-No, Rafael.
-Pero... ¿Sigue trabajando con
vos?
-Sí, claro – sonrió, al ver que
el alma me volvía al cuerpo – pero tenía que atender cosas urgentes. Entre
otras cosas, pudo volver a ver a su hijo, ¿sabías?
-¡Qué bien! Pero entonces...
¿Sigue viviendo aquí?
-Sí, tranquilizate, Rafaelito. Emanuel
va a volver mañana. Pero él…
-¿Pero él, qué? – dije, apenas
conteniendo mi euforia.
-No sabe que estás acá, cuando
vos llamaste para decirme que venías, él ya se había ido a visitar a su hijo.
-¿No sabe nada? ¡Entonces será
una sorpresa!
-De eso estoy seguro, sobrino.
-¿Por qué lo decís?
-No seas estúpido – me miró con
sorna – después de todo este tiempo…
-Claro, tío... pasaron tres años
¿Vos pensás que después de tanto tiempo se alegrará de verme?
-Sí, definitivamente, estás más estúpido
de lo que eras antes.
-¡Te hablo en serio, tío, no te
rías!
Mi tío me miró de una
forma muy especial, y entrando a la casa, exclamó:
-¿Que si se alegrará de verte? ¿De
veras no lo sabés? ¿Qué dice tu corazón, Rafael?
Quedé sin habla. ¡Vaya con el Tío
Antonio!
Apenas pude conciliar el
sueño esa noche, a pesar de estar agotado por tan largo viaje.
Ni bien el sol entró en mi
habitación salí disparado de la cama y corrí escaleras abajo justo en el
momento que Romualdo anunciaba a mi tío que Emanuel lo esperaba en el jardín.
¡Emanuel aquí!
¡Emanuel!
¡Por fin lo vería otra
vez!
Yo estaba tan exaltado que
dejé que saliera primero mi tío a su encuentro. Me quedé en el recibidor,
intentando poner en orden mi compostura. El corazón se me salía por la boca y
apenas podía respirar. Miré por la ventana. Ahí estaba, hermoso, montando su
caballo. Tocó el ala de su sombrero -como siempre- en respuesta al saludo de mi
Tío y ambos empezaron a hablar. Estaban a unos treinta metros, cerca del
cantero de rosas. Cuando sentí que por fin iba a estar sereno como para decir sin
tartamudear un “hola, Emanuel”, salí de la casa deteniéndome todavía en el
umbral.
Entonces, Emanuel giró su
cabeza distraídamente y sus ojos me descubrieron.
Le sonreí, sin atinar a
moverme ni decir nada. Él hizo un gesto entre extrañeza y asombro, evidentemente
Tío Antonio se había reservado la noticia. Mi guardabosque juntó las cejas,
sacudió la cabeza y parpadeó varias veces como para corroborar que sus ojos no
lo estaban engañando. Mi Tío, con una carcajada le dijo:
-¡Sí, es él...! ¿Qué esperás para
darle un abrazo?
-¿Lobito? – murmuró apenas,
incrédulo, aún inmóvil. Yo no lo escuché, pero leí sus labios al pronunciar
cada sílaba.
Sonriendo, levanté mi mano. Emanuel
apenas pudo coordinar sus movimientos para desensillar y correr hacia mí sin
poder dar crédito de lo que veía. Me miró sonriendo de oreja a oreja... y por
fin me abrazó contra su pecho.
Su abrazo.
El instante fue mágico.
Sentí su risa mientras me
aprisionaba entre los brazos. ¡Su abrazo, tantas veces ansiado, tan deseado,
tan rotundo!
-¡Vos aquí!
-Sí, estoy aquí – balbuceé entre
risas nerviosas.
-¡Pero estás hecho un hombre! –
me dijo pasando toscamente la mano por mi barba de dos días y mirándome de pies
a cabeza.
-Vos también creciste – bromeé,
tirándole de la barba, que estaba ahora más larga.
-¡Lobito..., estás enorme..., tan
alto como yo...! ¡y mirá esos músculos...!
Nos quedamos un rato mirándonos,
sonriendo estúpidamente, volviendo a reír fuertemente, sin poder decir nada y
casi a punto de soltar nuestras lágrimas.
Emanuel recordó entonces que no
estábamos solos, y volviéndose a su patrón le dijo:
-Don Antonio, perdóneme…, le
decía, acerca de su encargo, que hoy pensaba ir al pueblo para...
-No, Emanuel... hoy tomate el día
libre. Además..., creo que tenés que atender al amigo que te vino a visitar –
dijo, guiñándome un ojo.
Emanuel asintió, saludó a mi tío
con la mano en su sombrero, y luego se volvió hacia mí sin poder contener la
sonrisa. Me hizo un guiño y con la mano hizo un gesto para decirme que me fuera
con él. Corrí hasta el caballo, Emanuel montó, yo me subí detrás de él, y salimos a todo galope en dirección al
bosque.
-¿Adónde querés ir?
-Con vos... ¡adonde digas,
Emanuel...!
-Entonces...
Y rumbeó en dirección a la
cascada.
La cascada. Obviamente yo sabía
que él se dirigiría hacia allí sin que yo le dijese nada.
A medida que nos internábamos
cada vez más en la espesura, mi pecho vibraba entre los oleajes de variados
sentimientos, invadido por aquel añorado y fresco aire del sur. Cerré los ojos
al apoyar la cara sobre los hombros de mi guardabosque. Dejé que me invadiera
su olor, tan añorado, y rodeándolo con mis brazos me sujeté a él dejando que su
calor se mezclara sobre el mío. Él reía y lanzaba, a los gritos, azuces
salvajes al caballo. Pronto llegamos al lugar. Estaba tal como lo había
recordado en repetidos sueños.
-¡Lobito...! ¿De verdad estás
acá? – me dijo tiernamente, aún incrédulo. Y nos fundimos en un nuevo abrazo.
Me sentía raro por tener su misma altura. Nuestras caras se rozaron y sentí su
barba confundirse con la mía. Me tomó la cabeza y me miró profundamente a los
ojos. Era como retomar todo exactamente en el mismo lugar donde habíamos
empezado.
-Estás tan cambiado... sin
embargo, ¡sos vos...! tu mirada es la misma, tus mismos gestos...
-Emanuel... te eché mucho de
menos...
-Yo también, amigo... – me dijo
bajando un poco la mirada, deteniéndose justo en la abertura de mi camisa.
-¿Qué mirás? – pregunté riendo.
-¿No te lo dije hace tres años?
¡Parece que ahora tenés más pelos que yo...! ¿Cuándo te salió toda esa
pelambrera?
Yo reí de buena gana. Era verdad,
mi pecho se había poblado de pelos oscuros.
-¿Querés verlos mejor?
-Lobito, sabés que sí – contestó
poniéndose más serio y comiéndome con la mirada.
Me quité rápidamente la camisa y
le mostré mi pecho desnudo dejando mis manos apoyadas en la cintura.
-Tendría que haberte jugado una
apuesta cuando no dabas crédito a mis predicciones. Ya ves que tenía razón –
rió – pero... Lobito, cómo creciste, ¿estuviste nadando vos?
-Sí. Desde que vos me enseñaste,
me encanta nadar.
Él se emocionó un poco, sin dejar
de observarme. Extendí un brazo y lo flexioné para mostrarle, alardeando, mis
definidos bíceps. Viendo su asombro le dije, poniendo una voz grave:
-¡Pero tocá, tocá sin miedo...!
-¿A ver? Pero Lobito, tenés un
cuerpo de atleta – dijo palpando mi brazo – Ahora me va a dar vergüenza sacarme
la ropa ante vos.
-¡No lo dirás en serio! – dije
riéndome.
-No, bobo – sonrió con una
expresión muy sensual, comenzando a desabrocharse la camisa a cuadros.
-¿Estará muy fría el agua?
-Siempre fuiste un mariquita con
el agua, ¿por qué no te dejás de joder y te metés de una vez como todo un
hombre?
-¿Qué dijiste?– dije,
circunspecto, fingiendo enojo.
-Mariquita – rió.
-¿Mariquita yo?
-Sí, vos – contestó entre
carcajadas, dejando caer su camisa sobre la hierba y mostrándome su hermoso
torso desnudo.
Tragué en seco, inmovilizado por
un instante ante la espléndida visión.
-¡Eh, vos! ¡Mariquita! – volvió a
decirme con voz más fuerte.
Entonces me abalancé sobre él y
lo derribé vociferando en cómica imitación de grito guerrero. Él no podía parar
de reír, mientras yo intentaba inmovilizarlo entre mis brazos y mis piernas.
-¡Ah..., Lobito... con esos musculitos
de novato, no creas que vas a poder conmigo...!
-¡Vas a tragarte tus propias
palabras!
-¡Quisiera ver que lo intentes!
Y nos enroscamos entre carcajadas
y manotazos inofensivos, jugando a los luchadores y ensayando tomas ridículas.
Sin darnos cuenta estábamos chocando en un reencuentro cuerpo a cuerpo tocándonos,
frotando nuestros pechos, entrelazando nuestras manos, forzando abrazos
frontales o jalándonos desde las espaldas..., forcejeábamos a brazo partido, resistiendo
como rudos contrincantes, descostillándonos de risa, hasta que él, debilitado
por las risotadas, quedó medio inmóvil entre mi brazo y una tijera que le
estaba haciendo con mis piernas a la altura de los muslos.
-¿Te rendís?
-¡No! – me decía entre carcajeos.
Apreté con más fuerzas mis muslos sobre los suyos.
-¿Y ahora? ¿Te rendís?
-No, no, no… ¡mariquita!
Entonces con la mano libre,
aproveché para tirar hacia abajo su pantalón. Él simuló resistirse, pero en
realidad subió su pelvis para favorecer que la prenda se bajara hasta sus
piernas, gritando y doblado por la risa. Debajo llevaba un slip que ya se había
bajado un poco, mostrándome el comienzo de sus vellos y el bulto que se movía
para todos lados.
-¿No te rendís todavía?
-¡Traición! ¡En pelotas no vale!
-Ya veremos.
Mi corazón saltó, me excité de
inmediato y quise ver más. Entonces lo miré a los ojos y con un rápido
movimiento, tomé su slip y lo bajé junto con sus pantalones. Su verga estaba
medio dura ya. ¡Qué cosa hermosa! Ahí estaba, de nuevo ante mis ojos, grande,
palpitante, sacudida por tantos movimientos y sobadas, asomando entre el
precioso matorral de pelos claros. Qué delicia.
-¡Traidor! – repetía, y pretendió
resistir una y otra vez aunque inútilmente. Intentaba zafarse haciendo fuerza
con sus muslos y elevando la cadera: lo único que conseguía era poner sus
magníficas bolas bien cerca de mi cara. Devorando todo con mi vista, terminé de
arrancarle el resto de la ropa, cosa que me costó no poco trabajo mientras él se
movía, me insultaba, y reía sin parar.
Lo tomé por el torso, haciéndole
cosquillas lo fui empujando hasta la orilla... y venciendo sus últimos atisbos
de resistencia lo enganché con un brazo por entre las piernas, chocando contra sus suaves
testículos. Cuando se sintió dominado, lloriqueó, finalmente:
-¡No! ¡Al agua, no!
-¿Quién es el mariquita ahora?
Pero no pudo gruñir mucho más porque
enseguida lo alcé en vilo y lo arrojé a la olla de un solo envión.
-¡Te vencí! – grité triunfante
alzando los brazos, viéndolo desaparecer bajo el agua. Al salir a la superficie
tomó una bocanada de aire agitadamente, dominado aún por la risa. Entonces me
quité lo que me quedaba de ropa. Cuando finalmente estuve desnudo, me quedé un
momento parado en la orilla. Emanuel me miraba con atención y enseguida detuvo
sus ojos sobre mi erección victoriosa. Dejó de reírse y me hizo una seña para
que me reuniera con él.
Me trepé a la roca más alta y me tiré
desde allí, zambulléndome en un clavado perfecto, quería impresionarlo ¡y vaya
si lo hice! Buceé hasta donde estaba Emanuel esperándome y emergí justo frente
a su cara. Nos miramos otra vez, jadeantes y emocionados, y Emanuel me abrazó
atrayéndome a sí con una ternura infinita.
-¡Sí! ¡Estás aquí! – me dijo a
media voz.
Nadamos durante un largo rato,
jugando como antaño, riendo, persiguiéndonos y abrazándonos continuamente.
Cuando por fin salimos del agua,
nos tumbamos en el pasto fresco. Yo estaba temblando, después de todo no estaba
habituado a esas temperaturas, tan distintas a las de la ciudad. Emanuel me
cubrió con su camisa y se puso a mi lado, pasando un brazo por mis hombros.
Nuestras vergas, duras y erguidas como palos, vibraban con cada movimiento.
-Hasta la pija te creció,
Lobito... ¡qué palo!
-Mirá quién habla ¿En serio te
parece que está más grande? – dije abriéndome de piernas.
-¡Está enorme! Con ese aparato,
debés ser el sueño de todas tus amigas. Supongo que ya tenés novia ¿no?
-No – dije mirando hacia la
cascada, algo cortado.
-Pero seguramente ya debutaste...
-Ehhh…
-¿Tampoco?
-No, no debuté.
-¿No? ¿Me estás jodiendo?
-No, tonto – dije un poco más
serio – yo no bromeo con esas cosas.
-Está bien, está bien..., es que
con lo lindo que sos, me cuesta creer que...
-¿Te parezco lindo, Emanuel?
Entonces me sonrió juntando los
labios, con un gesto que los curvaba hacia un lado. La respuesta demoró unos
segundos, luego de un largo suspiro:
-Sos… hermoso.
Nos quedamos un rato mirando la
caída de agua, que parecía feliz de vernos juntos de nuevo.
-¿Te acordás cuando estuvimos por
primera vez en este mismo lugar hace tres años?
-Tres años... claro que lo
recuerdo...
-Yo tenía quince años...
-Sí – balbuceó Emanuel, que me
estaba quitando un mechón de pelo mojado de la frente.
-Ahora tengo dieciocho – dije,
resuelto – y puedo asegurarte que desde entonces quise reservar mi primera vez
para que cuando se diera, fuera algo realmente muy especial.
Emanuel me miraba muy
atentamente, serio, en un mar de pensamientos ocultos a mí.
-Tengo mucho que agradecerte,
Emanuel.
-¿Qué decís, Lobito?
-Digo eso, nada más. Y vos sabés
por qué.
Emanuel pareció agitarse. Hizo un
leve silencio. Luego se incorporó y tomó nuestras ropas.
-Vamos. Aquí está haciendo frío. ¿Desayunaste?
-No.
-Entonces tomemos algo caliente
en mi cabaña.
Nos vestimos algo ensimismados y
montamos en el caballo. Fuimos despacio, aunque nuestros corazones latían
raudamente. No hablamos en todo el corto trayecto, y cuando llegamos a la cabaña,
él fue a preparar café y tostadas. Nos sentamos en el viejo sofá, frente a la
ventana que dejaba entrar el bosque a la habitación. Nuestras ropas estaban
algo húmedas por haberlas vestido sobre la piel empapada. Cuando terminamos el breve
desayuno, me levanté y le dije:
-Mejor quitémonos esta ropa
húmeda – y me desvestí lentamente.
Él me miraba fijamente sin perder
ni uno solo de mis movimientos. Desnudo, me acerqué y le quité las botas.
Cuando fui a desabrocharle los botones de la camisa él me tomó de la muñeca y
me dijo en tono muy quedo:
-Entonces, Lobito... ¿para quién reservabas esa primera vez...?
Me senté a su lado y lo miré de
una manera tan clara y tan directa que él comprendió la respuesta, esa respuesta
que ya sabía desde hacía tiempo. Entonces me tomó dulcemente por la barbilla y
acercó su boca a la mía. Emanuel me besó
y yo me estremecí creyendo estar en el cielo. Pero no sabía que hacer y me
quedé inmóvil. Fue cuando sentí la punta de su lengua que acariciaba tenuemente
mis comisuras como pidiendo permiso para entrar. Yo entreabrí levemente mis
labios y él me invadió con una suavidad que a la vez contenía la decidida afirmación
de su virilidad. Me abandoné por completo a él y sus brazos me rodearon
atrayéndome a su caliente cuerpo. Bajó su mano y atrapó mi poderosa erección.
Lancé un gemido tan fuerte que lo hizo retroceder. Me indagó con los ojos por
un minuto y sonrió comprendiendo que si él me seguía tocando así, mi verga se
descargaría en cualquier momento.
-¿Estás bien, Lobito?
-Sí, Emanuel... pero mirá como
estoy... tengo tanta excitación que...
-Sí, sí... entiendo... pero no
tengas miedo, iremos despacio... además, tenemos todo el tiempo del mundo.
Todas las horas son nuestras ahora.
-No sé muy bien que hacer... me
siento muy torpe – dije sonriendo con vergüenza.
-Yo tampoco sabía qué hacer cuando
fue mi primera vez. Confiá en mí, no te preocupes, yo puedo guiarte, ¿querés?
¿Que si quería? ¡Había esperado
tres largos años por ese momento! No tuve que responderle, él supo
inmediatamente que yo me entregaba a él como amante y como aprendiz al mismo
tiempo. Seguía siendo mi maestro, como antes.
Entonces se desabrochó la camisa,
quitándosela sensualmente. Observé su hermoso pecho, ¡lo conocía tan bien! y
sin embargo, en ese momento era como descubrirlo por primera vez. Terminó de
desnudarse por completo y los dos caímos sobre la rústica alfombra del piso.
Miré su verga esplendorosa. La luz de la mañana la hacía brillar en toda su
dureza. Oscilaba en alto, rígida y venosa. Él me guió la mano y yo la tomé en
medio de una sensación de nerviosismo absoluto.
-Tranquilo... – me dijo
suavemente, besándome continuamente y agarrando mi sexo.
-Emanuel, Emanuel…
-¿Te gusta mi pija? Mirá cómo se puso
por vos…
-La soñé tanto en estos años.
-Yo también soñé con vos, y estás
aquí... estás aquí, Lobito.
-No sé cómo tocarte…
-Shh…, no te preocupes, solo hacé
conmigo todo lo que yo haga con vos.
Él llevó sus manos a mis bolas y
empezó a tocar la periferia de mis pelos con una lentitud enloquecedora,
sintiendo a pleno cada registro táctil recibido.
-Que hermosas son, Lobito. Qué
grandes y qué suaves. Y qué peludas las tenés ahora – me dijo sonriendo.
Yo intentaba reproducir sobre él lo
que sus manos hacían conmigo, hundiendo mis dedos en su piel tersa y velluda
sin poder creer que estaba tocando la parte más íntima del hombre que más
deseaba en el mundo. Lentamente, sus dedos pasaron por cada pliegue de mis
testículos, acariciando dulcemente toda la zona.
-Abrí bien las piernas – me dijo.
-¿Así?
-Así.
Yo obedecía, claro, siguiendo en
sensual canon todos sus movimientos. Entonces sus dedos avanzaron un poco más
allá y recorrieron suavemente mi perineo. Yo le devolvía la caricia.
-¿Sentís?
-Sí... – suspiré.
-Esta es una zona tan sensible
como deliciosa, Lobito. Y más allá...
-¿Más allá…?
-Más allá empieza a sentirse la
puerta de tu interior ¿sentís? Sólo hay que seguir el caminito de pelos... – me
decía en el oído, mientras llegaba al esfínter. Hizo círculos alrededor de él y
yo hacía lo mismo en su ano, velludo a más no poder.
-¿Lo hago bien?
-Sí, Lobito... te siento…
perfectamente. Lo estás haciendo muy bien. Ahora, presioná más... así, así...
estoy abriéndome para vos ¿sentís?
-¡Ah!, es increíble... – dije,
sintiendo como el anillo alrededor de mis dedos se dilataba emergiendo hacia
afuera, mientras frotaba el hueco distendido y caliente.
-Ahora: así… – me dijo, y metió
apenas un poco el dedo en mi culo.
-¿Así? – dije, repitiendo el movimiento
y también jadeando por el placer que él me daba.
-Sí... así... muy bien...
perfecto. Ahora masajealo en círculos – decía entre estertores cada vez más
suspirados, mientras él me enseñaba todo sobre mi propia abertura.
Con dos dedos estiró los
bordes de mi ano y me lo abrió mientras su lengua lamía el lóbulo de mi oreja.
Mi verga dio un salto y de ella salió un goteo que bañó todo el tronco. Su
lengua, luego de lamer mi oído, siguió deslizándose por mi barba hasta llegar
de nuevo a mi boca. Nos besamos apasionadamente, con las manos muy ocupadas en
estimular nuestros culos abiertos. Emanuel me tomó los testículos con una mano
y con la otra me descorrió el prepucio. Yo lo imité, sumiso como el mejor
aprendiz.
-Qué hermoso, Lobito...,
ahora..., tocame..., así – dijo, y empezó a rozar en círculos mi resbaloso
glande.
-¿Así?
-Sí, mi vida..., así...
así... muy bien... – me decía entre jadeos alternados con besos en la boca.
-Qué grande es tu pija,
Emanuel... y qué dura está...
-Es tuya, Lobito... – me
dijo, mientras suavemente corría y descorría mi prepucio sobre el masajeado
glande – ahora... voy a probar tu verga.
Se inclinó, recostándose
sobre su flanco izquierdo, y abrió la boca engullendo mi miembro.
-¡Ah, Emanuel!, despacio,
porque te juro que me vas a hacer acabar en este momento...
-No importa, Lobito, si
acabás, tenemos todo el día para volver a empezar – me contestó, ofreciéndome
su peluda pelvis. Yo me recosté también y mientras él seguía chupándome me metí
su enorme aparato dentro de la boca.
¡Qué turbadoras emociones!
Emanuel me succionaba de una manera sorprendente: sorbió, chupó y lamió desde
el perineo hasta la punta misma de mi pene agradecido. Yo intentaba imitarlo en
todo, pero apenas podía meter toda esa dureza en mi boca. Así y todo me dejaba
llevar por el apetito que me despertaba semejante manjar. Jugué con su glande,
descorriendo una y otra vez la piel generosa que envolvía todo su pene, con sus
bolas, con la piel velluda de su escroto, sentí claramente en mi lengua las venas
de su tronco, lamí ávidamente cada rincón de sus ingles pobladas de pelos y
hurgueteé como una serpiente entre los vellos frondosos de su pubis y ombligo.
Él subió un poco,
avanzando por mi pecho, y atrapó uno de mis rosados pezones con su boca. Nuestra
posición simétrica nos favoreció y pude hacer lo mismo con él. La bocas
degustaron libremente los botones excitados de nuestros pechos. Su mano
acariciaba mi pezón libre, metiéndose entre los pelos de mis pectorales. Y las
bocas, nunca saciadas, subieron un poco más hasta encontrarse en un enésimo
beso, esta vez más prolongado que los otros. Nos incorporamos y nos abrazamos
con ardor. Las erecciones chocaron mutuamente, iniciando una loca competición
de durezas.
Maravillado por la visión
de su pecho, mis manos se abalanzaron rápida pero delicadamente sobre ambos
pezones. Empecé a tocarlos, a jugar con ellos, de tal manera, que pude notar
enseguida como esto ponía en éxtasis total a mi guardabosque. Sus tetillas,
bajo mis manos, cobraron una turgencia firme y se pusieron erectas
inmediatamente. Con mis dedos las estiré, las pellizqué, y experimenté miles
formas de tratos, siempre atento a lo que ese contacto producía en Emanuel. Más
abajo, su sexo enloquecía, durísimo, destilando gota tras gota y tensando repetidamente
sus testículos. Los dedos dejaron paso a mi boca, hambrienta de esas puntas
rojas. Las chupé con vehemencia, preso de ellas, pero a la vez, sintiéndome
soberano total sobre el placer de mi amante. Él se sacudía en espasmos de goce,
nombrándome repetidamente, atrayéndome hacia él, hundiendo sus yemas en mi
espalda, en mi cuello, en mi cabeza.
Por un momento lo miré,
conmovido, mientras Emanuel, con el pecho agitado, parecía estar fuera de sí.
Me tomó la cara con sus manos y otro beso en la boca habló sin palabras de lo
bien que estábamos uno con el otro.
Entonces él me tomó
delicadamente por el torso y me acomodó dejando que mi espalda descansara en el
sofá. Alzó mis muslos y los abrió apartándolos. Quedé expectante, con mi ano
abierto y a merced de su aliento caliente. Intuí lo que venía y con las manos
me abrí bien las nalgas. Emanuel acercó su boca y me besó el agujero con una
delicadeza embriagadora. Su lengua empezó a trabajar en toda la zona haciéndome
vibrar. Él me mantenía las piernas bien abiertas sin dejar que yo tuviera que
hacer ningún esfuerzo.
Después yo quise probar lo
mismo y él me entendió. Me bajé al piso y suavemente situé a Emanuel boca abajo
sobre el borde del sofá. Su culo blanco nunca había estado tan cerca de mi
cara. Lo tomé entre las manos sintiendo como él suspiraba entre jadeos, y lo
abrí bien, enloquecido de curiosidad. Su ano custodiado de finísimos vellos se
expandió enseguida develándome su rojo interior. No pude aguantar más, me
acerqué y empecé a frotar mi lengua en la exquisita y delicada piel.
-Lobito... así, así...
sí... sos un amante increíble... besame, besame todo el culo, por favor...
sí... así...- exclamaba entre gemidos.
Estiré una mano y alcancé
su formidable hombría endurecida. Con movimientos despaciosos lo masturbé
cuidadosamente. Emanuel estaba en pleno éxtasis de placer y yo no me saciaba
nunca de su zona más íntima.
-Quiero sentir tu pija,
Lobito – imploró Emanuel.
Dirigí mi verga, a punto
de explotar, hacia el ano abiertísimo de mi guardabosque, apoyando la punta de
mi glande suavemente entre los pliegues de su cueva caliente. Con la mano ayudé
a que mi miembro se frotara entre sus nalgas en una frenética caricia que lo
volvió loco. Así estuve, haciéndole desear mi palo, durante bastante tiempo, pero
también me demoraba porque lo que sentía era verdaderamente sublime y quería
prolongarlo lo más posible. Sobre mi verga sentía la acción de su calor, ese
rozar de pelos, formas y texturas, y hubiera seguido así por horas, a no ser
por el empujón que sentí en un momento en el que Emanuel aprovechó la
proximidad de mi punta para atraparla con su palpitante esfínter. Mi verga
quedó sumergida a medias provocándome una vibración indecible. Sentí su calor
ardiente, la humedad de mi propia saliva, y un gozo infinito y nuevo.
-Más, Lobito, entrá más...
te quiero todo dentro de mí.
Lo sostuve por el pecho y
los pezones, empujando suavemente hacia delante. Su hoyo estaba muy abierto, y
gracias a la lubricación que le había dado mi lengua, mi sexo entró cuan largo
era hasta que mis pelotas chocaron contra él.
-¡Ah! ¡Cuánto deseaba
sentirte así! – gritó Emanuel, jadeante.
Comencé a cabalgarlo
mientras él se aferraba fuertemente al respaldar del sofá, abriendo sus muslos
a más no poder. Entraba y salía con toda facilidad y la sensación era
maravillosa. Después cambiamos de posición: él me acomodó y quedé acostado
sobre la alfombra. Enseguida se sentó a horcajadas sobre mi erección que
apuntaba hacia el techo. Ahora era él que se movía..., fue acelerando sus
movimientos de manera enfervorizada y yo tenía frente a mí su enorme verga que
a cada envión golpeaba fuertemente mi pecho con todo el peso de su rigidez. Eso
me enloquecía, la tomé entre mis manos y la bombeé con toda dedicación,
entrelazando mi otra mano entre las profundidades de su vello púbico para aferrar
su palo desde la base.
No podría expresar lo que entonces
experimentaba mi interior. Era mi primera vez y no me había reservado en vano:
pues la magnitud de cada sensación me decía que lo que estábamos haciendo era
más importante de lo que había imaginado. Emanuel y yo íbamos llegando al borde
del orgasmo. Entonces él se detuvo y me abrazó en medio de la acalorada
agitación. Me dijo dulcemente al oído:
-No quiero acabar todavía,
Lobito... descansemos un poco, quiero que tu primera vez sea interminable.
Lo dijo de una manera tan
adorable que no pude menos que abrazarlo tiernamente. Sentía nuevamente su
seguridad y su cuidado. Junté mis labios a los suyos, agradecido.
-¿Voy bien? – pregunté.
-Claro que vas bien, muy
bien – me dijo sonriendo y acariciando mis mejillas – Lobito, sos tan buen
amante…, y yo que creía que iba a enseñarte, ¡qué iluso!
-¿Lo decís en serio? –
dije besándolo en el cuello repetidas veces.
-Sí – y sus ojos profundos
se instalaron en mis pupilas.
Emanuel me acarició con
una dulzura profunda y dedicada. Sus manos me recorrieron por completo sin
dejar ninguna zona ajena a su reconocimiento táctil. Y a la vez, devoraba con
la vista cada región donde su mano se posaba, jugaba o exploraba. Estiré mi
mano y agarré fuertemente sus tetillas otra vez. Él se arqueó cerrando los ojos
y repitiendo mi nombre:
-Rafael...
-Es tan raro escuchar mi
nombre en tu voz... – le dije bajando mis manos hasta su pubis.
-Es cierto, creo que nunca
te llamé por tu nombre ¿Preferís que te diga Lobito? – me preguntó exhalando
las palabras dentro de mi boca entreabierta.
-No importa como me llames, a tu
lado siempre soy yo mismo – contesté.
Pude percibir cómo sus ojos se
llenaban de lágrimas. La ternura que sentí entonces fue infinita.
Su miembro ávido buscó el calor de
mis manos, que se aferraron a él fervientemente. Emanuel movía su pelvis y él
mismo se masturbaba lentamente en la cavidad de mi mano. Con su boca me besaba
el cuello, y después su lengua fue lamiendo y descendiendo por mi pecho. Cuando
estaba cerca de mi verga, se quedó mirándola, atónito. Jugó con mi prepucio, con
la escurridiza piel de mis bolas y sostuvo mi erección por la base dejando mi
pene en alto como un mástil de bandera, entonces cruzando sus ojos con los míos
volvió a tragarme de un solo bocado. Me sorprendió ver desaparecer toda mi pija
dentro de su boca otra vez, sin saber cómo esa delicada cavidad albergaba tan largo
falo. Se encargó de darme placer de una manera extraordinaria.
-No puedo creer que me hagas
sentir tanto placer, Emanuel.
-Es que tu placer también es el
mío – me repetía, mientras volvía a besarme por todo el cuerpo.
-¿Emanuel?
-¿Qué?
-Me gustaría mucho que me
penetraras – susurré tímidamente.
-¡Lobito! ¿Estás seguro? Vamos a
tener mucho tiempo para eso...
-Por favor, Emanuel... mirá como
estoy... – y conduje su mano hasta mi culo abierto. Él tomó una bocanada de
aire al tocar mi caliente ano que estaba totalmente distendido y anhelante.
-¡Estás tan abierto! Pero... no
tenés que hacerlo la primera vez, Lobito...
-Es que lo deseo mucho... y si no
sos vos, nadie va a entrar ahí...
Emanuel me sonrió enteramente conmovido
y fue directamente a besar mi culo. Lo abrió bien y estuvo mucho tiempo
dilantándolo más y más con su lengua, metiendo uno a uno los dedos..., y
finalmente, fue hasta el baño y trajo un gel con el que me untó cuidadosamente.
El contacto frío me estremeció y alivió a la vez, pero enseguida, y gracias al
constante frotar de sus dedos alrededor de mi dilatado esfínter, todo el sector
volvió a arder en pocos segundos. Deseé con pasión su verga dentro de mí. Podía
verla, mientras él seguía jugando con sus dedos, levantada como un árbol,
latente, brillante, preparada y ansiosa para la acción.
Me depositó pacientemente sobre
mi flanco izquierdo, plegando y abriendo mis muslos, y se puso detrás de mí.
-Así, de costado, te va a
molestar menos y va a ser más fácil. Si te duele, por favor, decímelo.
Respiré hondo, con una extraña
mezcla de excitación y temor. Sentí su glande apoyarse entre mis nalgas. El
contacto, delicioso, cortó mi aliento. Su boca me besaba la nuca mientras su
lengua zigzagueaba jugando y lamiendo. Afirmaba mis dos glúteos en cada mano y
los separaba suavemente, en tanto que con la pelvis avanzaba casi
imperceptiblemente. Este movimiento hacía que su verga acariciara en un
constante vaivén toda mi retaguardia. Él se encargaba de frotar su sexo por mi
agujero, bajando y subiendo, rozando mis bolas e incluso llegando a mi propio
miembro. El contacto con el gel, hacía que su rigidez se deslizase magníficamente,
volviendo a instalar una y otra vez su punta en la cavidad de mi ano. En cada
vuelta, su verga se introducía más y más en mi abertura dilatada. Emanuel me
daba una infinita seguridad, como siempre, mi temor se disipaba en sus brazos y
mi entrega – lejana completamente a cualquier temor de dolor – se hacía total y
absoluta. Así estuvo largo tiempo, tanto que perdí la noción de todo, lo único
que quería era sentir esa monumental pija dentro de mí. Y cuando quise reparar
en ello, su sexo ya se había metido hasta la mitad.
-¿Estás bien? – me decía
acariciándome por completo.
-Sí, Emanuel... no te detengas,
por lo que más quieras...
-Estoy dentro tuyo, lindo, estoy
a mitad de camino... ¿te duele?
-No, no..., no me duele nada... –
y mientras le contestaba, yo mismo me iba ensartando en esa carne de hierro,
mordiéndome el labio de puro placer.
Cuando Emanuel avanzó otro poco
sentí un latigazo de dolor, pero mi deseo podía más y mi ano se iba adaptando
al grosor que lo invadía. Cada uno de sus movimientos era milimétricamente
suministrado, a fin de que yo no sufriera la más mínima molestia. Lentamente,
muy lentamente, su verga se iba metiendo en mí sin haber perdido ni una coma de
su tamaño, entonces, finalmente me dijo:
-Ya está, Lobito... está toda
adentro.
-¿Toda?
Y en vez de contestarme, tomó mi
mano y la guió hacia abajo hasta hacerme sentir al tacto como sus pelotas se
unían a la puerta de mi ano, lubricado y abierto al máximo. Empezamos a
movernos casi involuntariamente, y él me sostenía guardián, rodeándome con sus vigorosos
brazos. Sentía su barba en mi cuello, hombros y nuca, sus dedos merodear por
entre mis vellos, sus muslos junto a los míos, y todo el calor de su cuerpo
abrasando el mío.
Entonces volé con él. Los dos nos
perdimos en ese acelerar de movimientos, jadeantes, agitados y sudorosos.
Después él me cambió de posición: yo quedé acostado boca abajo y me cubrió con
su cuerpo. Su miembro entraba íntegro y el placer que estaba sintiendo era
indescriptible. Sabíamos que se acercaba el fin como si en esa unión fuéramos
una sola persona. Sus gemidos se amoldaron a los míos y me gritó
entrecortadamente:
-¿Estás listo?
-Sí...
-Yo también – me dijo.
Entonces, me asió
vigorosamente la cabeza y su verga avanzó en un súbito y apasionado envión
chocando contra mis paredes internas para quedarse momentáneamente allí. Sentí
su vibración y su grito de placer máximo y supe que se estaba derramando dentro
de mí. Un súbito calor invadió mis entrañas. Inmediatamente, y sin poder
manejarlo, todo mi sexo tembló en un maravilloso espasmo.
Me aferré al cuello de
Emanuel porque tuve la sensación de que el orgasmo iba a desintegrarme. Es que
no sentía mi cuerpo como un todo, sino como una parte sublimada en comunión con
el suyo.
Mi semen salió disparado
en dos o tres chorros bien espesos. Grité involuntariamente mezclando mi
aliento con el suyo. Él me aferró desesperado y me besó. Jamás había sido
besado de esa manera y con ese beso, me sentí más hombre que nunca. Sí, el
niño, el adolescente, había desaparecido definitivamente.
Finalmente caímos de
espaldas abandonando nuestro peso sobre la alfombra. Emanuel no dejó de abrazarme
en ningún momento y ambos tardamos mucho tiempo en aquietar el aliento.
Un sorpresivo rayo de sol
se filtró por la ventana, como proveniente de un paraíso celestial, y fue a dar
sobre el pecho de mi guardabosque. La luz, focalizada sobre su cuerpo desnudo,
hizo brillar como oro esos pelos dorados. Ambos miramos hacia la ventana,
perdiéndonos en algún lugar lejano.
-¿Te das cuenta de lo que
acaba de pasarnos? – me preguntó como ensoñado.
-Creo que sí, Emanuel.
Reafirmamos nuestro
abrazo, acomodándonos uno al otro. Yo apoyé mi mejilla sobre su caliente pecho.
-¿Qué pasará ahora,
Lobito? – me dijo, pasando sus dedos por mi pelo.
-No sé. ¿Te asusta eso?
-No hay hombre que no se
asuste un poco frente al amor.
Nos miramos, embelesados.
-¿Estás llorando, Emanuel?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque te amo.
La emoción me embargó y no
pude decir nada más. Pero no hizo falta. Emanuel sabía que yo también lo amaba
desde hacía mucho tiempo. Nos quedamos abrazados, mudos… felices.
Ese día – con su noche – hicimos
el amor no sé cuántas veces, me es difícil ahora recordarlo. Había concluido la
historia iniciada tres años atrás y sabía también que al mismo tiempo algo muy
importante había comenzado.
Un año después me establecí en el
sur definitivamente, rompiendo por fin con mi complicada relación parental. Siguió
la felicidad. Es extraño, pero creo que hasta ese entonces yo no había pensado
mucho en la felicidad. Hasta que fui inmensamente feliz. Ahí comprendí todo.
Emanuel, mi adorado guardabosque, que estuvo a mi lado durante muchos años, fue
el faro constante de esa comprensión.
Franco.
Buenos Aires, 5 de Noviembre de 2007(Revisión: Junio de 2014)
Como nos tiene acostumbrados, Franco emplea las descripciones de momentos tan sublimes como si fueran un afrodisíaco, como si estuviéramos viendo, en primer plano, esas manifestaciones de placer tan eróticas que nos conmueven hasta el extasis. Eso es lo que yo experimento.
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