Cuentito de fin de mes
"Textos profanados" (*)
El bandido y el extranjero
Hallándome en Andalucía a
principios de Otoño de 1830, hice una excursión bastante larga para esclarecer,
en mi carácter de arqueólogo, las dudas que aún quedaban sobre el sitio
memorable en que, por última vez, jugó Cesar su postrera carta contra los
campeones de la república. Quería evidenciar de una vez por todas, el error de
muchos geógrafos que establecían erróneamente el lugar donde se había librado
la batalla de Munda. Según mis conjeturas después de recoger datos en la excelente
biblioteca del duque de Osuna, pensaba yo que era en las cercanías de Montilla
donde habría de buscar ese sitio célebre.
Después de contratar en Córdoba
un guía y dos caballos, me fui al campo con los “Comentarios” de César y
algunas camisas por todo equipaje. Cierto día, errando por la meseta de
Cachena, destrozado de fatiga, muerto de sed y abrasado por un sol de plomo,
renegaba con toda mi alma de César y los hijos de Pompeyo cuando, bastante
lejos del sendero que seguía, vi una verde pradera salpicada de juncos y cañas;
todo ello revelaba la proximidad de algún manantial. Al acercarme vi, en
efecto, que la presunta pradera era una ciénaga en la que se perdía un
arroyuelo procedente, según parecía, de un angosto desfiladero formado por dos
altos contrafuertes de la sierra de Cabra. Deduje que remontándolo hallaría
agua más fresca, menos sanguijuelas y menos ranas, y, quizá un poco de sombra
entre las rocas; a la entrada del desfiladero relinchó mi caballo, y al momento
otro caballo que yo no veía le contestó. Un centenar de pasos más allá, al
ensancharse de repente el desfiladero, me dejó ver una planicie natural,
perfectamente sombreada por la altura de los escarpados que lo rodeaban.
Imposible encontrar un lugar que ofreciera al viajero un descanso más
agradable. Al pie de unas rocas brotaba el manantial a borbotones y caía en una
represa alfombrada de una arena blanca como la nieve. Cinco o seis encinas
verdes perennemente resguardadas del viento y refrescadas por el manantial se
alzaban en sus orillas y lo cubrían con tupida sombra.
El guía me hizo una seña en
dirección a la hierba fresca que rodeaba el manantial. Entonces me di cuenta de
que no me pertenecía el honor de haber descubierto tan hermoso lugar, pues
cuando me asomé bien, vi a un hombre descansando que, sin duda, dormía. Estaba
completamente desnudo, pues seguramente, agobiado por el sol del camino, se
habría dado un buen chapuzón en las claras aguas. Despertado por el ruido de
los relinchos, se levantó y miró en dirección hacia donde nosotros estábamos.
Era un mocetón de regular
estatura, pero de aspecto robusto y de mirada sombría y altanera. Su semblante,
quizá en otros tiempos hermoso, habíase vuelto por la acción del sol más oscuro
que sus cabellos rubios. Sin embargo, el resto de su cuerpo era más blanco, y
solo se oscurecía en aquellos sitios donde profuso vello adornaba sus partes
más secretas. Su pecho elevado y como en constante posición de defensa, ofreciome
a la vista el perfecto elogio de la anatomía masculina: redondeados pectorales,
definidas formas, oscuras tetillas y el marco robusto que le hacían sus dos
brazos velludos. Tan aguerrido como su talante, seguía la virilidad que se
dejaba ver entre sus piernas sin bochorno alguno. En ese vértice sobre los que
mis ojos no resistieron posarse, los pelos eran mucho más negros y aprovechaban
toda la amplitud del pubis para desarrollarse en formas caprichosas y
abundantes. En medio de ese boscaje, su miembro infundía cierta provocación,
grande y colgante, pero de seguro capaz de levantarse en guerra ante la más
mínima “amenaza”.
El hombre tenía una mano en su
cabalgadura y con la otra empuñaba un trabuco de cobre. Debo confesar que eso
me inquietó un poco, pero yo ya no creía en bandidos, a fuerza de oír hablar de
ellos y no encontrármelos nunca. Además – decía yo para mis adentros – ¿qué
haría este hombre con mis camisas y mis “Comentarios” de César?. Saludé al
hombre desnudo y armado con el trabuco con una familiar inclinación de cabeza y
le pregunté sonriendo si había turbado su sueño. Sin contestar me miró de
arriba a abajo; tras lo cual, y al parecer satisfecho, observó con la misma
atención a mi
Guía, que llegaba en aquel
momento. Vi a éste palidecer y detenerse con muestras de terror evidente. Mal
encuentro – me dije –. Mas la prudencia me aconsejó en el acto no demostrar
ninguna inquietud; eché pie a tierra, ordené al guía me desbridara los caballos
y arrodillándome junto al manantial zambullí mi cabeza y mis manos, bebiendo un
gran trago.
Observé a mi guía y a mi
desconocido; el primero se aproximaba a regañadientes; el otro, tan desnudo
como había venido al mundo, siguió un momento alerta, pero, sin embargo, no
parecía tener malos designios contra nosotros, porque ahora había soltado de
nuevo su caballo y bajado el cañón del trabuco. Al parecer, ir en el traje de
Adán, no avergonzaba de manera alguna a nuestro hombre, moviéndose tan
naturalmente como si estuviera vestido.
No creyendo necesario tomar a
pecho la poca atención que parecía haberle causado mi persona, me abrí la
camisa dejando mi torso libre, me tendí sobre la hierba y con aire desenvuelto
pregunté al hombre del trabuco si tenía un mechero, a la vez que sacaba mi
petaca. Él, siempre silencioso, registró un bolsillo en la montura, sacó su
mechero y se apresuró a darme lumbre. Evidentemente se humanizaba, porque se
sentó frente a mí, sin dejar su arma. Encendido mi cigarro, elegí el mejor de
aquellos que me quedaban y le pregunté si fumaba.
-Sí, señor – respondió.
Eran las primeras palabras que
dejaba oír y noté que no pronunciaba la “s” a la manera andaluza, de lo cual
deduje que sería un viajero también, aunque menos arqueólogo que yo, por
cierto.
Inclinó ligeramente la cabeza y
encendió su cigarro en el mío. Al tenerlo tan cerca no pude evitar mirar
nuevamente su zona más masculina. El miembro parecía pesado ya que se inclinaba
y movía respondiendo a cada movimiento de su cuerpo. El bello aparato se
ensanchaba más en la punta, y la suavidad de su prepucio, acapullaba tersamente
un glande que por su dimensión se marcaba francamente a través de la piel. Sus
testículos, sombreados y oscurecidos por largos vellos, aparecían de vez en
cuando, como muestra definitiva de una hombría apabullante. Dio las gracias con
otra inclinación y después se puso a fumar demostrando una gran fruición.
-¡Ah! – exclamó aspirando
lentamente la primera bocanada de humo por la boca y narices –¡Cuánto tiempo
hacía que no había fumado!
En España, un cigarro ofrecido y
aceptado establece relaciones de hospitalidad, como en Oriente compartir el pan
y la sal. Es así que entablamos una conversación, compartí con él un poco de
jamón que llevaba en mis alforjas, y noté que el hombre se iba mostrando más
comunicativo a cada momento. Se recostó despreocupadamente, abriéndose de
piernas y llevando una mano a su nuca, para poder sostener con ella su cabeza.
Los músculos de su brazo se marcaban más aún en esta postura, a tiempo que la
oscuridad del matorral en sus axilas, me inquietaba de una manera particular. Bajé
la vista y percibí como su sexo dormido reposaba sobre el colchón mullido de
sus abundantes pelos, apuntando primorosamente hacia su ombligo. Al parecer su
prepucio se había descorrido un poco, y como si me estuviera mirando, su glande
asomaba apenas, mostrándome su pequeño ojito.
Seguimos charlando, y antes de
que me hubiese dado cuenta de una seña que me hizo mi guía, había dicho yo que
me encontraba camino de la venta del Cuervo.
-Mala posada para una persona
como usted, caballero… Yo voy allí también y si me permite que le acompañe,
caminaremos juntos.
-Con mucho gusto – dije. El
hombre se vistió y yo le observé mientras montaba mi caballo. Ocultó entonces
sus amplias espaldas y su blanquísimo trasero enfundándose en un atuendo algo
gastado pero lleno de elegante dignidad. El guía, que sostenía mi estribo, me
hizo otra vez la seña con los ojos. Le respondí encogiéndome de hombros como
para asegurarle que estaba perfectamente tranquilo, y nos pusimos en camino.
Las señas misteriosas del guía,
su inquietud, así como algunas palabras que se le habían escapado al
desconocido, habían ya formado mi opinión sobre la personalidad de mi compañero
de viaje. No dudé de que se trataba de un contrabandista, o, quizá, de un
ladrón; pero ¿qué me importaba? Conocía bastante el carácter español para estar
seguro de que no tenía nada que temer de un hombre que había comido y fumado
conmigo. Por otra parte, me alegraba saber que era un bandido, no se los ve
todos los días y hay cierto encanto en encontrarse junto a un ser peligroso,
sobre todo si le hallamos tranquilo y amansado.
Había por entonces en Andalucía
un célebre bandido llamado José Navarro, cuyas hazañas andaban de boca en boca.
¿Estaré yo al lado de Navarro?, pensaba.
Intencionalmente, y a pesar de
los guiños del guía, conté todas las historias que sabía del héroe, todas
ensalzándole, y expresaba altamente mi admiración por su bravura y generosidad.
-José Navarro no es más que un
bribón – dijo fríamente el desconocido.
¿Es que se hace justicia, o dice
esto en exceso de modestia?, me dije mentalmente, porque a fuerza de observar a
mi compañero había llegado a aplicarle el calificativo de José, que había leído
en los edictos de muchas villas andaluzas. Sí, es él, seguro…: pelo rubio, ojos
azules, boca grande, hermosa dentadura, manos pequeñas, camisa fina, una
chaqueta de terciopelo con botones de plata, polainas de cuero blancas, un
caballo bayo… ¡No cabía duda!
Llegamos a la venta. Era tal como
él me la había descrito, es decir, una de las más miserables que había
encontrado en mi vida. Un aposento grande servía de cocina, de comedor y de
dormitorio. Sobre una piedra llana encendíase el fuego en medio de la
habitación, y por un agujero practicado en el techo salía el humo, o más bien
se paraba, formando una nube a algunos pies sobre el piso. A lo largo de la
pared veíanse extendidas en el suelo cinco o seis viejas mantas de mulas: eran
las camas de los viajeros.
Más allá de la casa había una
especie de cobertizo que servía de cuadra. En la estancia no había por el
momento más que un par de personas, y una vieja y una muchacha de unos diez
años, vestidas con harapos. Viendo a mi compañero, la vieja dejó escapar una
exclamación de sorpresa:
-¡Ah, señor don José!
Don José frunció el seño y levantó
una mano con un gesto autoritario. Me volví hacia mi guía y con una seña le
hice entender que no tenía nada que descubrirme a propósito del hombre con
quien iba a pasar la noche. La cena fue mejor de lo que yo esperaba: un gallo
viejo rehogado con aceite, y, finalmente, gazpacho. Pero el vino de Montilla
estaba delicioso.
Cuando terminamos de comer, viendo
una guitarra colgada en la pared – como en cualquier sitio en España – pregunté
a la niña que nos servía si sabía tocar.
-No – respondió – pero don José
toca muy bien.
-Sea usted amable – le dije – y
toque alguna cosa. Me gusta con pasión vuestra música.
-Yo no puedo negar nada a un
señor tan amable, que me obsequia con excelentes cigarros – exclamó don José
con aire de buen humor y mirada seductora.
Tomó la guitarra y cantó
acompañándose. Su voz era dura, pero agradable; la música, melancólica y
extraña. En cuanto a la letra, no comprendí una sola palabra. Pero mientras lo
escuchaba atentamente, como también las pocas personas que estábamos allí, no podía
apartar la vista de su rostro amarilleado por el claror del fuego. Ciertamente
no daba impresión alguna de ser un mal hombre. Y desde ese momento, sentí por
él una atracción que me instaba a maravillarme con sus ademanes, expresiones y
las más mínimas inflexiones de su miraba, que parecían acompañar exactamente
aquello que don José decía en cada frase cantada.
Don José terminó su canto,
quedando un rato pensativo y absorto, a tiempo que me miraba con una profunda
seriedad. Me quedé un tiempo largo suspendido en esa mirada, hasta que atiné a
decir:
-Si no me equivoco, no es un aire
español lo que acaba usted de cantar. Se parece a los zorcicos que he oído en
las provincias vascas, y la letra debe ser vascuence.
-Sí – respondió con aire sombrío.
Dejó la guitarra en el suelo, y cruzado de brazos, púsose a contemplar el fuego
que se apagaba, con expresión singular de tristeza. Traté de reanudar la
conversación, pero tan absorto estaba él en sus pensamientos, que no me
respondió. Sólo levantó la cabeza y otra vez me miró con una intensidad
indescriptible, incluso, creí intuir en esa fijeza, cierta expresión como
interrogando algo. ¿Pero qué?
La vieja y la niña, así como los
pocos huéspedes, se habían retirado a dormir. Entonces el guía se levantó
invitándome a seguirle, pero ante esas palabras, don José le preguntó en tono
brusco adónde iba.
-A la cuadra – respondió el guía.
-¿A qué? Los caballos tienen
pienso. Acuéstate aquí, el señor te lo permitirá.
-Temo que el caballo del señor
esté enfermo. Quisiera que el señor lo viese.
Era indudable que el guía quería
hablarme reservadamente. Pero no entraba en mis cálculos dar sospechas a don
José. Respondí al guía que no entendía nada de caballos y que tenía ganas de
dormir. Don José le siguió a la cuadra, de donde al poco rato volvió solo. Me
dijo que el caballo no tenía nada, pero que mi guía tenía en tanto aprecio un
animal tan precioso que lo frotaba con su chaqueta para provocar la
transpiración y que pensaba pasar la noche en esa grata ocupación. Entretanto,
me había yo tendido entre las mantas de mulas, envuelto en mi abrigo para no
tocarlas. Después de haberme pedido perdón por la libertad que se tomaba al
ponerse cerca de mí, don José se acostó delante de la puerta, no sin haber
cargado antes el trabuco, que tuvo bien cuidado de poner bajo la alforja que le
servía de almohada. Cinco minutos después de habernos dado mutuamente las
buenas noches, estábamos profundamente dormidos.
Pero las chinches me despertaron
con molestas picaduras, así que al rato salí de la casa sin despertar a don
José. Afuera había un banco de madera y me acomodé lo mejor posible para pasar
allí la noche.
-¿Dónde está? – me preguntó el
guía sobresaltándome.
-En la venta, durmiendo, no tiene
miedo a las chinches. Pero ¿adónde lleva usted el caballo? – me dí cuenta de
que el guía, había envuelto los cascos con restos de una vieja manta para no
hacer ruido.
-Hable más bajo, por Dios – me
dijo el guía – ¿No sabe usted quién es ese hombre? Es José Navarro, el más
famoso bandido de Andalucía. Me he pasado todo el día haciéndole a usted señas,
y usted no ha querido entender.
-Bandido o no, ¿qué importa?, no
nos ha robado, y seguramente no tiene intención de hacerlo.
-Sea en buena hora. Pero ofrecen
doscientos ducados a quien lo entregue. Sé de un puesto de lanceros a legua y
media de aquí, y antes del amanecer, traeré a unos cuantos mocetones fornidos.
-¡Vaya usted al cuerno! ¿Qué mal
os ha hecho este pobre hombre para denunciarlo?
-Pero es él. Hace poco me siguió
a la cuadra y me dijo: “Tú pareces conocerme, si llegas a decirle a ese señor
quién soy, te salto la tapa de los huesos”. Usted quédese, él no sospecha de
usted, y estará a salvo. Yo soy un pobre diablo, y doscientos ducados no son
para despreciarlos. Estoy bastante comprometido como para retroceder. Usted
salga del paso como pueda.
Fue lo último que dijo. Metió
espuelas y en la oscuridad pronto le perdí de vista. Yo estaba indignado contra
mi guía y ligeramente inquieto. Después de un minuto de reflexión, decidí
entrar en la venta y avisar a don José. Tuve que sacudirlo violentamente para
despertarlo. Nunca olvidaré su mirada arisca y el movimiento que hizo en busca
de su trabuco. Después, me miró, y su expresión se dulcificó por completo. Por
un instante nos miramos a los ojos, y esa mirada – otra vez – fue como una
búsqueda que sondeaba nuestros más profundos y secretos sentimientos.
-Señor – le dije – le pido perdón
por despertarle, pero tengo que hacerle una pregunta un tanto necia: ¿le agradaría a usted ver llegar aquí
a unos cuantos lanceros?
Se puso en pie de un salto, y con
voz terrible me preguntó:
-¿Quién se lo ha dicho a usted?
-Poco importa de dónde viene el
aviso con tal de que sea bueno.
-Su guía me ha traicionado, pero
me las pagará. ¿Dónde está?
-No lo sé. En la cuadra, supongo…
alguien me lo ha dicho. Pero, sin gastar más saliva… ¿Tiene usted o no motivos
para no esperar a los soldados? Si los tiene, no pierda el tiempo; en caso
contrario, buenas noches, y le pido perdón por haber interrumpido su sueño.
-¡Ah, su guía!, ¡Su guía! Ya
desde el principio había desconfiado de él… pero… ¡Ya le ajustaré las
cuentas!.... adiós caballero. Dios le pague el servicio que le debo. No soy tan
malo como usted cree… Adiós, señor… no tengo más que un pesar, y es… no poder
corresponder su favor.
Don José me miró de una manera
inquietante, como si sintiera desconsuelo por separarnos tan imprevistamente. También
yo sentí fastidio por no seguir juntos nuestro camino. Don José no había hecho
más que atraparme con su temperamento y en ese momento lamentaba mucho perderlo
de vista. Cómo él no decía palabra, me apresuré a exclamar:
-En pago del servicio que le he
hecho, prométame, don José, no sospechar de nadie, y menos soñar con la
venganza. Tome unos cigarrillos para el camino. ¡Buen viaje!
Le tendí la mano. Él se me quedó
mirando, y entonces, con un movimiento brusco, exclamó:
-¡Venga conmigo! – dijo,
poniéndome una mano en el hombro.
-¿Qué? – yo me había quedado
estupefacto.
-Pronto, venga conmigo. Cuando
vengan los lanceros, le será difícil demostrar a usted que no es amigo mío.
Todos aquí lo han visto llegar a mi lado, ¿cómo explicará usted que no tiene
nada que ver con este bandido?
-Pero, don José, yo…
-¡Sálvese, y venga conmigo! –
insistió, empujándome hacia afuera en dirección a la cuadra.
-Mis cosas, mis libros, mi
caballo…
-¡No hay tiempo para eso!, la
vieja cuidará de sus cosas y su caballo, he hecho esto antes y ella sabe lo que
tiene que hacer en estos casos, cuanto más pronto salgamos de aquí, más ventaja
sacaremos a los lanceros.
Don José montó rápidamente su
bayo y me tendió una mano para que subiera. Le obedecí, y en ese momento no
pensé en nada más.
-¿Porqué hace esto, don José?
-Tal vez necesite demostrarle que
soy un hombre de principios, pese a todo. Usted ya sabe quien soy, sin embargo,
me está salvando de la horca – contestó - ¡Vamos!, después podrá volver
tranquilamente a buscar su caballo. La gente aquí sabe olvidar pronto, y su
ausencia lo salva de los lanceros, que nunca sabrán quien es usted. Ellos
vienen por mí.
Salimos a todo galope envueltos
en la más encubridora oscuridad. Yo tenía tal excitación, que no daba crédito a
lo que estaba viviendo. Detrás de mí, en la misma montura, don José aferraba
las riendas con diestra seguridad, y con sus fuertes brazos me rodeaba vigorosamente.
Sentí su pecho estrecharse firmemente sobre mi espalda y por un momento me
regodeé de saberme en una aventura sin
par. Me sentí tan fugitivo como él, sin opción ni elección alguna, pero
agradecía al sino, por otra parte, haberme obligado a seguirle hasta esas
consecuencias. “Un arqueólogo nunca pasa por estas vicisitudes – pensé, dando
rienda suelta a mi oculto espíritu aventurero – esto es verdaderamente
increíble”.
No tenía idea de cuánto habríamos
andado, pero sí, después de varias horas, me caía de cansancio. Entonces, don
José se detuvo en un lugar que parecía conocer perfectamente. Había un
promontorio rocoso entre varios espinillos, el sitio parecía salido de un
cuento de hechizos con lúgubres personajes.
-¿Dónde estamos? – pregunté.
-Aquí descansaremos. Es un lugar
muy solitario, lejos del camino real, al que nadie osa acercarse – dijo bajando
del caballo – apéese, caballero, aquí podremos dormir lo suficiente como para
reponernos, y esperar también el momento en el que podamos volver a la venta
cuando los lanceros se hayan ido.
Sólo clareaba la luz de la luna,
aunque la oscuridad parecía reinar infinitamente. El aire corría frío y
susurraba como un tenue lamento entre las rocas escarpadas. Un paraje de
horror, pero que en compañía de ese hombre, resultaba interesante y no exento
de feérico atractivo. Don José por fin eligió un lugar reparado y sacó dos
mantas de su alforja. Tendió una en el único sitio donde la hierba crecía y me
dijo:
-Venga usted, recuéstese aquí.
Obedecí, frotándome las manos.
-¿Tiene frío, señor? – me
preguntó.
-Un poco – mentí, ya que estaba aterido,
pero no quería demostrar ni el más leve síntoma de debilidad ante él.
Don José se recostó en la manta y
me tendió la mano:
-Entonces no le importará a usted
venir a mi lado – me invitó. Me recosté junto a él, muy complacido, y con la
otra manta cubrió nuestros cuerpos.
Nos quedamos en silencio. En
seguida, la respiración pesada de mi compañero me indicó que estaba sumido en
profundo sueño. Contemplé su rostro. Un gesto de bravío alerta no abandonaba su
rictus, a pesar de estar dormir pesadamente. Descubrí un resto de inocencia en
sus facciones, algo de ángel y de niño aún quedaba en su expresión. Miré hacia el negro cielo. Me pregunté si había
tenido razón para salvar de la horca a un ladrón o quizá a un criminal, y esto
solamente porque había comido con él jamón y un desabrido pollo. Aunque, claro,
bien sabía yo que no era sólo por eso. A estas alturas, sentía por don José un
aprecio e interés crecientes y nada me causaba más placer que su compañía. Le
admiraba, todo en él me parecía interesante a mi sensibilidad. Era un forajido,
pensé, pero también ese hombre daba suficientes muestras de un tormento
interior que me infundía un instinto de piedad, de honda conmiseración, y hasta
de cierta ternura. Pero seguía debatiéndome: ¿No había yo traicionado a mi
guía, que sostenía la causa de las leyes? ¿No le había expuesto a la venganza
de un canalla? Quizá la situación delicada en que yo me encontraba, no podía
escapar sin remordimiento. Fluctuaba en estos pesares cuando finalmente me fui
quedando dormido.
No había clareado demasiado,
cuando me desperté algo sobresaltado. Nada había cambiado, sólo la luz de la
alborada, pálida y azulina. Don José se hallaba a mi lado, pero ahora sus
brazos me habían rodeado como si estuviera aferrándose a su almohada más mullida.
Pero lejos de molestarme, sentí en esa actitud – seguramente inconsciente de su
parte – algo maravillosamente protector y dichoso. Ya no tenía frío, todo lo
contrario, experimentaba un calor intenso, el cuerpo de mi compañero me
transmitía todo su calor, por lo que tuve que apartar la raída manta. Fue
cuando sentí un galope a lo lejos.
Inmediatamente, don José despertó
sobresaltado y sin dejar de abrazarme, echó mano de su trabuco.
-¿Qué es ese rumor? – murmuré en
la voz más baja que me fue posible fabricar.
-Tranquilo… – me dijo, y se
encaramó unos metros para otear qué sucedía entre la escasa claridad. Le seguí
hasta donde estaba, pues me moría de curiosidad por saber si deberíamos morir
pronto, o se trataba de una falsa alarma. Ocultos tras las rocas, solo
estábamos asomados lo suficiente como para echar un vistazo. Pudimos distinguir
una media docena de lanceros que cabalgaban a lo lejos. Al darse cuenta, don
José me aferró con ruda firmeza y me estrechó fuertemente hacia él, sin dejar
de apuntar con su trabuco a los jinetes. Los dos permanecimos quietos y
contuvimos el aliento. En ese trance, percibí una comunión muy personal con mi curtido
compañero. A pesar de saberle valeroso, en ese momento sentí como temblaba su
cuerpo. Yo también temblaba, y ese intenso temblor fue algo que compartimos muy
íntimamente hasta que los lanceros se fueron perdiendo de vista.
Miré a don José y él me devolvió
la mirada con sus impresionantes ojos azules. Ahora ambos
seguíamos temblando, pero era una
vibración distinta, especial, nueva a mis sentidos.
-¿Tiembla usted? – le pregunté. Y
luego, avergonzado por lo que había querido indagar, quise retractarme –
Perdone usted, perdóneme.
-Amigo mío – me dijo - ¿qué es lo
que me sucede con usted?
Le miré extrañado, mientras
descendíamos a tierra nuevamente. Él no había dejado su trabuco, ni había
quitado su brazo alrededor de mis hombros.
-Don José: ¿qué es lo que
atormenta su alma?
-Por ella, por una gitana más
bella que la misma Virgen, soy desertor, contrabandista, por ella me he
abandonado a la perdición, por ella algún día cometeré la locura final.
-¿Le ama usted?
-¿Qué es el amor, señor?, ¿cuándo
se da uno cuenta de que ama y es amado?, ¿cómo se sabe cuando se está ante las puertas
mismas del paraíso, o a punto de caer en el infierno? ¿Amarla?, no creo que
hasta este momento haya conocido el amor.
-¡Hasta este momento, dice usted!
-Sí, señor.
-El amor puede salvarlo.
-¡Usted me ha salvado! – me dijo
con la mirada más sincera que le había visto, mientras su rostro se acercaba
más al mío.
Me quedé sorprendido y conmovido
por la intensidad de su sentir. Don José dejó su arma en el piso, y me atrajo a
sí cuidando la delicadeza de cada uno de sus movimientos. Entonces repitió:
-Usted, señor, me ha salvado.
Créame que nadie antes había hecho eso por mí. Si no hubiera sido por usted, en
este momento estaría muerto.
-Como yo, usted también ha
recorrido mucho camino, don José, nunca sabemos cuándo nos toparemos con el que
nos quiere bien.
-Tampoco yo podía saber que el
amor puede salirnos al paso en cualquier instante. Lo que es curioso, señor, es
que puede aparecérsenos bajo naturalezas nunca antes pensadas.
Me acerqué más a él, como para
hacerle entender mi total conformidad. En ese momento no podía estar más de
acuerdo con sus palabras. Como si esa sutil cercanía mía hubiera sido un
permiso, don José extendió su mano y tocó con ella mi mejilla. Sus ojos, su
expresión, dulcificaron de inmediato al hombre rudo, al violento, al forajido,
al condenado, que, desesperado, no tenía otra necesidad en el mundo que la de
recibir finalmente el verdadero y esperado amor.
-¿Qué intenta usted decirme, don
José?
-Que le amo a usted – dijo
resueltamente.
Me quedé tan sorprendido como
emocionado, mirando a ese hombre que me hablaba con el corazón en la mano. Le
devolví la caricia. Nuestras manos estaban ásperas y sucias, pero tales durezas
se transformaban en sedas dulcísimas bajo nuestro sentir. Reconocí su aliento al
chocar con el mío. Nuestras bocas se abrían sedientas una frente a otra.
-Don José…
-Amigo mío…
Fueron las últimas palabras antes
de fundirnos en un beso lento y tenue, en el cual nuestras bocas se encontraron
e indagaron por primera vez la textura masculina. Mis labios sintieron, desconcertados,
el áspero contacto contra su barba crecida en dos días, pero en tal
desconcierto no había displacer alguno. En seguida, acogí en mi boca la punta
de una lengua caliente y húmeda, que se hizo ancha y blanda e hizo que la mía
respondiera a recibirlo al instante. Ese beso fue una revelación para mí. Ahora
sabía porqué estaba ahí con ese hombre, y porqué le había seguido hasta ese
páramo desde ese encuentro en el manantial. Recordándole desnudo y reposando en
la hierba, un vendaval de sensaciones hostigó mi cuerpo, mi alma y mi mente. Sus
brazos me aprisionaron, cerrándose en torno a mi torso. El cielo estaba más
claro y pronto saldría el sol. Él se echó un poco hacia atrás para volver a
contemplarme, y no dijo nada, pero yo le entendí. Supo él que de mi parte no
tendría ningún obstáculo para hacer lo que íbamos a hacer. Supo que yo también
le amaba. Una maravillosa y mutua sonrisa nos unió en nuestro común deseo. Don
José llevó sus manos a las solapas de mi chaqueta y suavemente me la abrió para
ir quitándomela por encima de mis hombros. Luego siguieron mi camisa y el resto
de mi ropa. Sentí un poco de vergüenza por quedar totalmente desnudo ante él,
pues sus ojos me devoraron ávidos y curiosos. Mi primer reflejo fue querer
cubrirme con las manos, pero este gesto me pareció desleal cuando yo ya le había
visto a él en toda su desnudez.
Me volvió a besar, pero esta vez
la pasión empezó a dar sus rastros de desencadenamiento. Fue un beso más
violento y revelador de las pasiones sobre las que sólo puede regir un hispano
de pura casta. Sus manos descendieron desde mis hombros en busca de zonas más
privadas. Yo, que hasta ese día, no era realmente un experto en lides amorosas
de ningún tipo, sentí pudor cuando su mano invadió el límite de mi pelvis. Mi
sexo estaba aterido, pequeño y tímido, escondido entre la mata velluda de mi
pubis, y amparado por la mullida bolsa de mis testículos. Don José se topó
contra la piel tierna de mi pene, y enseguida la albergó entre sus dedos.
Recorrió así mis genitales de una manera tan amorosa que eché por tierra
cualquier vestigio de timidez que conservaba hasta el momento. Nuestras bocas,
unidas, seguían luchando entre sí, y nuestras lenguas emulaban cualquier
batalla librada anteriormente, fueran huestes imperiales o no.
Quité torpemente su camisa,
dejando su pecho libre, y él rápidamente se deshizo del resto de su ropa. Su
altiva desnudez fue recorrida por mis manos mucho antes de poder hacerlo ahora
con mis ojos. Toqué cada ángulo de su cuerpo y recordaba nuevamente la visión
que había tenido de su desnudez el día anterior, en el manantial. Esto disparó
mi más intensa excitación, y no noté lo duro que se había puesto mi falo hasta
un nuevo contacto con la mano de don José, que registró con un gemido hondo el
cambio dimensional de mi virilidad. Mi erección taladró su palma y se anidó en
esa cálida cueva muy a gusto. Él me exploró suavemente, descorriendo mi
prepucio, palpando mi húmedo y diminuto orificio, descorriendo la mata de mis
pelos ensortijados, y blandiendo mis testículos. Cuando finalmente mi mano
llegó a su miembro, mi asombro fue formidable. Un ariete duro como una lanza
saludó mi sensible tacto y yo apenas pude sostener un aparato tan descomunal.
Percibí su resbalosa humedad y su vibrante calor. Quise ver esa erección con
mis propios ojos, entonces escapé por un momento de su beso abrasador, abrí
finalmente mis ojos y bajé la vista buscando su entrepierna. Realmente era una
verga enorme, había crecido a punto de duplicar – o más – sus medidas en
reposo. Su rigidez le alzaba enhiesto y vigoroso en rectitud ascendente. Metí
mano en sus pelotas, las cuales pendían pesadamente entre la firmeza de sus
muslos abiertos. Al acariciar esa tersa y velluda piel, no pude menos que
lanzar una dulce e involuntaria exclamación, que don José asordinó finalmente
entre sus labios.
Pero fue en ese momento que
volvimos a oír un nuevo tumulto de caballos. Agitados y sin poder contener
nuestra respiración, nos miramos sorprendidos. Subí al promontorio desnudo como
estaba para ver que sucedía, mientras don José me seguía armado con su trabuco.
Nos apostamos en una saliente para espiar bien escondidos. Yo me aferraba a las
rocas superiores y don José asiéndose a mis hombros, quedó detrás de mí. Él
apuntaba apoyado en su trabuco tan estrechamente unido a mí, que podía sentir
su erección contra mi trasero. Volviendo sobre sus pasos, pero mucho más lejos
que antes, el grupo de lanceros iba a todo galope, sin sospechar que los
estábamos escudriñando. Don José me abrazaba desde atrás con una mano y con la
otra estaba presto a disparar si la oportunidad lo hubiese requerido. Pero su
otra arma, dura como hierro en medio de mis nalgas, se preparaba también para
entrar en acción. Su hombría se deslizaba por toda la longitud de mi culo,
frotándose en él anhelante y suplicante. Con mis manos sostuve mis dos nalgas y
las abrí para facilitar el paso de tan persistente visitante. La punta del pene
de don José, quedó exactamente situada frente a las mismas puertas de mi
caliente ano. Su dureza y tamaño eran atemorizantes, por cierto, pero mi deseo
cada vez más incontenible era mayor que cualquier miedo o vacilación. Don José
me fue penetrando lentamente, lo hacía magistralmente, tomando mucho recaudo en
que cualquier movimiento brusco o en falso pudiera hacerme daño, por lo cual
era evidente que mi compañero ponía todo su amor en esa acción. Esto me
conmovió sobremanera, tanto que mi respuesta fue retroceder abriéndome y
entregándome a tal punto de soportar estoicamente el dolor que sentía al
meterme esa viga contundente. No sé cómo logré conseguirlo, pero tanta era mi
descontrolada exaltación, que con total ardor me terminé de ensartar en el
rígido miembro de mi amigo, lanzando un grito contundente; y entonces no pude
dar crédito de que semejante vergajo se hubiera metido por completo, hasta las
bolas, en el interior de mi dilatado y caliente hueco. Su sexo hacía presión en
mis entrañas, y esto hizo que comenzara a cambiárseme el sufrimiento por un
placer interno lleno de vibraciones y espasmos indecibles. Mi verga, dura como
un mástil, apenas se movía a pesar de mis agitaciones, tal era su rigidez. Don
José la tomó por la base y fuertemente asida, comenzó a estimularla con
sacudidas oscilantes. Entre los dos, hacíamos de nuestra unión, un mutuo sismo
de movimientos.
Los lanceros se perdían en el
horizonte, pero don José aún tenía su mirada clavada en ellos; sin embargo,
esto no le impedía continuar su acción amatoria, que mantenía con acelerados
movimientos de su pelvis. Dejó a un lado el trabuco y llevó esa mano libre
hacia mis pezones. Los endureció al instante con sus caricias, pellizcos y
torceduras, jugando a la vez con el vello circundante. Conocía el límite
perfecto en donde imprimir el placer más embriagador justo cuando el dolor se
manifestaba como insoportable. Ese dolor nunca llegaba a padecerse, y más bien,
al reemplazarlo inmediatamente con las caricias más tiernas del mundo,
terminaba yo por desear desesperadamente ese ausente tormento para mis
tetillas. Enloquecido por tanto gozo, yo me retorcía apoyado aún sobre las
duras rocas, a tiempo que la boca de don José, besaba, lamía y se restregaba
entre mi nuca y mis hombros.
Don José me dio una pequeña
tregua: sacó su estilete de mi carne hambrienta y ambos nos volvimos a recostar
sobre la manta. Allí me apoyó sobre la espalda y levantó mis piernas hasta
hacerlas descansar sobre sus hombros. Tenía así vía libre para su palo
latiente, ya que mi culo, completamente a su merced, humedecido, abierto e
implorante, quedaba a la altura de su zona más deliciosa. Me metió su verga una
vez más, arremetiendo contra mí como un caballo salvaje, jadeando y sudando de
la manera más apasionada, a tiempo que con cada aproximación, juntábamos
nuevamente nuestras bocas sedientas.
Una nueva pausa se impuso en la
batalla, y, agitados, quedamos recostados por un rato uno en brazos del otro.
Luego me ayudó a incorporarme y me puse de rodillas frente a él. Mi hombría se
irguió al instante, completamente dura en su curva ascendente. Don José contempló
su codiciada presa y me lanzó una sonrisa pícara al decirme:
-Me perdonará usted, señor, pero
nada me gustaría más que tragarme ahora lo que tengo ante mi vista.
-Usted me ha puesto así, mi
amigo, ahora responda ante esta realidad como más le plazca.
Y acercando su boca abierta
engulló mi verga de un solo movimiento hasta que su nariz quedó hundida entre
mis vellos púbicos. ¿Era posible tanto deleite? ¿Tanto apetito tenía de mí ese
hermoso bandido? Después de unos minutos de no haberme prodigado más que
placeres exquisitos, con mi pene aún entre sus labios, me dijo:
-¿No quiere usted probar también?
– dijo tomando su erecto carajo entre sus dedos, y haciendo un movimiento, me
invitó a girarme de tal modo que mi cara quedara frente a su pubis. Abrí mucho
la boca como para contener en mis fauces ese bocado inmenso. Así, cada uno
comía y era comido, en una posición amatoria sublime que nunca antes había
pensado concebir.
Don José sació apasionadamente su
apetito devorador, después de un rato considerable dejó mis genitales libres y
reemplazó su boca con las manos, masturbándome primero con un ritmo lento, y
después, acelerando el bombeo para que mi orgasmo al llegar, fuera la cúspide
de mi complacencia. Grité, aullé y gemí entre espasmos ardientes. Finalmente,
toqué el cielo cuando convulsionadamente empezaron a saltarme los primeros
chorros de esperma. Don José tragó de nuevo mi verga, por lo que el fruto
intacto de mi pasión fue a derramarse directamente sobre su garganta. Al hacer
esto, de inmediato sentí que don José estaba próximo a su placer supremo, yo
también aceleré los movimientos de mi mano, y pronto vi, en un trance casi
extático, como gruesos ríos de semen surgían a borbotones de su violáceo
glande. Quise también beber ese licor delicioso, y acerqué mi lengua sedienta a
los jugos de mi amigo. Tanto él como yo, limpiamos a fuerza de lamidas nuestras
eyaculaciones, sin dejar rastro alguno de lo que habíamos evacuado.
Don José me abrazó tiernamente.
Lo hizo con firmeza viril a la que respondí de igual manera, recostando mi
mejilla en su pecho caliente. Permanecimos así no sé cuanto tiempo, dejando que
las horas pasaran, sin decir nada, sin pronunciar palabra, hasta que tuvimos
que emprender el regreso hacia la venta del Cuervo.
Cuando llegamos, todo el peligro
había pasado. La venta estaba solitaria, y yo recuperé mis cosas y mi caballo.
Miré a don José esperanzado, pero su torva mirada me desilusionó por completo.
Se acercó a mí, mientras acomodaba sus cosas en la montura.
-Señor, mi amigo, debemos
separarnos ahora. Usted debe seguir su camino, volver a Córdoba, y a mí me
esperan en Sevilla.
-La gitana ¿no es verdad?
-Carmen, así es llamada. Si ha
estado usted en Triana, señor, es seguro que oyó hablar de la Carmencita.
-Si por ella se ha perdido, si
por ella se perderá definitivamente, no vaya, don José, es una locura.
-Es el destino, mi señor.
-¿Nos volveremos a ver?
-Estoy seguro de eso, como que me
llamo José Lizarrabegoa, llamado el Navarro.
-Sé su nombre, pero aún no sabe
usted el mío.
-No soy hombre que pregunte los
nombres de la gente, señor. No necesitaré buscarlo por su nombre cuando llegue
la hora de vernos nuevamente, que llegará por designios sobre los cuales
ninguno de los dos tendrá ingerencia. Nos veremos otra vez, lo sé, porque
también el sino lo querrá así. ¿Sabe usted?, el destino nos prepara cosas
misteriosas, sorprendentes, y a usted y a mí, nos los ha demostrado bien
claramente. Ya ve usted, yo pensaba que el amor nunca entraría en mis planes,
ahora me doy cuenta lo equivocado que estaba.
Nos abrazamos largamente. Yo le
aferré emocionado, y sentí sus brazos apretarme de una manera extraña, como
cuando uno quiere retener algo que irreversiblemente va a perder.
-Adiós, entonces – me dijo.
-Hasta la vista, don José.
Nos besamos fuertemente con los
ojos cerrados y luego se separó de mí bruscamente. Me quedé ahí sin moverme
siquiera, viéndole partir y alejarse, hasta que su furioso galope le llevó más
allá de mi alcance.
(Continuará)
Franco.Febrero de 2009
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(*) "Textos profanados", tal como di en llamar a una serie de relatos que escribí tomando como base fragmentos de piezas literarias varias y jugando libremente con distintos desenlaces ya sea agregando escenas y situaciones o modificando cierto devenir en las historias, siempre con los mismos personajes e intentando continuar el estilo narratorio de manera tal que tanto texto original y modificado discurran intercalándose entre sí sin distinción aparente. Di así, rienda libre a mi imaginación, a mi insolente irreverencia de "profanar" distintas tramas, porque, después de todo ¿quién no quiso cambiar alguna vez el final de Romeo y Julieta, por dar un ejemplo? Estos textos profanados, cabe aclarar, no intentan en absoluto mejorar o arreglar libros que ya pertenecen al patrimonio universal. Simplemente es un juego literario, con mucho de fantasía y bastante de morbo homoerótico, que es el tema que aquí nos compete.En este caso, el presente relato fue escrito a partir de un fragmento de "Carmen" de P. Mérimée.
Merd...! Franco!!! ya estoy pensando que después de P. Merimeé seguirás con Perrault!!! Seguramente a la PIEL DE ASNO le quedo adherida las pelotas y la verga del burrrito!!!
ResponderEliminarQue soberbia la descripción de Don José, (sólo falta ponerle la cara de Glenn Ford)!!!
Gracias por compartir!!!
Un abrazo!!!
Franco: Excelente cuento!
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir esto con nosotros.
Abrazo
Germán
¡Buenos días!
ResponderEliminarAndo a la carrera, pues tengo estos días invitados de Bs As a quienes atender y entre cañitas, tapas, pintxos, shoppings, museos, playas, templos, estadios y demás no doy abasto.
Dicho esto, pregunta:
Franco ¿admites el voto en blanco?
Lo digo pues, de los candidatos a Mr VH de mayo, no puedo elegir ninguno ¡porque me gustan TODOS!
Y sí, sí: soy un putón verbenero; pero no, no puedo decatarme por uno.
Ergo, si computa, mi voto es en blanco.
¡Abrazos a todos!
P.S: Calculo que en un par de días volveré a la normalidad, así podré responder todos los mails de los aquí amigos que tengo pendientes.
Salú la barra! Hermoso cuento tiito!!Que extraordinarias son esaas atracciones fulminantes en la vida!!
ResponderEliminarSebas aggiornemos la version y hagamosla en 3 d!!Prefiero a un San Warthington( el macho de Avatar) y como arqueólogo a mi querido Gerard Butler(el de 300)..que linda pareja diria Roberto Galán!jejeje.
Abrazos.
Turco lujurioso, no cabe duda que la testo eleva tu creatividad para el casting a esta magnífica historia de Don Franco.
ResponderEliminarAhora Don Sam, con esa barbita pelirroja y más robusto, luce más maduro y atractivo que nunca. Nada que ver con el muchachito de Avatar (estupenda película por cierto); y su elección del arqueólogo en el escocés Buttler, mmm es para sacar chispas de intenso rojo entre estos dos.
It's damned hot to have to Mr. Buttler as my butler in the Araoz' Palace. Hahaha. Abrazo
Ps. Pero Turco ... ¿habría alguna otra opción de alguien más curtido en el papel del bandido Don José? Desde ya Don Franco, esperamos con ansiedad la continuación de esta intrigante como cachondísima historia.
Hola, queridos tertulianos,
ResponderEliminarvengo con una semanita que parece la "semana trágica", sin exagerar, con inundaciones de caños rotos y demás variantes (así y todo, en medio de la emergencia, los plomeritos no claudican en su plan de mostrar la raya peludita del culo)
BUeno, a ver... Mr Vh del mes: parece que ganó el 7 nomás!. Fue curioso, a pesar de que todo el mundo estaba como loquito por el nivel de los candidatos (creo que cada vez será mejor!), la votación se detuvo a las 24 hs, y hubo dos votos anulados, otros dos inválidos por tratarse de dos votados a la vez, y uno en blanco de mi tete, que se ve que más de dos cosas a la vez no puede hacer.
(a propósito, tete, ¿no te parece que te estás rodeando de muchos argentinos? cuidado... que puede ser peligroso)
Con respecto al cuentito...
bueno...dejo a la imaginación de cada uno, la materialización corporal de nuestros protagonistas.
No sé si les ha pasado, pero más de una vez, al ver una película cuyo libro he leído anteriormente, me pasa de decepcionarme bastante cuando un actor no coincide demasiado con la representación ideal que me hice de los personajes de la historia.
De todos mis relatos, este fue el más difícil de ilustrar, por eso verán que salvo una primera imagen, el texto no viene acompañado de ninguna otra.
Pero, sin embargo, es muy interesante conocer lo que cada uno de ustedes se fabricó en su cabeza con respecto a Don José y a su amante arqueólogo.
El tipito de Avatar es un papirri precioso (que además muestra su velludo torso un instante, mmmm!), pero ya estamos mezclando a Carmen de Triana con la versión planetaria de Pocahontas...!, jajajaj... bueno, sea, de todos modos, mis "profanaciones" son aún más audaces. Y ya que estamos con el Cameron, trasladamos la historia al Titanic, lo hacemos ir por el trópico donde se supone que no hay icebergs y le cambiamos el final... eso sí, que el capitán (hermoso osito barbudito y canoso) tenga una participación especial.
Un gran abrazo para todos.
(en realidad, mi casa es la que está igualita al Titanic.... come back!... come back!)
Oye que al Aiden ese no me lo encontré en la Boqueria, sino en el Grindr. A 320 metros, que vive el tío.
ResponderEliminarDe estas que chateas con una porn-star incluso antes de que Hairy4ever responda TODOS sus mails.
Claro que a lo mejor es un fake y yo tan canelo
TIIIOO FRANCO!!!! TE TIENEN MAL LOS PLOMEROS O QUE ESTA PASANDO??
ResponderEliminarCOMO QUE GANO EL 7? SI TIENE SOLO 3 VOTOS!! EL NUEVE GANO!!! ANIMA BENDITAS TIO!!! FIJATE LO QUE DICES...TONGO TONGO ACA HAY TONGO!!! EL 9 ES EL KE GANÓ..ELECIONES LIMPIAS YA! JEJEJE
FIJATE TIO MANDALO A ORTOLANI DE VEEDOR...VOS YA NO VES DE CANSADO KE DEBES ESTAR!!
Sí, sí, sí...
ResponderEliminarperdón... quise decir el 9...!
Me tienen mal los plomeros... es que tuve un día fatal!!!
Ánimas benditas, sí, claro!
Es que mi casa es un caos. Está sucia, llena de polvo (del otro), cocina y baños destruídos, en fin. Y encima, los plomeros vuelven la semana próxima. Claro... me dejaron TODO abierto... me dicen que tengo que ventilar bien... claro...
Si estaré pasado de rosca que no entendí ni ahí el mensaje de ConMaduros... what?
Ta lueguito