El cuentito de fin de mes
"Nuestro Secreto"
a misteriosa atmósfera de los vestuarios,
el etéreo erotismo de los varones desnudos yendo y viniendo, la inconsistencia
de las toallas como breve y única vestimenta, los sonidos que reverberan como
en un sagrado claustro: silbidos, vociferadas, cantitos, diálogos perdidos…,
los olores de distintos sudores mezclándose con perfumes corrientes, lociones y
desodorantes, el ruido del agua cayendo constante, el vapor, la luz, el clima… ¿Por
qué todo eso me despierta tanto morbo?
Ahora que escribo estas líneas, creo
encontrar la respuesta a eso.
Los recuerdos de mis primeras vivencias en
los vestuarios masculinos fluyen, innumerables. En esos escenarios vi por
primera vez la desnudez adulta de un hombre. Pero siempre vuelvo a un recuerdo
en particular, una vivencia especialmente significativa.
Papá trabajaba entonces siendo agente de
propaganda médica, un oficio conocido comúnmente como “visitador médico”, o
“valija”, como se decía en la jerga de sus compañeros. El gremio que nucleaba a
estos trabajadores disponía de un soberbio club deportivo en Moreno, a pocos kilómetros
de Buenos Aires. Era un lugar hermoso, verde y arbolado, sobre unas cuantas
hectáreas en pleno campo y con excelentes instalaciones. Cuántos años pasaron
desde entonces... Tenía aún la edad en que todavía salía con mis padres, y era de
lo más común que los domingos fuéramos al club de Moreno, sí, era la salida en
plan familiar por excelencia: asado, actividad al aire libre, tenis y piscina.
Yo tenía dieciséis años y transitaba esa etapa
en la que todavía me perdía con algunas cosas de la vida (si no las más
importantes). Era un joven introspectivo, bastante tímido, pero con miles de
cosas dentro de mí que querían aflorar. Era la época de los vaivenes
emocionales, de los cambios de humor, de búsquedas, de frustraciones. Yo aún no
podía discernir si en realidad disfrutaba u odiaba esas salidas familiares.
Creo que sentía las dos cosas, alternándose continuamente.
Aún confuso en mi sexualidad, sobrellevaba
como podía las incertidumbres, los miedos y todas las vacilaciones que avivaban
la poca educación sexual, pobre y temerosa, que mis padres me había dado. Mi
hermanito, cinco años menor que yo, siempre tenía amigos para divertirse en sus
juegos. Pero a mí..., bueno, no me era fácil hacerme de amigos. De vez en
cuando jugaba al tenis con alguno de los chicos de mi edad que frecuentaban el
campo, que no eran muchos, pero no encontraba mi lugar entre ellos, casi todos
jugadores de fútbol, deporte que yo aborrecía con aprehensión obstinada.
Así las cosas, recuerdo esos fines de
semana como un ir y venir de diversas situaciones, buscando un lugar entre la
gente, sin saber cómo relacionarme, y generalmente optando por los momentos en
que me aislaba en la inmensidad del campo y en la profundidad de mis propios
pensamientos.
Después del asado de rigor, venían las
actividades deportivas. Podíamos elegir entre la piscina, el básquet, o el tenis,
por ejemplo. Papá era un buen jugador de tenis, y siempre se organizaban
torneos, con compañeros de trabajo. Todo giraba entonces entorno de esas
actividades y el ambiente era invariablemente familiar.
Ese día estábamos todos mirando el juego que se había armado
en la cancha. Mamá, al sol, charlaba animadamente con las otras esposas que se
contentaban con participar como espectadoras. Era lo habitual. Yo estaba con un
aburrimiento enorme. Lamía automáticamente un helado
de limón, mirando cada tanto algún saque que otro.
El partido estaba en su tiempo central, y
papá formaba pareja con un tipo que era agente de un importante laboratorio y que
a través del tenis se había hecho bastante amigo de él.
Era Pepe. Todos le decían así. Pepe era un
asiduo contrincante que esta vez, jugaba a la par de él.
Pepe, la simpatía en persona, siempre caía
bien a todo el mundo y era el más divertido de los amigos de papá. Un poco más
joven que él, era un excelente tenista. Yo admiraba su saque, impecable, y su agilidad
para correr. Papá intentaba, si no superarlo, por lo menos estar a su altura.
Parecía que daba resultado, porque ambos estaban aventajando notablemente a sus
contrincantes.
Empezó a hacer calor y, cuando terminé mi
helado, rumbeé desganadamente hacia la piscina. No había mucha gente ese día.
En realidad el club generalmente no era muy frecuentado, tal vez, a causa de estar
bastante alejado de la capital. Nadé un poco, teniendo toda la pileta para mí,
sólo había un par de mujeres que más que nadar, cotorreaban animadamente en los
escalones de acceso.
Alguien más estaba ahí: el corpulento y
apuesto guardavidas.
Mientras lo miraba, regodeándome con su
cuerpo sólo cubierto con el speedo rojo de rigor, pensaba “afortunado tipo, se
necesita suerte para tener un empleo así, sin hacer nada por horas y sentado al
sol todo el día”. Pasé un largo rato braceando frente a él y mirándolo de tanto
en tanto.
Recuerdo, como si lo viera ahora mismo,
que el tipo estaba muy bien. Tenía su cabeza completamente rapada por lo que
todos los chicos del club le decíamos “el pelado”. Su cara era hermosa a la vez
que demoledoramente masculina, ojazos verdes y penetrantes, talante
circunspecto, seguramente muy estudiado para provocar ese aire de misterio y
distancia, barba cerrada e impecablemente rasurada, todo conformaba un conjunto
irresistible a mi vista.
Su cuerpo era impresionante, obviamente esculpido por
su propio oficio. Me maravillaban sus abultados pectorales coronados por dos
grandes pezones, redondos y puntiagudos. Del ombligo bajaba una fina hilera de
pelos que se internaba en línea recta bajo el bañador. Me asombraba siempre que
a pesar de tener el cuerpo lampiño, sus torneadas
piernas y brazos eran extremadamente peludos.
Sí, me llamaba mucho la atención. Mis
pajas juveniles tenían en él un material motivador inagotable. Infinidad de
veces había fantaseado con encontrármelo desnudo en el vestuario, cosa que
hasta ese momento no había pasado nunca.
A esa edad, mis erecciones eran casi
crónicas, y por supuesto, estaba teniendo una muy potente en ese momento. Mientras
flotaba en la parte más honda de la piscina, con la intención descarada de
tenerlo más cerca, seguía mirando al guardavidas furtivamente, imaginando con
poco trabajo la forma de su verga oculta debajo de su apretado speedo.
Estuve bastante tiempo así, temiendo que mi pija se me escapara
afuera de mi traje de baño por haberse agrandado tanto. Me preguntaba si el
tipo se había percatado de que yo me estaba haciendo la película con su bulto,
es que a veces abría las piernas y yo no podía distinguir si esos movimientos
eran intencionales o no. El fugaz espectáculo era magnífico: podía ver entonces
esa tenue y oscura sombra de pelos delinear su divina
entrepierna.
Las erecciones adolescentes vienen y van, casi
involuntariamente, así que aproveché un momento en que mi pija se había calmado
un poco para salir del agua. Me quedé un rato al sol, advirtiendo que las mujeres se habían ido y ya no había más nadie en
el natatorio. Fue cuando vi que el guardavidas bordeaba la piscina en dirección
al vestuario.
Miré a mi alrededor.
Ni un alma.
Y seguramente el vestuario también estaría desierto.
¡Dios! Podría ser la oportunidad de intentar algo con el pelado, pensé. Pero
¿sería capaz de hacerlo? Seguirlo al vestuario era un poco obvio. Me daba mucha
vergüenza hacerlo, yo era tan tímido, tan poco experto… y nunca había tenido
una experiencia sexual con persona alguna. Era virgen muy a pesar mío y mis
hormonas me exigían dejar de serlo cuanto antes. Recuerdo haber sufrido mucho
con esa diatriba, no tenía ni idea de cómo seducir ni como dar a entender mi
interés por alguien. Por otra parte era terriblemente
paranoico, vivía encorsetado en una inseguridad casi agotadora, cosa que
tampoco permitía asumirme como homosexual sin sentir culpas apocalípticas.
Me quedé un rato sentado al borde de la
piscina sin saber qué hacer. Finalmente junté todo el coraje del mundo y
siguiendo sobre todo el impulso de mi deseo incontrolable, me levanté y fui
acercándome con pasos lentos a la puerta de los vestuarios.
Cuando entré no vi a nadie. Era un recinto
muy amplio. La zona de los baños y duchas, estaba al final de un corredor más
allá de los bancos para cambiarse. Agucé mis oídos. Tampoco percibí ninguna
señal auditiva. Nada. Sentí una mezcla de inhibición, vergüenza y decepción. Pero igualmente me
encaminé para los baños. Nadie había allí. De pronto sentí el ruido de un
depósito de agua que se descargaba en uno de los baños.
Allí estaba. Tenía que ser el pelado. Me
sentí como un estúpido, sin saber cómo actuar, y volví sobre mis pasos. Entonces
se me ocurrió algo. Con mis oídos vigilantes tomé mi bolso del locker y me
senté en un banco. Me quité el traje de baño y cubrí mi desnudez con una toalla
envuelta en la cintura. La situación había quitado otra vez flacidez a mi verga.
Con el evidente bulto zarandeándose a mi paso, me encaminé hacia las duchas.
Justo en ese momento vi salir al bañero de
los baños. Estaba esplendoroso. Su bronceado se acentuaba con esa luz diáfana
del vestuario. Tenía el speedo algo flojo, un poco bajo, y pude verle el
comienzo del vello púbico. La visión sacudió mi miembro y temblé todo, rojo
como un tomate.
Al cruzarnos en sentido contrario nuestros
ojos se cruzaron por un instante. Fue apenas un segundo. Pero nada más. Ni una
sola insinuación. Pero yo no me desesperancé tan fácilmente, tenía la
expectante convicción de que el tipo intentaría algo conmigo, lo deseaba con
desesperación.
Dejé mi toalla colgada, entré a uno de los
cubículos y abrí la ducha.
El agua caliente reanimó mi circulación y
mi verga ya se sostenía en alto, oscilando bajo la lluvia de vapor.
Esperé, atento.
La caída del agua a duras penas me permitía escuchar
si él se acercaba. Fantaseaba con que se metiera a la ducha de enfrente, que
dejara abierta la cortina y que me diera el espectáculo de mi vida.
Por fin escuché algo. Alguien se
aproximaba. Mi corazón empezó a latir, descontrolado. Sin poder dominar la
excitación, seguía fantaseando con el pelado, imaginé lanzarme sobre él y lamer
cada centímetro de su escultural cuerpo, quería sentir de una vez por todas una
verga en mi boca, quería tocarlo, abrazarlo, hacerle de todo, demostrarle mi
inexperiencia y humildemente asumirme su discípulo en el arte de amar a un
hombre.
Caliente a más no poder, y avergonzado, me
di vuelta y puse las manos contra la pared. Dejé que la presión del chorro de
agua resbalara por mi cabeza y el ruido estrepitoso me ensordeciera. Pensé en
cerrar la cortina, pero, no, era demasiado cobarde eso. Tenía que dar algún
paso para evidenciar alguna señal de mi parte. Escuché entonces el rumor del
agua que corría en la ducha de enfrente. Me puse como loco. Yo estaba feliz,
finalmente el pelado estaba ahí. Aún de espaldas a mi vecino, sentí también que
silbaba. Era un silbido fuerte, de los que se escuchan comúnmente en todos los
vestuarios e inmediatamente retumban en el recinto como si fuera una catedral. Tenía
una sonrisa involuntaria en mis labios, enardecido, no me animaba a darme
vuelta. Pero internamente libraba una estéril batalla: ¿Y si el tipo finalmente
se interesaba en mí? ¿Qué haría yo? No tenía idea de cuáles serían los pasos a
seguir estando con un hombre. La
melodía que silbada era algo conocido para mí. Seguía escuchándola. ¿Era una
melodía de Chopin? Sí, en efecto, una melodía que me era demasiado familiar. De
pronto pensé que esa música no encajaba para nada con la imagen que yo tenía del pelado. No era Chopin lo que un atlético hombrote
silbaría. No sé porqué pensé esa tontería, pero lo pensé. Entonces tuve una
duda atroz, me di vuelta y miré abiertamente hacia la ducha de enfrente.
¡Era Pepe!
Mi decepción rayó en lo cruel.
Ni rastros del guardavidas. Joder. Ahí no
estaba él, estaba Pepe, bajo la ducha, silbando ese vals, detrás de la cortina
a medio cerrar. Se estaba enjabonando enérgicamente, cubierto de espuma. Cuando
volteó la mirada hacia mí, me hizo un guiño a manera de saludo por entre la cortina entreabierta.
-¡Hola! – me dijo sonriendo, y su voz retumbó en todo
el lugar.
-Hola… – contesté, y mi expresión de sorpresa debió
haber sido bastante evidente, porque Pepe se quedó algo cortado, deteniendo sus
movimientos, pero enseguida continuó enjabonándose y después siguió silbando
estrepitosamente.
Yo estaba fastidiado y desilusionado. Frustrado
porque mis esperanzas de ver desnudo al pelado se me esfumaban. Deslicé a
desgano el jabón por mi cuerpo, volviendo a mi posición contra la pared. Enojado,
estiré la mano para cerrar la cortina, pero al hacerlo miré por un instante a
Pepe. Me quedé con la mano sobre la cortina, no pude continuar, y sin querer,
mis ojos siguieron fijos en él.
Pepe estaba de espaldas y ahora se
enjuagaba la cabeza. Mi mirada se posó en su blanco trasero. Era verdaderamente
soberbio. El contraste de esa blancura con la espalda bronceada y los muslos
oscuros y velludos, me fascinaron. Dejé la cortina en su sitio, descorrida,
para poder seguir observándolo todo desde mi sitio privilegiado.
Me pregunté cuántos años tendría Pepe ¿treinta
y cinco?, ¿treinta y ocho?, calculé que su edad no llegaría a cuarenta. En ese
momento no entendí por qué no me había fijado en él antes. Su cuerpo bien
proporcionado, evidencia de una vida dedicada al deporte, fue inmediatamente
revalorizado por mi caliente curiosidad. Pepe era hermoso, recién ahora lo
descubría.
Su culo perfecto, firme y proporcionado,
quedaba delimitado en la marca del traje de baño con sus contornos bien
definidos, era como un imán en el centro de su cuerpo, que todo lo absorbía.
Sin dejar de observar, cada vez estaba más
interesado en Pepe. La imagen de su cuerpo desnudo bajo la ducha era
formidable. Sin embargo, aún no salía de la frustración terrible causada por la
ausencia de mi pelado que, estúpidamente, parecía haberse esfumado de mi vida.
Me distraje, pensando que en futuras pajas tendría que seguir armando en mi
imaginación mi ideal encuentro sexual con el salvavidas.
En eso estaba, cuando de pronto advertí
que Pepe había dejado de silbar. Miré disimuladamente hacia la ducha de Pepe y me
di cuenta de que había girado su posición y estaba de frente. Por entre la
cortina apenas entreabierta me había echado una furtiva mirada.
Fue un pequeño destello que empezó a
disolver mi obsesión con el pelado.
Pepe seguía atareado con su baño,
repasando cada sector, enjuagando y volviendo a enjabonar. Todo lo hacía con
movimientos rápidos y contundentes.
Por un momento me volvió a mirar, pero al
notar que yo había descubierto su mirada, enseguida miró hacia el techo. Me
extrañé por esa actitud de incomodidad,
como de quien ha sido descubierto haciendo algo prohibido. Me pregunté
si había sido casualidad y entonces quise tomarlo por sorpresa otra vez. Cuando
intuí que nuevamente me miraba giré rápidamente clavando mi vista en sus ojos y
¡otra vez!, Pepe desvió, visiblemente incómodo, la mirada hacia arriba como una
ráfaga, descubierto por segunda vez. ¿Entonces...? No, era imposible. ¿Pepe me
estaba espiando? Había notado como sus ojos se posaban en mi pija. Quise corroborarlo
y ¡una tercera vez!, Pepe volvió a ser pescado in fraganti.
Me di la vuelta, casi en un gesto piadoso,
para que él pudiera finalmente mirarme tranquilo sin que yo lo atrapara en su curiosidad.
Entonces sonreí, y la situación me pareció de lo más cautivante. Estaba
sorprendido: Pepe era casado, tenía tres hijos casi de mi edad, se lo veía muy
masculino, era amigo de papá, todos lo admiraban..., no me explicaba cómo
podría sentirse atraído por otro varón. Sí, yo era un pendejo, todas esas cosas
eran interrogantes para mí, como si los cabos de tantos hilos sueltos no se
pudieran atar, irreconciliables. Incluso pensaba que los hombres casados eran
todos invariablemente heterosexuales.
De todos modos, esos fisgoneos -pensé- no
tenían por qué sentenciar que Pepe era puto. Seguí concentrado en mi baño,
convenciéndome a mí mismo que todo había sido obrado por mi imaginación y mi
calentura de adolescente.
Pero enseguida sentí el ruido
inconfundible de las cortinas de la ducha al abrirse. Pepe las había descorrido
completamente de un solo movimiento. Disimuladamente, lo miré de soslayo. ¿Por
qué había hecho eso? Aún no terminaba de ducharse, eso era evidente. No había
cerrado el agua. Entre los vahos del vapor su cuerpo mojado parecía haber
emergido en un escenario después de descorrerse el telón.
Pepe tenía un rostro muy masculino. Conocía
sus expresiones, las asociaba siempre a esa simpatía políticamente correcta que
había tenido oportunidad de conocer en muchos asados familiares.
Incipientemente calvo, tenía un cuerpo no corpulento pero sí muy armonioso.
Entre sus dos pectorales, un precioso mechón de pelos negros caía peinado por
la lluvia de la ducha. Los pelos se acentuaban en su pubis. De ahí colgaba y se
balanceaba un miembro de tamaño mediano, que se ensanchaba un poco en la punta,
ahí donde se marcaba con evidencia el contorno del glande enfundado en suave
piel. Sus piernas eran esbeltas, torneadas y cubiertas de pelos, también
intensificados por efecto del agua. Cuando levantaba sus brazos, sus sobacos se
perfilaban mostrándome el abismo oscuro de sus pelos, una delicia que me
perturbó enseguida. Pero el punto más inquietante y atractivo de su cuerpo, sin
dudas, estaba en ese triángulo espeso de su pubis, en ese matorral negro y
mojado, de donde asomaba el encantador sexo. Enseguida acaparó toda mi
atención, me era imposible resistir su atracción.
Pepe me miró de reojo, constatando que era
mi mirada la que ahora estaba sobre él. Una y otra vez lo comprobó, pues yo no
podía dejar de mirar su verga, enmarcada espectacularmente en esa selva negra.
Después de todo, al descorrer su cortina, Pepe estaba invitándome a mirar su
completa desnudez. Sí, eso era un hecho…, pero yo aún no lo podía creer. Porque
¿era posible que ese hombre, que podría ser mi padre, estuviera interesado en
mí, un mocoso? Sí, yo era muy joven, apenas me había salido una pelusa allí
abajo, y él, todo un hombre, y por otra parte, nosotros, nunca habíamos
intercambiado más que los saludos bajo la cortesía de rigor, nada más que eso.
Sin embargo, y para mi maravillada sorpresa,
el erótico ritual prosiguió.
Pepe giró poniéndose de espaldas
nuevamente. Ahora sus movimientos eran más lentos. Yo, a esas alturas, ya me
había olvidado del pelado. ¿Qué sería del guardavidas?, no sé, ya no me
importaba. Ahora estaba pasando algo que era verdaderamente interesante. Y no
sólo era interesante, sino que también era real.
Entonces mi pija comenzó a levantarse otra
vez. Pepe estaba allí, desnudo. Ahora, como si me hubieran abierto los ojos de
repente, empezaba a atraerme todo de él.
Después de pasar bastante tiempo
mostrándome como acariciaba sus nalgas con el jabón en la mano, Pepe giró sobre
sus talones, muy despacio, y quedó otra vez de frente. No pude evitar retirar
la vista, medio avergonzado. Mi timidez juvenil no me abandonaba, muy a pesar
mío. Aunque quise, no pude mirarlo de frente, sólo advertía su figura gracias a
mi visión periférica. Me daba cuenta de que sus manos se dirigían a la
entrepierna. Me debatí por unos eternos segundos y, finalmente, levanté la
vista, dejando que el deseo venciera finalmente mi timidez.
Pepe se estaba acariciando las bolas
suavemente. Se miraba la pija, sensual, sobándola y poniéndola bajo el chorro
de agua. Se había agrandado y se mantenía
algo levantada sobre las bolas. Tomó el jabón, que a estas alturas ya estaba bastante gastado, y se lo pasó por
toda la zona. Lleno de espuma, todo su
pubis quedó blanco. Sus pelos veteaban la nívea claridad del jabón. Cada tanto
dejaba su sexo y se pasaba las manos por el pecho, quedándose un poco sobre los
pezones, entonces pude ver que la verga empezaba sostenerse en el aire,
bastante tiesa.
Loco de excitación, mi pija estaba en
plena erección, pero así y todo no atinaba a nada. Me estaba dando el
espectáculo que hubiera esperado del pelado, sólo que ahora únicamente me
importaba Pepe. Sólo existía Pepe en ese aislado y único mundo del vestuario.
Pepe… Pepe… ¿de verdad me estaba dedicando la función? Pepe… ¿Cómo es que nunca
antes había llamado mi atención?
Dio unos pasos hacia atrás y el agua cayó
de lleno sobre su pecho. Fue hermoso. La lluvia fue desintegrando la espuma y,
enhiesta, durísima, apareció la pija más hermosa que había visto hasta
entonces. Era la primera vez que veía un hombre en erección. Y estaba frente a
mí. Para mí. Sólo a un par de metros, en la intimidad que nos proporcionaba la
soledad del lugar.
Él me miró. Pero no lo hizo directamente a
mis ojos. Sabía que mi timidez no soportaría ese contacto. Entendí su complicidad,
a él también le había pasado lo mismo hacía unos minutos. Sus ojos cayeron
sobre mi sexo rígido y percibí un gesto de entrega en su rostro. Dejó sus manos
a los costados para exponerse ante mí de una manera más sincera. Entendí el
gesto como una alianza para no ocultarnos nada. Entonces hice lo mismo,
mostrándole mi erguida desnudez.
En ese momento sentía que dejaba de ser un
adolescente para ser un hombre, como él, excitado frente a la visión de otro
hombre.
Su miembro había cobrado un tamaño impresionante.
Lo tomó con ambas manos y comenzó a masajearlo lentamente. La piel de su
prepucio subía y bajaba. Cubría y descubría ese glande redondo, inmenso, que me
pareció de un rojo increíble. Por momentos dejaba su pene, para tocarse nuevamente
los pezones. Su cara era el reflejo del placer más exquisito. En esos
instantes, su verga quedaba suspendida apuntando hacia el techo, balanceándose
lentamente, orgullosa y desafiante.
Me maravillaba pensar que esa escena
deliciosa estaba siendo montada exclusivamente para mi regocijo, y notaba que también
él disfrutaba enormemente de eso. Comencé a masturbarme. Cualquier vestigio de
pudor, frente a él, había quedado atrás. Pepe, con una mano en sus testículos,
y la otra bombeando su pija, aceleró los movimientos, abriendo extremadamente
sus piernas velludas. Era una maravilla ver a ese hombre pajeándose frente a
mí. No dejaba de mirarme, sin perder detalle de mi cuerpo, pero a veces se
reconcentraba en el suyo, gozando también de su propio erotismo.
De pronto se detuvo.
Dejó sus brazos a ambos lados de su torso
agitado y después apoyó las palmas sobre los azulejos de las paredes laterales.
Contemplé su escultural cuerpo en toda su atrevida desnudez. Su verga hinchada
y gruesa apuntaba hacia mí. Vi las pequeñas venas que recubrían aquel tronco de
acero saliendo debajo de la mata de ensortijados y mojados pelos, levantó
levemente su pié izquierdo, y atravesó el umbral de su ducha.
Yo comencé a palpitar agitadamente.
Salió de su ducha, y avanzó unos
centímetros.
Venía hacia mí, escandalosamente erecto y
bello.
Caminó los pocos pasos que nos separaban y
se me acercó. Instintivamente, retrocedí, en un involuntario reflejo. Pepe notó
de pronto que no debía pasarse de cierta línea, y parpadeó, atento a no
atemorizarme. Avanzó sólo lo necesario. Yo repiré hondo y despacio. Me miró de
arriba a abajo, ávido en su inspección, asombrado por tenerme tan cerca. Allí
se quedó y retomó su masturbación, desnudo y mojado. Pepe estaba muy cerca,
hasta mí llegaba el halo de su respiración entrecortada. Su pecho subía y
bajaba. Los pezones, estaban bien duros. Rodeados de pelos, eran de un rojo
intensísimo. Nuestros ojos se instalaron fijamente en las vergas duras, fuimos
acelerando el movimiento de nuestras manos, y por un momento, sublime por
cierto, nuestras miradas subieron y se enfrentaron.
Un guiño, ¡un adorable guiño! me volvió a
saludar.
Fue demasiado.
Entonces sentí que el final estaba
próximo. Jadeando, gimiendo pesadamente, sentí que un líquido espeso y caliente
salía de mí, en medio de estremecimientos incontrolables. Luego vi como Pepe,
en una convulsión violenta, descargaba también su semen en un chorro espeso y exuberante.
Un gemido de voz gruesa retumbó en todo el lugar. Su leche había salido con
tanta presión, que impactó sobre uno de mis muslos. Sentir eso, me dio un
placer inexplicable, a tal punto que sentí otro orgasmo enseguida, casi
superpuesto al que había gozado. Me volví sobre Pepe. Su cara frente a la mía
estaba adorablemente roja, mojada y con una expresión de otro mundo. No parecía
él, habituado como estaba de verlo en esas situaciones sociales donde sus
sonrisas irradiaban luminosidad y simpatía. Esa cara, su otra cara, me mostraba
definitivamente su personalidad más íntima, nueva para mí, desconocida hasta el
momento.
Su verga, aún dura y palpitante, estaba
radiante. De ella salían aún gotas claras, que resbalaban por todo el tronco hasta
rebasar sus dedos y caer al piso.
Con pasos lentos, retrocedió, se puso
nuevamente bajo la ducha y se enjuagó rápidamente.
Después cerró el agua, tomó su toalla y poniéndosela
al cuello vino nuevamente hasta mí. Me miró y me sonrió. De pronto la ternura
habitó en sus rasgos. Con ojos blandos y profundos pronunció mi nombre con voz
muy baja:
-Franco.
Sin decir palabra lo miré, un poco
asustado y serio. Sentía que la timidez volvía a vencerme.
-¿Estás bien, Franco?
Yo asentí tímidamente.
-¿Te gustó lo que hicimos?
Volví a asentir, esta vez bajando un poco
la mirada.
-Entonces... ¿no te molestó?
Meneé la cabeza hacia ambos lados.
-¿Te gustó que me masturbara frente a vos?
Por fin, pude hablar y le dije que sí con
un hilo de voz. Él sonrió y me susurró:
-A mí también me gustó mucho que lo
hicieras también.
Mis ojos, que habían estado contemplando
su bello sexo, ascendieron después hasta su rostro. Sonreí, y él prosiguió:
-Gracias por esa sonrisa, Franco. Sos muy
lindo. La belleza de las personas es algo que siempre se debe disfrutar,
apreciar, gozar. No importa sexo, edad…, nada.
Me quedé mirándolo. Asombrado y conmovido.
Él, alargó una mano hacia mí, pero ya no
retrocedí ni un centímetro.
Sólo rozó tenuemente mi pezón izquierdo. Sentí,
emocionado, los dedos y el dorso de su mano muy cerca del corazón que parecía
salírseme del pecho.
-Adiós, Franquito – Me dijo con una
adorable sonrisa, tomándome con infinita dulzura por el mentón. Lo retuvo unos
segundos entre sus dedos cuando me dijo:
-No olvides lo que tuvimos hoy.
-No lo olvidaré, Pepe.
-Tampoco olvides que será “nuestro
secreto”.
Y desapareció.
Cuando salí de las duchas, flotando entre
nubes celestiales, Pepe ya se había ido del vestuario.
Me envolví la toalla a la cintura. Caminé
unos pasos, lentos, estáticos y algo zigzagueantes. Cuando llegué al banco
donde había dejado mis cosas, advertí que alguien más estaba sentado en un
banco apartado. Era el pelado. Lo miré. Él se levantó y me saludó con un gesto.
Estaba completamente desnudo. Sólo minutos después, cuando finalmente descendí
a este mundo, pude percatarme de ese detalle. Curiosamente, en ese momento, aquello
no me había llamado la atención en absoluto.
FrancoAbril 2003
BRAVO!!! Perfecto, mañana amplío este comentario...
ResponderEliminarOtra vez!!! por segunda vez se borró el comentario!!!! Puto Blogger!!!
ResponderEliminarSeba,
ResponderEliminarte recomiendo que cada vez que escribas un comentario en el cuadradito del comentario (obvio), antes de darle a "publicar", selecciones todo el texto y le des a copiar con el botón secundario del mouse.
Varias veces me ha pasado esto y cuando se pierde o se borra el comentario por lo puto y re puto que es blogger, con ese artilugio logré salvar todo lo que había escrito. Ya me lo tomé como un hábito, y por más que ponga tres palabras, siempre copio lo que escribo para preservarlo y volver a pegarlo en un nuevo intento.
Bueno, suerte la próxima...!
PD: Las fotos de Rosario están preciosas. ¡gracias por el envío!
ResponderEliminarBeso.
Excelente Post Franco! Me encantó. Y sobre todo, porque me hizo transportar a mi adolescencia, donde concurría a ese mismo lugar que vos ibas y tenía las mismas sensaciones que vos. Lamentablemente nunca tuve una historia como la de tu relato, pero desde esa epoca me volví fanático de los vestuarios y las duchas: ver a tantos hombres con sus cuerpos bañados de espuma y agua, fue, es y será una de mis mejores fantasías. Gracias por compartilo! Abrazos!
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