El cuentito de fin de mes
ATHANAEL
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Cuento inédito, 2016
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Alto Egipto, mediados del siglo XVIII
Determinados y rápidos, con el único y terrible
objetivo de degollar a su presa, los diez mamelucos se arrojaron sobre su
víctima. Sólo opondría una irrisoria resistencia a aquellos asesinos
profesionales al servicio de un pequeño tirano local que alentaba sus
fechorías. Alocada sí, pero que le valió un milagroso escape de inesperada
agilidad e ingenio brillante.
El barón Heinrich von Lachner jamás hubiese
imaginado que allí, en pleno desierto, sería atacado por una banda de
malvivientes. Llevaba un arma de fuego, una hermosa pistola de tres cañones
que, estaba seguro, era el botín codiciado, un botín por el que lo matarían sin
detenerse a pensar. Pero él prefería mantenerse fuera del alcance de sus
agresores, aunque sabía que, llegado el caso, haría fuego sobre ellos para
defenderse.
El tiempo desaparecía bajo la arena de las dunas; el
sabor de la eternidad brotaba de la inmensidad silenciosa, apenas turbada por
el vuelo de los ibis.
Lachner corrió hasta perder el aliento. Puesto que
tenía una importante ventaja, el conocimiento del terreno, sacó de ella el
máximo beneficio. Con el brinco digno de una gacela, cruzó el lecho seco de un
uadi y, luego, trepó por la pedregosa ladera de una colina.
Sus perseguidores, demasiado gruesos, sudaban la
gota gorda. Uno de ellos se torció el tobillo, y arrastró en su caída a tres de
sus compañeros. Los demás se ensañaron con él, vociferando contra aquella
maldita presa de inagotable aliento. Pero Lachner era un viajero incansable que
aprovechó su excelente estado físico, una vez más, un hecho que le salvaba la
vida.
Flanqueó una extensión de arena blanda en la que se
hundieron dos mamelucos, socorridos por sus congéneres. Furioso, un obstinado
no renunció: cuando vio que el barón se le escapaba, lanzó colérico su sable.
El arma falló por poco su blanco.
Lachner corrió mucho tiempo aún, evitando dirigirse
hacia el monasterio, pues no quería ponerlo en peligro. Sin aliento ya, se
arrodilló al pie de una acacia e invocó a Dios. Sin Él no habría escapado de
aquellos depredadores. Cuando hubo recuperado el resuello, el hombre volvió
sobre sus pasos y se aseguró de que los mamelucos hubieran dado marcha atrás.
Acostumbrados a victorias fáciles, temían a los demonios del desierto y
detestaban permanecer allí.
Al caer la noche, Lachner, al límite de sus fuerzas
con las que apenas podía caminar, se dirigió al monasterio fortificado de San
Teófilo, un sitio que siempre tomaba como referencia en sus viajes y que
conocía bien por sus reiteradas visitas a través de los años.
Dio tres golpes a la pesada puerta de madera y vio
aparecer al guardián del umbral, uno de los tantos monjes que habitaban el
monasterio, en lo alto de la muralla. A la luz de una antorcha, éste identificó
al recién llegado.
-¡Santo Cielo! ¿Qué ha ocurrido?
-He escapado de una pandilla de agresores.
El guardián del umbral abandonó su puesto de
observación para entreabrir la puerta del monasterio, y llevó a Lachner hasta
el gran abad, que estaba estudiando un papiro repleto de jeroglíficos. Era un
anciano de casi cien años y pocas veces salía ya de su cámara, convertida en
biblioteca.
-Padre, el Señor sea contigo, una vez más imploro vuestro
asilo – exclamó el noble.
-Que el Señor también sea contigo, hijo mío. Sabes
que eres bienvenido y no es necesario que implores para que te abramos las
puertas de San Teófilo. Somos nosotros quienes siempre hemos estado en deuda
contigo.
-Mi gratitud, gran abad.
-¿Otra agresión de esos bárbaros?
-Sí, gran abad – dijo el barón Lachner, a tiempo que
dejaba caer su cuerpo sobre una banca.
-Horribles tiempos vivimos. Desde que Bizancio fue
aniquilada, el Imperio otomano reina tiránicamente. La amenaza también se
extenderá hacia vuestras tierras, tú lo sabes.
-Muchos nobles como yo seguimos informando a
nuestros soberanos de lo que aquí sucede. He visto agonizar Egipto, su
población perece bajo sus altos impuestos, el pachá deja que actúen los beys de
El Cairo, esos explotadores a la cabeza de milicias armadas que pasan su tiempo
matándose entre sí.
-Para nuestro infortunio, es el tiempo de los
mamelucos. Sus fuerzas son implacables y están bien equipadas. Miseria, hambre
y epidemias estrangulan las Dos Tierras. El alto y el Bajo Egipto, y la
gloriosa Alejandría ya sólo cuenta con ocho mil habitantes.
-Gran abad, hoy mismo he probado esa furia. Yo… -
balbuceó Lachner, pero sus fuerzas cedieron y se desmayó desplomándose en el
piso.
Inmediatamente asistieron dos monjes que, pese a su
avanzada edad, lo sostuvieron para llevarlo a un sitio donde pudiera descansar.
-Llevadlo con Athanael – dijo el gran abad, sin
necesidad de levantar la voz.
-Sí, Athanael. Él lo cuidará – exclamó uno de los
monjes, haciendo señas al otro para maniobrar el peso muerto del barón.
-¿Podrá hacerlo? el muchacho no es más que un pobre
infeliz que tiene por mente una nuez - dijo uno de ellos.
-¡Llevadlo con Athanael! - repitió el gran abad, y
tal aseveración terminó con el estéril debate.
Lachner, saliendo apenas de su desmayo, pero sin
poder ponerse en pie, había escuchado a los monjes y temió encomendar su estado
deplorable a un inepto. Su cuerpo, lacerado y sucio, estaba dando cuenta de lo
pasado los últimos días. Sin llegar a pasar hambre, había comido poco y las
pocas fuerzas que le quedaban las había agotado en la desesperada huída. Volvió
a perder el conocimiento, abatido por el cansancio.
Los monjes lo transportaron hasta un cuarto grande
apenas iluminado por una lámpara de aceite cuya llama estaba próxima a
extinguirse. Depositaron al barón sobre un gran camastro y uno de ellos batió
palmas para llamar a quien reinaba sobre ese oscuro y pobre lugar. Enseguida
apareció un muchacho desde las sombras de la habitación, como si se tratara de
un espejismo o, mejor dicho, de un feérico espíritu. No le dijeron nada. Le
indicaron su trabajo con un conocido gesto al que el chico sólo respondió con
una bajada de párpados, sin decir palabra.
Los monjes desaparecieron una vez cumplida su tarea,
dejando a Lachner a solas con el muchacho, que, mirando seriamente al barón y
tocando levemente su brazo con la punta de los dedos, consiguió despertarlo.
-Tú debes ser Athanael.
-Sí, mi señor.
-Y bien, espero que puedas al menos darme un plato
de comida. Sólo te pido que procures no envenenarme.
-Oh, no, mi señor, será un honor serviros - dijo
suavemente, mientras iba hasta el hornillo para atizar sus brasas para poner luego
una olla sobre el fuego.
-Entonces hazlo. Dios santo, mi estado es desastroso
- balbuceó - ¡malditos mamelucos!
-Si me permitís, barón Lachner, os puedo asegurar
que estáis a salvo entre estos muros. Esos salvajes son demasiado
supersticiosos y jamás osarían siquiera asomar desde lejos sus mugrosas cabezas
hacia el monasterio.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-Sé quien sois, noble señor, aquí todos os
conocemos. Os he atendido en vuestras visitas más recientes.
-No te recuerdo.
-Es lógico, y en cierta medida me alegro
orgullosamente de ello, la presencia de un sirviente jamás debe ser notada.
Lachner se volvió asombrado hacia Athanael y lo
observó con fijeza. Iba vestido con unas túnicas rústicas pero pulcras y bien
dispuestas sobre el cuerpo imponente. Bajo un turbante ceñido a su cabeza, dos
ojos de una claridad perturbadora lo miraban con una inquietante fijeza. Eran
ojos inteligentes y bellos que transparentaban la simpleza de su alma. Había
algo extraño en esos ojos que llamaban poderosamente la atención, pensó
Lachner, pero no se detuvo a pensar qué era. La tez oscura del muchacho contrastaba
con lo que parecía una luz intensa salida de sus pupilas. La manos fuertes y
ágiles, estaban cubiertas de fino vello que se perdía en el confín de sus
amplias mangas. El rostro, signado por la hermosura fascinante de sus rasgos,
estaba sombreado por una barba delicada y negra, que a la vez servía de límite
para el rojo oscuro de su boca perfecta.
-Por cómo hablas, por cómo miras, por cómo eres, no
pareces ser un tonto como dicen los monjes.
-No, no lo soy, mi señor. Pero ellos creen que sí,
o, mejor dicho, creo haberles hecho creer que sí. Es mejor así. Si para ellos
fuera un hombre normal, seguramente a estas alturas sería uno de ellos. Yo no
quiero ser monje.
El muchacho fue hasta una mesa y trajo consigo un
recipiente con agua limpia, paños y frescas toallas.
-¿Cuántos años tienes, Athanael?
-No lo sé. Fui recogido por los monjes hace unos
quince años. Me abandonaron frente a estas puertas, y entonces yo no tendría
más que seis o siete años. Todos dicen que provengo de la aldea, que nunca tuve
ni padre ni madre, pero, si bien mucho no recuerdo de aquellos años terribles
de hambre y miseria, el rostro de una mujer que posiblemente fuera mi madre,
está aún presente en mi mente. Estaba sucio, hambriento, medio desnudo, y como yo no pronunciaba palabra
alguna, los monjes me creyeron un disminuido mental. Con los años, me
acostumbré a ese tratamiento, y con algo de ingenio y oportunismo, supe sacar
provecho de ello.
-Comprendo. Y descuida, tu secreto está seguro
conmigo.
-Gracias, mi señor. Si no supiera eso, no os habría
confiado mis palabras.
-Es raro que los monjes te hayan adoptado.
-Oh, ellos no tenían intención de hacerlo. Pero supe
despertar cierto cariño en uno, el padre Flaviano, quien fue el único que se
ocupó de mí, de alimentarme, vestirme y darme algo de afecto.
-¿Flaviano, dices? - preguntó Lachner, levantando
las cejas.
-Sí, mi señor.
-Conocí al padre Flaviano. Lo conocí bien - hizo una
pausa, mientras su mirada se ensimismaba. Luego movió su cabeza pensativamente.
- Lamento que muriera tan joven. Él, ciertamente, debía conocer tu secreto.
-¿Mi secreto?
-Es decir, que tú no eres un idiota, como todos aquí
piensan.
-No lo sé. El padre Flaviano era un ser extraño y
contradictorio. Él me enseñó muchas cosas, pero a la vez, parecía arrepentirse
de hacerlo, y muchas veces pasaba de un cariño sincero a una frialdad casi
cruel.
-¿Y tú le querías?
Athanael bajó la mirada y se incorporó para ir a
mirar la olla. Consideró que el caldo estaba listo y vertió una buena porción
en un cuenco. Al regresar junto al barón, ayudó a que pudiera incorporarse un
poco, gracias a unos cojines que había puesto bajo sus hombros. Luego balbuceó:
-Es mejor que no habléis tanto, mi señor. Tomad este
caldo caliente, os hará bien.
-Gracias.
El muchacho sostuvo
por la nuca la cabeza de Lachner y lentamente fue dándole de comer en la boca.
El barón parecía haberse abandonado sumisamente a él, mientras sentía que un
cansancio incontrolable lo invadía palmo a palmo. Tomó el caldo con costosos
sorbos, pero como tenía hambre, finalmente dejó el cuenco vacío. Athanael puso
el trasto sobre la mesa, y con movimientos cortos y esenciales, se arrodilló
junto al camastro.
-¿Qué haces?
-Voy a limpiaros y refrescaros, mi señor.
Poco a poco, las fuerzas iban abandonando a Lachner.
Sintió un placentero bienestar cuando Athanael empezó a pasar un paño húmedo y
fresco sobre su frente polvorienta. Se relajó completamente y dejó hacer al
siervo, que abrió su camisa y apartó la sucia tela hacia los costados. El pecho
del barón quedó desnudo. Athanael encendió dos velas nuevas y observó como los
vellos descubiertos parecían dorarse con la luz danzante. Humedeció nuevamente
el paño y lo frotó suavemente sobre los pectorales de Lachner. Los pelos se dejaron modelar formando
zigzagueantes dibujos. Dos botones enhiestos y rosados captaron la atención del
joven. Repasó cuidadosamente los pezones, sin dejar de mirarlos fijamente.
Lachner echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos. Lo fue ganando el
sopor y pronto estuvo dormido.
Athanael contempló el cuerpo de Lachner con un
detenimiento absoluto. Allí, recostado en un muelle colchón de pelos abundantes
y oscuros, descansaba el grueso miembro sobre abultadas pelotas. Casi oculto
por esa selva negra, atrajo toda su atención desde el primer momento.
Athanael untó el resto del cuerpo de Lachner con el aceite y se encargó de que cada centímetro de su piel se sintiera reconfortado por la nueva frescura del líquido. La verga del hombre, enhiesta y temblorosa, parecía implorar su contacto. Entonces el joven acercó nuevamente su cara al inquietante sexo. El perfume tenue del aceite mixturado con el de hombre lo invadió por completo. El impulso fue simple y contundente: sus labios se abrieron y se posaron apenas sobre el glande descubierto del barón Lachner. De inmediato el pene se arqueó en una tensa vibración y como por encantamiento, apareció un chorro de semen que se derramó enérgicamente entre los labios de Athanael, que, hechizado como si hubiera hecho una infantil travesura, no dejaba de sonreír.
***
Un monje enviado
por el gran abad se apersonó esa mañana en el recinto donde Heinrich von
Lachner seguía dormido. Athanael, que no se había separado de su lado, levantó
la vista y se apresuró a poner un velo negro sobre su boca. Miró al monje y
esperó.
-¿Cómo sigue?
El joven hizo un gesto y movió la mano sobre el
rostro de Lachner.
-Tiene buen semblante. Seguramente estará restablecido
en pocos días - musitó el viejo monje - informaré de esto al gran abad. Cuídalo.
Athanael levantó las cejas y su cabeza se ladeó.
Pero esto no fue advertido por el monje que se retiraba lentamente sin presarle
atención. El joven sabía que la aparente calma de su paciente, podría ser la
antesala de algún mal inesperado.
Y así fue.
Durante los siguientes días el barón cayó en un
estado de fiebre intensa que lo sumió en delirios y alucinaciones. Athanael se
entregó a su cuidado hora tras hora, velando por él todas las noches y
alimentándolo pacientemente durante los breves momentos en que Lachner
despertaba, ido y ausente. Preparó densos ungüentos que untaba sobre su pecho.
Elaboró sus habituales jarabes con hierbas raras y buenas que sólo él conocía y
que suministró estratégicamente al enfermo en estudiadas dosis. Combatió las
altas temperaturas del quemante cuerpo con agua fresca del pozo, día tras noche, y así durante más de una semana.
La vida del monasterio no se había alterado un ápice
por esto, y los monjes, poco a poco, fueron acostumbrándose a no esperar
siquiera una mejoría, preparándose para, de un día a otro, desayunarse con la
noticia de que el barón había muerto. Oraban y esperaban.
Athanael, no oró. En cambio hizo todo lo posible
para que Lachner volviera en sí, y, a pesar de su agotamiento, lograr alejar el
mal de su cuerpo. Él sabía que no podía dejar que muriese. Volvió la vista
hacia un lugar secreto de la habitación, y como si fuese una visión, pareció ver
el rostro transfigurado del padre Flaviano. Sí, era imperioso que Lachner
viviera.
Una noche, en que el joven siervo se había dormido
al reclinar apenas su cabeza sobre el borde del lecho, el viento cesó de
repente y reinó un silencio de muerte. Depertó, sobresaltado y, a la luz mortecina
de las lámparas, vio con espanto que Lachner estaba pálido como la leche. Su
rostro no tenía expresión alguna y el pecho apenas daba cuenta de su pobre
respiración. Pasmado, llevó una mano hacia la frente. Estaba helada.
Rápidamente buscó una pesada manta y la acomodó sobre el lecho. Fue hasta el
hogar y atizó el fuego en tanto agregaba más leña. Desesperado, se quitó toda
la ropa y se metió bajo las cobijas junto al barón, abrazándolo fuertemente
para transmitirle todo su calor. Con las manos recorrió todo el cuerpo, frío
como una tumba, y lo frotó enérgicamente mientras apretaba sus acaloradas
mejillas contra las descoloridas de su paciente.
Athanael estaba angustiado, pero no por eso había
perdido la calma. Con infinito celo siguió abrazándose a Lachner, fundiendo
ambas desnudeces bajo las mantas del lecho y transmitiendo su propio calor
durante un buen tiempo. Con tanto rozamiento, pronto se dio cuenta de que una
erección empezaba a endurecer su miembro. Lejos de sentir alguna represión por
ello, interpretó eso como la cosa más natural del mundo. Los pelos restregados
entre sí, los de él y los de su pobre protegido, dejaban oír un rumor sordo,
único ruido en toda la habitación.
El siervo deseó con toda su alma la salvación de
Lachner, sabía que podría morir en cualquier momento o bien superar la crisis milagrosamente
si conseguía reanimar la circulación de su sangre. Miró nuevamente la cara del
enfermo. Inerte. Parecía partir de este mundo. Sin pensarlo se puso a
horcajadas sobre él y lo cubrió enteramente son su caliente cuerpo, rodeándolo
con brazos y piernas. Su duro pene se instaló sobre el otro, dormido y débil.
Temió lo peor y maldijo, silencioso, al destino. Entonces, como si quisiera en
un intento extremo insuflar su propio aliento a través de aquella boca
entreabierta y seca, posó allí su labios y besó a Lachner, entregándole así parte
de su propio aire. Se detuvo por un momento. Quiso, esperanzado, ver algún
atisbo de vida en la cara indolente. Nada. No sabía qué hacer. Desesperado,
invocó mentalmente un ruego: "padre Flaviano, por favor, ayúdame..., no
dejes que él muera".
Entonces, finalmente, y justo cuando el último
parpadeo de la llama cercana se extinguía fundiéndose en la tiniebla del
cuarto, el pecho de Lachner tembló y se hinchó violentamente al inspirar una
profunda bocanada de aire que lo hizo gemir en una queja sonora. Abrió los ojos
y vio sobre sí la sombra de Athanael a contraluz. Ya no estaba frío. El joven
lanzó un sonido de sorpresa y volvió a abrazar a Lachner.
***
-¿Cuántos días estuve así?
-Ocho, mi señor.
-No puedo recordar nada.
-La muerte estuvo rondando todo ese tiempo, pero
finalmente se alejó.
-¿A ti, muchacho, debo agradecer que la espantaras?
-Oh, no. Nadie puede espantar a la muerte, mi señor.
Ella sola decide qué hacer: quedarse o irse,
-Athanael...
-Aún estáis débil. No habléis.
-Tengo frío.
-El sol os dará calor, pero tenéis que ayudarlo un
poco. Ahora es menester que comáis algo.
Athanael procuró que su paciente se sintiera cómodo
sobre los cojines del gran sillón en el que estaba recostado. Estaba sentado a
sus pies, desde esa posición le alcanzó un recipiente con un guiso tibio. Los
rayos del sol vespertino aún descendían cálidos sobre ellos en la gran galería
del patio. Lachner obedeció sumisamente
las suaves consignas del joven y comió todo lo que había en el plato. Luego
bebió de una jarra que Athanael puso solícito en sus labios.
-Sabe extraño. ¿Qué es esto?
-Medicina para que el alma quiera quedarse
definitivamente en el cuerpo. Contiene algunas hierbas buenas, beleño, cerveza
y vino.
-Por lo visto sabes cómo hacer para que mi alma se
quede.
-Sí, mi señor.
-Bendito seas ¿Y cómo lograrás que con esto se quede
también mi cabeza?
Athanael no pudo contener la risa. Lachner también
sonrió y miró con gratitud a su abnegado sanador. Sabía que le debía la vida.
El joven, después de procurar que su paciente
bebiera todo, hizo un gesto amable y se alejó en dirección al huerto. Desde su
cómodo sitio, Lachner podía ver a lo lejos la figura de Athanael trabajando
junto a otros monjes. Lachner sonrió,
complacido y absorto por ver en plena actividad a su joven salvador, que,
bebiendo un largo trago de agua, se abocaba al cuidado de las tantas hortalizas
que eran la base de la alimentación monacal. Fuerte, lozano, de cara al sol, y
siempre dispuesto con el mejor humor. Había algo en ese muchacho que lo
incitaba a una natural revitalización en su convalecencia. Tal vez porque viera
reflejada en él su primera juventud. Le atraía su persona, su ánimo fuerte y
seguro, propio de una persona mucho mayor, de esas cuyo espíritu ha sabido
forjar la sabiduría de la vida vivida.
Estaba inmiscuido en esa visión. No pudo advertir
que un observante se había dado cuenta de su interés.
-¿Tanto os interesa el muchacho, señor?
El barón se volvió sobresaltado al escuchar esa voz
cascada y algo cavernosa.
-¿Quién sois?
-El hermano Macario, barón.
-No os había visto antes.
-Debéis cuidaros de él.
-¿De Athanael?
-De Athanael, sí.
-Hermano, no veo qué peligro pueda amenazarme
estando a su lado.
-No es más que un bastardo con la mente retrasada, señor.
-Vaya, por lo visto, lo conocéis bien - dijo, riendo
para sus adentros.
-Conozco su espíritu rebelde, el mismo que suele
conducirlo por los caminos del diablo.
-Tengo entendido que el gran abad me confió a sus
cuidados. ¿Pensáis que él me pondría en las manos del mismísimo demonio?
-No os molestaré repitiendo otra vez mi consejo,
pero tengo que advertiros, no os fiéis de él. No es raro que la maldad a veces
se oculte bajo la más angelical de las apariencias, de la hermosura de un
rostro inocente, de unos ojos transparentes y bellos como los de un querubín, y
de formas y pieles tan fascinantes como pecaminosas.
Lachner se asombró ante el tono casi lascivo que
había adquirido la voz del hermano Macario, a la vez que encontraba exactas las
palabras que había usado para describir la apariencia de Athanael. El monje continuó, con la
voz más serena:
-Sí, el gran abad os ofreció con él su infinita
misericordia, y es por eso mismo que tenéis que honrar su gran hospitalidad.
Tened cuidado, barón. Tened cuidado.
El monje se alejó tan sigilosamente como había
aparecido, borbotando oraciones y ocultando sus manos bajo el faldón delantero
de su hábito raído. Lachner se quedó de una pieza ante semejantes advertencias,
y también incómodo como quien ha sido descubierto haciendo algo malo. Miró
nuevamente a Athanael, queriendo entender un significado lógico en las
palabras intrigantes del hermano Macario.
Cuando la tarde cayó y los primeros fríos anunciaron las sombras de la noche, Athanael regresó de la huerta y de un sólo movimiento alzó a Lachner en brazos mientras le decía que era la hora de entrar. El barón se sujetó a él, abrazando el cuello del joven y sorprendido por la maravillosa fortaleza de Athanael que, con sumo cuidado lo llevó al lecho del mismo recinto donde habían comenzado sus primeros cuidados. Con esmero acomodó allí a Lachner y dispuso algunas cobijas envolviendo su cuerpo. Sin decir palabra hizo un gesto dócil y fue hasta un rincón donde había agua fresca en un cubo. Inmediatamente se fue desprendiendo de su ropa hasta quedar desnudo y se dispuso al aseo.
Cuando la tarde cayó y los primeros fríos anunciaron las sombras de la noche, Athanael regresó de la huerta y de un sólo movimiento alzó a Lachner en brazos mientras le decía que era la hora de entrar. El barón se sujetó a él, abrazando el cuello del joven y sorprendido por la maravillosa fortaleza de Athanael que, con sumo cuidado lo llevó al lecho del mismo recinto donde habían comenzado sus primeros cuidados. Con esmero acomodó allí a Lachner y dispuso algunas cobijas envolviendo su cuerpo. Sin decir palabra hizo un gesto dócil y fue hasta un rincón donde había agua fresca en un cubo. Inmediatamente se fue desprendiendo de su ropa hasta quedar desnudo y se dispuso al aseo.
Lachner, desde su cama, cambió su expresión y no
perdió detalle del ritual de Athanael. El cuerpo desnudo del joven era de una
perfección absoluta. Lachner reparó enseguida en la vellosidad de ese cuerpo
magnífico. Sus pelos eran negros y profusos en cada sector, acentuándose en
brazos, piernas, el centro del pecho y en la definida hilera descendiente hacia
el perfilado pubis, un triángulo tan oscuro como delineado. Los glúteos
generosos separados por una tajante raya negra eran la armoniosa continuación
de los dos pilares largos y firmes de sus piernas. Athanael se inclinó sobre el
cubo de agua y ahuecando sus palmas formó un cuenco que llenó y volcó enseguida
sobre su cabeza. El agua se derramó por su espléndida anatomía morena. El joven
respiró hondo y se deleitó con la frescura deseada. Con un paño claro repasó
las distintas partes de su cuerpo. Repitió la operación varias veces, hasta
quedar satisfecho rápidamente. Entonces se volvió y Lachner lo pudo ver de
frente. En el centro más atrayente de esa desnudez impúdica, el sexo de
Athanael, un portentoso miembro flácido y mórbido, se balanceaba descollando
por sobre la pelambrera hirsuta. El barón asistía a ese espectáculo como si
estuviera viendo un espejismo del desierto, pues la luz difusa que escaseaba
cada vez más en la habitación, parecía confabularse con una suerte de
sortilegio ilusorio fijado en sus retinas, contribuyendo a que la visión se
presentara mucho más irreal de lo que parecía. En su mente, el límite entre
ensueño y realidad, había dejado de existir. Debajo de las mantas, y a pesar de
que aún estaba muy débil, Lachner experimentó una erección poderosa. Sin quitar
la vista de Athanael, comprendió que desde ese momento le resultaría inevitable
adorar al muchacho.
Athanael se envolvió con una tela de lino con la que secó
su cuerpo limpio. La brisa del crepúsculo irrumpió desde la ojiva elevada y la
amplia tela se levantó como por encantamiento. Entonces la visión que parecía
haber salido de un sueño se empezó a hacer más real cuando Athanael se acercó
al lecho de Lachner, atónito y expectante. Athanael sonrió y su hilera blanca de
perfectos dientes se asomó por entre sus labios. Lachner, embelesado, le
devolvió la sonrisa. Miró el generoso pecho del joven, cubierto de pelos hasta
la nuez de su cuello. Sus pezones, grandes y oscuros, parecían dos guardianes
erectos. Dos puntas afiladas que se posicionaban triunfantes por encima de la
selva espesa de sus vellos negros. Toda su piel era una invitación a tocar, a
sentir, a oler..., al deleite.
-Mi señor, ¿cómo os sentís?
Lachner palpó su duro falo por debajo de las cobijas
y se asombró al sentirse tan pleno.
-Estoy muy bien, Athanael. Creo que,
definitivamente, has logrado curarme.
Athanael suspiró satisfecho, se vistió, y preparó
una cena liviana para los dos.
***
Al pasar los días, el barón Lachner se fue
recuperando visiblemente y pronto pudo volver a caminar. Los monjes, sabiendo
de su mejoría, le asignaron una celda ya que al parecer no requeriría de los
cuidados del joven Athanael. Lachner, respetando la voluntad de sus
anfitriones, aceptó de mal grado dormir en la celda, lamentando que ya no pudiera
estar cerca de Athanael. En realidad el joven llenaba ahora sus pensamientos.
Había cultivado por él un fuerte afecto, y eran muy pocos los momentos del día
en los que no pensara en él. De hecho, su pasatiempo predilecto en aquellas
horas de convalecencia, era el de sentarse a ver como el joven trabajaba en el
huerto.
Era consciente de que tenía que evitar la mirada del
hermano Macario, que, subrepticiamente, seguía espiándolo en cuanto movimiento
hiciera. Este misterioso accionar del monje lo inquietaba sobremanera, y, a
decir verdad, también lo hacía dudar a veces de la transparente inocencia de
Athanael, solícito siempre a sus necesidades.
Una tarde, al volver a su celda, Lachner se encontró
con el insidioso monje. Intentó evitarlo, pero fue imposible en la estrechez
del pasillo.
-Veo que ya estáis recuperado, barón.
-Sí, hermano Macario.
-Loado sea el Señor.
-Si me permitís, ahora debo ir a mi celda.
-¿Vuestra, habéis dicho? ¿Sabéis, señor, quién ocupó
esta celda antes que vos?
-Lo ignoro.
-¿De veras?
-No tengo por qué mentiros.
-No lo digo por eso, sino porque me extraña que
Athanael no os lo haya dicho.
-Sabéis que Athanael habla muy poco. -
mintió Lachner.
-Es verdad, aunque muchas veces lo dudo - Macario
observó atentamente la mirada de Lachner, sonriendo con una leve mueca - Pues
bien, esta fue la celda del padre Flaviano.
Lachner no dijo nada. Bajó la vista haciendo lo
posible para ocultar al monje lo que la mención del padre Flaviano producía en
su interior. Macario levantó las cejas, triunfal. Indagó con su mirada de
estilete cada pequeño gesto en el rostro de Lachner, intentando meterse en su
interior. Luego, al cabo de un silencio prolongado, dijo con cierto tono
irónico:
-Bueno, os dejo en paz.
-Hermano Macario.
-¿Sí, barón Lachner? - dijo volviéndose.
-Exactamente, ¿qué había entre Athanael y el padre
Flaviano?
El monje ladeó la cabeza y acentuó su sutil sonrisa
mientras el ceño se le contraía. Levantó el mentón y dijo con estudiada
naturalidad:
-Extraña pregunta, en verdad. Pero, humildemente,
barón, no es este simple monje el que deba responderla.
-¿Y quién entonces?
-No dejéis que os atormente el ansia. Reprimid
vuestra inquietud, señor. Entre estos muros, no debería existir más que la
calma y la tranquilidad de espíritu. Pero no os preocupéis, seguramente el gran
abad disipará vuestras dudas mañana, si Dios quiere. Tengo entendido que él
desea hablar con vos después del Ángelus. Estoy seguro que tiene algo que
deciros al respecto. Mientras tanto, ofreced al Todopoderoso la incertidumbre
que ahora os descompone. No creáis que no os comprendo. Pero, barón,
recordaréis que hace días os previne. Si me permitís, también yo oraré por vos.
Y ahora, disculpadme.
Lachner se retiró a su celda, abrumado por sus
pensamientos, por sus recuerdos y por sus dudas. Miró esas paredes pálidas y
rústicas, el humilde crucifijo, el breve y esencial mobiliario de cedro... el
lecho donde antes durmiera Flaviano. Se recostó sobre él y acercó su cara a la
almohada, como queriendo capturar en su nariz algún aroma lejano y familiar.
Pero no pudo percibir nada.
En su mente fueron apareciendo imágenes de antaño.
Los momentos vividos con Flaviano, a quien había querido primero como a un
verdadero hermano y después, con el tiempo, como se ama a un alma gemela.
Flaviano había sido parte de su vida, y una parte muy importante. Ahora, intuía
una conexión muy estrecha entre Flaviano y Athanael que no podía comprender y
que, muy a su pesar, lo inquietaba. La noche lo sorprendió deambulando de un
lado al otro de la pequeña habitación. Se desnudó y se vistió con su camisa de
dormir. Pero no pudo conciliar el sueño. La luz de una luna creciente teñía de
melancolía el recinto.
Se levantó del camastro y fue hasta la puerta de la
celda. Oscuridad y silencio. Ni un alma. Decidido salió del cuarto y fue
hasta donde Athanael. El perfume de la noche lo invadió y su piel se refrescó
con una brisa que lo volvió repentinamente a la vida, esa vida que, finalmente
había decidido quedarse en su cuerpo. Recordó las palabras de Athanael cuando
se había referido a la muerte. Sí, él había conseguido, finalmente, que su alma
se quedara. Sintió a la muerte muy lejos. Y toda la fuerza de la vida cobraba ahora
un nuevo impulso.
Su corazón latió con fuerza indómita. Estaba ahí, en
el umbral de ese recinto donde el joven vivía. Estaba allí, a pasos de él.
Necesitaba verlo.
-Athanael.
-¡Mi señor!
-¿Por qué ese rostro?
-¿Qué hacéis aquí, mi señor?
-No lo sé, Athanael. ¿Lo sabes tú?
El joven estaba
semidesnudo. Después de su ritual de aseo, el mismo que hacía todos los días
luego de sus labores en el huerto, no se había molestado en vestirse y aún
estaba cubierto por la blanca tela de lino sobre sus hombros. Los dos hombres
se miraron, con una expresión en el rostro que parecía hablar por sí misma.
Athanael asomó su cabeza hacia el pasillo solitario y se cercioró de que
nadie rondara.
-Mi señor, debéis iros ya mismo.
-Tenía que verte, Athanael.
-Por piedad, no permanezcáis un sólo minuto más aquí,
os lo imploro.
Lachner, lejos de responder al ruego, avanzó y en
tres grandes pasos estuvo en medio de la habitación. La luz tenue de la lámpara
perlaba el sudor de su frente. Los ojos implorantes, se posaron sobre el joven que
visitaba sus sueños. La belleza de su cuerpo apenas cubierto por el lino impactó
de lleno en su deseo creciente. Athanael rogó una vez más con sus ojos, esta
vez con renovada angustia.
-Por favor, no tengas miedo de mí. No te causaré
daño alguno - dijo Lachner con voz amable.
-Lo sé, mi señor. No es eso. Temo que un peligro os
alcance. Nada puede pasarme, pero a vos...
-No, muchacho, nada malo me ocurrirá, descuida.
-¡Silencio! - dijo tajante el muchacho, con la mano
atravesándole la boca.
-¿Qué sucede, Athanael?
-¡Callaos!
-¿Qué es?
Unos ruidos sordos se escucharon entre las paredes
del pasillo. Pronto se hicieron más nítidos. Los pasos se acercaban. Lachner
los oyó esta vez. Miró alarmado a Athanael que lo tomó del brazo enérgicamente e
indicándole con un gesto que permaneciera callado lo guió hasta un rincón en
penumbras detrás de una ruinosa columna y varios inservibles objetos
amontonados.
-¡Ocultaos pronto, señor! - alcanzó a decir a media
voz.
En un instante, apareció una figura oscura en el
umbral. El joven se volvió y fue hasta ella, rápidamente. Ocultó su
semidesnudez bajo una manta raída y esperó callado de frente al visitante. El
hombre dio un paso y habló:
-¿Aún despierto?
Athanael asintió con un leve gesto.
-No temas - continuó, hierático - hoy no requeriré
tus favores. Estoy cansado.
Entró al recinto fisgoneando todo lo que había en
él, ante la quietud sumisa de Athanael que había bajado sus ojos hacia el piso.
Lachner, petrificado, escuchaba atento cada palabra y presintiendo cada
movimiento del hombre. Conocía esa voz.
-No soy digno de interponerme ante la voluntad del gran
abad. Lo sabes. No debería importarme la suerte corrida por el barón, ese
extranjero..., ese... intruso. Pero él ha sido confiado a tus cuidados, Dios lo
quiso así y yo, servilmente debo aceptarlo. El barón Lachner sobrevivió. No
gracias a ti, por cierto, no creas que mereces ese crédito. Él es un hombre
fuerte. Conozco cada una de sus aventuras, de las cuales ha salido indemne una vez tras otra. Ésta ha sido una más. - el hombre hablaba como para sí mismo, sin
mirar a Athanael, que permanecía callado e inmóvil - He visto como pusiste
especial esmero en su recuperación. ¿Qué? ¿pensaste que no me había dado
cuenta?. He visto demasiado, Athanael. Sí, poseo esa virtud, la de ver
demasiadas cosas. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? No, no lo creo. A veces
olvido que le hablo a un idiota. No importa. De todos modos he venido a darte
un consejo.
El barón, oculto, apretó los dientes e
intuitivamente cerró fuertemente sus puños sobre el pecho. El hombre, que hablaba lentamente, se
acercó a Athanael. Tomó la manta que lo cubría y la tiró al piso. El joven
cubrió con sus manos su zona púbica como un reflejo de auto protección. El
hombre también lo despojó del blanco lino y Athanael, desnudo y
temblando, permaneció así intentando respirar cada tanto. El hombre extendió su
mano y acarició con el dorso la vellosidad de uno de los juveniles pezones. Su
voz, pausada y apenas audible, continuó resonando en la habitación:
-Sí, he visto cómo te estudia. He visto también como
lo miras, como le sonríes. Querido niño, ¿cómo podré convencerte de que persigas
la luz del bien? hijo mío, ¿no ves que estás caminando al borde de la
perdición? ¿no te has dado cuenta de que un paso en falso te condenará por
siempre? tienes que confiar en mí. Sé que mis palabras te resultan incomprensibles.
¿Es así realmente? ¿Por qué nunca me miras de frente? A veces temo yo mismo
mirarte a los ojos. Busco tu mirada y también la temo. Quiero saber en qué
piensas ¿Pero realmente eres capaz de pensar? Sin tu mirada me es difícil
saberlo. No obstante en tu mirada, en tus ojos diabólicos, temo también
encontrar mi propia perdición - hizo una pausa, conmovido, luego afirmó con
mayor vehemencia - por tu bien, por el de todos, y sobre todo por el bien de Heinrich
von Lachner, te advierto: aléjate del barón, Athanael, o lo lamentarás. No, no
serás suyo. No te tendrá. Tú bien sabes de lo que soy capaz. No hace tanto
tiempo ¿recuerdas?, desoíste mi consejo - Athanael se estremeció, pero cuidó que ese
indicio le fuera ajeno a su interlocutor - El Eterno recibió mis oraciones, sí,
Athanael, oré tanto por ti, para que Dios te recobrase de aquella relación
malsana, y, finalmente la Justicia Divina obró (¡bendito sea el Señor!) por mi
mano. Soy un bendecido, sí. Y ahora, me tienes nuevamente. Sabré cuidarte de
nuevo con mi infinito amor. Pero apártate y deja que Lachner siga su camino, un
camino que no querrás termine para siempre en este monasterio - el hombre
guardó silencio. Contempló nuevamente la bella desnudez de Athanael bajando la
vista hacia su sexo semioculto y respiró como conteniéndose. Fue hasta la
puerta y se detuvo un momento - Veo que ya no llevas el amuleto que te dio el
padre Flaviano. ¿Por qué? ¿Lo has extraviado? - Athanael hizo un breve gesto -
Qué pena.
El hombre ladeó la cabeza, miró otra vez hacia el
interior del recinto, observándolo todo, y desapareció en la oscuridad del
pasillo, como un espectro silencioso.
Lachner salió de sus escondite y rápidamente fue al
encuentro de Athanael, que a duras penas podía sostenerse en pie. Abrazándolo
le preguntó en un murmullo:
-¡Era Macario! ¿Te hizo daño?
-Oh, señor, no preguntéis nada. Idos, os lo suplico.
-No, Athanael. Escuché todo. No te dejaré así, estás
temblando.
-Mi señor, corréis peligro.
-No le temo a Macario.
-Él es capaz de cosas terribles. Vos no sabéis...
-Tranquilo. No hablemos de ese infame ahora. Ven
conmigo. Siéntate en el camastro.
-No. Debéis iros.
-No me iré. Me quedaré aquí contigo. No puedo
abandonarte en este estado.
El muchacho estaba al borde del llanto. Sus ojos
húmedos miraron al barón con una angustia indecible. Lachner se sentó junto a
él en el camastro y le puso las manos sobre ambas mejillas. Le dijo con
infinita dulzura:
-Nadie te hará daño ya, Athanael. Yo mismo te protegeré.
Y Macario no podrá hacerme nada, no debes tener miedo.
Acarició una y otra vez el rostro preocupado del
joven y fue calmándolo hasta que sintió que el temblor de su cuerpo poco a poco
se apaciguaba.
-Debemos apagar las lámparas - dijo Athanael - la
oscuridad, nuestra aliada, nos resguardará.
-Sí, mi muchacho - dijo Lachner, y fue a extinguir
las dos lámparas de aceite que aún brillaban en el sitio. Quedaron
completamente a oscuras. Sólo un pequeño rayo lunar resplandeció débilmente
desde la ojiva. Un silencio mágico los envolvió enseguida. Lachner volvió junto
a Athanael.
-Tengo miedo de que él regrese.
-No lo hará, descuida. Ahora tranquilízate en mis
brazos.
Athanael ocultó su rostro en el caliente pecho del
barón. Se sintió seguro y protegido. Con sus manos rodeó el torso de Lachner y
su respiración se hizo calma. Lachner, que no dejaba de pasar su mano por el
denso cabello de Athanael, cada tanto besaba sutilmente la frente morena.
-Mi señor, ya no tengo miedo ¿os quedaréis conmigo
esta noche?
-Sí, Athanael. Mi salvador, mi ángel...
-No soy vuestro salvador, señor.
-Oh, sí, lo eres. Macario, ese traidor, dice que
eres la perdición..., que te alejas de la luz de la verdad... ¡insano!, yo te
diré algo, querido Athanael: la luz eres tú.
Las manos de Athanael buscaron el pecho de Lachner.
Las posó en el escote abierto de su camisa, sintiendo los suaves vellos bajo
las palmas. Lachner desanudó los lazos de la prenda y facilitó el libre
recorrido de esas manos fuertes. Athanael apartó la rústica tela hacia los
costados y el aroma corporal del barón lo invadió por completo. Besó el pecho
maravillándose con ese contacto entre el matorral de pelos. Aspiró,
embriagándose con el olor tan preciado. Entonces Lachner con precisos y rápidos
movimientos se despojó de la camisa. Frente a frente, desnudos, se sintieron
más unidos que nunca.
-¿Puedo tenerte en mis brazos?
-Sí, sí..., os lo suplico.
La penumbra cerrada les devolvía la pobre visión del
contorno de sus cuerpos. Pero eso no tenía importancia. Sus manos se
aventuraron sobre la piel cercana y transitaron contornos, curvas, pliegues y
huecos. A través del tacto, sus ojos vedados de luz pudieron tener otra vez la
imagen ya conocida de sus cuerpos desnudos. Casi al mismo tiempo se toparon con
sendas columnas. Un suspiro compartido dio cuenta de ese contacto. Los sexos,
duros y levantados, vibraron vigorosamente al ser tocados. Comenzó entonces una
caricia mutua que duró un tiempo largo y sostenido. Cada miembro fue
debidamente inspeccionado, acariciado, frotado y reconocido. Los fluidos
preliminares no se hicieron esperar y pronto los dos penes estaban
resbalosamente lubricados. Las palmas ahuecadas sostuvieron, hermosearon y
mantuvieron las dos magníficas erecciones, a tiempo que la agitación de ambos
pechos se hicieron difíciles de controlar. Las bocas, cada vez más próximas,
respiraron una el aliento de la otra. Hasta que finalmente se ensamblaron,
vorazmente, en una unión apasionada y loca. Compartieron su dulce saliva en un
beso lento, y la sala se llenó con pequeños sonidos de chasquidos y breves
gemidos contenidos.
Lachner se levantó del camastro e invitó a hacer lo
mismo a Athanael. Los dos se buscaron entonces, mejor posicionados para tocarse
sin impedimento alguno. Volvieron a abrazarse y al hacerlo sus cuerpos
temblorosos quedaron pegados uno al otro. La intensa vellosidad de los dos
cuerpos se frotaba entre sí con un inconfundible rumor seco. Se besaron
nuevamente, chocando también la dureza de sus enormes falos. El barón se
arrodilló frente a su muchacho. El escaso resplandor lunar alcanzó a perfilar
un definido contraluz sobre la verga de Athanael, palpitante y mojada. Lachner,
sobreexcitado por esa visión tan íntima, abrió su boca para abarcar tamaño
volumen y tragó el miembro juvenil hasta la peluda base. Athanael gimió
asordinadamente y se arqueó de placer. Sintió que las rodillas se le doblaban y
que iba a caer al piso, pero Lachner lo asió fuertemente por los antebrazos y
dejó que se sostuviera apoyándose sobre su propia cabeza.
El barón dio rienda suelta a su avidez de virilidad.
Lamió cada extensión de piel trémula y se transportó al paraíso bajo el efluvio
misterioso que emanaba el falo de Athanael. Pudo acariciar la selva de su
pubis, sopesar los testículos, viajar por el notable perineo y llegar justo
allí, donde el vertiginoso contorno del ano se hacía más velludo y más blando.
Toda la zona estaba húmeda por un sutil sudor y sus dedos corrían ágiles por la
piel resbaladiza. Cuando aventuró un dedo hacia el más íntimo orificio,
Athanael sufrió un espasmo involuntario. Lachner siguió avanzando y presionó la
yema entre los suaves pliegues. Con la verga en su boca, seguía libando el
delicioso manjar, mientras ya un segundo dedo se posicionaba junto al primero.
Athanael se abrió las nalgas con las manos y ayudó a que toda la franja quedara
ofrendada en su totalidad. Lachner metió los dos dedos y penetró el umbral
rojo. Athanael gimió una y otra vez. Los dedos entonces fueron tres. Lachner
abandonó su mástil y fue a buscar más alimento siguiendo el camino que se abría
debajo de las pesadas bolas del joven. Así alcanzó el dispuesto culo y para
empezar a horadarlo con la lengua. Sintió el calor intenso en sus labios y la
creciente dilatación de ese hueco que parecía no tener fin. Cuando estuvo
totalmente lubricado, se incorporó ascendiendo tras las espaldas de Athanael.
Fue besándolo desde la cintura y subiendo por la guía continua de la columna
vertebral, así, su propia verga dura encontró por sí misma la entrada que había
preparado su boca y la punta mojada se alojó en el velludo umbral.
Abrazó el
pecho desde atrás y tomó con ávidos dedos los pezones firmes de Athanael. Con
un preciso y tenue movimiento de pelvis enterró su glande en el ano del
muchacho. Lachner besaba la nuca y los hombros de Athanael con una ternura
conmovedora. Pasaba las manos por el amplio pecho, por las axilas, embriagando
sus sentidos por ese contacto que, finalmente, llegaba esa noche, después de
tanto anhelar despierto y dormido. Pronto la verga desapareció totalmente en el
culo de Athanael, que le dio la bienvenida con sensuales sonidos de su lubricación.
En un momento, se dejaron caer sobre el lecho y entonces fue cuando los
movimientos se hicieron más intensos y desaforados. Agitados, se aparearon
intempestivamente. Athanael giró sobre sí mismo y quedó acostado frente a su
amante, que tomó delicadamente sus tobillos para apoyarlos en sus hombros. El
culo del joven pareció abrirse mucho más en esa posición y Athanael sintió que
el largo y grueso miembro del barón lo partía en dos mitades desde su interior.
Sintió dolor, pero era un dolor que deseaba con una necesidad casi animal. Un
dolor buscado que finalmente se diluía sin límites concretos en un increíble
gozo jamás experimentado.
Lachner, reprimiendo el momento próximo al máximo
placer, abandonó el interior del muchacho. Cambió de posición y, puesto a
horcajadas sobre el borde del camastro, ofreció ahora su trasero. Athanael se
colocó detrás de él y abrió con las manos los fuertes glúteos de Lachner.
Instaló allí su boca y quiso paladear también ese alimento divino. Lo hizo con
una maestría absoluta, saciando su propio apetito pero también suministrándole
el mayor de los placeres a Lachner, que, a punto de gritar, se obligaba a
morder las mantas del camastro para silenciar su voz. Se abrió los gajos del
culo e invitó a Athanael a que lo penetrase. El joven no dudó en avanzar con
lanza en mano. Ensartó así a su adorado barón de un solo envión y hasta chocar
los dos pares de testículos. La cópula persistió un tiempo que ellos jamás
pudieron concientizar. Mutando de posiciones, probando e indagando distintas
maneras de penetrar y ser penetrado, así pasaron toda la noche, sometidos a
infinitas maneras de amarse, hasta que la luna quedó del otro lado del
monasterio.
Finalmente, y llegando a ese punto en que el
agotamiento y la máxima excitación son imposibles de sostener por más tiempo,
se volvieron a abrazar por enésima vez. Boca sobre boca, pecho sobre pecho y
verga contra verga. Apenas tuvieron que moverse para llegar juntos al supremo
clímax. Sus miembros, casi al unísono, descargaron uno sobre otro, grandes cantidades
de esperma caliente. Bañados en sudor, vibrantes, aún hambrientos de besos y
caricias, continuaron amándose por horas hasta que escucharon el canto
inconfundible de la alondra.
Entonces, aún en penumbras, se quedaron quietos.
Era tiempo de separarse.
El alba inminente convocaba al peligro. Lachner besó
otra vez la boca adorada de Athanael que se colgó de su cuello como afrontando una
despedida fatal. Pero él mismo, avergonzado por esa impensada resistencia,
volvió también a la realidad, dándose cuenta de que era una locura la
permanencia de Lachner en ese lugar. Acarició la mejilla del barón y le dijo en
un murmuro que se fuera de allí de inmediato. Lachner, con el alma henchida de júbilo,
se vistió, sonrió a su amante, se despidió con miles de pequeños besos, y
regresó sigilosamente a su celda sin ser visto.
***
Las luces del día apenas se habían insinuado cuando Heinrich
von Lachner, en su celda, escuchó ruidos inusuales tras la puerta: eran voces, tumultos
y rumores que extrañaron sobremanera al barón. Cuando salió al pasillo, advirtió
las idas y venidas de los monjes, una actividad extraña que alteraba las
acostumbradas rutinas monacales. Quiso llegar hasta el gran abad para averiguar
qué había sucedido. Alcanzó entonces a interceptar a un monje que venía del
sector donde se encontraba la cámara del gran abad. Tuvo que tomarlo firmemente
del brazo para que se detuviera.
-Os lo ruego: quiero saber qué acontece, decidme
dónde puedo encontrar al gran abad.
-Oh, señor, ¿buscáis al gran abad? el gran abad ha
muerto. Dios lo ha llamado a su lado - dijo, haciendo la señal de la cruz.
-¡Por todos los cielos! ¿qué decís? ¿muerto? ¡Gran
Dios!
El monje siguió su camino con un gesto servil,
dejando a Lachner inmóvil en medio del pasillo. Otros monjes pasaron a su lado
sin prestarle atención. Él se tomó de la cabeza, confuso. Caviló. Ató cabos.
Fue a su celda y aprontó sus pertenencias y su morral. Espantado, descubrió que
su pistola ya no estaba donde la había guardado. Sin embargo, sus pocas prendas,
documentos importantes, su brújula, oro y objetos de valor, ¡todo eso estaba
allí!, en el pequeño gabinete de cedro. Por más que revisó todo el cuarto, no
pudo dar con su arma.
Vistió rápidamente su ropa de viaje y, cargando sus
cosas salió como una turba hacia la habitación de Athanael. Pero el muchacho no
estaba allí. Observó en derredor, vio una banca ladeada en el piso, un cuenco
roto, cosas en desorden, y temió lo peor. Salió de allí y lo buscó por cada
rincón del gran monasterio sin éxito alguno. Nadie sabía decirle acerca de él,
nadie lo había visto desde el día anterior. Entonces una idea terrible asaltó
su mente. Preguntó a varios monjes si habían visto al hermano Macario. Ninguno
de ellos tampoco había visto al misterioso monje. Con la desesperación en los
ojos, siguió buscando, entre la confusión reinante del monasterio.
Así llegó a la capilla, que con el débil reflejo del
alba permanecía en sombras aún. No, tampoco allí había un alma. En todo el
convento no había rastros ni de Athanael ni de Macario. De pronto recordó que
tras las tumbas contiguas al camino del huerto, había una cripta donde
descansaban los restos de los miembros más célebres de la orden. Se dirigió
allí de inmediato. Descubrió que la puerta enrejada estaba sin llave. Penetró
en el lugar mohoso y oscuro descendiendo los peldaños que conducían a la parte soterrada.
Se desanimó al no divisar persona alguna. Ya iba a subir cuando un pequeño
rumor lo hizo girar. Bajo la luz que se filtraba desde una ojiva pequeña se hallaba
un sepulcro nuevo. Se acercó lentamente. Sobre la losa estaba
esculpido el nombre del padre Flaviano. Un estremecimiento frío recorrió todo
su cuerpo al leer el querido nombre. Avanzó unos pocos pasos y con sorpresa
advirtió que una sombra se ocultaba tras la piedra. ¡Era Athanael! Estaba en
cuclillas y desfalleciente de miedo.
-¡Mi señor! ¡Sois vos!
-¡Por todos los santos, Athanael, finalmente te
encuentro!
-Mi señor, sucedió algo terrible.
-Sí, lo sé.
-Tuve miedo, me oculté aquí huyendo de Macario, sé
que las tumbas lo aterrorizan.
-Gracias a Dios, Athanael, mi niño..., ¿estás bien?
-Sí. Pero, mi señor, hay algo que debéis saber. Sospecho
que el gran abad iba a revelaros algo concerniente al padre Flaviano. Iba a
hablar con vos después del Ángelus.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque él mismo me lo dijo ayer al pedirme aquello
que el padre Flaviano, en su lecho de muerte, dejó para vos y que yo atesoré
todo este tiempo en el lugar más secreto de mi estancia.
-¿Algo que Flaviano dejó para mí?
-Sí. El gran abad me confió su cuidado, sabiendo que
debía llegar a vos sin interferencias maliciosas.
-¿Qué cosa es, Athanael?
-Un cofre.
-¿Un cofre? Cielos. De todos modos, ya no importa,
quien truncó la vida del gran abad ya debe tener en su poder ese cofre y jamás
llegará a mis manos.
-Os engañáis, mi señor. En las primeras horas del
día tuve una premonición fatal. Ni bien os retirasteis a vuestra celda, me
escabullí a la cámara del gran abad y recuperé el cofre. Macario, que inexplicablemente
rondaba la celda del gran abad, me vio. ¡Sí!, él me vio, mi señor, y yo,
aterrado, escapé. Es viejo, no pudo alcanzarme, por eso pude perderme en la
oscuridad.
-Dios santo, ¿y el cofre?
-Aquí lo tenéis, es vuestro.
-¡Athanael, bendito seas!
-Es el pequeño cofre que el padre Flaviano dejó para
vos.
-Está cerrado.
-Solo yo he tenido la llave todos estos años -
Athanael buscó entre sus ropajes y extendió la llave a Lachner - aquí está la
llave, mi señor.
-¿Que es lo que contiene el cofre?
-Jamás lo abrí, mi señor. Veréis el lacre intacto.
El padre Flaviano dijo que lo cuidara con mi vida, y me confió que el contenido
del cofre era tan importante como el amuleto de plata que yo llevé siempre en
el cuello.
-¿Un amuleto de plata, dices?
-Sí, un amuleto que tuve desde niño. Sé que me lo
había dado el padre Flaviano.
Athanael hizo una pausa y bajó la vista. Luego miró
a los ojos de Lachner lleno de remordimiento.
-¿Qué tienes, Athanael? ¿por qué me miras así?
-¡Oh, señor, castigadme con vuestra maldición,
porque no soy digno de vuestro perdón! Días atrás comprobé aterrado que había
extraviado el amuleto.
-Athanael, mi amado niño, eso ya no cuenta, ahora lo
importante es que estás a salvo. Loado sea Dios por eso.
-Pero el amuleto, mi señor..., se ha perdido... y
ahora... - el muchacho irrumpió en llanto.
-Athanael, quédate aquí y no salgas por nada del
mundo. Estos muertos te protegerán de Macario; el mismo padre Flaviano lo hará,
lo sé - dijo, poniendo una mano sobre su sepulcro - Intuyo donde puede estar ese amuleto. Iré por
él y regresaré contigo.
-¿Qué haremos entonces, mi señor? el destino parece
obrar en nuestra contra.
-No, no es así, tranquilízate. Vendré enseguida.
Ocúltate y espérame aquí.
Lachner se adentró en el monasterio y cuidando de no
ser visto por nadie fue hasta las celdas de los monjes más viejos. No sabía cuál
era la de Macario, hasta que uno de los bedeles, el más sordo y ciego, le
indicó la que buscaba. Se cercioró de que estuviera desierta y entró. Revisó
toda la habitación pero no dio con el amuleto. Ya iba a desistir y regresar a
la cripta pero se detuvo: sabía que el amuleto le ayudaría a comprender el
mensaje que el padre Flaviano había dejado para él, un mensaje que por lo visto
cada vez tenía más peso en ese lugar, a tal punto de cobrarse la vida del gran abad para
silenciarlo. Entonces, como último recurso, dio vuelta el camastro, y allí,
entre los flejes del bastidor, encontró un envoltorio de lienzo protegido con
varias cuerdas anudadas. Sin dudas el amuleto estaba dentro de ese extraño embalaje.
Alarmado, oyó pasos. Salió rápidamente de la celda y corrió a reunirse
nuevamente con Athanael. Después fueron al establo. Athanael se sorprendió al
no encontrar allí al caballo negro. Lachner ensilló entonces a la única yegua
que podría conducirlos por el arduo camino. ¿Pero cómo salir del monasterio con
la gran puerta custodiada?
-Mi señor, conozco otra puerta por donde podréis
huir.
-Mi niño, no huiré solo. No habrás pensado que iría
a abandonarte en este infierno: tú vienes conmigo.
-¿Qué?
-¿Deseas tú venir conmigo, Athanael?
-¡Ah! ¿Habláis en serio? ¡Yo os seguiría hasta el
fin del mundo! - exclamó el joven, con la felicidad en su cara.
-Rápido, no hay tiempo que perder.
Salieron por un pasadizo raro y estrecho que
conducía a una puerta maciza de madera. La salida daba a una parte trasera del monasterio,
oculta por palmeras, rocas y barrancas. Athanael, cuidando de mantener a buen
resguardo el cofre y la llave, montó tras Lachner sujetándose a él fuertemente.
Salieron al galope con el primer sol del día.
-¡Mi señor, a prisa..., es Macario... allí!
-¿Macario? Ese alienado no podrá hacernos nada, mi
bien, aunque nos alcanzase.
-¡Tiene una pistola!
Lachner, viró la cabeza hacia atrás y vio que el
monje los perseguía montando el caballo negro. Reconoció su propia arma de
fuego en la mano derecha de Macario. Lachner castigó a la yegua que pronto
aventajó al poco hábil perseguidor gracias a hábiles maniobras en los
accidentes del sendero. Durante un tiempo tuvieron que sortear hondonadas y
colinas. Pero, una vez alejados del monasterio, Athanael se volvió para cotejar
la distancia que los separaba del monje. Vio con horror que un grupo de
mamelucos daban cuenta de él en una tremenda emboscada bajo las grandes rocas
de un uadi.
-Él ya no nos perseguirá, mi señor.
-Igualmente, Athanael, aún corremos serio peligro.
Sujétate.
Pronto se alejaron de allí.
***
Había pasado la tarde cuando llegaron al campamento
de unos mercaderes de Alejandría. Estaban a salvo. Se unirían a la caravana y
emprenderían el viaje hacia esa ciudad al día siguiente.
El jefe de la caravana los alojó en una tienda
después de haber negociado con Lachner los costos por su hospedaje y trayecto
hasta el puerto. Se refrescaron en el arroyo cercano y luego comieron algo. Después,
exhaustos, se metieron en la tienda con las primeras estrellas.
Cuando quedaron solos, se miraron fijamente.
Sonrieron, felices. Lachner abrió sus brazos y Athanael corrió a refugiarse en
ellos.
-Mi muchacho: ahora eres libre. Puedes hacer lo que
te plazca.
-Quiero permanecer con vos, mi señor.
-¿Qué dices? ¿Quieres ir a Salzburgo conmigo?
-Iré donde sea mientras esté con vos.
-Abandonaremos Egipto para siempre ¿Estás preparado
para esa nueva vida?
-No hice otra cosa en mi vida que prepararme para
otra vida.
Lachner lo besó. Athanael respondió acariciando su
boca con la lengua, ávida, hambrienta nuevamente de deleites y goces. Con
calma, pero insistentemente, desajustó los ropajes del barón y lo desnudó por
completo. Luego se quitó la túnica y pegó su cuerpo al de su amante. Los dos
miembros, rígidos y latientes, se volvieron a encontrar, dichosos de frotarse
el uno con el otro.
Se acomodaron sobre las mantas dispuestas en el piso
y se tocaron ansiosamente, recorriendo sus cuerpos sin dejar de besarse.
Lachner aprisionó los portentosos pezones de Athanael entre sus labios.
Enseguida se pusieron tensos y el muchacho se convulsionó arqueando su torso.
El barón chupó esas mamas masculinas con fruición, mordisqueando de a poco sus
puntas, alternando con su lengua la breve tortura de sus dientes y volviendo a
martirizar las oscuras aureolas. Después de unos minutos, las tetillas estaban
rojas y amorotadas. Athanael giró sobre sí mismo, y sin apartar sus pezones de
la boca de Lachner, tomó con la suya los de su amante. Succionaron sus pechos
formidables mutuamente y al mismo tiempo, inflamando cada vez más su deseo y
subiendo a cumbres indecibles su excitación. Esa ola les hacía olvidar el gran
cansancio que tenían. Volvieron a besarse, a palparse, a frotar sus sexos
fuertemente, hasta que el barón cambió de posición y ofrendó su parte más
vulnerable en dirección al mástil duro de Athanael. El joven lo penetró con
pasión, con la sola lubricación que su líquido transparente había aportado al
velludo nido. Lachner gritó contenidamente por el dolor que sentía, pero, lejos
de intimidarse, retrocedió hacia el pubis de Athanael y terminó de empalarse él
mismo entre un gesto que le sacó un largo y profundo gemido. Arqueándose buscó
la boca del muchacho y unió su lengua a la de él. El dolor dejó paso al intenso
goce. Athanael se movió con un ritmo constante y cada vez más acelerado,
mientras Lachner se afirmó en cuatro patas como una bestia en celo. Abriendo en
extremo sus muslos, dejó que la lanza de su amante entrara hasta el fondo,
sintiendo como las pesadas y bamboleantes pelotas castigaban las suyas en cada
choque.
Entonces, en un espasmo largo y maravilloso, la
verga dura de Lachner, sin ser siquiera acariciada, eyaculó con tres pesadas descargas.
Athanael besó la nuca del barón y tomándolo desde atrás por sus erectos
pezones, derramó su extenso orgasmo dentro del profundo interior.
***
Avanzada la noche, Lachner contemplaba el
esplendente cuerpo moreno de Athanael. La desnudez del joven era de una
hermosura tal, que las lágrimas, incontenibles, anegaban sus ojos impactados
ante tanta belleza. Una belleza tan intensa que era capaz de lastimar, pensó. Conmovido,
admiró al joven con ternura mientras éste dormía. Descansaba, agotado, después
de una jornada llena de vivencias fuertes. Su pene, antes de un tamaño
descomunal, ahora reposaba blando y recostado hacia un lado. Así, dormido, era tan
fascinante como cuando permanecía inflamado ante la amorosa batalla. La piel
del prepucio lo abrigaba por completo, intuyéndose en sus formas el volumen
generoso del glande.
El pecho que tan agitadamente había dado incruento combate,
ahora se mecía como la superficie de un calmo lago. Sólo los pezones, en punta
y enhiestos, seguían firmes y atentos, como centinelas atentos a una próxima contienda. Un balance perfecto de
vello y piel lampiña adornaba con magistral gracia la naturalidad de su
anatomía. Lachner quedó, una vez más, absorto ante el mudo espectáculo,
maravillándose con la expresión infantil de niño dormido que el rostro de
Athanael le brindaba, un niño amparado en el cuerpo de un hombre viril y
fuerte. Ese contraste lo seducía a punto de llevarlo hasta la más indecible
excitación sexual. Lachner sintió la punción de su inminente erección. Supo
entonces que era imposible mantener el reposo de su miembro cada vez que la
desnudez de Athanael se presentaba ante él. El muchacho, sumido en profundo
sueño, suspiró y se acomodó. Entonces abrió sus muslos y sus brazos,
involuntarios, subieron hasta sopesar su cabeza. La espesura negra de las
axilas aguijonearon la curiosidad lasciva de Lachner. Los pelos allí eran
extremadamente negros. Athanael era la imagen misma de la serenidad más pura. El
barón se aproximó un poco e, inclinándose, posó delicadamente sus labios sobre
el escroto tibio y mullido. El dormido falo, pareció inquietarse ante el
contacto y comenzó a palpitar perezosamente. Lachner sonrió con ternura. En
cada latido, el miembro cobraba vigor. Se hizo grande y pronto estuvo
nuevamente en pie, brioso y agitado como un guerrero. Athanael, entre sueños
placenteros, ladeó su cabeza con un gesto de complacencia. Su sexo cobró la
máxima dureza, generosamente expuesto entre las piernas abiertas. Lachner, sin
poder evitarlo, lo metió en su boca. Apenas se movió, no quería despertar a su
amante. La verga rígida, dentro de su boca, enseguida vibró con una sacudida
leve y, para sorpresa del barón, llenó su paladar con una generosa entrega de
semen espeso, mientras que de la boca entreabierta del muchacho se escapaba un
tenue gemido bajo el imperturbable sueño. Lachner tragó el caliente fluido, vencido
en un éxtasis de deleite supremo. Sonriente, abandonó el miembro que casi
inmediatamente volvía a dormitar otra vez. Relamió sus propias comisuras
aprovechando las últimas gotas y miró el rostro de Athanael.
Pobre muchacho, había pasado victoriosamente por difíciles
incertidumbres, amenazas, presagios, miedos y, finalmente, la dicha arrolladora.
¿Cuánto más podía aguantar un alma tan virgen de emociones? era como si todas aquellas
cosas no vividas en años, se experimentaran todas en el transcurso de pocas
horas.
Lachner miró el pequeño cofre que aguardaba ser
abierto junto a su llave y al amuleto envuelto en anudados paños. Pensó en
esperar a que el joven despertase para desvelar juntos los misteriosos
contenidos, pero no, algo le decía que debía afrontar solo ese momento.
Tomó el cofre y lo abrió. El interior pequeño no
contenía más que un atado de papeles, era una carta, una simple carta que había
esperado allí por años. Lachner respiró hondo, tomó trémulamente la carta,
desanudó el lazo y desplegando las frágiles hojas comenzó a leer.
Heinrich, amigo mío del alma,
Dado que es la voluntad del Todopoderoso que pronto deje este mundo para entrar finalmente en el reposo eterno, aquí, en mi lecho de muerte, presa de un mal extraño que de pronto e inexplicablemente me redujo a un débil reflejo de lo que fuera antes, te escribo, mi amado Heinrich, sabiendo que llegará el día en que leas esta carta, contenedora de verdades que posiblemente cambien para siempre lo que fue tu vida hasta este momento. Leerás estas palabras y comprenderás. Te imploro que aceptes los hechos que inmediatamente vendrán a ti como respuestas esperadas a los interrogantes que, de seguro, habrás tenido los días preexistentes al día en que te sea dado este cofre.
Dios sabe cómo te amé. O mejor dicho, cómo nos amamos. Nuestra amistad, nacida en los días de nuestros juveniles viajes, fue deviniendo en un amor que, tal su pureza, nunca creeré ofensivo a los ojos de Dios. Mi vida en el monasterio, donde abracé el culto más alto a la contemplación de la vida cristiana, se regocijaba cada vez que tu nos visitabas en tus numerosas aventuras. Mi alma, mi espíritu, y, tú lo sabes: mi cuerpo, en los últimos años, te esperaban anhelantes, sabiendo que nuestros diálogos y nuestros silencios resonaban en común. A veces, sé que lo recuerdas, sólo una mirada entre nosotros bastaba para saber lo que pasaba en nuestras esencias. Fue así que, sin terciar una palabra, con un entendimiento mutuo y bajo las hermosas estrellas de aquella inolvidable noche, te amé en cuerpo y alma como sólo se aman los esposos. Sellamos nuestra amistad más profunda aquella noche. Tu cuerpo, inerme entre mis brazos, tu maravilloso cuerpo desnudo, vibró en mis ardientes manos y sintieron, no sólo una vez, mi carne en la tuya.Después nos hicimos hombres. Tú te hiciste grande, un gran señor de bondad suprema al servicio de tu gran país; yo, un humilde y laborioso siervo del amor de Dios que gracias a ti comprendió mejor el amor de los hombres. Pasaron los años. Sobrevinieron nuestras eternas separaciones. Fuimos dos almas gemelas destinadas a sufrir mucho tiempo separadas. Me pregunto hoy si esas grandes separaciones no fueron en realidad el alimento de nuestro perenne amor. Ambos moríamos extáticos de gozo cada vez que el reencuentro nos reunía. ¿Recuerdas esos reencuentros, Heinrich?Mi amado amigo. Fueron innumerables aquellos encuentros. Y nuestro hambre de vivencias compartidas nunca parecía saciado. Debíamos indagar, explorar, cuestionarnos, experimentar, aún cuando sabíamos que el fracaso era de rigor en algunos casos. Inquietos, aventureros, intelectuales ¿cómo nos llamarías, hoy que habrás alcanzado seguramente una madurez sabia? Sí, recordarás también esa expedición al valle de la perdición, como solíamos llamarlo después. Esa villoría donde deambulamos por horas y, fascinados por aquella casa de placer, dimos rienda suelta a nuestros más bajos anhelos. Efebos y ninfas por igual ¿recuerdas?, nos hicieron sucumbir ante las delicias de la carne. Tú me dejaste en brazos de Nicias, aquel nubio musculoso y velludo cual oso, mientras, ante mi asombro, no dejabas de besar a Myrtale, obsesionado por su impactante belleza. Tenía los ojos claros cual esmeraldas pálidas. Sí, lo recuerdas. Esa noche tuvimos nuestro festín, y compartimos la cama. Fuimos cuatro cuerpos en uno. Pero tú, caíste bajo los hechizos de Myrtale, y no dejaste que nadie la poseyera. Volviste a ella una y otra vez hasta el día de tu partida. Ella jamás quiso tu oro, nunca te exigió pago alguno por sus amorosos favores. Te quiso, sí, te quiso a su manera, siéndote fiel como si la hubieras hecho tu esposa, y ese rechazo a tu fortuna recomponía en su interior el honor de una mujer que, al fin y al cabo, amó a un solo hombre.
Te preguntarás por qué estoy yo hablándote de ella en este instante tan trascendente de mi vida. Pues bien. Debes recordar, seguramente, que en gesto a su gratitud, tu obsequiaste a Myrtale un amuleto de plata con el escudo de tu estirpe familiar.
¿Vas comprendiendo ahora el sentido de esta carta? ¿ya has unido en tu cabeza los cabos sueltos?
Y un día, a seis años de tu última partida, una mujer, seguramente amenazada por las miserias de la vida, dejó a su hijo en la puerta del monasterio con una esperanzadora fe: la congregación de monjes cuidaría del pequeño, y, en especial, confiando que "uno" de los monjes tuviera piedad de él. Sí, ella sabía a quién estaba confiando su hijo. Yo era el puente que ella buscaba. Recogí al pequeño, muerto de miedo, en la puerta. Por toda identificación, el niño llevaba atado al cuello un amuleto de plata. En ese amuleto podía verse un escudo, y al ver tu insignia, Heinrich, comprendí todo. Lo miré a los ojos. No, no tenía los ojos de su madre. Tenía los tuyos.
El niño casi no hablaba, a duras penas nos entendíamos con señas. Lo llamé con nombre de ángel: Athanael, y le enseñé todo lo que yo podía enseñarle. Lo quise como a mi propio hijo, o bien, ahora que lo pienso, lo quise como te quise a ti. Y como mi amor por ti era tan intenso como contradictorio, había veces que sentía adoración por él, y otras que sentía odio. Lo odiaba como a ti cuando estabas tan lejos de mí. Lo adoraba como a ti cuando finalmente volvías a mis brazos. Athanael se hizo hombre y yo, seguí amándolo tal como había amado al padre. Al padre que nunca volví a ver. El niño hecho hombre tuvo por mí un afecto que yo no sabría definir muy bien. Pero, amigo, en muchos aspectos, esa relación se parecía mucho a la nuestra.
Todos los monjes creyeron siempre que el muchacho era pobre de mente. Yo no hice nada por que se supiera la verdad. Sabía que eso, en la vida del monasterio, lo beneficiaría de algún modo. Lo cuidé, Dios sabe que lo hice. Pero a veces esa protección quedaba fuera de mi alcance. Sombras sin amor, sin piedad, sin nada, amenazaron y amenazan aún a tu hijo. Uno de los monjes espía nuestros pasos y se resiente cada vez más ante nuestro amor puro. Envidia de manera enfermiza todo lo que tenemos juntos y está en este momento urdiendo algo maligno sobre Athanael. No sé qué pensar, pero mucho me temo que su odio ha contaminado la paz de estos muros. Dios me perdone, pero mis sospechas cada vez son más obsesivas, y - apenas oso pensarlo - creo que estoy muriendo presa de un envenenamiento. Al principio mis desconfianzas erraban sobre terrenos inciertos, pero ahora mi presentimiento apunta en dirección del hermano Macario.Nadie más sabe de esta espina que atraviesa mi corazón. Sólo a ti puedo mostrártela. Dios quiera que esté en un error. Dentro de este cofre has hallado mis palabras. La certeza la has encontrado en el cuello de Athanael, y la convicción: en sus ojos, que son los tuyos. No sólo eso tiene de ti. También le has dado tu hermosura, tu inteligencia y tu infinita bondad.He confesado la historia de Athanael al gran abad. Ese hombre santo ha sido, bien sabes, una constante guía en nuestras vidas. Me ha confortado con su absolución que, en todos los sentidos, también es la tuya.Ahora sabes que Athanael tiene tu sangre. Sé que algún día llegará el momento en que vuestras almas estarán más unidas que nunca. Sólo por eso, me regocijo aún más con la venida de la muerte, porque voy a su encuentro en paz e infinitamente tranquilo de conciencia y espíritu por haberte dejado este mensaje.Adiós, mi siempre presente Heinrich, mi norte terrenal, llegue a ti mi amoroso abrazo hasta que Dios nos reúna en su Santa Gloria.
Flaviano.
Cuando Lachner terminó de leer, estaba sumido en una
violenta crisis de llanto. Se arrinconó en una esquina de la tienda y allí
intentó ahogar el sonido de sus sollozos para no despertar a Athanael. Luego
desató los nudos que envolvían al amuleto plateado y, finalmente, lo sostuvo en
sus manos. El escudo de su familia regresaba otra vez a él. El puente que había
tendido Flaviano había funcionado. Perdido ante una confusión avasallante miró
a Athanael que, ajeno a todo, seguía profundamente dormido. Lachner lloró
desconsoladamente hasta el amanecer, incapaz de contener tantas lágrimas.
La claridad matutina iluminó el cuerpo desnudo de
Athanael. Lachner, también desnudo, fue a sentarse a los pies de su hijo, y murmuró
con convicción:
-Mi amor, mi ángel salvador..., mi sangre.
Athanael suspiró profundamente, y como si hubiese
sido llamado a responder, despertó pacíficamente de su sueño. Miró a Lachner y sonrió, en una expresión que ahora el barón comprendía como familiar. Sí,
cada gesto era el suyo... y los ojos... "sus" ojos, estaban allí,
como detrás de un espejo que le devolvían su propia imagen.
-Mi señor...
Lachner apoyó su mano sobre las velludas piernas de
Athanael y fue subiendo guiado por su vertiginosa longitud. Con el dorso rozó
apenas el miembro otra vez erecto que había despertado mucho antes que su dueño
y, enternecido, volvió a excitarse también. Athanael se incorporó y le echó los
brazos sobre los hombros. Se besaron. Lachner, sin dejar de abrazar a su hijo,
sonrió y se maravilló de reencontrarse con él después de una noche en que todos
los significados de su existencia habían cambiado definitivamente.
-Athanael, mi vida, yo no soy tu señor. Ya no debes
llamarme así.
-¿Por qué? ¿hice algo malo? ¿en qué os he ofendido?
- preguntó cambiando su expresión y evidentemente angustiado bajo la sospecha
de que el barón hubiera abierto el cofre, sin saber exactamente las
consecuencias de eso.
-No, por Dios, no has hecho nada malo ni me has
ofendido - respondió Lachner -Sigo siendo tuyo, pero no tu señor.
-Entonces...
-No temas, Athanael, amor mío. Antes de que dejemos
Egipto, sabrás todo de mi boca. Y comprenderás.
Athanel no se sorprendió por las palabras de
Lachner. Sonrió. Con infinita calma miró a su padre. Y esa calma fue irradiada
tan claramente que Lachner, asombrado, advirtió que todo estaba dicho entre
ellos. Se preguntó ¿desde cuándo lo sabía? ¿y cómo? Se preguntó también si iba
entonces a perderlo para siempre. Miró a su hijo, aterrado, con miles de
interrogantes en su mirada. Athanael lo tomó de las manos y por toda respuesta
dijo:
-Os amo.
Lachner, emocionado, quiso decir "también
yo", pero no pudo hacerlo. No pudo hablar más, sólo pudo abrazar a
Athanael mientras las lágrimas anegaban nuevamente sus ojos claros.
Franco - Octubre de 2016
Mi querido Franco... Lo más sencillo de decir es que la espera valió la pena... pero en realidad esperar esta obra no fue una pena; fue una expectación que ha sido gratamente recompensada.
ResponderEliminarLeerte ha sido navegar en un mar de olas con muchos ritmos y formas, con el brillo de la mañana, el esplendor de la tarde, la incertidumbre de la tormenta, la luz del atardecer, la calma de la madrugada y el culminante espectáculo del amanecer... y no hablo sólo de este formidable relato, sino de tu obra y tu talento para transportarnos en este océano de sueños y realidades.
Athanael es un magnífico resumen, una excelente muestra de todo lo que uno puede alcanzar y sentir al leer tus obras.
¿Qué más puedo decir? Simple y sencillamente GRACIAS; pero hoy no te tocan a ti, mi querido Gaucho de Oro... Le doy las gracias a Dios por permitirne dos privilegios: el conmoverme a través de la palabra escrita, y el permitirne haberte encontrado en este camino. ¡GRACIAS!
Franco: Otro cuento que aunque largo es muy afacinante. El baron Heinrich parece ser de Austria pedro el muchacho Atnanael se parece mas de Egipto. De todo manera in cuento muy afacinante, me gusto' muchisimo!!!
ResponderEliminarFranco, muy buen relato,me atrapo de inmediato y me descoloco al leer la carta pero es la mejor forma de engancharnos como lectores,espero con ansias el siguiente fagmento, gracias
ResponderEliminarUn cuento perfecto.... ante el cual no se puede ser objetivo... el lector presiente un final, ...poco a poco se acerca mas a el...y ¡zas! una voltereta inesperada al final...Athanael no es hijo de Flaviano!!!
ResponderEliminarTu regreso a la pluma fue magistral....y... seguramente hay algún otro cuento dando vueltas por tu cabeza... lo esperamos..!!!
Manu,
ResponderEliminarComo el Decano del blog, tus palabras me emocionan... sos de mis "lectores" más antiguos si no el más, que sigue fiel (fidelísimo!!!) cada una de mis locuras eróticas. Hay mucho compartido y mucho recorrido, a través de todos estos años de tantas cosas que pasaron por aquí y por nuestra amistad. Un brindis por todo eso y por muchos años más!
Celebro que te guste el relato, querido, y gracias!
Tony,
Sí! Lachner es austriaco y Athanael egipcio, claro.
Tintindaniel,
Un gusto tenerte por aquí nuevamente, mi agradecimiento por tus palabras y un abrazo!!!
Seba,
A estas alturas, yo no sé si mi escritura tiene influencias de D. H. Lawrence o de ver culebrones por tv, jajajajajja.
No, no era el hijo de Flaviano y, mmmmmmmmm, ese padre Flaviano podría inspirarme otro relato, sus aventuras con el nubio peludo quedarán para otra vez.
El próximo relato, en efecto, está a medio escribir. Y a diferencia de éste, es tan porteño que ya veo que todo el mundo me preguntará si me pasó realmente. Pero dejaremos esa respuesta para aquellos que me conocen mejor....
Abrazos y agradecimientos para todos.
Hace mucho tiempo que sigo tu blog, "nuestro blog", y cada uno de tus cuentos -propios o recopilados- hacen que me sienta un personaje más dentro de la trama. Quizás suene pueril pero es lo que experimento, tal vez por querer vivirlo ya que en la realidad no fue así...aunque lo hubiese deseado. Cosas de la vida. Disimula mi forma de escribir pero no poseo las cualidades literarias de nuestros amigos.Un abrazo y....un beso. PachiR
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