El cuentito de fin de mes
- El taxista -
Buenos Aires, verano de 1993.
Caos urbano. Una trama de calles anegadas
bajo un aguacero sorpresivo estaban transformando el microcentro en un mar de
autos atascados, y a la gente normal en zombis corriendo de un lado a otro. La
repentina oscuridad enrarecía el día mutándolo en una imprevista noche a la
caída de la tarde. Era la hora en que todo el mundo sale de su trabajo, la que
no queremos detallar en nuestra agenda, ignorándola lo más posible,
salteándola, hasta llegar a la tranquilidad bienhechora del hogar.
Yo estaba parado en la esquina de Esmeralda
y Tucumán, calado hasta los huesos, y consciente de que no había subtes por una
huelga imprevista. Iba a ser complicado el regreso a casa. Los minutos corrían
y mi humor se adentraba en terrenos oscuros. Maldecía a cada minuto. ¿Creer en
los milagros?, jamás. Salvo por ese instante, por supuesto, ¿cómo no creer?, en
el que delante de mi persona e inmejorablemente estacionado junto al cordón de
la vereda, un taxi surgió de la nada, quedando libre luego de que el pasajero
bajara rápidamente. El cielo estaba entretenido con la tormenta, sin embargo
alguno de sus ángeles celestiales seguramente se había encargado del servicio
de taxis. Pero no me ocupé de mi asombro y rápidamente me aferré a la puerta
abierta del auto para subir enseguida, no podía esperar a que los zombis
porteños me arrebataran la presa. El conductor se volvió anteponiendo una mano
por sobre el asiento:
-Señor, el taxi no está libre.
-¿Cómo que no?
-Lo siento, pero no trabajo más por hoy.
-¿Perdón?
-¿No escucha lo que le digo? Lo lamento pero
quiero irme a casa.
-Fíjese que yo también.
-Cierre, por favor, que está entrando
agua.
-¡Espere!, por favor, no me deje aquí con
esta tormenta.
El tipo, que por un momento había puesto
la mirada vacía sobre el parabrisas, se dio vuelta y me miró. Resopló con un
leve gesto de derrota.
-¿Y adónde va?
Me quedé un poco cortado. Iba al otro lado
de la ciudad, por lo que estaba seguro que el taxista me mandaría a la mierda.
Junté coraje y respondí.
-Devoto.
Contrariamente a lo que había pensado, al
tipo se le iluminó la cara y se reacomodó en su asiento.
-Suba. Yo vivo en Villa Urquiza, así que voy para
allá.
-Tengo suerte, entonces - sonreí cerrando la puerta
tras de mí y dejando impávidos a un grupo de nuevos zombis que querían
apoderarse de mi vía de salvación.
-¿Qué calles? - dijo, sin prestar atención a mi
auspicioso cambio de humor.
-Mercedes y Mosconi.
-¿Dónde es eso?
-Vaya por Córdoba para tomar por Avenida San Martín,
luego le indico.
El tipo asintió y el taxi empezó a moverse, en medio
de un tránsito enloquecido.
Yo estaba empapado, y comenzaba a sentir
algo de frío. Estaba deseoso de llegar a mi casa y tomar algo caliente. Apenas podía ver algo a través de las
ventanillas, pues el diluvio arreció más intenso. Cada
vez caía más agua, y sorpresivas descargas de luz antecedían repetidos truenos.
Había calles inundadas y las salidas a las arterias más ágiles demoraban más de
lo previsto.
El conductor se vio en la necesidad de
matar el tiempo y comenzó a hablar. De pronto se tornó más comunicativo y
amable. Era evidente que, después de todo, un viaje así, extenso y productivo
monetariamente hablando, le había cambiado el ánimo.
Por supuesto las primeras frases tuvieron
que ver con el temporal repentino, y la temperatura del clima que desde hacía
días no quería abandonarse al calor del verano. Los taxistas inician casi
siempre sus charlas con monólogos sobre el tiempo, pero después fue de rigor que
derivara en temas más cotidianos igualmente impersonales: la economía, la
política -mejor dicho, los políticos-, algún que otro personaje televisivo, las
señoritas mojadas que se veían a través de la ventanilla, y, el infaltable
fútbol.
En muchos de esos temas, yo sólo asentía
intentando ser cortés, pero la verdad es que cualquiera de ellos me importaba
un cuerno frito. Lo cierto es que el taxista me parecía ahora un tipo agradable
y simpático dentro de todo. Y en medio de esos interminables comentarios,
interrumpidos de vez en cuando por alguna puteada dirigida a los automovilistas
errantes (más zombis, pero al volante), me fui abstrayendo disimuladamente de
lo que él decía para fijarme un poco más en su aspecto. Solo podía ver su
mirada por el espejo retrovisor y la mitad de su perfil desde atrás, pero
adivinaba un rostro interesante. Sí, sus ojos eran oscuros y grandes. Vivos y
atentos con un alerta constante sobre el parabrisas. Las anchas cejas hacían
juego con las profusas pestañas. Tenía barba y bigote, un conjunto bastante desprolijo pero muy masculino. Pelo
castaño, ondeado, que echaba de menos hacía rato al peluquero y grandes orejas
que para nada hacían sentir desproporción por su tamaño.
-¿Tomo por Ángel Gallardo hasta el Cid Campeador, no?
-Sí, claro.
Llevaba una camisa a cuadros que había
remangado hasta el comienzo de los hombros. El brazo derecho, delante mío, iba
automáticamente del volante a la palanca de cambios. Un profuso vello oscuro
tapizaba su extremidad desde el dorso de su mano hasta bien avanzado el brazo,
esa deliciosa zona donde, según los movimientos que hiciera, se veía suaves
pelos en dirección a la axila. Afuera
-ya sería como las siete de la tarde- reinaba una oscuridad creciente. Me di
cuenta de que su mirada era juvenil, casi de niño, pero el resto de su
apariencia era la de un hombre de treinta años. Él estaba muy animado,
compenetrado en cada tema que abordaba, y cada tanto se volvía hacia mí. Eran
segundos donde ambos podíamos observarnos. Su cara era de facciones comunes, un
tipo de la calle, de los que uno no se detiene a mirar. Pero también de los que
empieza a apreciar no en la primera, sino en la segunda mirada. Lo cierto era
que cuanto más me fijaba en él, más me gustaba.
Después de casi una hora de viaje ya
estábamos por llegar a destino, cuando el automóvil, harto de la copiosa
lluvia, dio muestras de no querer seguir andando. Entonces el motor se detuvo de
golpe. El conductor intentó ponerlo en
marcha. La máquina apenas respondió. Finalmente y después de varias tentativas el
auto arrancó pero siguió desplazándose con dificultades. Cuando sólo faltaban
dos calles para llegar a la puerta de mi casa el motor se detuvo una vez más, esta vez parecía que no iba a querer
funcionar de nuevo. El chofer largó una serie de palabrotas y logró maniobrarlo
hasta el cordón de la vereda, gracias al declive natural del pavimento. Ahí
probó hacerlo arrancar una y otra vez pero sin conseguirlo.
-No. No hay caso - dijo, bajando las manos
ruidosamente sobre sus abultados muslos.
-Me siento terrible - balbuceé, animándome
a tutearlo - por mi culpa no pudiste llegar a tu casa...
-No, no se preocupe, es que esta mierda ya
no da más. Hace rato que necesitaba un taller mecánico. Ahora, con la lluvia,
debió haberse mojado algo ahí adentro, pero yo no entiendo nada de fierros.
-Lo siento..., cobrate el viaje - dije
acercándole los billetes.
-Gracias.
-Estamos a dos cuadras de casa, vení
conmigo y llamás por teléfono al auxilio.
-No, gracias, voy a llamar desde un
público.
-¿Un teléfono público aquí? ni lo sueñes.
El más cerca está en la estación y creo que no funciona. Por acá no vas a
encontrar. Haceme caso y vení a casa.
-¿No es una molestia para usted?
-Pero, hombre, es lo menos que puedo
hacer. Vos me trajiste de regreso con este día, no pensarás que te voy a dejar
aquí con este vendaval...
-Bueno, vamos entonces.
El tipo cerró el auto y empezamos a caminar
bajo la lluvia, pronto él estuvo tan empapado como yo. Fuimos despacio
intentando atravesar la densa cortina de agua sin conseguir protegernos bajo reparo
alguno. En cada bocacalle el torrente parecía un río, tuvimos que meternos
hasta los tobillos para poder cruzarlas.
Finalmente llegamos. Cuando abrí la puerta
del departamento mi gato huyó despavorido al ver el aspecto que presentábamos. Agitado
y tiritando de frío encendí la luz y fuimos a la cocina donde tenía el teléfono
más a mano. Él se deshacía en disculpas, repitiéndome que no quería molestar. Intenté
tranquilizarlo. A pesar de la primera impresión, ahora me daba cuenta de que
era un tipo muy tímido y verdaderamente no quería ocasionarme problemas. La
imagen que daba, chorreando a mares, lo ponía más incómodo aún. Le alcancé el
teléfono y fui a buscar algo con que secarnos. Volví enseguida con dos toallas.
El taxista estaba con el teléfono en mano intentando comunicarse. Tan
concentrado estaba en hacerlo que no notó mi turbación al verlo. Chorreaba agua.
Tenía el cabello mojado sobre la frente y los ojos mirando a la nada, como
queriendo entender qué pasaba al otro lado de la línea. Tenía desabrochados
varios botones de la camisa y la luz difusa caía sobre su torso espléndido
lleno de pelos mojados que dibujaban líneas sinuosas entre los dos pectorales. Me
había quedado de pié en el umbral, sin moverme, observando la manera intuitiva
que tenían sus manos al estrujar la tela de la camisa para escurrir el agua.
-No puedo comunicarme. Me da siempre ocupado.
-Es lógico con este temporal. Intentá más
tarde.
-Te voy a dejar la cocina hecha un
desastre.
-No te preocupes. Yo también estoy
chorreando. Tomá, secate con esto.
-¿Querés pasar al baño y quitarte esa ropa
empapada? Podemos ponerla en el secarropa y en un minuto estará seca.
Dudó un instante, pero toda su ropa era
una calamidad. Al fin, incómodo, tuvo que asentir.
La situación era por demás excitante. Yo
ya no podía sacarme a ese hombre de la cabeza. Me siguió hasta el baño cuidando
no mojar todo a su paso, cosa que era casi imposible.
-Tranquilo - dije, adivinando su embarazo
- es sólo agua.
-Qué lío. Te agradezco mucho que me
permitieras subir, no sé que hubiera hecho afuera.
-No hay problema.
-Permiso ¿Por aquí? - preguntó,
volviéndose, y al hacerlo advertí que ya se había abierto la camisa por
completo - Supongo que esta lluvia parará en algún momento, ¿no?
Como si el cielo hubiera querido responder
estalló en sonoros truenos. Yo hice una sonrisa forzada levantando las cejas y meneando
la cabeza, como diciendo resignado "no lo creo", y le indiqué la
puerta del baño. Ahí, él empezó a retorcer los extremos de su camisa, dejando escurrir
más agua. Me quedé en la habitación y empecé a desabotonar mi camisa. El
taxista, tímido y sin animarse a cerrar la puerta, quedó turbado unos minutos.
No se volvió hacia mí, y apenas levantaba su mirada sobre el espejo. Entonces
sentí el aire hacerse más pesado, como cargado de un clima a todas vistas
excitante. Dejé que mi camisa mojada cayera al suelo y comencé a desabrocharme
los pantalones. No quería mirar en dirección al baño, pero no pude contenerme,
el taxista se estaba secando la cabeza con la toalla. Por un segundo nuestros
ojos se enfrentaron a través del espejo del baño. Fue sólo un segundo, porque
ninguno de los dos pudo sostenerlos más tiempo.
Cuando mis pantalones fueron a reunirse
con la camisa, quedé sólo cubierto con mi slip. Tomé la toalla que había dejado
en la cama y comencé a secarme lentamente, sin levantar la vista pero con la
deseada esperanza de ser observado.
Cuando finalmente alcé los ojos mi taxista
se había envuelto la toalla a la cintura. La perfección de su cuerpo lleno de
pelos me dejó de una pieza. Entonces avancé hasta la puerta del baño y él me
dio su ropa mojada.
-¿No querés que sequemos también tu ropa
interior?
-Es que... - balbuceó bajando la vista -
... yo no uso ropa interior.
Mi expresión debió ser ciertamente
delatora, por lo que intenté hacer como si nada y responder con mi más natural
tono de voz:
-Perfecto. Dame que ponemos esto a secar -
dije, poniendo todo en el secarropas y sintiendo la aceleración de mis latidos
al pensar en que debajo de esa toalla el taxista no tenía prenda alguna.
-Es mejor que intente comunicarme de
nuevo, a ver si me pueden venir a rescatar.
Sonreí imperceptiblemente. Había notado
cierta ironía en su frase.
-Sí, por supuesto. Llamá desde acá - le
dije, indicándole el teléfono sobre la mesa de luz.
Recuerdo que lancé un largo suspiro.
Terminé de secarme y también me cubrí con la toalla a la cintura para quitarme
el slip. Mi pija ya estaba semi dura y entre los pliegues de mi prepucio
asomaban ya algunas gotas de líquido. Ver a ese hombre semidesnudo frente a mí,
me estaba haciendo perder todo control sobre mí mismo. Sin embargo logré
respirar profundamente y volví al living para sentarme en el sofá. Fingí
serenidad, pero todo en mí parecía temblar amplificando el latido de mi pecho.
Un rayo lejano iluminó la habitación.
Entonces me di cuenta de que el contraste con la oscuridad siguiente resaltaba
las penumbras. Encendí una lámpara.
Tuve que contener la respiración cuando el
taxista apareció volviendo de mi cuarto. Vino hacia mí lentamente. Los ojos se
me fueron hacia el bulto que se marcaba bajo la toalla.
-Pude comunicarme. Están con demoras por
la tormenta, así que vendrán dentro de una hora.
-Menos mal - dije, obviamente obnubilado
por su torso peludo, sus axilas chorreantes, y el descenso de un camino de
pelos que se perdía bajo la toalla débilmente anudada debajo de su cintura.
-Bueno, no quiero molestarte más. ¿Dónde
está mi ropa?
-En el secarropas, pronto estará lista.
-No, está bien, tengo que irme ahora.
-Sólo tomará un rato. Voy a preparar algo
caliente.
-No te molestes.
-Un café caliente nos hará bien.
-No, gracias, yo...
-¿En serio? es apenas un minuto.
-No - dijo tajante, empezando a
molestarse.
Callé. Después de todo, no quería que me creyera un asesino
serial o algo parecido.
El tipo estaba de pie a mi lado. Yo, en mi sofá, tenía
mi cara a la altura de su entrepierna. A esa distancia podía ver perfectamente
algunos de sus pelos púbicos que asomaban indiscretos sobrepasando el límite de
la toalla. Fue entonces en ese preciso instante en que ambos nos miramos. La
tensión se hizo evidente cuando él sostuvo, como yo, su mirada en la mía. Su
pecho pareció agitarse y a mí me pasaron miles de cosas por la cabeza mientras
mi cuerpo era atravesado por inquietantes sensaciones. El tiempo pareció
detenerse en esos segundos y a nuestro alrededor se diluía hasta el ruido de la
incesante lluvia.
No sé cómo tuve el coraje, pero casi involuntariamente
extendí una mano hacia la suya. Un relámpago iluminó la escena. Rocé apenas los
vellos del dorso de su mano, tan sutilmente como me permitía la osadía. Por un
momento creí que el contacto lo había vencido. Fue un soplo de gloria, mínimo,
intenso.
Pero él reaccionó de golpe. El suave toque se
interrumpió cuando él quitó su mano y me tomó violentamente de un brazo,
levantándome del sofá:
-¿Qué estás haciendo? - me dijo levantando la voz.
-Nada - respondí, bajando la vista. Al hacerlo noté
también que su bulto había crecido.
-Dame mi ropa. Me tengo que ir. - dijo, soltando mi
brazo y empujándome a la vez.
-Disculpame, no quiero que malentiendas...
-No estoy malentendiendo nada. No soy como
vos.
-¿Qué?
-Que yo no soy gay.
Hice una leve sonrisa al mirar de reojo su
inequívoca erección. Esto lo puso más furioso. Me miró de frente, acercando
tanto su cara a la mía que pude sentir su aliento.
-Dame mi ropa si no querés que esto
termine mal.
-Está bien, está bien - dije levantando
las manos y yendo hacia el baño. Al entregarle la ropa, todavía húmeda, me la
arrebató de las manos. Ahí mismo se dio vuelta y dejó caer su toalla. Agrandé
mis ojos ante el imponente espectáculo de su culo blanco y velludo. Sus piernas
firmes y tapizadas de pelos negros contrastaban por su oscuridad con sus
hermosas y pálidas nalgas. No sin trabajo se enfundó en sus pantalones lo más
rápido que la tela húmeda lo permitía.
-Entonces... no sos como yo - dije con
intención.
-¡No! - espetó, lleno de ira.
-Eso se nota. Vos no te das cuenta de
algunas cosas, como yo.
Se volvió hacia mí, aún con el pantalón
desabrochado y con la camisa en la mano. Me encaró fuera de sí:
-¿De qué me tengo que dar cuenta? ¿de que
sos un puto de mierda? no te equivoques, de eso sí que me doy cuenta.
Giré la cabeza y di un paso hacia atrás.
No atiné a contestar. Entonces él puso sus manos sobre su cintura y bajó la
cabeza. Respiró, era evidente que se estaba llamando a la cordura. Se contuvo y
pareció tranquilizarse. Por fin, apuntó una mano hacia mí y me dijo, calmando
la voz:
-Mirá, aprecio mucho lo que hiciste, te lo
agradezco mucho, de verdad, pero no te confundas. Esto termina acá.
-¿Qué cosa termina acá?
-Lo que vos estás buscando que pase. Ni lo
sueñes. Ni lo pienses siquiera - dijo apuntándome con un dedo.
-¿Por qué?
-Porque estás equivocado, te imaginás
cosas.
-¿Qué cosas estoy imaginando?
-¿Pero vos estás loco? ¿De dónde sacaste
que yo te iba a dar bola? No, boludo, estás mal de la cabeza, a mí me gustan
las minas.
-¿En serio?
-Sí. Tengo novia. Me voy a casar. Y si tanto
te das cuenta de algunas cosas, te habrías enterado, pero parece que ese
detallito se te pasó ¿no?
-Sí, de eso no me di cuenta. Pero de lo
otro...
-¿Qué decís?
No respondí. Sólo bajé la vista. Allí,
bajo la bragueta que él aún no había abrochado, un poco más abajo de la mata
oscura que emergía de la abertura, un tronco enorme lo delataba de manera
inequívoca.
Él entendió de qué estaba hablando.
Inmediatamente se llevó las manos a su entrepierna, intentando cubrir su
contundente erección. No le dieron los dedos al intentar abotonarse el
pantalón. Confuso y cada vez más nervioso, su rostro de enojo mutó al de
pánico. Conteniendo un grito, nervioso, me insultó:
-Hijo de puta.
-Tranquilo - dije, haciendo un gesto con
mis manos para que se calmara. Avancé hacia él, lo que hizo que empezara a
retroceder. Quise detenerlo pero comenzó a tirar manotazos para defenderse. Entonces
tropezó con una pequeña mesa y se tambaleó. Instintivamente se agarró de mis
manos para no caer y perdiendo el equilibrio caímos los dos en la alfombra. Yo
caí sobre él, y eso lo puso fuera de sí.
-¡Te juro que te mato, puto de mierda!-
forcejeaba.
-No te creo, no sos capaz. Podrás ser muy
machito, pero sé que no sos un mataputos. - le contesté con voz muy firme. Me
sorprendí a mí mismo de ser tan intimidante, pues el taxista quedó de una
pieza.
Ya avancé bastante, pensé, ahora no me voy
a echar atrás.
Me miró aterrado. Yo también lo miré, pero
mis ojos no mostraban miedo. Hizo otro intento, en vano:
-Sos un enfermo - me gritó, pero con un
tono más débil.
Lo cubrí con mi cuerpo que le ganaba en
altura, aprisionando sus muslos con los míos. Mi pecho sobre el suyo competía
en vellosidad. Podía escuchar el rumor delicioso de ese restregar de pelos. Y
más abajo... ahí sentí su definida dureza, inconfundible, chocando por primera
vez con la mía.
-Mal nacido..., te voy a matar, juro que
te mato... - me decía, mientras me miraba a los ojos. Y en cada mirada, era su
entrega la que afloraba. Sus cejas se fueron arqueando hacia arriba y su rictus
iba disolviéndose ante cada arremetida de mi fuerza por vencerlo. Lo tomé
fuertemente de los puños y llevé sus manos hacia atrás, por sobre su cabeza. Él
todavía recuperó algo de resistencia y siguió insultándome, rugiendo de bronca.
Pataleó, berreó e hizo tentativas de quitarme de encima con sus caderas. Lo
único que lograba era que nuestros miembros se tocaran cada vez más. Mi pija
estaba dura y cada vez más enardecida por el combate.
-¡Puto! - dijo su voz, mientras su cara
empezaba a mostrar su verdadero deseo.
Yo respondía con empellones sobre su
pubis, cada vez más excitado.
-¡Puto! ¡Puto! - repetía una y otra vez,
descargando al reiterarlo la ira de su tono.
Cuando supe que no lucharía ya tanto por
liberarse, aprisioné sus muñecas con una sola mano, y con la mano libre fui al
encuentro de su sexo. Él se sacudió. Suspiró sin poder controlarlo y llevó su
cabeza hacia atrás. Me maravilló su reacción. Era ya una señal bien clara de lo
que realmente quería.
-¡Puto! ¡Puto de mierda! - repitió,
visiblemente abatido.
Desabroché el botón de su cintura e
introduje la mano, dejando que se perdiera en la selva de su pubis. Encontré su
pija enseguida. Durísima y acomodada hacia abajo entre las piernas. Maniobré el
gran aparato y lo liberé de inmediato. Quedó afuera del pantalón abierto,
aunque no lo podía ver, tan atento estaba a cada expresión de creciente
abandono en su cara.
-Puto...
-Sí - respondí - soy puto.
-Sos un puto de...
-De mierda... sí...
Acerqué mi boca a la suya, pero él la
rechazó, haciendo una mueca de asco y apartando su rostro lo más que pudo. Mi
boca, sin embargo, siguió su camino y avanzó hasta un costado de su cuello.
-Puto..., puto... - dijo él, ya sin
fuerzas. Al decirlo, parecía gozar cada sílaba.
Entonces, dejé de hacer fuerza sobre sus
muñecas y lentamente dejé sus manos libres. Sus brazos quedaron, rendidos, en
la misma posición y vi que cerraba los ojos. Escalé con mis labios llegando a
sus orejas y las besé con la mayor ternura de la que era capaz de depositar en
un hombre. Seguí subiendo y rocé con mi mejilla su frente sudada. Hundí mi
nariz en su pelo mojado y olí su fresco aroma. Besé entonces la cercana frente
mientras mi pecho acariciaba con sus vellos la frondosidad de su negra barba. El
ruido de pelos frotados se escuchaba más intenso ahora. Su cara, que había
quedado ladeada como en un último esfuerzo por resistirse, se volvió y quedó
instalada en el medio de mis pectorales. Al sentir su agitado aliento, mis tetillas
se pusieron duras erizándose de inmediato. Él imploró:
-Por favor... soltame.
Pero yo no lo estaba ya sujetando. Mis
piernas no aprisionaban las suyas. Él era libre. Podía, con un leve movimiento,
escabullirse de mi peso. Lo miré, algo sorprendido por lo que me estaba
diciendo. Y sonreí.
Entonces él me miró. Fue extraño. Sentí
pena por él. Era un hombre que me miraba y en sus ojos, claramente, se
desvelaba una suerte de ruego, de pedido de auxilio. En su profunda mirada había
preguntas también. Era como si su mirada quisiera meterse en la mía. Ávidas y
vivaces, las pupilas se movían sobre mi cara, sobre mis posibles gestos, mi
boca y mi frente. Me indagaba, como si quisiera saber qué le estaba ocurriendo realmente,
buscando en mí las respuestas, e incluso las preguntas que todavía no descubría
por sí mismo.
Sin dejar de mirarme, sentí sus manos
sobre el nudo de mi toalla. Y de pronto, con un gesto firme y rápido la apartó
y la arrojó lejos, dejándome desnudo por completo, con mi cuerpo aún sobre el
suyo. Quedé sorprendido, extático. Volví a acercar mi boca, y esta vez la suya
no se apartó.
Nos besamos. Su boca estaba apretada y
rígida. Poco a poco mi insistencia y mi dulzura seguramente lo tranquilizó,
porque sus labios se hicieron blandos y su lengua asomó algo tímida y luego
invasiva en dirección a la mía. Libramos otra batalla entonces, la de nuestras
lenguas que lucharon por tocarse, frotarse y sentir el sabor de la otra. De
pronto, cuando me supe vencedor, sentí una alegría indecible por haber conquistado
a ese hombre. No obstante, aún no lo podía creer. Estaba besando al taxista -que
aunque no lo dijera a viva voz- me seguía diciendo "puto" desde lo
más recóndito de su mente. Tal vez, quién sabe, ahora se lo estaba repitiendo a
sí mismo.
Entonces lo ayudé a incorporarse y
quedamos de rodillas uno frente a otro. Tomé su cara con las manos y la acerqué
a la mía otra vez. No se resistió, más bien creí entender su necesidad de
besarme. Y el beso tuvo una ternura inquietante. Mi lengua se abrió paso en su
boca sin dificultad alguna y ahora él se entregaba sumisamente a mis labios.
Fui deslizando lentamente su pantalón y
con su ayuda pude quitárselo completamente, apartándolo a un costado.
Lo que vi entonces me dejó boquiabierto.
Su verga, en el máximo orgullo de su erección, se balanceaba levemente
apuntando hacia arriba. La punta rosada, tensa y cubierta de líquido, brillaba
bajo la tenue luz de la lámpara.
Un trueno largo y repentino nos
estremeció, advirtiendo la prolongación de la tormenta. El agua azotaba los vidrios
de la ventana y de tanto en tanto se escuchaban ráfagas intensas de viento
enloquecido.
Me miró con creciente interés. Ambos
estábamos quietos, aún temerosos por dar algún primer paso. Mi miembro
levantado no ofreció competencia alguna con el suyo, de un volumen fascinante.
Latía involuntariamente, y en cada latido yo creía experimentar más y más
dureza. No podía dejar de mirar su cuerpo, que era una obra pictórica donde los
pelos revelaban gruesas y caprichosas pinceladas que contrastaban con la piel
blanca de sus flancos, hombros y cuello. Sus pezones, rosados y tensos, se
posicionaban esbeltos y sobresalientes por entre esos tupidos matorrales que
envolvían tan impactante torso. Finalmente, el grueso trayecto descendente y
oscuro se habría como una raíz que culminaba en el hueco negro y triangular del
pubis, custodio de su sexo firme y enhiesto.
Hice el primer amague, sin resistir más, y
estiré una mano hacia su verga Era tan suave... y a la vez tan firme. Un roce
suave sobre sus bolas me notificó de su increíble suavidad. La sedosidad de los
pelitos que las cubrían se entrelazaron en mis ávidos dedos haciendo de eso una
experiencia sensorial única. Me acerqué aún más hasta juntar nuestras pijas que
se tensaron al contacto. Acaricié su pene con el mío, mientras no dejaba de
besarlo. Él bajó su boca hasta mis pezones y empezó a chuparlos, curioso y
maravillado. Lamía, mordisqueaba y volvía a lamer. Me estaba volviendo loco y
hacía que me arqueara de placer. Fue cuando sentí que su boca bajaba aún más.
Su lengua se metió en mi ombligo, mojando y salivando la vellosidad que lo
rodeaba. Su mano aprisionó mi verga. Fue torpe y rudo, por lo que me sobresalté
de inmediato. La tomó hasta llevarla hacia abajo casi de manera violenta. No me
animé a detenerlo. Mientras su cara descendía hasta mi pubis, de pronto su mano
soltó mi verga erecta que se disparó como catapulta hasta su mejilla, haciendo ruido
con el fuerte impacto. Rápidamente su boca atrapó el mástil duro que
desapareció en el fondo de su garganta. Lo hizo sin pensar, como un reflejo.
¡Ah!, eso era demasiado. Así lo penetré
oralmente hasta que estuve a punto de acabar dentro de su boca. Tomé su pija y
empecé a masturbarla. Ahora sentía sus gritos, pero de placer. Gemía y
suspiraba entrecortadamente. Me tragué ese tronco duro y seguí el trabajo con
mi boca. Su pija entraba y salía de mi boca, mientras sentía que sus manos me
frotaban todo el cuerpo. De pronto sus dedos se detuvieron en mi culo y
empezaron a abrirlo. Yo lo ayudé separando mis piernas. Sentí primero un dedo,
después otro y finalmente un tercero. Su gran verga en mi boca me dejaba sin
respiración. Tenía que pausar mis embates para no asfixiarme y poder retomar el
aliento. Sus manos siguieron abriendo mis glúteos y sentí la caliente lengua
chupar todo mi ojete. Su barba lo acariciaba todo. Yo engullía su pija, sus
huevos y seguía explorando toda la zona.
Sentía su olor a macho, un olor mezclado
con el de su transpiración y el de sus testículos. Cuando cambiamos de
posición, el taxista quedó encima de mí. Se tomó cierta revancha al sujetarme
fuertemente los brazos entre sus manos y estirarlos por encima de mi cabeza
como yo había hecho con él. En esa postura, su boca invadió la mía una vez más
y los dos sexos volvieron a restregarse entre sí. Nuestros peludos pechos
estaban pegados y palpitaban al unísono. Mi verga avanzó entre sus piernas y la
punta del glande se acomodó en el agujero entreabierto. No tuve que empujar
demasiado. Plegó las piernas agrandando naturalmente su ano. Su culo, lubricado
con mi saliva, se entregó a mí, abriéndose como una fruta madura. Lo fui
penetrando lentamente, muy despacio, él tenía más deseo que miedo y en pocos enviones
todo mi miembro estuvo dentro suyo. Levantó la cabeza para mirarme a los ojos.
Descubrí una mixtura extraña entre sorpresa, miedo, placer y odio en esa
expresión donde no me podía ocultar nada. Sí, sus ojos fueron una invitación, y
a la vez un pedido. Entonces no dudé un sólo segundo y le dije, casi al oído:
-Puto.
Esto lo enloqueció. En la cima de la
excitación, arqueándose de placer, empezó a moverse como un demente fuera de
sí. Como en sincronía, respondí con mis propios movimientos pélvicos metiendo y
sacando mi pija con una facilidad asombrosa. Gemía y vociferaba sin control, sujetándome
fuertemente por los hombros.
Cuando todo parecía que iba a terminar, él
se movió y con una rápida maniobra cambió de posición. Me obligó a darme vuelta
y quedé apoyado en cuatro patas. Sabía lo que venía y me relamí de gusto. Él me
agarró las nalgas y las separó hasta dejar al descubierto mi ano. Escupió una
gran cantidad de saliva sobre él, y lo terminó de embadurnar con la mano. Distribuyó
la lubricación metiéndome un pulgar, alternándolo con su índice, hasta
asegurarse que todo quedara bien resbaloso. Al sentir ese contacto, me
estremecí, abriéndome bien de piernas y entregándole mi floreciente dilatación.
A horcajadas, se acercó a mí, y de una sola arremetida metió su palo hasta el
final. Se me cortó la respiración y grité de dolor. Había entrado toda la verga
y a duras penas mi ano se amoldaba a semejante grosor. El taxista la dejó toda
metida. Sentí sus pesadas bolas chocar con las mías. Aún me dolía, pero en unos
segundos, y a fuerza de mantener el duro miembro estacionado e inmóvil dentro
de mí, el elástico agujero aceptó finalmente al voluminoso intruso. Comencé a
moverme de a poco y pronto sentí como su bombeo, contagiándose del vaivén, se
aceleraba hasta adquirir un ritmo frenético. Me abrazó desde atrás y recostó su
torso peludo sobre mi espalda. Raspó sus pelos contra mí como un cepillo duro
sobre mi piel. La sensación de posesión fue total.
Mi verga, atascada en una erección
prodigiosa, empezó a golpear en toda su extensión contra mi abdomen. Él sentía
el ruido a cada empellón y aceleró sus empellones para adueñarse de esa
secuencia sonora. Quiso comprobar mi firmeza y alargó la mano para agarrármela
con fuerza. Grité al sentir que me apretaba salvajemente el miembro. Mi glande
explotaba, rojo y tenso. Quiso abarcar más y me rodeó la base con sus dedos
para aprisionar mejor las bolas, que al quedar capturadas parecían dos pelotas
de tenis, duras y agrandadas.
No iba a poder aguantar mucho más. Su
verga ahora entraba y salía como un pistón bien aceitado, estimulando
constantemente todo mi interior, y al mismo tiempo, su mano moviéndose
alrededor de mi aprisionada pija, cubriendo mi otro flanco de placer, me
masturbaba vigorosamente..., era demasiado. Pero el placer fue incontenible
cuando su otra mano atrapó uno de mis pezones. No pude controlarme más y sentí
como el orgasmo me ganaba.
Dentro de mi culo sentí un calor súbito, al
tiempo que mi taxista lanzaba un ronquido largo y grave cerca de mi oreja. El ardiente
semen derramado en mi agujero, empezó a brotar por los costados, saliendo por
los bordes de mi ojete incapaz de contener tanto fluido.
Su gozo disparó inevitablemente el mío
como efecto dominó, y con un espasmo involuntario e intenso liberé varios
chorros de esperma sobre la mano que aún agitaba ferozmente mi sexo.
Pocas veces había experimentado un placer
tan avasallante, casi primitivo, como si se tratara de una oleada inmensa,
imparable, que no se puede evitar y que lo acomete todo.
Finalmente nos dejamos caer en el piso,
jadeantes y embriagados por el goce que nos había alcanzado a los dos.
El taxista, desparramando su hermosa
desnudez sobre la alfombra, retomaba poco a poco el aire, agitado y mojado por
la transpiración. Su verga, aún inflamada, seguía chorreando semen y tensándose
aún entrecortadamente. Se levantaba, como un guerrero que no quiere descansar,
arquéandose hacia arriba, resistiéndose a volver a su estado de reposo.
Entonces nos miramos. Levanté las cejas, esperando,
pues me daba cuenta de que iba a decirme algo. Los dos pensamos lo mismo, o más
bien, me di cuenta enseguida de lo que me iba a decir. Entonces, enfrentados
cara a cara, finalmente, nos dijimos al unísono: ¡puto!..., un último relámpago
acompañó nuestras voces... y estallamos en una carcajada contagiosa, tentados
hasta el dolor de panza, encontrándonos con la mirada y volviendo a reír varias
veces durante un buen rato.
Afuera ya no se escuchaban truenos.
Todavía llovía un poco, pero era notorio que empezaba a parar. De pronto todo
parecía más calmo.
Desnudos, nos buscamos con los brazos. Me
incorporé un poco. Sólo posar de nuevo la mirada en su cuerpo era un festín
glorioso. Me animé a decir las primeras palabras.
-Te pido disculpas por...
-¿Por violarme?
Reí de nuevo y con el puño cerrado fingí darle
una trompada rozando sutilmente su cara. Él también rió y, mirándome con
ternura, me acarició el pelo.
-Creo que no fue una violación, no más que
la tuya - dije sonriendo- , pero sí te pido perdón por haber sido un poco rudo
al principio.
-El que tiene que pedirte perdón soy yo.
No debí insultarte así.
-Eso no tiene importancia.
-Bueno, sí que la tiene, no suelo faltarle
el respeto a mis clientes.
-¿En serio?
-En serio, al menos no en el primer viaje.
-Yo tampoco acostumbro invitar a mi casa a
los taxistas y desnudarlos.
-¿En serio?
-En serio... a menos que me provoquen.
-¿Qué? ¿yo te provoqué?
-Sí, señor.
Sonrió, bajando la mirada.
-¿Cómo te diste cuenta?
-Bueno, digamos que no pusiste mucha
resistencia en quitarte la ropa cuando te lo sugerí.
-¿Se notó mucho?
-Ahá.
-Me pusiste como loco cuando me miraste el
bulto.
-Lo sé.
-Claro, señor
"medoycuentadetodo", ¿y te gustó lo que veías?
-Mucho.
-¿Estuvo bien? ¿fue lo que esperabas?
-Y más aún.
-Entonces... ¿satisfecho con el viaje?
-En la gloria.
-Ya casi no llueve.
-¡Tu taxi! ¿Habrá llegado el auxilio
mecánico?
-Ya no tiene importancia.
Me abrazó, refugiándome en su pecho
velludo, calmo y tranquilo.
Franco.
Mayo de 1999 (reescrito en enero de 2018)
Glorioso.
ResponderEliminarINMEJORABLE.
ResponderEliminarHola. Buenísimo. ¿El taxista a quien le decia PUTO?
ResponderEliminarMUY BUENO