El cuentito de fin de mes

- Sobre Imperios y Tumbas -
cuento

(Historias del hombre que habla con su pene - I)



                     "Todos nosotros podríamos encontrar en nuestros sueños de una noche aquello con lo que llenaríamos un año de nuestra existencia, si por la mañana mantuviéramos el recuerdo de todo cuanto hemos soñado".

Leon d’Hervey de Saint-Denys


Buenos Aires, hace unos años.

Cinco y media de la madrugada. Él despierta agitado en medio de un grito estremecedor. Mira, desorientado, la oscuridad que lo rodea. Ni siquiera sabe dónde se encuentra. Él está aterrado. Pero está en su casa, en su habitación..., después de unos segundos reacciona. Por fortuna es así, y eso lo tranquiliza. Sin embargo un susto abyecto lo recorre fríamente erizando toda su piel sudada por el miedo. A tientas manotea el interruptor en su mesa de luz. La habitación se tiñe del resplandor y con la tenue luz todo parece volver a la normalidad. Él respira. Se mece los cabellos, están húmedos. Termina de volver en sí. No recuerda en absoluto cómo era la pesadilla. Pero era de muerte. La presencia de la muerte fue tan fuerte que atravesó todos sus sentidos. Aún paladea su sabor acre. Estira la mano para alcanzar el vaso de agua, pero el temblor le hace chocar los dedos y se le vuelca. Él maldice, putea, resopla. Se queda un rato acostado, boca arriba, con su desnudez destapada porque las sábanas han caído al suelo. A él no le importa, tiene tanto calor que no necesita de ellas. Quiere volver a dormirse. Ahora está más tranquilo. Su pecho empieza a aquietarse. La sombra del contorno de sus pelos se proyecta, agigantada, hacia la pared blanca. Sí, él está más tranquilo. Pero, así y todo, no se anima a apagar la luz. Siente que estaría más solo en la oscuridad, y aunque nadie escuchó su grito piensa que, con la luz apagada, ni él mismo se escucharía si gritara nuevamente. Cierra los ojos, pero algo hace que los vuelva a abrir. No puede dormir. Él ya no volverá a dormirse.
Después de un rato se levanta pero no se viste, se mete en la ducha. La erección con la que había despertado lo acompaña hasta la bañera. Eso no es novedad, casi siempre su pene rígido llega hasta ahí y después empieza a bajarse, pero hoy esa dureza de estaca no lo abandona. Raramente, está excitado. Pero no tiene ganas de masturbarse. Nunca lo hace a la mañana. Cuando se pajea a la mañana siente que no vale la pena, el placer aún no se despierta a esa hora y sabe que las de la mañana son sus eyaculaciones más insensibles. No, no vale la pena, se dice, acariciándose la verga enhiesta.
Se enjabona, se enjuaga y se lava los dientes. Después del desayuno suele repetir el cepillado, pero falta para eso. Se envuelve en una toalla limpia y baja a la cocina. Tiene sueño, pero sabe que no va a poder dormirse de nuevo. Toma un café negro sin azúcar, cargado y humeante. Todavía no llegó el periódico, así que abre su laptop y lee las noticias. Nada distinto. Las mismas diferentes noticias de todos los días. Sigue mirando otras páginas. El correo electrónico aún no recibió los nuevos mensajes. Su Facebook también parece repetirse con las mismas idioteces de anoche tarde. Pero él se queda mirando porque sabe que es la mejor manera para que el tiempo pase más rápido. También da una ojeada a ese blog de tipos peludos que visita siempre: ¿Pelohomo? ¿Homovello?, ahí está, aunque nunca se acuerde del nombre, pero el sitio no está actualizado y esas fotos vintage ya las vio ayer.
Las siete de la mañana. Lunes. En quince minutos deberá salir para el trabajo, pero decide (¿o lo tenía decidido desde ayer?) que no irá a trabajar en el horario matutino habitual. Llamará a Graciela y le dirá que entrará después del mediodía. Él siente que necesita quedarse toda la mañana en casa. Vuelve a la cama e intenta en vano recuperar alguna de sus horas de sueño perdidas. Apenas dormita. Sin embargo la mañana se va raudamente. Al levantarse su miembro está levantado otra vez. Qué caliente estoy, piensa. No pasaron tantos días desde que cogió con Beto. ¿Y si lo llama para que venga esta noche? No, no se banca a Beto, a pesar de que tiene una tranca enloquecedora. Además el tipo no descolla como amante, así y todo, pasa; pero no, no está de ánimo para volver a ver a Beto. Ya verá qué hacer con su calentura.
Él se viste. Usa una camisa limpia, pero la misma corbata y el mismo traje azul del viernes. Toma otro café y sale con su portafolio colgando al hombro. Toma el ferrocarril Urquiza. No tiene ganas de subirse al colectivo. A esa hora, el tren está más vacío. Y a él le gusta viajar en tren. Se sienta en el asiento que da al pasillo. El vagón se va poblando de gente pero él sólo mira a los hombres. Él sigue muy caliente. Las camisas abiertas, los pelos que asoman, las mangas cortas, los bultos prominentes. Qué calor. ¿Realmente hace tanto calor o es la temperatura de su cuerpo? Todos los hombres le parecen atractivos. Se los imagina en pelotas, a cada uno. Juega mentalmente con ellos, y sostiene ilógicas e inútiles diatribas sobre cómo desnudarlos dentro de su pensamiento: claro, están los hombres fáciles y los hombres difíciles. Algunos son fáciles de desnudar, por ejemplo, aquel de allá, con esa remerita tan ajustada, sobre la que los pezones duros se perfilan tan nítidamente que la imaginación ni siquiera tiene que ponerse a trabajar demasiado. Parecería que lo mira. Pero no, en realidad es lo que él desearía. Aquel otro, con una camisa blanca que además de amoldar sus pectorales abulta también cada vello hirsuto que tiene en el pecho, también es fácil de imaginar desnudo. Pero hay otros, algunos hombres “difíciles”, que les cuesta mucho desnudar. Tal vez esos sean los más entretenidos, piensa. A fuerza de observarlos, logra quitarles la ropa finalmente, y el cerebro se le ocupa en esa actividad tan fútil como pajera. Los difíciles. Sí, esos le gustan más. ¿Tendrá que ver eso con que quizás los hombres le gustan más cuando son inalcanzables? Es en ese momento que siente la humedad en su entrepierna, y él teme que el manchón sea visible. Disimuladamente se mira, pero no, todo está en orden. ‘Ya me mojé’, le dice el pene. Oh, no, le contesta él, no me empieces a hablar ahora, al menos esperá hasta más tarde. El pene le replica: ‘entonces no estés mirando hombres tan temprano’. No es “tan” temprano. En realidad nunca es temprano ni tarde para mirar hombres, piensa. De pronto aparece un tipo, trajeado como él, llevando un portafolio en la mano y en la otra un celular del que no deja de estar pendiente. ¡Ah! ¡Dios santo!, cree haberse enamorado a primera vista. ¡Qué hermosura de hombre!, se dice. El tipo se queda parado, ahí, a un costado de la puerta del vagón. Es alto, cabello casi rubio, la cara perfectamente rasurada, manos velludas y cara de modelo internacional. Los ojos claros, a duras penas se alejan de la pantalla del aparatito. Él lo mira, desde su asiento del pasillo, y todos los demás hombres desaparecen. Su pene se estremece dentro de sus pantalones. Escucha su vocecita otra vez: ‘es éste, levantátelo y llevátelo a la cama, con ése quiero estar... quiero cogerme a ese tipito’. Entonces él habla por lo bajo con su pene y le dice que no sea tan ansioso, que las cosas no son tan fáciles como cree, ¿o es que piensa que hombres así se consiguen todos los días? ¡alguien así nunca se fijaría en mí!. Así que dejate de joder, ¡Basta, pene!, le dice, que al fin y al cabo un pene no piensa y mucho menos acostumbra charlar con su dueño. Pero su pene tiene razón. Ese hombre es hermoso. Es letal, peligroso. Podría enamorarse de un hombre así. Podría dejar todo por él. Podría matar por él. ‘¿Qué decís?’, le pregunta el pene. Nada, no me hagas caso, responde. ‘No’, insiste el pene, ‘yo creo que más bien morirías por él, pero eso es otra cosa, y obviamente no es lo mismo’. Él se ofusca: Basta, ya te dije que te calles. Además, matar o morir..., ¿cuál es la diferencia, si después de todo estamos hablando de muerte? ‘Hay diferencia, claro’, replica el pene, ‘y algún día te darás cuenta de cuál es’. No puedo creerlo, se dice él, estoy hablando con mi pene. ‘No es la primera vez’, señala su miembro. El pene se tranquiliza, pierde su vehemente energía y vuelve a dormirse. Es evidente que no le gustan las discusiones.
Él llega a la estación terminal Lacroze a las doce y cuarenta. No comió nada y la panza le exige alguna atención. Él se detiene sobre las breves escalinatas. Siempre que llega a Chacarita hay olor a pizza. Levanta la vista. Y claro: "El Imperio", donde reina la pizza desde 1947, reza el cartel que abarca toda la marquesina. Saca el celular. Graciela, vengo retrasado, en el tren venía un rubio divino y como ni siquiera me miró estoy demasiado triste como para ir a trabajar. Pero no. Sonríe. Él inventa otra historia más prudente y sobre todo menos fantasiosa para que sea, por lo menos, creíble, y avisa que llegará más tarde. Uno no puede pasar así nomás por El Imperio sin mandarse unas porciones de mozzarella, y más cuando el estómago cruje de esa manera. ¿Dos porciones serán suficientes?, estudió él. Sí, claro, pero de dorapa. Por supuesto. En El Imperio es así: la pizza tiene otro gusto cuando se come parado, de dorapa, él no sabe por qué.


-Dos porciones de mozzarella y una coca - pide.
-¿Pepsi es lo mismo?
-Sí- responde él, claro, era la contra pregunta obligada.
-¿No tiene más chico? son cuarenta y cinco pesos.
-No. Lo siento.
Sí, él tiene, pero le parece una barbaridad que hoy en día por pagar con un billete de cien te pidan cambio por ese monto. Hay que ver estos tipos.
Hace una fila breve. Se considera afortunado, la pizza apenas acaba de salir del horno cuando él llega al mostrador. El queso fundido se derrama sensualmente cayendo sobre la tabla de cortar y la lengua se le hace agua. El Imperio está concurrido. A esa hora, muchos tuvieron la misma idea que él. Hay público numeroso y de toda clase, pero de todos modos, él consigue un sitio en una de las típicas mesadas altas para comer de parado. Acomoda su portafolio en el enrejado inferior y se dispone a comer. La pizza recién hecha le sabe a manjar de dioses.
Mira a través de la amplia vidriera, hacia la avenida Corrientes. Más allá, el cementerio de la Chacarita. Es horrible esa construcción de arcadas blancas que hicieron hace poco, piensa, arruinan la noble entrada del cementerio con su columnata dórica y su majestuoso frontispicio. La arquitectura clásica siempre le ha fascinado. Pero ahora siente que la han ultrajado con uno de esos caprichos de arquitecto pretencioso que debió seguramente rendir cuentas con algún mamarracho rápido para justificar su contrato municipal. Ahora cuesta trabajo admirar la entrada neoclásica casi centenaria que, para colmo de profanaciones, han pintado de un espantoso color coral ya desde hace años.
De pronto, él escucha de nuevo a su pene: ‘¿Y no vamos a ir a los baños?’ No, no vamos a ir. La era de las teteras es época pasada para mí. Además los baños de El Imperio son una inmundicia, dice él. El pene se entusiasma dentro de los calzoncillos. ‘Justamente, el ambiente sórdido es lo más cachondeante, ah..., "los baños de El Imperio"..., ¿te acordás?’, murmura el pene con nostalgia. Claro que recuerdo. Allí hicimos nuestra primera tetera. Qué épocas. No, ya no es cómo antes, le dice cariñoso a su miembro que recordando se había emocionado un poco. ‘Ah, recuerdo tan bien lo que sentí entonces’, dice su pene. Y él, sonriendo: Eh, no te agrandés..., que la memoria la tengo en otro sitio del cuerpo. ‘¡Ah!’, dice el pene cambiando el tono de voz, ‘hablando de agrandarme..., mirá eso’. ¿Dónde?, pregunta él mirando en todas direcciones. ‘¡Enfrente tuyo, boludo!’
Aparece, como de la nada, y está frente a él. Del otro lado de la mesa alta, casi chocando cara contra cara, hay un hombre joven. El tipo tendrá unos treinta años y una apariencia que jamás pasaría desapercibida para él. Es alguien común, pero que a la vez posee un aura única, completamente extraordinaria. Va vestido con un atuendo raro, es un overol de trabajo, ¿por qué es raro?, debe ser porque la tela está limpia, pulcra y no hay vestigio de manchas, piensa él. El color de esa ropa es incierto, no podría encasillarlo en ningún tono que él conozca. La cremallera está abierta hasta poco antes del ombligo. Por la abertura generosa el hombre expone una piel blanca cubierta de frondosos y estratégicos pelos negros. La vellosidad desborda el overol y escapa caprichosa hacia afuera emergiendo de debajo de la tela desde sitios de ensueño. Los pelos trepan alcanzando el cuello, un lugar verdaderamente inquietante. Él piensa que los cuellos de los hombres son en realidad una suerte de portal, o más bien una carretera para labios que invitan, inevitablemente, a ser transitada sólo en dirección descendente. Pero esa piel tiene algo, piensa, no sabe bien qué es, despide un brillo notable como si tuviera luz propia, tal vez es por el reflejo del sol que entra desde la avenida Lacroze; tiene una blancura inusitada y seguramente será una seda al tacto. Él se anima a subir los ojos y para su sorpresa se encuentra con los del hombre que lo está mirando fijamente. No sonríe pero es como si lo estuviera haciendo. ¿No sonríe? ¿Cómo puede ser, si él lo ve sonriendo? Él se desconcierta un poco, pero enseguida se da cuenta de que son los ojos los que le sonríen, o algo más interno. Él se deja fascinar. El hombre, aparentemente, ya había terminado de comer. ¿Cuándo pasó eso que no me di cuenta?, piensa él. Se miran. No dejan de mirarse. Él cavila entonces que será prudente llamar nuevamente a Graciela para decirle que va a llegar más tarde de lo "más tarde" que ya le había anunciado, sí, porque, definitivamente, está pensando seriamente en irse a la cama con ese adonis. En fin, que no es precisamente un adonis, se dice, porque no es alguien bello, definitivamente, a veces no es la belleza necesariamente lo que termina por atraer irresistiblemente a un hombre, o por lo menos, no a él, sino que se trata de otra cosa. Igualmente, a él no le atraen los adonis.
El hombre se inclina un poco, bajando la vista, y él ve como, disimuladamente, se baja un poco más la cremallera. Avista entonces un camino de pelos que promete visiones todavía más vertiginosas..., descubre sus pezones, aun semiocultos ante las furtivas ojeadas. Y... la sonrisa. El hombre, ahora sí, definitivamente, le brinda una leve y tenue sonrisa. Él contiene la respiración, y un vaho intenso de excitación lo tambalea en su propio sitio. Se da cuenta de que es la señal que necesitaba. Mira a su alrededor algo avergonzado, pero descubre que nadie les lleva el apunte. Todo el mundo es ajeno a esa secreta seducción que se está llevando a cabo. Pero es más que una seducción, ya no cabe duda de que es una invitación. El hombre, sin preocuparse por disimulo alguno, se inclina más hacia adelante, sin dejar de mirarlo con intención. A juzgar por su desvergüenza, se diría que están los dos solos en la pizzería. Él espía, abandona su cerebro y sus sentidos dejándolos al borde de ese abismo abierto ante él. Los ojos se extravían en la abertura alucinante de la cremallera baja, allí donde los pelos descienden, escandalosos e impúdicos y se meten bajo lo poco que ya cubre el overol. El hombre no lleva ropa interior. La fronda del pubis es tupida y negra. Él ladea la mirada de soslayo, temeroso otra vez de que la gente lo haya visto y que venga un policía y los mande a la división moralidad por comportamiento obsceno en un sitio público. ¿Existe todavía la división moralidad, o eso era algo de cuando estaban los militares? Él no lo sabe, pero, de todos modos, lo importante es que ninguna persona da cuenta de la escena ni de lo que está pasando entre ellos. La gente nunca se da cuenta de nada, piensa él.


El hombre, aún con la cremallera baja, respira profundo y exhala el aire hacia él, que toma su aliento como una brisa venida del paraíso. Al mirarlo a la cara, vuelve a toparse con esos ojos fascinantes. La fijeza impacta en él como una descarga eléctrica que va a repercutir directamente sobre su erección oculta. El pene no le dice palabra alguna, su propio estado es mucho más elocuente.
Alguien interrumpe su quietud extática y él se sobresalta.
-Disculpe, ¿no va a comer más? -
Es el empleado que limpia las mesas.
-No - dice él, turbado y sorprendido por el tono monocorde de esa voz.
En el plato todavía queda una porción por la mitad, pero él ya no piensa comer, no pizza. El muchacho levanta los trastos y repasa la mesada con un trapo de dudosa pulcritud. Cuando él alza nuevamente la vista, el hombre del overol indecoroso ya no está allí. Alarmado, busca por toda la pizzería. ¿Pero adónde fue? Debe estar en los baños, esperándome, piensa él. ‘No’, interrumpe el pene, ‘está ahí’. Él agita la cabeza como para acallar todas sus voces internas y busca al tipo del overol. Por fortuna, lo ve parado en la puerta, listo para salir. El hombre se da vuelta y lo mira fijamente. Pone sus manos en los bolsillos y, sin otro gesto significativo, sale hacia la avenida Corrientes. Él, apenas da abasto con sus pies y lo sigue rápidamente. El hombre cruza la avenida sin esperar el semáforo ni mirar a los lados y sigue caminando tranquilamente en dirección al cementerio. Pero él no puede cruzar porque el tránsito se activa en ese momento y si cruza la calle lo más probable es que también vaya a parar al cementerio pero por otras razones. Impaciente, espera en la esquina detenido por el flujo de los automóviles y colectivos sin perder ni un segundo de vista a su hombre que sigue caminando naturalmente. Está allí, se queda un instante en el umbral del portón de hierro, esperando. ¿Al cementerio? Él tiene como un dejá vu: los baños del cementerio, al final de la avenida principal, ahí se hacían unas fiestas tremendas. ‘Ya lo creo’ aclara el pene, intentando contener su estado de semi dureza, ‘¿no te acordás que hace años un tipo nos hizo señas y lo seguimos hasta los baños del subsuelo? no, no te acordás…, yo no sé por qué hay ciertas cosas que terminás borrando de tu memoria’. Habría que preguntarle a ella, ¿no?. ‘No sé, es bien sabido que te tocó una memoria bien selectiva’. Bueno, responde él, a veces me pasa con ciertas cosas. ‘¿Como lo de la carpintería cuando teníamos quince años?’, interpela el pene.
-¡Basta, te callás!- grita él en voz alta.
Un transeúnte se gira ante el grito, y él se da cuenta de que está hablando en voz alta.
‘Está bien, está bien’, dice el pene metiéndose un poco más adentro del calzoncillo. Me distraés, le dice él, inquieto porque el semáforo no se digna a cambiar de luz, no quiero perder de vista al tipo, diciendo esa frase con un pequeño hilo de pensamiento.
Por fin se enciende la luz verde y él puede cruzar Corrientes. Cuando el hombre lo ve, ya en la vereda de enfrente, sigue su camino y entra en el cementerio. Ahora él se adelanta y lo sigue de cerca. El hombre camina tranquilamente por la avenida bordeada de mausoleos y árboles añejos.




Es otra ciudad. Una alucinante y quieta ciudad. Con esas viejas criptas que parecen casas, de rancias fachadas, algunas sencillas, otras señoriales y fastuosas, con sus calles, diagonales, aceras, carteles que señalizan cada arteria por las que se ven más y más bóvedas y monumentos hasta que la vista se pierde. Es lógica esa sensación de inmensidad, son noventa y cinco las hectáreas que hacen de este cementerio el más grande de la ciudad, de aquella anterior ciudad -la de los vivos- que quedó detrás de la reja de hierro. El ruido de esa ciudad muta a una paz y quietud que inmediatamente serena su agitación. Es como un barrio tranquilo, pacífico y arbolado, podría vivir en un barrio así, piensa, pero se ríe de su propia idea, no sería vida vivir aquí. ‘Aunque evidentemente’, vuelve a interrumpir el pene, que dentro del pantalón ya estaba un poco exaltado, ‘hay bastante acción en este vecindario’, dice, cuando él ve salir gente del baño de hombres.
El hombre del overol sigue caminando por la avenida, es evidente que todo le es familiar y cada tanto levanta la mano y saluda a otros empleados que trabajan ahí. Él comprende ahora, el hombre seguramente es uno de los cuidadores del cementerio. Los otros trabajadores también van con un overol parecido al suyo, sin embargo, ninguno de ellos le devuelve el saludo, ni siquiera lo miran. Entonces el tipo acelera el paso. Él, detrás, apresura su marcha, pero, al cabo de varias calles, lo pierde de vista. Seguramente dobló por alguna de esas callejuelas que parecen de laberinto. Algunas son muy angostas y apenas entra una persona, otras son bien amplias, incluso tienen una calzada adoquinada por donde pueden circular los automóviles. De tanto en tanto, las callecitas desembocan en grandes avenidas o plazas secas donde se erigen enormes panteones o monumentos de todo tipo. A esa altura él se siente perdido entre las bóvedas. Se detiene en una esquina después de pasar el sepulcro de Carlos Gardel donde por un momento queda desorientado, y, por fin, lo vuelve a ver. ¡Qué bien! Siente como si el alma le viniera nuevamente al cuerpo. Con la cantidad de almas que habrá rondando por aquí, piensa, espero que el alma que volvió a mi cuerpo sea la mía. -Gracias a Dios lo encontré de nuevo- dice en un murmuro. El hombre, como si lo hubiese escuchado, lo mira un segundo y sin hacerle señas desaparece tras la esquina. Él corre con prisa. Dobla por la misma intersección pero no lo ve. Lo pierde otra vez. ¿Dónde está? Sigue caminando en la misma dirección hasta que ve uno de los carritos de los cuidadores estacionado frente a una cripta con las puertas abiertas. En el carrito hay escobas, cubos, trapos, distintos envases con limpiadores, paños de lustrar, toda una parafernalia perfectamente ordenada. Él mira hacia todas direcciones. Nada. El hombre debe haber entrado ahí, no puede haber ido a otra parte. Esto es nuevo para él. De todas sus andanzas jamás había pasado por una semejante. Podría haberlo alcanzado para invitarlo a su casa, o llevarlo a un hotel, pero, aparentemente, la cosa iba a ser en el cementerio. Muy bien. Entonces lo macabro de la situación se desdibuja frente a la morbosidad excitante con que se perfila la aventura. Será entre las tumbas entonces, de acuerdo. Él busca en derredor una última vez, pero nada. Ni un alma. Ni de vivos, ni de muertos.


Familia Lehar, ostenta el mármol sobre la entrada de la bóveda. El apellido le recuerda a “Die lustige Witwe”, e incluso tararea mentalmente una melodía de la opereta.
Se sonríe y mira. Es una bóveda antigua pero está muy cuidada. Se asoma cuidadosamente a través de la puerta entreabierta.
No hay nadie.
La cripta tiene, como todas, un breve altar de mármol de Carrara sobre dos ataúdes apilados y visibles, seguramente de los fundadores de la familia, cubiertos con finos encajes. Sobre el altar, custodiado por dos candelabros plateados, un crucifijo grande. Se ven placas recordatorias, velas nuevas, y retratos de los difuntos. Hay un jarrón con flores frescas, todo brilla, perfectamente pulido y limpio: los herrajes, las manijas de los cajones y la baranda dorada de la escalera que desciende bajo tierra, es evidente que la familia estará al día con el pago de los cuidadores. Justo sobre el primer peldaño él advierte el envase de un líquido pulidor de metales y el paño manchado de negro. El hombre del overol tiene estar aquí, se dice, estoy seguro. Echa otra rápida ojeada hacia el exterior cerciorándose de que nadie lo vea y decide bajar por la pequeña escalinata. La luz, filtrada desde el exterior por grandes ojivas con vidrios de colores, ilumina todo el hierático sitio. El solemne silencio, algo opresivo, se interrumpe a mitad del descenso: un fuerte ruido de goznes y el golpe de un portazo lo paraliza y le eriza la piel. Mira hacia la entrada. El viento ha cerrado la puerta. Es raro, se diría que no hay viento. No sé si esto es una buena idea, se dice tragando en seco. ‘En cambio a mí me parece fascinante’, dice el pene, preparando su erección. Joder, ¿qué hago aquí?, se pregunta, pero sigue bajando lentamente, haciéndole caso a su pene (como otras tantas veces) que le asegura que el hombre lo está esperando abajo. Más vale que tengas razón, le dice. ‘Nunca me mueve la razón’, le contesta el pene, ‘vos sabés que siempre obro irracionalmente, sin pensar’. Él se agacha en la mitad de la escalera para vislumbrar alguna señal de vida allí abajo. ¿Una señal de vida en lo profundo de una cripta? debo estar loco, piensa, sonriendo mentalmente. Pero el pene estaba en lo cierto ¡sí, hay vida ahí abajo!: apoyándose sobre una de las lápidas, una central apartada de las otras, ve al hombre de El Imperio ¡completamente desnudo!.
Él apenas puede respirar.
La imagen es de lo más bizarra, sí, debe admitirlo, pero extraordinariamente excitante. ¿Quién lo diría? no todos los días se tiene una aventura sexual con un cuidador de criptas. ‘No veo qué es lo raro después de todo’, dice el pene, ‘si nosotros hemos tenido sexo en la oficina tantas veces, no veo por qué este señor no pueda hacer lo mismo en su lugar de trabajo.’
Sosteniéndose aún de la baranda de bronce, él se queda mirando a su hombre desnudo. Es de una hermosura pictórica. Es un sueño. El cuerpo sin ropa, perfecto y definido, irradia un fulgor especial, acentuado por lo asombroso de la situación. El vello lo recubre por completo, acentuando los lugares más deseables: pezones, axilas, ombligo, pubis y sus largas extremidades. Sobre el pecho, los pelos se abren hacia arriba, formando una suerte de ave negra con las alas extendidas que tocan los hombros y base del cuello. Él mira el centro exquisito de su hombre. Una oscurísima mata de pelos rodea la quieta verga en reposo.


El hombre espera.
Toda su actitud es de paciente espera.
Y ahora está listo. Está pronto a la acción.
No se dicen una sola palabra.
El hombre desnudo, que no ha dejado de mirarlo nunca, insinúa un gesto con las cejas y él, responde sin dudarlo. Entonces deja su portafolio sobre el último escalón de la escalera y de inmediato desanuda su corbata. Se quita el saco y se afloja el cinturón. Va despojándose rápidamente de su ropa mientras el miembro del hombre acapara toda su atención. Mientras él se desnuda, mira como esa verga se va levantando rápidamente con movimientos latentes y continuos. Él se quita la camisa dejando ver su pecho velludo. La frescura del lugar acaricia su cuerpo caliente. Parece sentir como un alivio. Los pezones se le endurecen excitados por el cambio de temperatura pero aún más por las delicias que se presienten. Ya el falo del hombre apunta hacia el bajo techo abovedado. Se ha agrandado tanto que duplica dos o tres veces su tamaño. Es grueso, de considerable longitud y tiene una textura impactante llena de venas y pliegues. Ahora los dos están desnudos. Frente a frente, callados y quietos, se estudian mutuamente. La sensual contemplación los va preparando para su primer contacto. Él toca levemente su propia erección y comprueba que está en el esplendor de su rigidez más absoluta. Su glande está resbaloso, descubierto y completamente lubricado. Abocado a su trabajo, su pene está callado, si le hablara él no escucharía. Va hacia el hombre dando lentos y pequeños pasos sobre las pulcras baldosas. No sólo el hombre desnudo ante él lo lleva a las más altas cúspides de su excitación, sino que el sitio donde se encuentra, tan extraño como impensado, lo sume en un profundo estado de éxtasis sensorial. Está en el último lugar del planeta donde se hubiera imaginado tener sexo, pero eso no le importa, es más: le gusta.
El hombre le extiende una mano y le dice: ‘Pensé que no llegarías nunca’.
Es la primera vez que escucha su voz. El sonido retumba raro y grave entre los severos sepulcros. Pero él no puede responder, sólo atina a estirar el brazo al encuentro de su mano. El hombre aún está sentado sobre la lápida, una blanca e imponente lápida que se distingue sobre las que están en los varios nichos laterales. Desnudo y erecto, con una expresión que invita a todo, sonríe de una manera cautivadora y cándida.
Sin pensarlo, él se abalanza torpemente sobre el hombre. ‘Despacio’, le dice el hombre, ‘tenemos todo el tiempo del mundo’. Él se avergüenza por haber sido tan impulsivo y lentamente lo va abrazando. De inmediato, así unidos, una sensación de completa dicha compartida parece inundarlo todo. Él se aferra al cuerpo desnudo del hombre sintiendo todos los deliciosos accidentes sobre su propia piel. Sus ojos se entrecierran y va sintiendo que todo en derredor se disuelve, como si, después de todo, ese fuera el mejor lugar del mundo para tener sexo. No importa nada. Y menos cuando el hombre comienza a besarlo en el cuello.


Empiezan a abandonarse uno al otro al recostarse sobre la lápida de mármol. Sobre la superficie alcanza a leer “ADOLFO LEHAR”. No puede evitar fijarse en la fecha: 1934-1967. Lejos de intimidarse todo su ser parece excitarse más aún con la loca y casi sombría travesura de usar como cama el lugar en el que reposa ese Adolfo que ninguno de los dos ha conocido. Se pregunta si Adolfo Lehar los estará observando desde algún lugar no terrenal, un poco sugestionado mira hacia arriba, a los costados, pero allí no hay nadie más que ellos mismos. Sin embargo de a ratos siente que todos los Lehar están ahí, mirándolos.


El hombre sigue besándolo. Y sus besos van bajando lentamente. Su boca recibe así los durísimos pezones y se detiene ahí. La lengua caliente va cometiendo indecibles jugarretas y los angelicales labios alternan con infernales dientes que sabiamente dan leves toques de interrumpidos mordiscos, dulces caricias intensas con puntos de dolor van enloqueciendo a su dueño en incontenibles espasmos de placer. Sentados frente a frente las piernas se entrelazan, y acompasadamente, los miembros erectos se golpean entre sí mezclando sus fluidos transparentes. El hombre sigue descendiendo y es claro que es el amo de la acción. Con un suave empujón echa a su amante hacia atrás para que quede recostado boca arriba. Ahora puede dar rienda suelta a su apetito voraz. Porque cada recorrido de su lengua es voraz, sí, pero a la vez está hecho con profunda calma y firmeza. Su lengua se desliza hábil por el velludo pecho y el recorrido deja humedecidos los pelos, que brillan a la luz, tiñéndose de los colores destilados por los vitraux. Él no da crédito a tanto placer. Su verga está tan dura que apenas oscila, bañada en su propio líquido. Finalmente el hombre llega a su destino y abriendo la boca desmesuradamente atrapa el gran falo hasta hacerlo desaparecer. El tiempo parece detenerse y ese subir y bajar de la gran mamada ejerce una acción hipnótica donde cada movimiento trasunta placer ilimitado. Varias veces él está a punto de eyacular pero el experto chupador conoce sabiamente el momento exacto, aunque se trate de una fracción de segundo en el que debe interrumpir la hambrienta estimulación. Mientras tanto, las manos no se quedan quietas. Exploran de arriba abajo cada rincón de piel desafiando, al ir y venir, el sentido del crecimiento del vello en las zonas más peludas. Ese rastrillaje produce un ruido excitante que los mármoles y las paredes amplifican claramente.


Él lo detiene, tal vez creyendo que con eso evitará sucumbir de placer, y también porque quiere exigir su turno de saborear el cuerpo de su hombre. Entonces piensa que ejercerá ahora su momento de dirigir toda la acción, pero no, el cuidador sigue comandando todo, sutilmente le toma la cabeza y la va dirigiendo donde más le place. Él se deja llevar, no puede oponer resistencia alguna. Hunde su cara en el velludo torso e inspecciona oralmente cada centímetro de piel. Se mueve repetidamente hacia los hombros, axilas, pezones y ombligo. El silencio sepulcral se corta por el leve ruido de su boca, los chasquidos de sus labios, y los suaves gemidos de su hombre.
Después de tu tiempo incalculable, éste se da vuelta y queda en cuatro patas, ofreciendo en entrega total su trasero abierto y peludo. Él parece enloquecer ante esa visión. Con sus manos ayuda a las manos del hombre a abrirse bien las nalgas. Se deja caer en ese oscuro hoyo bordeado de selva negra. La sensación es indescriptible. Nunca probó algo tan suave, una textura tan elástica y flexible. El ano, rojo y ardiente, parece disolverse blandamente al paso de su lengua ávida. El sabor es delicioso. Acerca sus dedos a los bordes, ya dilatados, y los abre más aún. Con un movimiento inesperado, el hombre se inclina y atrapa con su boca la dura verga que tiene bajo suyo. Él se retuerce de gozo. Las dos bocas, ocupadas en un trabajo continuo y lento, dejan escapar líquidos sonidos. El hombre baja aún más, como si fuera a ensartarse en el duro palo, pero imprevistamente un cambio de posición deviene en otra cosa. No, el hombre no busca el falo que abandona amorosamente sino la entrada de su amante. ‘Así’, dice el hombre, mientras lo acomoda dulcemente bajo su cuerpo. Él respira hondo, loco de excitación, se abre de piernas y se deja penetrar. El hombre, fuera de sí mismo, como transfigurado, entra en su culo sin el menor esfuerzo. Todo el interior de él vibra con intensidad.
Él se arquea.
Él desfallece.
Él cree morir.
Él queda inmerso en un gozo nuevo y nunca antes probado. Siente esa verga dura entrando hasta su base como si desde allí surgieran olas de pura conmoción. Inmediatamente los movimientos, lentísimos al comienzo, van tomando un ritmo cada vez más estable y continuo. Sin desunirse van probando distintas posturas buscando entre los dos los variables puntos donde cada uno pueda deleitarse mejor. Finalmente quedan frente a frente. El hombre está sobre él. Nunca dejó de penetrarlo. Y él mira a través de sus ojos profundos. Siguen siendo cautivantes. Siguen sonriéndole.


Llegado a ese punto, entre las imparables caricias, besos y el continuo movimiento de sus pelvis, él ya ha olvidado esa necesidad primera de poseer a su hombre. Su pene, erecto al máximo, no parece reprocharle nada, está feliz de estar próximo al orgasmo. Sí, el estímulo que necesita viene desde el interior del ano. Sabe que en unos minutos, sin que lo toquen siquiera, no podrá retener más su leche espesa. Siente el poder inmenso que tiene esa penetración. No soportaría interrumpirla. Él quiere más, él quiere ser poseído hasta el final.
Poco a poco va dejando su capacidad pensante, abandonado sólo a sus indecibles emociones.
Entonces sucede. El placer irrumpe. El hombre, en vez de acelerar los movimientos de su pelvis, aminora la marcha. Cada embate se ralentiza. Las estocadas se transforman en caricias lentas. Lentísimas. El placer no cesa. El placer se prolonga sin definir su tiempo final. El ritmo casi estático de ambos cuerpos controla ese orgasmo interminable.
Entonces el clímax llega.
El pico máximo de delicia por fin se hace visible. Él mira su pene, mientras éste estalla en una expulsión larga y abundante. Él parece perder la razón. Abandona su cabeza dejándola caer sobre el blanco mármol, exhalando un sonido definitivo y agudo mientras su semen sigue brotando. A la vez siente que dentro suyo una simiente caliente lo inunda.
Se abrazan, se funden en un beso.
Dejan que los últimos temblores expriman sus blancos jugos y comprenden que la ola finalmente llega a la costa para desaparecer en un último aliento.
Él sostiene a su hombre entre sus brazos. Y se quedan así un tiempo, ¿cuánto tiempo?, no lo sabrán nunca, incluso quedan así después de que sus respiraciones vuelven a su ritmo habitual. Los pequeños besos, las imperceptibles caricias de sus dedos, siguen ahí, fundiendo lo que pasó con el tiempo real que recién entonces parece hacerse presente.
No dicen nada. 
No hay sonidos en el recinto, salvo el eco pequeñísimo de sus labios y yemas.
‘Es tiempo, tengo que irme y cerrar’, dice el hombre.
Él, al escuchar el sonido de la voz del hombre, se sobresalta un poco. Se incorpora y busca con los ojos su reloj. Se da cuenta que no lo lleva consigo. Se levanta, lentamente, como despertando de un letargo, y va hacia donde dejó su ropa. El hombre lo mira, sentándose sobre la lápida y abrazándose las rodillas con sus largos brazos velludos. Su sexo, aún agrandado y bañado en semen se puede ver entre las piernas, apoyado sobre las mórbidas bolas que descansan sobre la superficie del mármol.
Él busca su celular. Cuando intenta encenderlo para mirar la hora ve que la batería se ha descargado totalmente. Algo preocupado mira al hombre que ahora viene hacia él. Tiene que irse, tendría que estar ya en su oficina. Busca su camisa pero el hombre ya la tiene en sus manos y le ayuda a ponérsela. Le sonríe. En su rostro tiene una expresión de calma y satisfacción. Él quiere quedarse. Él quiere estar con ese hombre, saber más de él, invitarlo a su casa, quiere dejarle su teléfono.
Mientras se pone los pantalones le pregunta su nombre, y mientras el hombre se lo dice, él encuentra su reloj. No puede creer lo que ve: 16:40. ‘El cementerio cierra a las cinco, será mejor que te vayas’, le dice el hombre, ya sin la sonrisa en los labios. Mientras él se pone el saco intenta pensar con calma aunque todo esté sucediendo con premura y agitación. No lo piensa dos veces, escribe su número de teléfono en un papel para dárselo al cuidador. ‘¡Rápido!’, le dice el hombre, alcanzándole el portafolio. Él lo besa. Sus ojos se encuentran deteniéndose un instante. ‘¡Rápido!’, insiste el cuidador. Él se acomoda la ropa asombrándose de que el hombre aún sigue desnudo. No puede perder más tiempo. Sale como ráfaga escaleras arriba mientras el cuidador lo sigue con la mirada. Las puertas de la cripta están nuevamente abiertas de par en par. Sale tan intempestivamente que se lleva el carrito de la limpieza por delante tirando unos cepillos al suelo. A paso firme intenta alcanzar la avenida principal pero está un poco desorientado. Finalmente reconoce la estatua de Gardel y se ubica. Se acomoda la banda del portafolio sobre el hombro y sale a la avenida principal del cementerio.
Ya no hay persona alguna allí.
Cuando mete la mano en su bolsillo descubre con sorpresa que el papelito donde había anotado su celular sigue allí. Se detiene en seco y vuelve de inmediato sobre sus pasos, necesita darle al hombre su número. Mira la hora: 16:49. Busca la bóveda de los Lehar, milagrosamente da con ella enseguida. El carrito de la limpieza sigue allí pero la cripta está cerrada con candado. Mira a través de la puerta vidriada, el interior se ve más oscuro ahora, no parece tan limpio, los bronces no están tan relucientes, las flores han desaparecido.
Nadie.
En ese momento, uno de los cuidadores aparece a unos metros. Se acerca y toma el carrito entre sus manos.
-Señor, el cementerio cierra en unos minutos. Diríjase a la salida, por favor. – le dice el tipo.
-Disculpe ¿no vio a un cuidador que se llama…? – él intenta recordar el nombre pero no puede. Se maldice a sí mismo por haberlo olvidado.
-¿Quién, señor? – pregunta, levantando los cepillos del piso y poniéndolos en la parte de abajo del carro.
-Un hombre de unos treinta años, encargado de esta bóveda: Familia Lehar.
-¿Lehar? – pregunta extrañado el cuidador, mirando de reojo el sepulcro – Hace tiempo que esta bóveda no tiene cuidador. Está cerrada ¿ve?, ellos tienen la llave.
-No puede ser, si hace un momento…
-Por favor, tenga la amabilidad de ir a la salida, señor.
El cuidador rápidamente sigue su camino empujando su carrito y encontrándose con otros compañeros que caminan hacia la salida. Lo miran. Entre ellos comentan algo. Mueven la cabeza y sonríen con sorna. Él se avergüenza y se encamina presuroso hacia la salida.
Cuando llega a la oficina ya no se le ocurren demasiadas excusas. Pero no le importa. Su mente está llena aún de las sensaciones vividas, es imposible pensar en otra cosa. No puede quitarse de la cabeza al cuidador del cementerio. Y lo peor es que no puede recordar su nombre. ¿Cómo hará entonces para preguntar por él en las oficinas del cementerio? ¿Cómo ubicarlo? Lo único que podrá hacer es buscarlo entre las calles de la gran necrópolis hasta encontrarse con él de nuevo. Iría a la cripta de los Lehar hasta que finalmente lo encontrara. Es lo único que se le ocurre.
No quiere perderlo.
Quiere verlo otra vez.
Esa noche, aún excitado por las imágenes que se agolpan en su cabeza de su impensado encuentro con el hombre del overol, sigue dando vueltas en la cama mucho después de que ha apagado la luz. Él repasa mentalmente cada escena vivida con el cuidador del cementerio hasta llegar al momento en que le pregunta cómo se llama. La mente: en blanco. Por más que se esfuerza, no consigue recordar. El nombre…, su nombre…
Toca su sexo. Está duro y húmedo. Indaga una respuesta. Esta vez el pene no le habla. Mudo completamente, sólo quiere que lo tome entre sus dedos, quiere más placer. No, le dice, ahí te quedarás, castigado. Si no me vas a ayudar a recordar su nombre ni pienses que te voy a pajear. El enhiesto miembro se agita un poco, escupe unas gotas, pero sigue sin responder, orgulloso.
Finalmente el sueño lo vence. Pero no es un sueño reparador, parece todo lo contrario, como si dormir lo mantuviese en un estado de alerta extraña. Pero duerme después de todo. Está profundamente dormido, sin embargo. Un sueño lo invade y él se agita entre las sábanas.
De pronto, algo en el sueño hace que despierte. Lo hace violentamente, sentándose de un solo golpe. Desmesurados, sus ojos se abren, su respiración se corta y en la punta de la lengua se estanca un nombre. ¡El nombre del hombre del cementerio! Trastabillando se levanta de la cama, bañado de sudor, y entonces puede pronunciar el nombre al recobrar el aliento: -¡Adolfo!.


Franco, setiembre de 2021.

Comentarios

  1. Hermoso cuento, como siempre... Tus palabras han revivido a mi "amigo" hasta ponerse tan duro como en la Historia... Reconfortante es la lectura de un escrito tan valioso de sensaciones, si vamos al caso todos estamos de "caza", yo en lo personal no he ido a Chacarita, pueden mas mis prejuicios a pesar de las historias que leído del lugar....
    Gracias Franco nuevamente por deleitarme con tu escritura fabulosa.... La extrañaba.
    Ed50

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    1. Gracias por tus palabras, Ed50. Que tu "amigo" se haya despertado hasta ponerse bien duro, es todo un verdadero halago para cualquier relator ¿qué más se puede pedir?. Un gran saludo!

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  2. Bellísimo cuento Franco. He tenido la sensación de haber hecho ese recorrido con el protagonista. En un principio pensé que por más que buscara a ese hombre en el cementerio, jamás lo encontraría.
    Ha sido un momento entretenido y exitante para mi....el relato atrapa, se vive.

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    1. Me complace mucho que te haya gustado, gracias!
      Por más que la sensación haya sido de no encontrar nunca a ese hombre..., eso no iba a pasar. Él siempre ha estado allí... 🤨

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  3. Muy bonito para Halloween :-)
    ¡Saludos de Alemania!

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  4. Fascinante como todos tus cuentos. Me atrevo pensar que esa no fue la última vez que nuestro amigo disfruto tan excitante encuentro con Afolfo.

    Entre la vida y la muerte hay un línea muy fina, y tú con esa genial imaginación, nos hiciste cruzarla magistralmente.

    Soy otro que sentí como mi "amigo luchaba por salirse de la bragueta.

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