El cuentito de fin de mes (1ª parte)



- "El Oficinista" -

Un cuento erótico en 12 episodios.



I - La oficina, por la tarde.

Tomás sintió que el tiempo, como tantas veces, no transcurría.
Sentado frente al gris escritorio hizo un paréntesis en sus planillas y se quedó pensando, con la vista en la nada. Esa luz, ese color, un gris eterno e inexorable, dominaba todo lo que estaba bajo su campo visual. El tiempo parecía detenido, pero en realidad día tras día la vida seguía y él asistía a su trabajo. Se podía decir, prácticamente, que vivía más ahí, en la hermética oficina donde funcionaba la tesorería de la facultad, que en su propia casa. Su padre había trabajado allí toda su vida. La herencia fue natural y, casi sin que él se diera cuenta, esa sucesión lo había transformado en un hombre más. Sin aspiraciones, sin deseo, sin color. O tal vez... sí, un color, el gris, como el de varios de los compañeros que compartían con él ese cotidiano y llano episodio de ocho horas al día: el Sr. Pereyra, el jefe; la señorita Liliana, su eterna y solterona secretaria; Hilario, un empleado con tanta antigüedad en el puesto que hasta había conocido al padre de Tomás; Rita, la vulgar e inútil chica a la que destinaban para tareas no tan elaboradas... en fin, una especie de fauna tan común como la vida que llevaban.
Tomás era aún joven. Sus cuarenta y pico no habían podido declinar su contextura fuerte y salud inalterable. Pero, ¡ay!, la vida oficinesca, que disminuye las inquietudes, que erosiona día a día las resignaciones y aplaca la indignación, le había quitado el brillo de sus ojos marrones y había pintado de blanco las sienes en su oscura cabellera. Así y todo, Tomás era un ser amable, querido y respetado por quienes lo conocían. Era uno de los mejores empleados de la oficina, el hombre de confianza del Sr. Pereyra, y un habitual cortejado de la señorita Liliana, que le había echado el ojo (sin obtener el menor éxito) desde hacía cinco años, cuando supo que tal vez, por esos milagros de milagros, pudiera fijarse en ella.
Esa tarde, en el horario de las 17 hs., como siempre; salió de la facultad, como siempre; atravesó medio Buenos Aires en el bus, como siempre; hizo algunas compras, como siempre; entró a su apartamento de tres ambientes, leyó su libro y miró algo de televisión, como siempre; y dejó que pasaran las horas hasta su cena, hasta su ducha, hasta su lecho, donde se durmió sin tener sueño, como siempre.
Al día siguiente, su humor no difería de otros días, salvo que... a diferencia del día anterior, el día era bellísimo. Una radiante claridad inundó su dormitorio al abrir las persianas. Al ir hasta la diminuta cocina, recogió el diario que el repartidor había dejado en el umbral de su puerta. Se hizo un café, tostadas y el jugo de un pomelo, leyendo las noticias entre líneas.
Fue hasta el baño, se desnudó y como era lunes, puso el pijama en el canasto de la ropa sucia.
Se miró al espejo frente al lavabo y se afeitó, cuidadosamente, para no modificar ningún límite a su bigote. Su cuerpo era bien proporcionado, muy velludo, hirientemente blanco, tenía esa lozanía de alguien que no ha hecho ningún uso (ni abuso) de él. En su juventud había hecho deportes y los rastros de eso aún estaban a la vista. Piernas largas y generosas, glúteos firmes, redondos, sombreados del vello suave que casi ascendía por sus espaldas. Su torso era amplio y su abdomen chato, pues, claro, Tomás tampoco conocía de excesos alimentarios.
Tomás revisaba todos los días su cuerpo. Era muy pulcro, cuidadoso y siempre estaba alerta a cualquier cambio en él. Mancha, lunar o granito pasaban por su escrutadora inspección. Hipocondríaco natural, siempre creía que estaba enfermo de la última dolencia de la que había oído hablar a cualquier persona, en el tren, en la televisión o en la calle. Esa mañana, como todas, consideró que todo estaba en orden después de haber palpado y observado algunas zonas. Miró sus genitales. Su pene, de tamaño generoso, que colgaba perezosamente rodeado de un espeso matorral de pelos negros, fue descapullado y revisado minuciosamente, como cada vez que se duchaba por las noches. Todo estaba bien. No podía estar más sano ni gozar de mejor salud. Volvió a mirar su verga. A veces, sentía ganas de jugar con ella, única actividad en su solitaria vida sexual. Pero no esa mañana. Se avergonzó un poco de sí mismo por volver nuevamente con eso: un hombre adulto pensando en estupideces de adolescente. Hizo un gesto con la boca y dejó colgar su pesado aparato que penduló unos segundos hasta descansar tranquilamente. No obstante, su miembro cabeceó e intentó ponerse duro. Se había levantado un poco por encima de sus pelotas. Miró un rato a través del espejo como se agrandaba. Pero Tomás ignoró a su pene como si fuera algo ajeno a él y fue a vestirse. Su camisa blanca, su traje gris oscuro, lo esperaban sobre la silla. Aunque no lo necesitaba, usó el calzador para ponerse los zapatos negros que siempre mantenía lustrados y puso un pañuelo limpio en su bolsillo. Después acomodó la casa, lavó su taza, su vaso, pasó un repasador a la mesa, cambió las sábanas sin olvidar que era lunes, puso un pijama limpio bajo la almohada, tomó su portafolios y, luego de darle cuerda al antiguo reloj en la pared de la sala, partió para la oficina.

II – La oficina, por la mañana.

Pero ese día, curiosamente, iba a ser distinto a todos los otros.
Desde hacía un tiempo, al jubilarse el hermano de Hilario, había quedado un puesto vacante en la tesorería. Todos sabían que tarde o temprano el departamento de personal les suministraría un nuevo compañero. Cuando Tomás llegó a la oficina, la señorita Liliana no pudo contener la novedad:
-Tomás, Tomás... - le dijo en voz baja y aprovechando para acercársele impertinentemente - Tomás... ¡el empleado nuevo!
Tomás dio los buenos días a todos, y sin entender todavía lo que Liliana quería decirle, le preguntó:
-¿Qué? ¿qué empleado nuevo?
Liliana apretujó aún más sus grandes senos contra el brazo de Tomás para seguir explicándole:
-¡El empleado nuevo...! El que mandaron de personal por el puesto vacante que dejó el hermano de Hilario, ¿se acuerda? vino hoy.
-No entiendo, señorita Liliana, ¿y qué pasó?, ¿ya se fue?
-¡No! ¡Está ahora en el despacho del Sr. Pereyra!
-¿Ah, sí?
-¡Sí, sí! Acaba de llegar.
Liliana no solo se contentaba con recostar sus senos contra el brazo de Tomás, sino que ahora su aliento daba de lleno en su cara, tanto que Tomás tuvo que echarse atrás casi asfixiado por el perfume barato y esas uñas pintadas de fucsia que le invadían los hombros. En ese momento se escuchó la voz del Sr. Pereyra a través de la puerta entreabierta de su despacho.
-¡Tomás!
-¡Voy, Señor!
Tomás entró en el despacho haciendo un gesto respetuoso. Enseguida vio al nuevo empleado, que estaba sentado frente al jefe y de espaldas a él.
-Buen día, Tomás. Por favor, revíseme estas planillas para hoy, antes de las once, y después me las lleva a Secretaría General.
-Bien, señor.
Tomás se acercó al escritorio para tomar las planillas y se dio cuenta de que su curiosidad le impulsaba a mirar hacia donde estaba sentado el nuevo empleado. Autocensuró ese pequeño desliz, pero de todas maneras, quiso reparar en él. Una sola mirada, que duró segundos, le permitió ver a un muchacho de aspecto común, agradable y sin nada destacable en su apariencia, salvo... un par de ojos verdes que parecían como salirse del rostro juvenil y sonriente. El muchacho, sin pensarlo siquiera, estiró su mano hacia Tomás.
-¡Hola!, Soy Javier, mucho gusto.
Tomás, asombrado y perplejo por esa acción inesperada, se quedó inmóvil y sintió el calor invadiendo su rostro. Miró a su jefe, luego a su nuevo compañero, y tímidamente alargó su mano respondiendo mudo al saludo. Al hacerlo, las planillas cayeron al suelo, desparramándose por doquier. El Sr. Pereyra se quedó atónito, dibujó una mueca en sus labios llevando su mirada hacia el techo casi hasta poner en blanco sus ojos. Javier sonrió y enseguida se levantó para ayudar al embarazado Tomás que, rojo como un tomate, se deshacía en disculpas.
Ahí, en el suelo, y en un pequeño instante, sus ojos se encontraron con los de Javier, que le regaló enseguida una franca sonrisa, dibujándosele a través de una bellísima hilera de blancos dientes. Tomás respiró esa sonrisa como si fuera una brisa de aire fresco. Rápidamente, entre ambos juntaros todas las hojas, y pidiendo nuevamente disculpas, Tomás volvió a la oficina, cerrando la puerta tras de sí.
Por la tarde, Javier se incorporó a las tareas de la oficina.
Rita, que estaba en el colmo de la excitación ante el inusual evento del día, no paraba de hablarle a Javier, contándole con lujo de detalles los hábitos cotidianos y los más variados datos de cada uno de los empleados de la oficina. Tal fue lo exagerado de su charla, que la Señorita Liliana tuvo que intervenir para que Rita cesara ya de desparramar impertinencias. Javier, que en todo momento se mostraba sonriente y muy simpático, asentía y repetía sus medidos modales ante la complacencia embobada del sector femenino. A decir verdad, era evidente que Rita se había enamorado bobaliconamente del muchacho, cosa que fue bien evidente para Javier, que no sabía muy bien cómo salir de tan incómoda situación. Tomás, que estaba muy ocupado revisando las planillas, miraba la escena de reojo. Entre hoja y hoja, se dedicaba a observar a Javier.
Calculó su edad en unos veinte años, tal vez más. Alto, cabello rojizo, y con una simpatía y amabilidad constantes. Sí, definitivamente, lo que más sobresalía de su aspecto, era ese par de transparentes ojos, enmarcados por frondosas pestañas y cejas. Su rostro, sin ser especialmente bello, tenía esa frescura de las personas que conservaron a través de los años los rasgos frescos de la niñez. Había algo angelical e ingenuo en su cara.
Pero aprisionado entre Liliana y Rita, el muchacho movía a caridad. El pobre no sabía cómo desembarazarse de ellas de manera gentil. Entonces, Tomás, suspendió por un momento su trabajo y lo llamó discretamente. Javier, feliz de liberarse, fue hasta el escritorio.
-Disculpame, no te dije mi nombre: Soy Tomás.
Javier volvió a sonreír, y después de ese gesto, a Tomás le pareció estar en presencia de un ángel.
-¿Qué es lo mejor que sabés hacer?
-No mucho, pero estoy dispuesto a aprender - dijo Javier, con un gesto tremendamente seductor.
Tomás sonrió débilmente. Era tan raro verlo sonreír en ese entorno...
-¿Qué tal tu letra?
-Bien, gracias.
Tomás sonrió aún más. Rita dio un codazo a Liliana como diciendo: ¿Tomás sabe sonreír?
-Quiero decir: ¿Tenés buena caligrafía?
-Si escribo con la lengua afuera me sale muy parejita, sí.
Tomás no solo sonrió, sino que lanzó una tímida risita. Esta vez fue Hilario quien miró asombrado a su compañero.
-Muy bien, muy bien. Entonces tomá. Podés pasar estas cifras y nombres a esta chequera. Son los sueldos de los profesores.
-¡Sí, por supuesto!-dijo Javier, feliz de ponerse a trabajar.
-Pero con mucho cuidado, si los cheques no están bien hechos, deberemos anularlos, y...
-Y el Sr. Pereyra podría morir de un paro cardo-respiratorio.
Tomás, rió a carcajadas esta vez, sin poder contenerse.
Javier se puso a trabajar a su lado, y Tomás se quedó mirándolo de manera casi paternal. Rita y Liliana, socarronas y fisgonas, no se perdían detalle de la escena. Tomás, advirtiendo sus miradas, les hizo un gesto a ambas, retornando a su acostumbrada seriedad.
-¿Sí, Tomás?-contestó Rita
-Nada... vaya, que hay gente en ventanilla.
-Sí, claro, ya voy.
Javier sonrió mirando por un segundo a Tomás y ambos se sintieron cómplices.

III – Otra vez la oficina.

Los días siguientes pasaron ligeros y casi apacibles en la oficina. Javier había traído algo de frescura y de color por entre las gamas grises de todos los días. Al terminar la semana, había aprendido varias tareas pertinentes a la labor en tesorería, y todo gracias a la ayuda de Tomás, que le había tomado un cariño especial.
Ese viernes Tomás regresó a su apartamento sintiéndose muy bien. El día cálido y la proximidad del fin de año tal vez tenían que ver con eso. Pero, a diferencia de otros años, no sentía la inquietante angustia por ver cercanas las vacaciones. Ese período para él representaba un cambio enorme con todas esas largas horas libres que nunca sabía en qué emplear. Por tanto, cuando volvía a la oficina, después del receso, el alivio era considerable.
De todos modos, había algo más que lo hacía sentirse bien. No sabía qué. Pero tampoco le importaba averiguarlo. Al menos no ese viernes. En vez de hacerse algo para cenar, salió y comió en el modesto restaurante de la esquina.
Antes de volver a su casa caminó varias cuadras y dio una vuelta por la plaza, sintiendo el cálido aire nocturno que anunciaba el verano. Se sorprendió un poco por ese inexplicable desarreglo en el orden de sus horas. Pero, bueno, era viernes, había terminado la semana y se sentía bien.
Al lunes siguiente, Tomás despertó más temprano que de costumbre. Podía decirse que tenía una cierta ansiedad por comenzar el día. Lo primero que advirtió en esas primeras horas fue que tenía una gran erección. Descorrió las sábanas y vio enseguida asomar su glande y parte de su verga por encima del pijama, que se había aflojado durante la noche y bajado unos centímetros de la cintura. Casi con curiosidad, como si lo que veía no fuese parte de su conocido cuerpo, desató su cinturón y abrió el pantalón, deslizándolo hasta sus muslos. Su miembro palpitó feliz al ser liberado. Apuntaba hacia el techo, duro y corcoveante. Un hilo de líquido transparente adornaba su alargado orificio rosado. Dudó un poco sobre qué hacer al respecto. Tomás era una persona simple y a la vez extraña, a tal punto que se sentía con la obligación de analizar cada reacción corporal que experimentaba a diario, y más aún cuando esta no era habitual.
El sonido de los pájaros en las arboledas vecinas lo devolvió a la realidad. Quiso ver la claridad del día, del sol, y se levantó, dejando caer el pantalón de su pijama al suelo. Abrió las cortinas y persianas y la luz invadió su dormitorio. Se quitó la parte superior del pijama y, totalmente desnudo corrió a orinar. Lógicamente, chorro salió incontrolable hacia arriba como un surtidor de parque, cosa que hizo que rápidamente tuviera que tomar su dura verga para que, a fuerza de acomodarse ridículamente sobre la taza del inodoro, el chorro finalmente desembocara donde correspondía. Se percató de esa postura tan cómica y se rió de sí mismo. Al oír su risa retumbar en la acústica generosa del baño, se sorprendió, dejó de reír, pero pese a eso, se sintió feliz.
Se miró al espejo. La verga ya había descendido un poco más, y, así desnudo, fue hasta la puerta. Olvidando como estaba, abrió para recoger el diario justo en el momento en que pasaba el encargado del edificio que al verlo en pelotas no pudo más que lanzar un "¡eh...!" de asombro. Tomás le dio los buenos días y cerró la puerta. Fue ahí que se dio cuenta de que estaba en bolas y lanzó una nueva carcajada. Al desayunar, pensó unos momentos y sospechó que había algo distinto esa mañana. De hecho, había cosas que no respondían a la misma rutina de siempre. Pero nuevamente, no indagó mucho más que eso.
Fue hasta el baño, abrió la ducha y luego de afeitarse se metió bajo el agua. No solo se había percatado con algo de asombro que no se hubiera hecho la cotidiana revisación corporal ese día, o que se duchara de mañana cuando siempre lo hacía de noche, sino que lo verdaderamente increíble era que todo eso no le importaba en lo más mínimo.

IV – La misma oficina.

Javier estaba contento en su nuevo trabajo.
Él y Tomás habían hecho buenas migas y compartían el mismo escritorio según indicación del señor Pereyra, que había confiado al empleado de confianza el aprendizaje del nuevo. Tomás evacuaba cualquier duda que Javier tuviera con el trabajo, hábito que se transformó en una suerte de padrinazgo que ambos disfrutaban ante el no menor desconcierto de todos. Porque la verdad era que Tomás estaba cambiando con esa nueva relación. Se sentía más útil al tener un "ahijado" al cual no pocas veces aconsejaba. No sólo eso, sino que estaba más vivaz, más elocuente y ya los grises del entorno empezaban a dejar ver nuevos matices. Javier, que a pesar de sus veintidós años era como un niño grande, se dejaba llevar, y poco a poco esos dos seres tan distintos fueron haciéndose amigos. Eso sí, era una amistad que no trascendía los límites de la oficina. Ni bien traspasaban el umbral de la facultad cada uno se despedía hasta el día siguiente.
Pero sus conversaciones se hacían cada vez más personales.
Un día, en la pausa de media mañana para tomar el esperado café soluble que preparaba Rita, Tomás se animó y le preguntó:
-¿Y qué hace un chico como vos cuando sale del trabajo?
-No sé que hace un chico como yo. Pero yo... estudio violín.
Tomás quedó sorprendido por esa respuesta.
-Sí, no me mire así, Tomás. Estudio violín en el Conservatorio, en el turno noche. Sé perfectamente que no seré jamás un virtuoso, pues empecé de grande, hace cuatro años, pero es algo que hago con verdadero placer y cuando toco soy otro.
-Te creo.
-Sí, créame, porque es cierto.
-Nunca habría imaginado que estudiabas música.
-Amo la música. Y este empleo, que usted sabe que conseguí por medio de mi tío, me ayuda para poder seguir. Libros, partituras, alguna clase particular, bueno... salen de mi sueldo. Es verdad, no es lo que más me gusta, pero estoy contento con  mi empleo. Aún no pude independizarme de mis padres e ir a vivir solo. Estoy ahorrando para eso. De lunes a viernes duermo en la casa de mi tío, y vuelvo a casa los fines de semana. Vivo en Areco.
-¿San Antonio de Areco?
-Sí.
-Pero eso es muy lejos...
-Precisamente, por eso, gracias a mi tío, puedo venir todos los días al centro.
-Y...¿tenés novia?
Javier hizo un silencio y de pronto se puso serio.
-Disculpame, Javier, si no querés, no tenés que contestarme - dijo avergonzado Tomás.
-No, está bien. Lo que pasa es que hace dos años tuve una relación. Se fue con otro. Pero... en fin, no quiero hablar de esas cosas que me ponen un poco triste.
-¿Y usted?
-¿Yo qué?
-Bueno, lo mismo... no le pregunto si tiene novia, porque me imagino que está casado.
-Bueno, no. Enviudé hace cinco años.
Javier se quedó un poco cortado ante tal respuesta. Tomás nunca mencionaba ese pasado inmediato.
-Tomás, lo siento mucho, yo... no sabía.
-Por favor, Javier, no te sientas mal. Ya pasó hace tiempo, aunque, bueno, a veces uno no termina de acostumbrarse. Pero, en fin, yo... desde hace años me vengo acostumbrando. A todo. Qué se yo, debe ser la manera de no ponerse mal, de no pensar tanto, o de no enloquecer, no sé. Pero, no me hagas caso, vos sos muy joven, con otra historia, tal vez no comprendas lo que quiero decirte.
-Sí que comprendo. Es verdad, somos dos personas distintas, pero, ¿sabe?, hay algo que tenemos en común. No sé todavía que es, pero... esto, por ejemplo, que estemos hablando juntos de nuestras cosas, que sabemos que nos comprendemos, que desde que entré a trabajar hemos simpatizado..., lo sentí aquella vez que a usted se le cayeron los papeles en el despacho de Pereyra. ¿Se acuerda?
Tomás se quedó escuchando a su joven amigo. No podía dejar de coincidir con todo lo que él decía. Y de pronto, vio a Javier mucho más maduro que siempre.
-Claro que me acuerdo. A mí me pasó lo mismo.
Y tímidamente, Tomás posó su mirada sobre los ojos claros de Javier. Él le sonreía. Quedaron así por unos minutos. Y una cierta ternura los invadió.
-Como le decía recién, este no es el mejor empleo del mundo. Además, el lugar, esta oficina, no sé..., uno a veces se siente como ahogado ¿no?, bueno, es lo que pienso. Pero si en este lugar no lo hubiera encontrado a usted, que me ayudó tanto, no sé, todo habría sido insoportable para mí.
-Yo no hice nada, Javier.
-Claro que hizo, aunque su modestia le haga ver lo contrario.
-¿Y te llevás bien con tu tío? - se apresuró a decir Tomas, para salir de su creciente incomodidad.
-Más o menos sí, que por lo menos es mejor que "más o menos no". Él está fuera de casa bastante, tiene un comercio por el barrio.
-Entiendo.
-¿Y usted está solo desde que...?
-Sí. Solo. Demasiado solo, diría yo - balbuceó con una risita nerviosa.
-Pero Tomás, usted es un hombre joven. ¿No sale a divertirse?
-Creo que no.
-¿Cómo..."creo" que no?
Ambos rieron.
-Bueno, a decir verdad, soy una persona que ¿cómo explicarlo?, no me gustan las...
-¿Ya terminó el café, Tomás? - interrumpió, como de costumbre, Rita.
-¿Eh?, Ah, sí, sí... puede usted llevarse el pocillo, gracias, gracias...
-Me decía... - continuó Javier, sin prestarle atención a la chica.
-¿Qué?
-¿Qué es lo que no le gusta, Tomás? - insistió muy interesado Javier.
-No me gustan... las personas. Es decir, no, no quise decir exactamente eso, sino que me cuesta estar con las personas. Aunque no siempre, claro. Soy muy tímido y la mayoría de las veces, creo que no le caigo bien a la gente.
-Sin embargo, usted es muy querido aquí. ¿Qué es eso de que no le cae bien a la gente? A mí me cae bien.
-Gracias. Yo hablaba de...
-Sí, sí, lo entiendo, pero eso se cura, créame. Claro que si usted se empeña en encerrarse en sí mismo...
-No sé. Yo ya paso los cuarenta años y...
-¡Por favor! Habla usted como si tuviera ochenta.
-Bueno, soy grande.
-¿Es una broma? ¿Sabe que nunca le hubiera dado cuarenta?
-¿De veras?
-De veras. Usted parece más joven. Y tal vez, si se afeitara el bigote...
Tomás rió de buena gana.
-No se ría. Usted es un tipo buen mozo, Tomás.
-¡Las cosas que hay que oír! - dijo Rita entre dientes, que en ese momento pasaba con unos biblioratos y no pudo, claro, dejar de escuchar la conversación.
Javier la miró muy divertido y siguió la conversación.
-De veras le digo. Creo que puede hacer más por usted mismo. Discúlpeme el atrevimiento, Tomás.
Tomás sonrió contemplando a Javier dulcemente. Ese chico despertaba en él algo inexplicable.
-Por ejemplo -prosiguió Javier- ¿Qué piensa hacer en las próximas vacaciones?
-¡Yo! Eh... no sé. Nada.
-¿Está loco? ¿Cómo "nada"? ¿Para qué cree que se hicieron las vacaciones?
-¿Para qué? Nunca pensé en eso. Supongo que para descansar.
-¡Error! - gritó Javier imitando la voz de un robot - Para disfrutar, hombre. Para pasarla bien. Pero por sobre todo, para hacer cosas que uno no hace todos los días. A ver: ¿En qué mes se toma las vacaciones?
-En enero.
-Igual que yo. Claro que usted tiene más días que yo, que recién empiezo.
-No sé, creo que me corresponden veinte días.
-Bueno, a mí me dan una semana ¿qué le parece si hacemos algo?
-Por Dios, Javier ¿hacer qué cosa?
-¡Algo! Mire, Tomás, déjemelo a mí, alguna cosa se me va a ocurrir. De todas formas tenemos tiempo.
-Pero, Javier...
-Y otra cosa. Eso que me dijo de que a usted no le gustan las personas es una grandísima mentira.
-¿Ah, sí?
-Definitivamente.
-¿Y cómo estás tan seguro de eso?
-Bueno, porque yo, entre otras cosas, soy una persona, ¿no? ¿Y... no le gusto yo?
Tomás enrojeció como un tomate y bajó la mirada como si quisiera meterse debajo del escritorio. Finalmente, sin levantar su vista, sonrió, vencido.
-Touché - respondió en el colmo de su timidez.
-Tengo razón entonces ¿ve? así que déjese de tonterías y hágame caso a mí. Y no se preocupe, que para pensar en las vacaciones, como le dije, tenemos tiempo.
-Pues ahora no.
-¿Qué?
-Digo, que ya son las once y yo todavía no hice las planillas.

V – El departamento de Tomás.

Esa noche, Tomás despertó sobresaltado a las cuatro de la mañana.
Estaba sudando y había soñado. Se sintió extraño. Tenía calor. Pero un calor raro, interno, incontenible. Se desabrochó el pijama y sintió su verga erecta. Descorrió las sábanas, se quitó el pantalón y giró boca abajo.
Cada vez más excitado, tomó la almohada y la apretujó contra su cuerpo. Inconscientemente su pelvis se empezó a mover, frotando su miembro duro contra la cama y mojándose más y más. Tomó su verga y la rodeó con sus dedos. Lentamente la tocaba, descorriendo una y otra vez el prepucio humedecido con el líquido que emergía en pequeños chorros. Casi besaba la almohada. Su boca abierta humedeció la tela que la cubría. Giró una vez más y abrió bien las peludas piernas. Con la otra mano empezó a recorrer su pecho, perdiéndose entre la maraña de pelos. Aprisionó sus tetillas y las excitó, transformándolas en pequeños penes duros y rojos. Sus pezones eran puntiagudos, rodeados de aureolas bastante grandes que se confundían con sus vellosidades. Mojó sus dedos y volvió a tocarse los pezones. Gimió al hacer esto. Aceleró sus movimientos cuando su mano bajó a sus muslos. Instintivamente recorrió la parte interna de éstos hasta subir a sus bolas, que amasó una por una. Luego descendió un poco más y con un dedo se palpó el umbral del ano. Recorrió en forma circular el velludo orificio y sin poder contenerse se lo abrió entre gemidos sordos. Metió un dedo, luego dos, experimentando un nuevo placer. Su verga, a la que no cesaba de bombear, empezó a estremecerse, sus testículos contraídos y endurecidos, anunciaban el final, y entre convulsiones involuntarias emergió un enorme chorro de esperma que bañó todo su pecho. La cantidad de leche era increíble, había dibujado un amplio arco saltando a borbotones, dos, tres... por lo que siguió saltando por unos segundos.


Fue al baño a los tumbos y se metió a la ducha. Su pija aún permanecía dura, sin señales de descender. Su glande, enorme, estaba al rojo máximo, irritado y latiente. Cerró la llave de agua caliente y suspiró largamente al sentir el chorro de agua fría. Se enjabonó totalmente, sintiendo el enorme placer que esto le proporcionaba. Volvió a meterse varios dedos en su culo, limpiando y acariciando a la vez toda la zona. La pija, que empezaba a descender un poco, volvió a subir e hincharse. Se sintió de pronto tan excitado nuevamente, que con ambas manos comenzó una nueva y lenta masturbación, esta vez mucho más calma y tranquila. Acarició sus pechos, axilas, nalgas, cada parte de su cuerpo. Era como la acostumbrada inspección, pero esta vez, no podía dejar de gemir entre ayes entrecortados. El jabón y el agua habían trazado sinuosas figuras sobre sus negros pelos. Todo su cuerpo vibraba, eran oleadas de placer, como si cada sector fuera una extensión de la zona erógena más próxima. Siempre muy suavemente, su verga, abrasada por sus diez dedos, largó de nuevo una espesa entrega de semen, un poco menos eruptivo que el anterior, pero no menos delicioso y placentero.
Fue cuando se sorprendió a sí mismo al pronunciar un nombre:
-Javier.

VI – Otra vez la misma oficina.

Ese día, Tomás llegó algo demorado a la oficina. Ya todo el mundo se preguntaba si no estaría enfermo, porque él jamás llegaba ni siquiera un minuto fuera de horario.
Al entrar, cada uno de los empleados lanzó una exclamación de sorpresa. Fue tan sonora que el Sr. Pereyra asomó su cabeza por la puerta entreabierta de su despacho.
¿Por qué Tomás era recibido con ese grito general? Javier, mostrando su más amplia sonrisa desde el escritorio, lo supo enseguida, y no podía dejar de observar el gran cambio de Tomás. Todos, hasta el atónito jefe, examinaron su nuevo aspecto.
-¿Pero, me puede decir... qué se le ha dado por afeitarse el bigote? - chilló lastimeramente la señorita Liliana.
Tomás, cada vez más rojo e inhibido por ese general estupor, levantó la mirada hacia Javier luego de balbucear algunas palabras, y le dirigió un gesto encogiéndose de hombros. Las miradas de ambos se cruzaron, pasando por encima de la de todos sus compañeros.
El jefe volvió a meterse en su despacho y todo el mundo volvió a su trabajo. Tomás acomodó las cosas del portafolios en su escritorio, donde lo esperaba la sonrisa complacida de Javier.
-Lo felicito.
-¿Por qué?
-Por la decisión. Un gran cambio.
-¿Te parece?
-¿Y a usted que le parece?
-¿Que qué me parece? Eh... no lo sé aún. Lo hice sin pensar.
-¡Ah! ¡Otro gran cambio!
-¿Lo decís por el traje marrón?
-No, por hacer algo sin pensar.
Tomás sonrió.
-Muchacho irrespetuoso - balbuceó, fingiendo enojo al sentarse en su sillón frente a sus papeles, tocándose cada tanto donde antes tenía su bigote.
-¿Sabe que le beneficia mucho llevar la cara totalmente afeitada?
Tomás bajó la mirada.
-¿Sabe que se ha sacado de encima alrededor de diez años?
-Bueno, tampoco hay que exagerar.
-Pero si le queda muy bien... muy bien...
-Gracias.
-De nada, hombre. Pero, ¡joder! mire que usted tenía su pinta escondida... y ¿sabe qué?
-¿Qué?
-Me alegra mucho que me haya hecho caso, porque claro, estoy seguro que usted se afeitó el bigote después de la conversación que tuvimos ayer.
-En parte. Y en parte porque ahora que viene el verano, creo que voy a estar mucho más cómodo así.
Tomás, que sabía perfectamente que Javier hablaba con razón, no quería dejar que él supiese que sí, que había sido en efecto el autor intelectual de esa decisión. No era poca cosa. Un cambio semejante en un hombre como él, era un evento extraordinario. Y Javier lo había hecho posible. Por otro lado, Tomás no quería demostrar (jamás demostraba ni siquiera el comienzo de algún sentimiento propio) que sentía por ese muchacho un afecto inmenso. Definitivamente él había ganado su corazón. Si hasta él mismo, para sus adentros, no quería reconocer eso.
Javier retomó la conversación:
-Precisamente, de eso le quería hablar.
-Ah, Javier, jovencito insolente ¿y ahora de qué querés hablar? ¿de que hago cosas sin pensar? ¿de que en realidad sí me gustan las personas?  de que...
-No, del verano - dijo tranquilamente Javier acomodando unas chequeras.
-Ajá... sólo Dios sabe qué nos espera ahora - susurró Tomás mirando al imaginario cielo.
-Estuve pensando.
-El cielo me proteja.
-¿Alguna vez fue de campamento?
-¿Yo?
-Sí, sí, usted.
-No...
-Me lo imaginaba. No se ofenda, pero me lo imaginaba. Bueno, escúcheme bien. Usted entra en vacaciones a partir del primero de enero. Yo también. ¿Sabe lo que voy a hacer yo? Pues, como no tengo mucho dinero disponible, lo único que puedo hacer es usar la carpa que tengo en casa y salir de campamento. Ahí nomás, cerca de donde vivo, sobre el río. Es en San Antonio, pero bien lejos de toda la gente. Siempre me gustó la soledad – Javier hablaba mirando al vacío, como imaginándose el lugar donde instalaría su carpa, Tomás lo miraba serio, pero encantado – Bueno – prosiguió – Me imagino que usted no tiene carpa, ¿verdad?
-No, no – balbuceó Tomás, sonriente y avergonzado - ¿cómo yo voy a tener una....?
-Claro, es lo que pensé. Bien. No importa. Mi carpa no es muy grande, pero cabemos los dos.
-¿Los dos?
-Sí. Usted y yo. Porque no me irá a decir ahora que quiere llevar a su perro...
-Yo no tengo perro...
-Bien. También es lo que pensé. Mejor así, aunque ese no habría sido un problema.
-¡Javier, por favor!
-Está bien, no se ponga nervioso.
-Me aturdís.
-Y eso que no me escuchó tocar el violín. Bueno ¿qué le parece?
-¿Que me parece qué?
-Lo único que hay que llevar es una bolsa de dormir, calentador, las cañas de pescar... pero de eso no se preocupe en absoluto, que me encargo yo. El lugar le va a fascinar, el río, la arboleda, la soledad.... y además...
-¡Javier!... pero... ¿estás loco?
Javier se quedó pensando, atónito:
-¿Loco?, pues... no. Supongo que no ¿por qué? - contestó poniéndose serio de pronto.
-Pero...
-Pero ¿qué? ¿Acaso no le gusta la idea? Serían unos pocos días de verde, sol, tranquilidad y sosiego. Usted sabe bien que yo amo todo eso. Y le vendría de maravillas. Enseguida le cambiaría la cara, más que después de afeitársela. Ya verá. Y yo... yo.... Bueno, mire, Tomás: si le hago esta propuesta es porque pienso que usted y yo la pasaríamos muy bien los dos juntos.
Esta última frase, dejó como tonto a Tomás. "Los dos juntos". Ya no pudo decir más y quedó mirando fijamente al muchacho. De pronto sintió algo que nunca había sentido antes por persona alguna. Javier se quedó mirándolo a los ojos, con esa sinceridad y transparencia que regalaban sus ojos verdes, tan de niño, tan de hombre.
¿Qué le estaba pasando con ese ángel medio humano? Era un afecto inmenso, más que profundo. Era...
Y en ese instante sintió como una revelación. Y desde entonces, no pudo decir más palabras con sentido. Se supo en un estado muy vulnerable y dejó hablar a Javier, asintiendo y contemplándolo como embobado.
-Así que... ¿qué le parece? Si es por los gastos, piense que solo hay que llevar un poco de provisiones, el viaje hasta allá no es caro, y tampoco necesitaremos demasiada ropa. ¿Qué me dice?
Tomás quedó absorto sin poder decir palabra.
-Ah..., entiendo – dijo por fin Javier – Discúlpeme, Tomás, soy un tarado. Debí suponer que en realidad a usted no le interesa para nada pasar unos días con un muchacho como yo. ¿Es eso, verdad?. Pues, perdóneme, hablo demasiado, me dejo llevar, y ni siquiera pienso lo que le pueda interesar a los demás. Tiene razón. Tiene absoluta razón. Es que yo....
-¡Javier, Javier!. ¡Querido muchacho!. No, no. No es eso. Ya sabés bien que soy un poco terrible para estas cosas y mi timidez a veces me juega una mala pasada. Por un lado...
-¿Qué?
-Bueno, en toda mi vida nunca hice una cosa semejante... y no sé...
-Bueno, tampoco le estoy proponiendo hacer un safari por el Congo para cazar rinocerontes.
-Ya sé, bobo.
-¿Y por otro lado?
-Por otro lado... Mirá, te voy a decir algo, así te quedás tranquilo. ¿Querés saber qué me parece tu propuesta...?
-Tomás... que no tenemos todo el día...
-¡Me parece fantástica!
-Entonces...
-¡Entonces acepto! Sí, me encantaría pasar esos días con vos.
-¡Genial!, Ya va a ver, no se va a arrepentir para nada.
-Seguro que no. Pero, Javier, yo... verdaderamente... nunca estuve en una carpa, jamás fui a pescar, y...
-¿Qué...?, no me diga que usted ronca cuando duerme.
-¿Eh? ¡No, claro que no! Bueno, en realidad no sé, siempre duermo solo.
-Mire que si ronca va a tener que dormir afuera.
-¿Es una broma?
-Nop.
-De acuerdo, me parece justo.
-Ah, entonces está todo arreglado. No se hable más del asunto.
Y no hablaron más. No hacía falta.



(Continuará el próximo lunes)

Comentarios

  1. Franco estoy seguro que ese cuentito de fin de mes entre Tomas y Javier sera' muy sabroso y bien detallado. Seguramente os dos tendran el sexo de su vida. Gracias y hasta el proximo lunes. Ciao

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  2. Espero que te guste el final!
    Saludos

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  3. ¡Gracias! Nos tenías esperándolo como "agua de mayo".

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  4. Espléndido, Franco. Cada vez mejor, lo cual ya es decir mucho por lo alto que dejaste el listón con los anteriores. Me muero de ganas por leer la siguiente entrega.

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  5. Y dónde irán a acampar? Cómo volverá el ojetín de Javier? Se me ocurre que pueden ir a Villa Gesell. No sé por qué Tal vez al Balneario Popeye? en las dunas? o a algún pueblito campero, como San Antonio?

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  6. Franco....una vez más, y ampliando los conceptos, digo que tu forma de escribir es la de un artista pintando un cuadro. Cada diálogo, cada reflexión, cada monosílabo que sale de la boca de lo protagonistas es como una pincelada que va completando la obra, de tal manera que voy "viendo" como se plasma ese cuadro con sus paisajes y su entorno. Me van llevando a un éxtasis interno tan físico y sensual como un orgasmo. Has de cuenta que me estás viendo aplaudirte de pie. Con un gracias enorme y un abrazo, "te aplaudo".

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  7. Hola. Tuve tres contactos con quienes charle en persona.
    Uno de casi 40 años, virgen, o sea nunca ni siquiera un beso con varón o mujer. Ea un tipo de personalidad como Tomás antes de conocer a Javier, tal cual la describís.
    Los otros dos también muy similares.
    Es genial tu transmisión a las letras de ciertas realidades.
    Aplausos

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  8. No encuentro la segunda paerte "El Oficinista"

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