El cuentito de fin de mes
- Estudiando juntos -
(Relato sobre juventud y ternura)
Cada vez que Eduardo me invitaba a su casa a estudiar yo inventaba alguna
excusa para no ir. Entonces no éramos amigos y, en realidad, en la facultad yo me juntaba con
un grupete con el que habíamos tenido empatía desde el principio de los cursos.
Con Eduardo solamente cruzaba los saludos de rigor cuando compartíamos cátedra. En
realidad me llevaba unos años, tendría unos veintitrés y yo, que estaba
en segundo año de carrera, tenía diecinueve. No es que me resultara antipático,
simplemente sentía que no teníamos afinidad alguna.
Pero, naturalmente, estaba equivocado.
Eduardo era callado, tímido, y parecía un
buen tipo. Sus ojos marrones, lejanos y de grandes pestañas, transmitían una
melancolía insondable. Era bastante alto, un poco más que yo. Su pelo era muy
negro, ondeado y grueso, y por aquella época lo llevaba algo largo. En las
clases, cuando olvidaba su timidez, participaba con gran inteligencia. Sus intervenciones
eran tomadas con respeto y ensalzadas por los profesores. Sin embargo, era
claro que no tenía muchos amigos, tal vez por esa personalidad introspectiva
que parecía alejarlo de la gente.
Fue durante una clase aburrida en que me
fijé en él. Estaba sentado unos bancos más adelante, en diagonal a mí. Ese
mismo día había vuelto a la carga con su propuesta y yo le había contestado con
evasivas. Mientras pensaba qué pretexto le iba a decir lo miré. Estaba atento a
unos apuntes, ensimismado como siempre. La verdad es que no encajaba en ningún
grupo de estudiantes si bien los cursos no eran muy numerosos. No puedo
definir ahora si en ese momento sentí pena por él, o una gran curiosidad, como
la que uno siente por aquellas cosas algo misteriosas que, para bien o mal,
ocultan algo que mueve a descubrirlas. Además me sentía mal por estar siempre
negándome. Estábamos en la clase de filosofía. El tema que seguía era muy
complicado por sus extensión, y, pensé, de todos modos no iba a venir nada mal
prepararlo con alguien. Para colmo de males, había que presentar un trabajo
hecho en equipo. ¿Por qué no?, me dije. Así que al final de la clase y cuando
todos se dispersaban me acerqué y le toqué el hombro. Eduardo, que estaba casi
agachado recogiendo sus cosas, alzó sorprendido su cabeza y sus ojos grandes
-aún más por su expectativa- dieron de lleno con los míos.
Quedamos en encontrarnos ese sábado.
Me recibió en su departamento de un
ambiente de la Avenida Corrientes. Recuerdo lo gris que estaba el día, los nubarrones
oscuros cubrían todo Buenos Aires. Hacía un frío que calaba los huesos. Tener
que salir de casa con ese día me había puesto de muy mal humor.
Llegué, húmedo y helado -de nada servía
cubrirse con paraguas en esa zigzagueante llovizna- intentando poner mi mejor
cara. Al abrir la puerta Eduardo me sonrió estirándome la mano. ¡Hola!, creí
que no vendrías!, dijo retornando a su seriedad habitual. Estuve a punto de
quedarme en casa, pensé contestarle, aunque por pudor no lo hice, y con una
sonrisa lo saludé un tanto efusivamente, tal vez para que no notara las pocas
ganas de encontrarme en ese lugar.
La habitación era pequeña. Sobre el piano
vertical, cientos de hojas y papeles. Había una estantería llena de libros desordenados en un cuidado desmán, un sofá un poco desvencijado que se hacía
cama, en el piso una gran alfombra raída, tal vez herencia de una tía vieja, y
algunos almohadones. Sobre la mesita una lámpara, un lapicero y un montón de
cosas que él se apresuró a ordenar para que yo me pusiera cómodo. Miré sus
anotaciones sobre el trabajo de filosofía que íbamos a abordar, una materia que no me era muy simpática pero que él parecía adorar.
Trajo un té bien caliente y nos pusimos a
hablar. Primero torpemente, con las pausas que tanteaban la personalidad del
otro, pero al poco tiempo más animados y con fluidez. Después de un rato y
para mi sorpresa, empecé a sentirme muy a gusto. Hablamos de muchas cosas, no
sólo de las consabidas reflexiones del claustro. Fui descubriendo entonces a
alguien sensible e interesándome en sus opiniones y respuestas. Hacíamos
algunas bromas, aunque el hecho de bromear con Eduardo entraba en otra
dimensión fuera de lo habitual. No obstante, no era difícil adaptarse a su
humor raro e ingenioso, descubriendo que en esa acidez hallaba a alguien
bastante parecido a mí después de todo.
Finalmente decidimos comenzar a estudiar.
Tomamos un par de libros, unas hojas, y con otros nuevos tés (no había café) nos instalamos
sobre la alfombra.
Confieso que el estudio con Eduardo me impresionó.
Al cabo de un rato fue fascinante. Sus conclusiones me hacían reflexionar sobre
cosas que creía alejadas de mi percepción, y, por cierto, no hay nada más
estimulante que tener a una persona que se manifiesta cada vez más interesada en lo que uno dice. Ese intercambio de respuestas, de cuestionamientos, de
hipótesis no siempre válidas, parecía también generar lo mismo en él. Nunca
para mí había sido tan fácil discutir los distintos puntos de vista de los diversos
autores. Con Eduardo discerníamos, nos peleábamos, nos poníamos de acuerdo, y
recomenzábamos la mecánica sin darnos cuenta que el tiempo se iba pasando. Sin
embargo, ya habíamos organizado los principales puntos del trabajo y sólo
faltaba darle forma e ilación.
Entonces decidimos descansar un rato. Yo
me tiré en el sofá. Eduardo trajo un libro, se sentó a mi lado y comenzó a
mostrarme sus páginas. Era un libro de arte, donde, pintados por artistas
geniales, aparecían varios de los mitos que habíamos analizado esa tarde.
Recostado entre almohadones lo observaba
mientras él hablaba calmadamente sobre pintura barroca. Sus manos acompañaban
admirablemente su manera de expresarse y sus gestos reflejaban el entusiasmo
que sentía. Al principio estuve atento a cada frase, y después me perdí en ese
mar de ademanes y palabras laxas, dichas con voz pareja y constante, expresiva
y queda. No había apartado mi vista de él un sólo momento. Pronto supe que
Eduardo era más interesante de lo que había imaginado.
La habitación fue entrando en penumbras y
Eduardo encendió algunas luces. Las negras nubes se divisaban amenazantes a
través de la ventana sin cortinas. Con el libro en sus manos, inclinándose un
poco sobre mí cuando quería mostrarme las láminas, tuve su hermosa voz muy
cerca de mí. Definitivamente era una voz especial. El timbre acariciaba y
seducía. Espero que no se le ocurra preguntarme sobre lo que está diciendo,
pensé, porque no iba saber qué responder. Ya no estaba prestando atención a sus
explicaciones, sólo me abandonaba al sonido puro de cada inflexión, como si se
tratara de un discurso musical por demás conmovedor.
Cada tanto su aliento llegaba hasta mí,
tal era la cercanía de nuestros rostros. Eso me provocaba raras sensaciones. Me
embriagaba esa leve brisa de palabras, de dichos y de acentos. Poco a poco me
abandoné, como fundiéndome sobre el sofá y de tanto en tanto, entrecerraba los
ojos como en aquel pasaje del poema de Verlaine, aunque por cierto, sin haber
entrado aún a "l'heure exquise".
Al sonar un trueno nos sobresaltamos
instintivamente pegándonos uno al otro. Reímos un poco. Esa cercanía parecía
natural y lógica. Entonces hizo algo que me dejó de una pieza. Eduardo pasó su
brazo por encima de mi cabeza y me rodeó por los hombros. Me preguntó si estaba
cómodo. Yo le dije que sí, y fue ahí que estiré las piernas, alargándolas hasta
alcanzar un generoso almohadón del piso. Él me miró y me sonrió, entre
divertido y calmo. Le devolví la sonrisa y al ver la lluvia caer sobre la
ventana me estremecí.
Comenzó a soplar un viento más fuerte. Por
entre las hendijas se filtraba un ruido sibilante que aullaba como un coro
humano. En realidad, hacía tanto frío ya que la habitación estaba helada. A tal
punto que cuando hablábamos se podía ver el vapor de nuestro aliento.
Eduardo interrumpió su sonrisa al ver que estaba
temblando:
-¿Tenés frío, verdad?
-Sí, un poco.
En realidad no podía dejar de temblar.
Entonces Eduardo dejó el libro a un costado y para mi sorpresa me rodeó con
ambos brazos.
-Sí, hace un frío terrible - se lamentó
avergonzado -, te pido disculpas, la estufa no funciona.
-Está todo bien - sonreí.
-No, no está nada bien, estás tiritando -
dijo con culpa, y comenzó a frotarme fuertemente los brazos, las piernas, los
muslos. Sorprendido, pero cada vez más a gusto, me dejé zarandear por su fuerza
protectora mientras su energía me atravesaba.
-Te hago otro té...
-No, no..., gracias - dije. Ni pensar
dejarlo ir a la cocina y apartarlo de mí, pensé.
Mientras su cara dibujaba una inquieta
preocupación, siguió frotándome con intensidad. Sólo se detuvo para preguntarme:
-¿Te molesta que te frote así?
-No, Eduardo, al contrario, te lo
agradezco - dije mirando con pudor hacia la alfombra.
-Bien - continuó -, creo que tenés una
descompensación térmica.
Sonreí al escuchar su tono serio.
-No te preocupes - intenté tranquilizarlo.
-¡Sí, me preocupo! ¡Te va a dar una
pulmonía!
-No seas exagerado, por favor - reí.
-¿Va mejor?
-No sé, pero no importa.
-¿Por qué?
-Porque lo hacés tan bien, que me resulta muy
agradable- dije con una sonrisa un poco más cómplice pero asombrándome de lo
que yo mismo acababa de decir. Eduardo también se rió.
-A ver, esperá, voy a traer una manta.
Fue hasta el closet y volvió trayendo una
frazada pesada. Me dejé envolver con ella y él retomó los masajes, aunque ahora
parecían más suaves.
No podía sacarle los ojos de encima. Eduardo,
finalmente, me atraía sobremanera. Su camisa de franela estaba un poco abierta
y unos pelos negros salían desde lo oculto de su pecho hasta el cuello. Se
había arremangado y dejado desnudos los velludos brazos. Sus manos grandes y
vigorosas, masculinas y peludas, no dejaban de sobarme por hombros brazos y
cuello.
Los masajes se hicieron más leves hasta
que cesaron, dando paso a algo muy parecido a tenues caricias.
-¿Estás mejor?
-Sí. No sé qué pensarás de mí..., seguramente
que soy un flojo.
-¿Qué? nada de eso. Es todo lo contrario, ¡me
pregunto qué pensarás vos de mí!, me siento avergonzado de que no te estés
sintiendo bien en mi casa.
-No es así, Eduardo, de veras. Me siento
muy bien - dije, arropándome más con la manta - no sólo me hiciste sentir
mejor, también disfruté mucho de cómo estudiamos juntos.
-¿En serio?
-A ver... ¿cómo te lo digo?..., nunca
pensé que la filosofía me iba a resultar tan interesante..., y más aún, que me
gustaría o que podría estar hablando fluidamente de tantos aspectos que me eran
tan ajenos. Qué paradoja... porque..., no, no, la filosofía no fue hecha para
mí.
-Ahí es cuando fallamos, cuando pensamos
que algo debió o no ser hecho para nosotros, cuando en realidad muchas veces es
al revés. Algo es fascinante cuando descubrimos que está en todas las cosas, en
lo cotidiano, en cada instante.
-¿Como ahora?
Eduardo miró la ventana, donde había
empezado a azotar la lluvia. Sus ojos marrones se perdieron en el cielo
encapotado. Miré su cara, que parecía encenderse.
-Sí, como ahora.
Él volvió a rodearme con sus brazos, sin
dejar de mirar la tormenta. Habíamos quedado sentados en la alfombra, entre
almohadones y con el viejo sofá por respaldo. Un trueno nos aturdió y casi al
mismo momento, las luces se apagaron.
-Uh..., se cortó la luz. ¿Traigo velas?
-No, así está perfecto - le dije, y,
tímidamente, mis manos por debajo de la manta se animaron a rodear su cintura.
-Como digas.
-Es que este débil resplandor, ahora y
aquí, es perfecto - dije señalando con la vista la poca luz que entraba por la
ventana, avivado sorpresivamente por los relámpagos que brillaban cada tanto.
Nos quedamos entonces en silencio, en
medio de la fría habitación, y cubriéndonos mutuamente con la pesada frazada.
Sin darme cuenta, mi frente se posó en su hombro. Esto no pareció inquietarlo,
por el contrario, sentí como se acomodaba buscando la posición más confortable.
Sólo abandonó la vista de la ventana para
mirarme con una dulzura indecible y preguntarme:
-¿Estás más caliente ahora?
Caliente. Sí, esa era la palabra que
definía perfectamente mi estado. Como lo definía perfectamente la incontenible
erección que sentía bajo mi presionada bragueta.
-Sí, estoy muy bien - respondí.
-Yo también entré en calor-, dijo, y
acomodó sus movimientos para abrazarme más.
Lo miré, divertido.
-Me siento bien - dijo - increíblemente
bien.
-¿De veras?
-Claro. ¿Y vos?
-Yo también.
-Es muy agradable estar así, arropados, en
un día como este.
Sus manos, que nunca se habían quedado
completamente quietas, ahora hacían un tímido circulo sobre mí.
-Cuando era chico iba siempre de
campamento - me dijo, como buscando en la ventana imágenes añejas - a mí no me
hacía mucha gracia, pero mis padres me obligaban a ir. Recuerdo que nos enseñaban
a conservar el calor con el contacto de la piel desnuda del otro en los climas
invernales. Si bien algunas noches de campamento eran frías, nunca tuvimos que
hacer eso. Pero es así, leí sobre eso en tratados sobre supervivencia.
Reí maliciosamente. Podía imaginar a
Eduardo pequeñito, en bolas con sus compañeritos.
-Ya te imagino con tus amiguitos de carpa, desnuditos,
y todos con los pilines paraditos.
-No seas degenerado - rió - además, yo no dormía en la
carpa de los pequeñitos. Era más grande y a veces tenía que ir con los coordinadores.
-¡Uh!, mucho peor.
-¿Pero qué decís...? - dijo con risas más sonoras.
No contesté, la risa me impedía hablar.
-Tonto - dijo con la sonrisa de oreja a oreja,
despeinándome al agitar mi cabeza con su mano. Estuvimos un rato gastándonos
bromas, hasta que nos volvimos a calmar y el clima cómplice volvió con la
lluvia de fondo, entonces dijo: - entre las risas y la pesada manta, ya entré
en calor.
-Yo también, pero no nos la quitemos.
-Sí, se siente bien.
Entonces, en lugar de apartar la manta, desabrochó
varios botones de su camisa.
-Qué... ¿vas a mostrarme como entrabas en calor cuando
eras scout?
-Tarado..., yo nunca fui scout ¡lo único que hubiera
faltado!
-No, no, si está bien... podríamos probar...
-¿Probar qué?
-Lo del calor corporal - dije, y comencé a quitarme la
camisa.
-¿Te parece?
-Claro que sí..., porque, la verdad, yo no me creo eso,
habría que ver si es cierto - dije adrede.
En realidad no sabía bien si Eduardo había descubierto
mi juego, aunque poco me importaba. La situación se estaba poniendo muy
excitante. Él me miró, un poco más serio:
-Vas a ver que es verdad.
Su tono de voz me estremeció. Terminó de desabrochar
su camisa y la deslizó hacia el sofá. Al hacerlo una buena parte de la manta
cayó al suelo.
-¡Uy!, ¡la manta!..., ¡está helado...! - dije.
Eduardo se apresuró a sostener la manta otra vez y
cuidó de envolvernos rápidamente. Nos quedamos un poco cortados sin nuestras
camisas. En lo que fue no más de unos pocos segundos, logré echar un ávido
vistazo sobre el peludo pecho de Eduardo. Un relámpago oportuno me ayudó a
captar mejor su hermosura. Dos pezones rojos y carnosos lideraban la atención
de mis ojos, mientras que la espesura de los vellos lograba un grosor
vertiginoso en dirección al ombligo semiculto por el cinturón. Cerré instintivamente
las piernas por temor a que mi erección fuera demasiado evidente. Finalmente, y
retomando el juego -medio infantil, medio adulto- Eduardo dijo no sé qué cosa
poco clara y me tomó de los brazos.
-A ver si funciona - lo desafié.
-Vas a ver que sí - murmuró sin reírse, a tiempo que
acercaba su pecho al encuentro del mío.
Hizo este gesto tan abruptamente que, sorprendido, no
atiné a ningún movimiento. Me quedé con los brazos a los costados, la risa se
me borró de la cara, y, casi sin respirar, me abandoné al calor de su cuerpo.
Entonces sentí como sus manos calientes llegaban a mi espalda mientras sus
brazos me atraían hacia él.
Nos quedamos quietos. La lluvia seguía cayendo,
constante testigo de nuestra travesura. Callado y con los ojos cerrados, me
entregué a ese placer indescriptible del abrazo de hombre.
-¿Sentís ahora? - preguntó casi sobre mi oído.
-Sí, claro..., un calor muy fuerte..., pero...
-¿Pero qué?
-Que cualquiera podría sentir un calor así al estar
envuelto en semejante manta.
Entonces Eduardo, que, evidentemente se había tomado
la broma como un reto más seriamente de lo que yo creía, tomó la manta y la dejó
caer al suelo. Sentí el frío aire que me rodeaba nuevamente. Pero de inmediato,
con un ágil reflejo, Eduardo me abrazó con fuerza, pegándose aún más contra mí.
Los vellos de su pecho, ásperos y profusos, se
imprimieron en el mío. No podía competir con él en vellosidad, pues por aquella
época todavía no tenía mucho pelo ahí.
Me dejó sin palabras, pensé. Enseguida sentí el
intenso calor. Sí, funcionaba. Sus manos quemaban en mi espalda y no dudé en
aferrarme a él retribuyendo el varonil abrazo. Comenzó a moverse, muy
sutilmente, casi sin que se notara, a fin de frotar su cuerpo levemente contra
el mío. Sentí que sus manos empezaban, con una lentitud que dejaba sin
respiración, un recorrido por toda la longitud de mi espalda. Lo imité, en
medio del silencio que ambos estábamos celebrando como un rito sagrado. Su cara quedó oculta entre mi hombro y mi cuello y su pelo
largo me rozaba la mejilla. Todo era tan sensual que entré en una especie de
éxtasis. Ahora el calor era muy fuerte.
-¿Y ahora? ¿qué me decís?
-Tenías razón - sonreí - es como estar
abrazado a un radiador...
-¿A un radiador? - dijo cómicamente
indignado - muy poético...
-¿Por qué tendría que ser poético el
comentario?
Él no contesto, sólo apartó su cara de mi
cuello y nos miramos. Vi una expresión nueva en su mirada. Me ruboricé y quise
volver a ocultarme sobre su hombro.
-Disculpame... - continué - no..., tenés
razón, es mucho mejor que abrazarse a un radiador... es como...
-¡Shhh! - me interrumpió, poniéndose el
índice sobre los labios - claro que es mucho mejor, estúpido.
El viento seguía soplando afuera, pero la
habitación parecía, mágicamente, haberse caldeado para nuestra sorpresa.
Eduardo volvió a mirarme. Seguía estando
ahí esa expresión tan única. Tragué en seco. Entonces sus manos fueron hacia su
cintura. Las seguí con la mirada, advirtiendo, casi en un mareo, que era para
desabrochar su pantalón.
-Eduardo..., ¿qué hacés?
Pero no me contestó. Su respuesta fue el
movimiento raudo y preciso para quitarse el pantalón. Se deshizo rápidamente de
él poniéndolo a un costado.
-Ahora vos - me susurró.
-Está bien - dije, obedeciendo - pero es
que...
-No tengas vergüenza.
-Un poco sí que tengo..., es natural, ¿no?
- dije, nervioso.
-No, no lo es.
-¿Por qué?
-Porque "no puede hablarse de la vergüenza
como si fuera una virtud o algo natural, es una afección pasajera, antes que
una verdadera cualidad; y se la puede definir como una especie de miedo a la
deshonra. Sus consecuencias se aproximan mucho a las que produce el temor que
asalta a la vista de un peligro. Los que se sienten con vergüenza, se ruborizan
luego; como los que tienen miedo a la muerte se ponen instantáneamente pálidos..."
-"Son dos fenómenos puramente
corporales, -continué- que son más bien caracteres de una emoción fugitiva que
un hábito o cualidad."
-¡Muy bien...! - sonrió.
-Aristóteles: Moral a Nicómaco, libro
cuarto, capítulo nueve - exclamé triunfante.
-Bravo, bravo - me abrazó.
-¿Te das cuenta, Eduardo? Amo la filosofía...
-Sí, ya veo.
-Y yo veo otra cosa - dije, mientras
bajaba mis ojos hacia el volumen abultado entre las piernas de Eduardo.
-Yo también te veo a vos - dijo arrebatado
por la visión de mi erección bajo la tela del calzoncillo.
-¿Y ahora qué hacemos con estas
realidades?
-La realidad no es tal hasta que se demuestra
lo contrario.
-¿Y eso quién lo dijo? ¡Ya sé...,
Berkeley, el de la Corriente del Idealismo Subjetivo!
-No, lo digo yo, Eduardo, ¡el de Corrientes
y Talcahuano! - rió.
Entonces me quitó el calzoncillo, y luego
hizo lo mismo con el suyo. Volvió a tomar la manta y, protegiéndome del frío,
me envolvió nuevamente con ella. Nuestros miembros estaban tiesos y bien
levantados hacia arriba.
Eduardo se incorporó un poco y me miró
tiernamente. Sus ojos estaban ahora notablemente calmos y profundos. Sin embargo,
poseían una incontenible fogosidad.
Se puso a horcajadas sobre mis muslos y
nuestros sexos enhiestos se pegaron uno al otro. Bajé la vista y me quedé
mirando la maravillosa confrontación asombrado por su enorme verga que de tan
dura llegaba a tocarle el ombligo, recta y palpitante. Su glande, apenas
descubierto, segregaba unas gotas de transparente líquido que goteaba sobre sus
negros y largos pelos y se animaba a mojar los míos. Por debajo, colgaban unas
bolas bien peludas, muy suaves y blandas. Aparté un poco mi sexo para admirar
mejor el suyo. En el ancho tronco se dibujaban unas pequeñas y azulinas venas.
Nunca había visto nada tan precioso. Eduardo era extremadamente velludo. Tener
esa imagen delante de mí, me dejaba estático y presa de una conmoción que me
ganaba.
Entonces comencé a tocarlo. Primero me
deslicé por sus brazos. Él entreabrió la boca, soltando leves suspiros. Mis
dedos peinaban su vello, recuerdo que jugué con allí un rato largo. Luego toqué
sus pezones, que respondieron poniéndose erectos y salientes. Eran de una
perfección estética absoluta, rodeado de pelos arremolinados que en todo
momento respetaban el rosado límite de cada circunferencia.
Seguí acariciando su pecho como si de eso
dependiera mi vida. Mis dedos desaparecían naufragando entre sus pelos, era
como acicalar a un pequeño oso. Luego atrapé su verga dura entre mis dos manos.
Contenida estrechamente se deslizaba en mis palmas como si estuviera
penetrándome. Le froté suavemente los huevos y él gimió sonoramente. Al verlo
tan excitado le metí un dedo en el ano, separándole los largos pelos que
invadían el esfínter. Se puso como loco. En ese momento pensé que iba a eyacular
sobre mí, pero pudo contenerse estrujándome fuertemente contra sí.
El enorme miembro, que apenas cabía en mi
mano, estaba completamente lubricado por un fluido y brillante almíbar. Se me
antojó irresistible, así que me incliné y lo atraje hacia mí. Tragué ese tronco
hasta sentir que tocaba mi garganta. Me metí sus pelotas en la boca y chupé sin
tener idea del tiempo. Sólo volví a la realidad cuando él me tomó de las axilas
y me incorporó. Al quedar frente a mí me miró afanosamente. Asimiló cada parte
de mi cuerpo, tocándome los pezones, los muslos y los brazos. En mi mente
imploraba que Eduardo diera cuenta de mi erección, que estaba al máximo y
temblando acompasadamente, para mí era imperioso sentir sus manos o lo que
fuera sobre mi sexo, pero Eduardo estaba dejando ese placer para después. Como
un paciente investigador seguía explorándome, estudiándome, acariciando ya los
lados internos de mis muslos como el hueco peludo de mis axilas.
A cada caricia, mi pija largaba un pequeño
goteo de líquido, moviéndose en el aire con tenues convulsiones. Eduardo no la
perdía de vista, sonriendo ante cada una de esas manifestaciones. Yo no daba
más, deseaba desesperadamente su ardiente contacto. Le pedí, le rogué que me
tocara. Pero él siguió sobre mi entrepierna, siguió con mis bolas, frotando y
sobando al abandonar libremente sus manos sobre tan suaves pliegues. También, y
siguiendo el perverso juego, daba pequeños tirones a mis pelos del pubis y
cuando lo hacía, mi verga se agitaba por el movimiento dejando caer al piso los
hilos de su constante fluido. Estaba maravillado con mi pubis. Siempre tuve mucha
cantidad de pelo ahí, lacio y largo. Otro tiempo infinito fue dedicado a
acariciarlos. Los rastrilló con su mano abierta y se volvió loco con el sonido
que se producía al frotarlos.
Por fin, cuando creí que iba a tener que
suplicarle de nuevo, sentí su dedo en la punta del glande, que se hinchó al
instante tensándose al mínimo contacto. Entonces comenzó a girar su dedo por
toda la extensión, por los bordes, por el fuste y alrededor del diminuto
agujerito. Todo era una deliciosa tortura, lenta y calculada, para
proporcionarme el más exquisito placer. Jugó con mi líquido y lo embadurnó por
la punta y después por todo el tronco del pene hasta la base. Pronto aplicó toda
su mano y mi verga pareció agradecer con vibrante júbilo, completamente
halagada, sus extraordinarias caricias. Lubricadas con mi propia secreción, sus
manos podían deslizarse fácilmente subiendo y bajando. Yo también alcancé su
verga y comenzamos a masturbarnos juntos.
Entonces sucedió algo que aún recuerdo con
emoción. Eduardo me tomó el rostro con sus manos haciendo que la fijeza de sus
grandes ojos eclipsaran los míos. Arqueé las cejas fuertemente conmovido. No expresó
palabra alguna, pero aún así me dijo todo cuando su boca imprimió sobre la mía
el beso más sincero que alguien me haya dado.
Volvió a subirse sobre mis muslos sin
dejar de besarme. Mi miembro, anhelante, se acomodó naturalmente y sin esfuerzo
alguno en el hueco caliente de su trasero peludo. Generosamente húmedo, tanteó
el ano y ya no quiso retroceder. Eduardo ensalivó la zona y sosteniéndose de
mis hombros comenzó a bajar con su ojete completamente dilatado. Fue metiéndose
él mismo mi propia verga con una paciencia y eficacia pasmosa. Cada pliegue,
cada concavidad, cada centímetro fue adaptándose muy lentamente a mi duro
mástil. No atiné a moverme, dejando a él todo el trabajo. Después de unos
minutos, sentí como el umbral abierto y horadado por mi pene llegaba a tocar mi
pubis. Eduardo recobró la respiración y comenzando a moverse cada vez más
rápido dejó exclamar crecientes gemidos.
Sentado sobre mí, me montaba sosteniendo
mi cabeza. Mi boca se adentró en el bosque de su pecho y fue alternando cada
pezón. Sentía todo su ser alrededor de
mi pija. Y nos movíamos tanto que comenzamos a gritar y a sudar copiosamente. Sí,
sudábamos, el frío finalmente había desaparecido. La agitación creciente marcó
cada movimiento.
No puedo precisar ahora cuánto tiempo
estuvimos unidos. Habíamos perdido toda noción temporal. Debió ser tarde porque
la oscuridad ya nos rodeaba. Casi sin poder percibir nada por la vista, los
otros sentidos parecieron desarrollarse al máximo. Entonces, y casi al unísono,
los gritos de placer fueron haciéndose largos e intensos. Mientras el ritmo de
la penetración lograba una frecuencia alocada supe, a la par de él, que en segundos
más llegaríamos a la culminación. Fue un instante íntimamente presentido, y
luego de frenar y detenerse apenas un momento, sentí el fluir sostenido de su
leche espesa y caliente al derramarse por mi pecho y abdomen. Al mismo tiempo,
y como disparada respuesta, un orgasmo intenso me hizo arquear todo el cuerpo
con un rugido que Eduardo asordinó en su boca.
Fue un final glorioso.
Lo abracé, sobre todo para evitar que se
desplomara sobre la alfombra. Entonces alcancé la manta y con un movimiento
cubrí nuestra desnudez agitada.
Sin dejar de abrazarnos y alternando
lentas caricias con besos en la superficie de los labios, fuimos acomodándonos
hasta quedar recostados en el piso. Ahora la oscuridad era casi total, invadida
débilmente por el resplandor de la calle que llegaba desde la ventana.
Aún llovía cuando volvió la electricidad. De
repente las luces nos encandilaron, crueles, como cuando, después de la función,
la sala del teatro vuelve a iluminarse para hacernos volver a la vida real, alejándonos de la ficción.
Cuando nos quedamos quietos, uno encima
del otro, la sensación de frío volvió.
-Tenemos que terminar - dije, con la voz
en su cuello, apenas susurrada.
-¿Otra vez?
-Bobo. Hablo del trabajo de filosofía...
-Ah...
-Falta la redacción y detallar la
bibliografía... - musité, mientras mis dedos seguían entreverándose en su pubis
húmedo.
-Sí..., es verdad.
-Dale.
-Dale.
-Vamos..., hay que terminarlo...
-Hum...
-¿Qué?
Eduardo levantó su mirada entrecerrada por
el resplandor de la lámpara y me dio un perezoso beso en la comisura de los
labios. Con un gesto adorable terminó de abrir los ojos:
-¿Y si lo terminamos mañana?
-¿Domingo?
-¿Por qué no?, tenemos todo el día...,
estudiemos juntos mañana...
-Bueno, perfecto. Terminamos mañana.
-Sí, mañana...
-Okey, voy a traer una estufa eléctrica
que tengo en mi cuarto.
-Ni se te ocurra.
Franco
Abril 2001
(revisado y ampliado en abril de 2019)
Relato envuelto en un halo poético, lírico. Explícito y púdico al mismo tiempo.
ResponderEliminarEvocátivo, que lo traslada a uno al recuerdo de años mozos y de descubrimientos.
Una vez más gracias por compartir
Fabrice
Fabrice,
ResponderEliminargracias!
Esto que pasa en el relato, debió haber pasado, pero no pasó.
No lo lamento, en la vida aprendemos de las oportunidades perdidas, entre otras cosas.
Me pregunto hoy, qué será de la vida de Eduardo (unos años mayor que yo, debe rondar los sesenta), que sí fue adorablemente real.
Saludos y buen jueves!
Franco, un cuentito muy gracioso y simpatico. Gracias. Me gusto' mucho de veras. Con mi amigo que fallecio hace dos meses de cancer nos encontrabamos en mi apartamento y teniamos nuestras tardes, y a veces noches de amor y despues de banarnos comiamos y entonces le llevaba a su propio apartamento al otro lado de nuestra ciudad. Le hecho muy de menos. Pobre amigo. Descansa en paz con todo mi amor. PorTonnyitalian.
ResponderEliminarFranco... tenés el poder de girar el tiempo hacia atras...llevarme a situaciones que alguna vez imaginé,... nunca por supuesto tan bien expresadas, je... también tuve en el secundario o en la facu, un Eduardo,... o varios, .. pero ... tal vez nunca haya hecho el frío necesario para vernos obligados a buscar el calor humano, o no me animée... o... que se yo... nunca llegue a pensar que quien fuese, pensaba o sentía lo mismo que yo... perdí la ocasión de encontrar al camarada amante... y creo que para mí mas importante: dar lo mejor que tuve, mis años jóvenes...
ResponderEliminarGracias por escribir tan bien...
Tony,
ResponderEliminarGracias por compartir tu recuerdo. Un abrazo fuerte.
Seba,
Tenemos la vida llena de esos "no animarse", y nos quedan las preguntas sin respuestas... "Qué hubiera pasado si..."
Pero el frío es una excusa, aunque no haga frío, siempre tendremos una razón para ese acercamiento que no se puede contener.
Gracias de nuevo Franco. Estoy seguro que no somos pocos(aunque no se atrevan a "manifestarse") los que esperamos una y otra vez tus magníficos relatos(sin desmerecer el resto de tu blog).
ResponderEliminarSaludos
Fernando
Gracias, Fernando, por manifestarte siempre, y dedicar unas palabras cada vez que aparece un relato. Me alientan mucho.
ResponderEliminarAbrazo.